FASCISMO Y PROCESOS DE FASCISTIZACIÓN A COMIENZOS DEL SIGLO XXI
Carlos Hermida. Revista Unidad y Lucha
El fascismo en la historia
Es muy frecuente, al menos en ciertos sectores de la izquierda española, utilizar el término fascismo para designar formas de gobierno y regímenes políticos que no responden exactamente a esa tipología. En ocasiones
se define como fascista indistintamente a dictaduras militares, democracias
burguesas que practican abiertamente el imperialismo o populismos
caudillistas, de tal forma que el uso y abuso del fascismo ha terminado por devaluar el concepto al emplearse más como descalificación de actitudes autoritarias o reaccionarias que como categoría política, lo que constituye, además de una gran confusión teórica, un grave error político. Para un partido comunista es fundamental distinguir con absoluta nitidez la naturaleza y el contenido de clase de los diferentes sistemas políticos; sólo así se podrá trazar una línea política correcta y establecer la táctica y estrategia adecuadas al momento históricoy a la coyuntura política concreta. Si cualquier gobierno de derechas queda englobado bajo un abstracto fascismo, ese camino conduce directamente a la derrota política1. Conviene, pues, delimitar con claridad
qué es el fascismo, y para ello es indispensable su análisis histórico.
El fascismo fue una consecuencia directa de la crisis provocada por la Primera
Guerra Mundial (1914-1918) enlas sociedades europeas. Fue la guerra
más devastadora hasta ese momento de todas las contiendas que había sufrido la Humanidad. El hecho de que muy pronto se la conociese como la Gran Guerra es bastante significativo. Con esa denominación se venía a reconocer el enorme coste en vidas humanas, sufrimiento y destrucción de riqueza que los cuatro años de lucha se habían cobrado2.
Ante todo, la guerra fue una hecatombe demográfica que costó 9 millones
de muertos y 21 millones de heridos. El impacto en la conciencia europea fue
tremendo. Las ciudades llenas de mutilados y los millones de familias destrozadas por la pérdida de alguno de sus miembros provocaron el derrumbe de muchas de las creencias y valores en que se basaba la civilización europea.
Los cambios políticos fueron también trascendentales. Los cuatro imperios
anteriores a la guerra desaparecieron y en Rusia los bolcheviques tomaron
el poder en octubre de 1917, mostrando a los trabajadores de todo el
mundo que había una alternativa al capitalismo.
Los tratados de paz firmados en la Conferencia de Paz de París entre
1919 y 1920 modificaron las fronteras de Europa oriental y provocaron la aparición de nuevos países. La incidencia económica fue inmensa: el coste de la contienda representó el 30% de la riqueza nacional de Francia; el 22% de la riqueza de Alemania; el 26% de la italiana...
Los gobiernos europeos gastaron sumas enormes de dinero para financiar
el esfuerzo bélico y se vieron obligados a recurrir a los préstamos estadounidenses.
Mientras que Europa salió debilitada, endeudada y con algunas zonas devastadas por los combates, como el nordeste de Francia, Estados Unidos aumentó su poder económico. Su producción industrial creció un 12% y los préstamos concedidos a los aliados europeos le convirtieron en un país acreedor, en el banquero del mundo.
El mundo que conocieron los europeos antes de 1914 se había derrumbado
en 1918. Los cambios territoriales, políticos, económicos, sociales e ideológicos fueron tan profundos que no parece exagerado afirmar que el siglo XX comenzó en 1914.
Al finalizar la guerra el paro y la inflación se extendieron por todos los países
contendientes. Millones de soldados desmovilizados se encontraron sin trabajo, traumatizados por cuatro años de lucha en las trincheras, con su vida truncada y, muchos de ellos, incapaces de adaptarse a la vida civil3. En los países vencidos, como Alemania, al desastre económico se unía la frustración de la derrota y la firma de duros tratados de paz. Las huelgas, manifestaciones y tentativas revolucionarias se extendieron por Europa entre 1919 y 1923.
En este ambiente de derrumbe moral y crisis económica se gestaron los primeros grupos fascistas. En Italia surgieron en 1919 los Fascios Italianos de
Combate, fundados por Benito Mussolini, un antiguo socialista que había sido
expulsado del partido por defender la entrada de Italia en la guerra y que había
participado en la contienda. Los fascios eran nacionalistas, imperialistas, antiparlamentarios, ferozmente anticomunistas y adornaban su discurso con una demagógica retórica anticapitalista. El culto a la violencia y la llamada a instaurar en el país un nuevo orden que devolviera a Italia la grandeza de la Roma clásica atrajo a varios miles de excombatientes a las filas de la nueva organización política; unos excombatientes resentidos porque la victoria en la guerra no había proporcionado a Italia todas las compensaciones territoriales que se le habían garantizado al incorporarse a la lucha al lado de la Entente en 1915 (4).
En Alemania, los primeros años de posguerra fueron traumáticos. La rendición incondicional, la firma del draconiano Tratado de Versalles y la hiperinflación convulsionaron a la sociedad alemana. El movimiento revolucionario de los
espartaquistas fue ahogado en sangre por el gobierno socialdemócrata
y sus principales dirigentes –Rosa Luxemburgo y Kart Liebknecht– asesinados. Proliferaron grupos paramilitares y formaciones nacionalistas que culpaban a la joven República de Weimar de la derrota militar (5).
En 1919 se fundó el Partido Obrero Alemán (DAP) en el que ingresó Adolfo
Hitler, un excombatiente que acumulaba odio contra el régimen republicano y
aún más odio contra los judíos. En 1920 el partido cambió su denominación por la de Partido Obrero Alemán Nacional
Socialista (NSDAP). Los nazis eran anticomunistas, antiparlamentarios, nacionalistas y antisemitas; proponían la supresión del Tratado de Versalles y la conquista del “espacio vital” y, al igual que los fascistas italianos, empleaban un lenguaje anticapitalista y revolucionario que los diferenciaba de la derecha clásica (6).
En ambos países estos grupos eran absolutamente minoritarios, casi marginales dentro del espectro político nacional. Sin embargo, la agudización de la crisis, el ascenso del movimiento obrero, la formación de los partidos comunistas y la presencia de la Unión Soviética cambiaron completamente la situación.
La burguesía italiana y alemana comenzaron a financiar generosamente
a Mussolini y a Hitler, quienes, dejando a un lado la retórica anticapitalista, predicaban la destrucción del movimiento obrero y la supresión del sistema parlamentario. Evidentemente, fascistas y nazis no eran meras marionetas en manos de los grandes empresarios, pero es absolutamente incuestionable, que el fascismo fue una forma de dominación de la burguesía. Capitalismo y fascismo están estrechamente ligados (7). El fascismo fue la respuesta política de la burguesía en una coyuntura caracterizada por:
1) la crisis del capitalismo del período de entreguerras; 2) la coyuntura revolucionaria que abre el final de la Primera Guerra Mundial; y 3) el triunfo
de la revolución socialista en Rusia y la formación de partidos comunistas a partir de 1917.
Alcanzado el poder, el fascismo estableció una forma de Estado que difería
radicalmente del modelo liberal impuesto por la burguesía a lo largo del siglo
XIX, y que puede ser sintetizado en los siguientes rasgos:
1. Supresión completa de los derechos
civiles y de las formas democráticas
más elementales.
2. Destrucción sistemática de las organizaciones
y partidos proletarios.
3. Encuadramiento, control y adoctrinamiento
de la sociedad, en un intento
de conseguir una humanidad fascista.
4. Expansión imperialista que conlleva
el ejercicio de prácticas genocidas.
5. Empleo de una violencia ilimitada
y extrema dirigida contra los opositores
políticos.
6. Política económica favorable al
gran capital, sobre la base de un fuerte
intervensionismo económico y la militarización
de la economía.
La derrota militar del fascismo italiano y del nacional-socialismo alemán en
la Segunda Guerra Mundial -derrota en la que la Unión Soviética desempeñó el
papel determinante- condujo a la creencia de que el fascismo formaba parte definitivamente del pasado histórico, ya no constituía una amenaza real y, en
conclusión, sería impensable que volviese a reaparecer en Europa. En nuestra
opinión, esa creencia es peligrosamente errónea. Es evidente que el fascismo
nunca podría repetirse con las mismas y exactas características de los años treinta del pasado siglo, pero una forma de dominación fascista no puede descartarse en absoluto en el siglo XXI. Es más, las señales que se advierten en Europa y Estados Unidos son extremadamente preocupantes.
De la crisis capitalista de 1973 a los atentados del
11 de septiembre de 2001
Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, los países capitalistas desarrollados experimentaron una rápida expansión económica. Entre 1950 y
1969, la tasa del crecimiento anual del Producto Interior Bruto fue del 6,2 % en
la República Federal Alemana, del 5% en Francia, 5,4% en Italia y 9,7% en Japón. El espectacular crecimiento económico, casi ininterrumpido, jalonado por cortas recesiones coyunturales, hizo pensar a los economistas académicos
que el capitalismo había superado las catastróficas crisis que jalonaban su historia. Nada más lejos de la realidad. En 1973 se inició una nueva crisis estructural que confirmó su movimiento cíclico
(
El final de la onda larga de crecimiento obligó a la burguesía de los países desarrollados a diseñar un nuevo modelo de acumulación capaz de recomponer la tasa de ganancia. Ese modelo se definió como neoliberalismo. Diseñado por el economista estadounidense Milton Friedman y la “Escuela de Chicago”, y puesto en práctica inicialmente en Estados Unidos durante la presidencia de Ronald Reagan y en el Reino Unidos durante el largo gobierno de la conservadora Margaret Thatcher.
El Neoliberalismo propugna como receta suprema para la superación de la crisis la hegemonía del mercado, la supresión del intervencionismo estatal en la vida económica, la absoluta desregulación del mercado laboral, la privatización de los servicios públicos y la completa libertad de circulación internacional del capital. Lo que hoy se conoce como “globalización”, “mundialización” o “nuevo orden económico internacional” no es más que la aplicación a ultranza de la doctrina neoliberal ensayada en los años ochenta.
Para elevar la tasa de ganancia se inició un proceso de destrucción paulatina
del denominado “Estado del bienestar”. El trabajo fijo empezó a ser sustituido
por el precario; se endurecieron los requisitos para cobrar el seguro de paro y
tener derecho a una pensión de jubilación; los gastos sociales se recortaron
drásticamente y se acometieron reconversiones industriales que arrojaron al
paro a millones de trabajadores. En un país tras otro, las conquistas sociales,
conseguidas por la clase obrera tras durísimas luchas, tras batallas interminables contra la patronal, a costa de innumerables sacrificios y sangre, fueron desmanteladas.
Las consecuencias de las políticas neoliberales fueron devastadoras. El paro
y la marginación se fueron extendiendo por los países de Europa occidental.
Jóvenes que buscaban su primer empleo, jubilados y parados de larga duración engrosaron las filas de una pobreza creciente. La desestructuración familiar y la delincuencia se generalizaron en los barrios obreros de las grandes ciudades, arrasados por las reconversiones industriales y los recortes presupuestarios en educación y sanidad. La desesperación se fue adueñando de millones de personas.
La derechización de la socialdemocracia, el revisionismo de los partidos comunistas y la debilidad de los sindicatos sumió a los trabajadores en la desorientación ideológica y política, agravada por la desintegración de la URSS en 1991 y la desaparición del campo socialista de Europa oriental (9). El hueco que dejó la izquierda tradicional, incapaz de ofrecer alternativas, cómplice de las políticas neoliberales e impotente para enfrentarse al discurso visceral- mente anticomunista de la burguesía, empezaron a llenarlo nuevos partidos y organizaciones fascistas que proponían recetas fáciles a base de nacionalismo y xenofobia. Los barrios y las regiones deprimidas de Francia fueron el mejor caldo de cultivo para el ascenso espectacular del Frente Nacional liderado por Le Pen (10). Si en los años treinta los nazis habían
atribuido a los judíos la culpa de todos los males que sufría Alemania, ahora el
odio de los fascistas recaía sobre los inmigrantes, a quienes se culpó del paro,
del aumento de la delincuencia y de la pérdida de la identidad nacional de los
europeos. El discurso racista se acompañó de agresiones brutales contra extranjeros que no eran miembros de la Unión Europea.
Al finalizar el siglo XX, ya nadie podía dudar de que el fascismo estaba otra
vez presente en Europa; sin embargo, también es verdad que, a pesar de ciertos éxitos electorales, parecía extraordinariamente difícil que un partido fascista pudiera hacerse con el poder. Sin embargo, los atentados que sufrió Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 han iniciado una dinámica política muy inquietante (11).
La desaparición de la URSS eliminó las barreras, diques y frenos que actuaban
de contención frente a Estados Unidos.
La ruptura del equilibrio de poder que causó el derrumbe de la Unión Soviética
permitió a USA actuar sin contrapesos en su proyecto político de hegemonía
mundial, pero los atentados contra el World Trade Center y el Pentágono
fueron la excusa perfecta para poner en marcha en el interior del país un
recorte de libertades y derechos civiles sin precedentes. Con el pretexto del peligro terrorista, el gobierno estadounidense desplegó un arsenal represivo que ha dejado indefensos a los ciudadanos.
Y no se trata de una actuación coyuntural, sino con vocación de permanencia.
Estaríamos en los inicios de un modelo de fascismo que ya no reniega de las libertades ni rechaza el sufragio universal, y tampoco necesita bandas uniformadas con camisas pardas, negras o azules. Por el contrario, emplea un discurso en el que el eje central lo forman las palabras libertad y democracia, pero esos términos encubren un sistema en el que los ciudadanos quedan a merced de los poderes policiales. Es curioso comprobar como los lemas
y consignas que emplea el gobierno de Bush son similares a los utilizados por
los nazis. A la entrada del campo de exterminio de Auschwitz, donde fueron
asesinadas millones de personas, estaba escrita la frase “el trabajo nos hace libres”, y la invasión de Irak de 2003 fue bautizada como “Libertad para Irak”.
Los paralelismos no terminan aquí. Hitler invocaba a la Providencia para justificar su ascenso al poder, mientras que Bush se refiere continuamente a Dios para legitimar sus planes agresivos en política exterior.
El protofascismo estadounidense consiste en el mantenimiento de un decorado
democrático –Constitución y elecciones–tras el que se oculta una realidad
dictatorial. Las elecciones constituyen una farsa en la que cada cuatro años se
hace creer a los norteamericanos que son ellos quienes deciden la política del país, cuando la realidad es que las decisiones no se toman en el Congreso, sino en el despacho de las grandes compañías multinacionales y en el Pentágono, en un núcleo duro que hace tiempo se designo como el complejo militar–industrial. Convenientemente aterrorizada por una propaganda que difunde amenazas apocalípticas –guerra biológica, terroristas islámicos, armas de destrucción masiva, etc.–, la mayor parte de la población aplaude el entierro de las libertades. El hecho de que la existencia del campo de concentración y centro de tortura de Guantánamo no levante protestas multitudinarias en Estados Unidos es un síntoma inequívoco de que hay amplios sectores del pueblo norteamericano que apoyan este proceso.
Este modelo no es exclusivo de Estados Unidos. Con variantes también ha
comenzado a imponerse en los países europeos. Los gobiernos machacan a la
población con una batería de mensajes falaces. Inmigrantes delincuentes, musulmanes fanáticos y terroristas enloquecidos quieren destruir nuestra maravillosa democracia. Los sectores menos politizados de la sociedad, angustiados por los problemas económicos –paro, empleos precarios, salarios insuficientes, etc– son presa fácil de la propaganda y permanecen impasibles ante los cierres de periódicos, las torturas policiales o la expulsión de los inmigrantes.
Así, sin grandes estridencias, el fascismo se va instalando en la sociedad. Escudriñado por cámaras de video en los lugares públicos, sometido a controles biométricos en los aeropuertos, registradas sus visitas a determinados páginas de Internet, el ciudadano va siendo despojado de sus garantías jurídicas casi sin percibirlo.
Estamos sin duda ante un proceso de fascistización directamente relacionado
con la creciente resistencia que ofrecen los sectores populares a las políticas
económicas neoliberales (12). Tras dos décadas de retrocesos y derrotas, el movimiento obrero está en los comienzos del siglo XXI en una nueva fase de grandes luchas defensivas y ofensivas contra el capital y los comunistas se están reorganizando sobre la base de la recuperación del marxismo–leninismo. Aunque esta hipótesis requiere un análisis más profundo, en nuestra opinión las clases dominantes están apostando en Europa y Estados Unidos por liquidar todos los obstáculos que impiden la implantación plena del neoliberalismo económico, y entre esos obstáculos figuran la libertad
de expresión, el derecho de huelga y el funcionamiento legal de organizaciones comunistas. La propia democracia burguesa se estaría convirtiendo en un freno para el despliegue del nuevo modelo de acumulación capitalista.
La lucha contra el fascismo
Para luchar consecuentemente contra el fascismo, lo primero es ser consciente de su peligro real. Los fenómenos apuntados no son hechos puntuales o meras anécdotas, sino los primeros pasos de una forma de dominación que en unos años podría volverse irreversible.
Evitar que se alcance ese punto de no retorno es una obligación de la izquierda y, en primer lugar, de los comunistas. Existe un enorme potencial de resistencia antifascista y anticapitalista en todos los países de Europa, que estalla en ocasiones de forma espontánea, sin coordinación, como fogonazos aislados, pero carece de continuidad. La tarea que se impone a los comunistas es articular un proyecto político anticapitalista capaz de aglutinar a la inmensa mayoría de los trabajadores, junto con sectores de las clases medias y pequeña burguesía. Porque hoy la lucha contra el fascismo es inseparable de la lucha por la superación del capitalismo. La formación de frentes populares o alianzas antifascistas debería realizarse sobre la base de una transformación socialista de la sociedad. Ese frente amplio debe iniciarse a partir
de la lucha diaria de todas las organizaciones antifascistas, forjando la unidad
en la autodefensa frente a las agresiones de la extrema derecha y en amplias
campañas de propaganda unitaria contra el fascismo, entrando en contacto
con los inmigrantes y propiciando su militancia en las organizaciones de izquierda de ámbito estatal. Para terminar, nos referimos brevemente
al fenómeno fascista en España. A diferencia de lo que ocurrió en el resto
de Europa, el fascismo no fue derrotado en 1945. Estados Unidos y Gran
Bretaña permitieron que Franco, a pesar de haber colaborado estrechamente con la Alemania nazi durante la guerra, permaneciera en el poder hasta su muerte en 1975. La denominada Transición democrática (1975–1978) dejó intacto el aparato del Estado y colocó en el trono a Juan Carlos I, quien había
sido educado por Franco y designado por el dictador como su sucesor.
El resultado fue que las instituciones fascistas desaparecieron formalmente, pero los franquistas siguieron al frente del ejército, la policía y la judicatura.
En cuanto a la clase política franquista, se transmutó en una derecha de naturaleza fascista encubierta por una tenue capa de barniz democrático. La
consecuencia final fue una democracia mutilada y vigilada. La ausencia de una ruptura democrática ha permitido la actuación de numerosos grupos fascistas cada vez más activos. Lo verdaderamente escandaloso es que los medios de comunicación manipulan de una manera vergonzosa las informaciones
relativas a las agresiones fascistas, convirtiéndolas en reyertas entre
bandas o enfrentamientos entre grupos radicales rivales. Pero lo cierto es
que en los últimos años los grupos fascistas actúan impunemente en muchas
ciudades y pueblos de la geografía española asesinando a jóvenes antifascistas, propinando palizas a inmigrantes y convocando manifestaciones en las que se ensalza el racismo. Por otro lado, si bien es cierto que los
partidos fascistas no tienen representación parlamentaria, en buena medida se
debe a que gran parte de la militancia y del electorado fascista ha recalado en las filas del Partido Popular, la principal organización de la derecha española, lo que explica el discurso abiertamente reaccionario de ese partido. Su oposición beligerante durante la última legislatura (2004–2008) a la ley de matrimonios homosexuales, el apoyo a las campañas antiabortistas de la
Iglesia Católica, la negativa sistemática a cualquier iniciativa para esclarecer la represión franquista y, por el contrario, el respaldo a panfletistas que reivindican la dictadura de Franco, convierten al Partido Popular en un
serio peligro para las ya muy menguadas libertades y derechos que
pueden ejercer los ciudadanos españoles. Un peligro que aumenta con la actitud claudicante del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) ante la ofensiva de la derecha y su apuesta por la represión para sofocar la reivindicación independentista de una parte de la sociedad vasca.
En este sentido, la Ley Orgánica 6/2002 de Partidos Políticos, promovida por el
Partido Popular y por los socialistas, con la finalidad de ilegalizar a la izquierda
abertzale vasca y privarla de representación política en las instituciones, constituye un atentado gravísimo contra los derechos civiles al conculcar el artículo 23.1 de la propia Constitución, que reconoce el derecho de los ciudadanos a participar en la vida pública, directamente o por medio de sus representantes, elegidos en elecciones periódicas mediante sufragio universal.
El proceso de fascistización en España, iniciado con la promulgación de esta
ley, sólo podrá detenerse si se eliminan sus raíces, que no son otras que la monarquía y la Constitución de 1978. Sólo la proclamación de la III República, con un contenido popular y federativo, con una participación ciudadana consciente en la vida pública, será capaz de solucionar los problemas estructurales del país y eliminar el peligro fascista.
80
1. Sobre la naturaleza del fascismo y sus distintas interpretaciones, véanse MARTÍN KITCHEN: Fascismo. México, Editorial
El Manual Moderno. S.A., 1979; O. BAUER, H. MARCUSE y A. ROSENBERG: Fascismo y capitalismo. Barcelona,
Ediciones Martínez Roca, 1976 ; y ERNEST MANDEL : El fascismo. Madrid, Akal, 1987.
(En todas las notas se citan las ediciones españolas).
2. Una buena aproximación a la Primera Guerra Mundial en PIERRE RENOUVIN: La crisis europea y la Primera Guerra
Mundial (1904-1918). Madrid, Akal, 1990; MARC FERRO: La Gran Guerra (1914-1918). Madrid, Alianza Editorial,
1970; y HEW STRACHT: La Primera Guerra Mundial. Barcelona, Crítica, 2004.
3. El desengaño y la frustración de los soldados que lucharon en la guerra están magníficamente plasmados en Sin novedad
en el frente, la extraordinaria novela de Erich María Remarque publicada en 1929.
4. Entre las innumerables obras sobre los orígenes del fascismo italiano, ROLAND SARTI: Fascismo y burguesía industrial.
Italia, 1919-1940. Barcelona, Libros de Confrontación, 1973; ANGELO TASCA: El nacimiento del fascismo. Barcelona,
Ariel, 1969; y ROBERT PARIS: Los orígenes del fascismo. Madrid, Sarpe, 1985.
5. Un interesantísimo estudio sobre la revolución alemana de 1918-1919 en SEBASTIÁN HAFFNER: La revolución alemana
de 1918-1919. Barcelona, Inédita Editores, 2005. Sobre el movimiento espartaquista véase GILBERT BADIA.:
Los espartaquistas. Barcelona, Mateu, 1974.
6. Para los inicios del nazismo, IAN KERSAW: Hitler, 1899-1936. Barcelona, Península, 1998 y RICHARD J. EVANS: La
llegada del Tercer Reich. El ascenso de los nazis al poder. Barcelona, Península, 2005.
7. Para las relaciones entre fascismo y burguesía, véase DANIL GUERIN: Fascismo y gran capital. Madrid, Fundamentos,
1973.
8. Un análisis muy completo sobre el desarrollo del capitalismo del capitalismo a partir de 1945 puede verse en E. PALAZUELOS:
las economías capitalistas durante el período de expansión, 1945-1970 (estructura y funcionamiento del modelo
de acumulación de posguerra). Madrid, Akal, 1986.
9. Un lúcido análisis, desde un punto de vista marxista, sobre el derrumbamiento de la URSS en LUDO MARTENS: La
URSS y la contrarrevolución de terciopelo. La Habana, Editorial Cultura Popular, 1995.
10. Véase FERRÁN GALLEGO: Neofascistas. Democracia y extrema derecha en Francia e Italia. Barcelona, Plaza & Janés,
2004; del mismo autor, Por qué Le Pen. Barcelona, El Viejo Topo, 2002.
11. Las causas y consecuencias de estos atentados son analizados por NOAM CHOMSKY: 11/9/2001. Barcelona, RBA,
2002.
12. Entendemos por proceso de fascistización un período histórico de enorme complejidad política, social y económica,
caracterizado por una intensa lucha de clases entre la burguesía y el proletariado, así como por fuertes tensiones en
el bloque de poder, creciente influencia social de los grupos fascistas y graves violaciones de las libertades públicas,
que culminaría en la desaparición de las formas políticas de la democracia burguesa. Véase NICOS POULANTZAS:
fascismo y Dictadura. La III Internacional frente al fascismo. México, Siglo XXI, 1971.