LAS REVOLUCIONES - Eric Hobsbawm - tomado de la web argentina WebHistoria.
El texto (12 páginas) se remite en DOS MENSAJES por su excesiva longitud
I
El texto (12 páginas) se remite en DOS MENSAJES por su excesiva longitud
PRIMER MENSAJE
La libertad, ese ruiseñor con voz de gigante, despierta a los que duermen más profundamente... ¿Cómo es posible pensar hoy en algo, excepto en luchar por ella? Quienes no aman a la humanidad todavía pueden ser grandes como tiranos. Pero ¿cómo puede uno ser indiferente?
LUDWIG BOERNE, 14 de febrero de 1831(1)
Los gobiernos, al haber perdido su equilibrio, están asustados, intimidados y sumidos en confusión por los gritos de las clases intermedias de la sociedad, que, colocada entre los reyes y sus súbditos, rompen el cetro de los monarcas y usurpan la voz del pueblo.
METTERNICH al zar, 1820(2)
I
Rara vez la incapacidad de los gobiernos para detener el curso de la historia se ha demostrado de modo más terminante que en los de la generación posterior a 1815. Evitar una segunda Revolución francesa, o la catástrofe todavía peor de una revolución europea general según el modelo de la francesa, era el objetivo supremo de todas las potencias que habían tardado más de veinte años en derrotar a la primera; incluso de los ingleses, que no simpatizaban con los absolutismos reaccionarios que se reinstalaron sobre toda Europa y sabían que las reformas ni pueden ni deben evitarse, pero que temían una nueva expansión franco-jacobina más que cualquier otra contingencia internacional. A pesar de lo cual, jamás en la historia europea y rarísima vez en alguna otra, el morbo revolucionario ha sido tan endémico, tan general, tan dispuesto a extenderse tanto por contagio espontáneo como por deliberada propaganda.
Tres principales olas revolucionarias hubo en el mundo occidental entre 1815 y 1848. (Asia y Africa permanecieron inmunes: las primera grandes revoluciones, el y «la», no ocurrieron hasta después de 1850). La primera tuvo lugar en 1820-1824. En Europa se limitó principalmente al Mediterráneo, con España (1820), Nápoles (1820) y Grecia (1821) como epicentros. Excepto el griego, todos aquellos alzamientos fueron sofocados.La revolución española reavivó el movimiento de liberación de sus provincias sudamericanas, que había sido aplastado después de un esfuerzo inicial (ocasionado por la conquista de la metrópoli por Napoleón en 1808) y reducido a unos pocos refugiados y a algunas bandas sueltas. Los tres grandes libertadores de la América del Sur española, Simón Bolívar, San Martín y Bernardo O’Higgins, establecieron respectivamente la independencia de la (que comprendía las actuales repúblicas de Colombia, Venezuela y Ecuador), de la Argentina, menos las zonas interiores de lo que ahora son Paraguay y Bolivia y las pampas al otro lado del Río de la Plata, en donde los gauchos de la Banda Oriental (ahora el Uruguay) combatían a los argentinos y a los brasileños, y de Chile. San Martín, ayudado por la flota chilena al mando de un noble radical inglés, Cochrane (el original del capitán Hornblower de la novela de C. S. Forrester), liberó a la última fortaleza del poder hispánico: el virreinato del Perú. En 1822 toda la América española del Sur era libre y San Martín, un hombre moderado y previsor de singular abnegación, abandonó a Bolívar y al republicanismo y se retiró a Europa, en donde vivió su noble vida en la que era normalmente un refugio para los ingleses perseguidos por deudas, Boulogne-sur-Mer, con una pensión de O’Higgins. Entre tanto, el general español enviado contra las guerrillas de campesinos que aún quedaban en México -Itúrbide- hizo causa común con ellas bajo el impacto de la revolución española, y en 1821 declaró la independencia mexicana. En 1822, el Brasil se separó tranquilamente de Portugal bajo el regente dejado por la familia real portuguesa al regresar a Europa de su destierro durante la guerra napoleónica. Los Estados Unidos reconocieron casi inmediatamente a los más importantes de los nuevos Estados; los ingleses lo hicieron poco después, teniendo buen cuidado de concluir tratados comerciales con ellos. Francia los reconoció más tarde.
La segunda ola revolucionaria se produjo en 1829-1834, y afectó a toda la Europa al Oeste de Rusia y al continente norteamericano. Aunque la gran era reformista del presidente Andrew Jackson (1829-1837) no estaba directamente conectada con los trastornos europeos, debe contarse como parte de aquella ola. En Europa, la caída de los Borbones en Francia estimuló diferentes alzamientos. Bélgica (1830) se independizó de Holanda; Polonia (1830-1831) fue reprimida sólo después de considerables operaciones militares; varias partes de Italia y Alemania sufrieron convulsiones; el liberalismo triunfó en Suiza -país mucho menos pacífico entonces que ahora-; y en España y Portugal se abrió un período de guerras civiles entre liberales y clericales. Incluso Inglaterra se vio afectada, en parte por culpa de la temida erupción de su volcán local -Irlanda-, que consiguió la emancipación católica (1829) y la reaparición de la agitación reformista. El Acta de Reforma de 1832 correspondió a la revolución de julio de 1830 en Francia, y es casi seguro que recibiera un poderoso aliento de las noticias de París. Este período es probablemente el único de la historia moderna en el que los sucesos políticos de Inglaterra marchan paralelos a los del continente, hasta el punto de que algo parecido a una situación revolucionaria pudo ocurrir en 1831-1832 a no ser por la prudencia de los partidos y . Es el único período del siglo XIX en el que el análisis de la política británica en tales términos no es completamente artificial
De todo ello se infiere que la ola revolucionaria de 1830 fue mucho más grave que la de 1820. En efecto, marcó la derrota definitiva del poder aristocrático por el burgués en la Europa occidental. La clase dirigente de los próximos cincuenta años iba a ser la de banqueros, industriales y altos funcionarios civiles, aceptada por una aristocracia que se eliminaba a sí misma o accedía a una política principalmente burguesa, no perturbada todavía por el sufragio universal, aunque acosada desde fuera por las agitaciones de los hombres de negocios modestos e insatisfechos, la pequeña burguesía y los primeros movimientos laborales. Su sistema político, en Inglaterra, Francia y Bélgica, era fundamentalmente el mismo: instituciones liberales salvaguardadas de la democracia por el grado de cultura y riqueza de los votantes -sólo 168.000 al principio en Francia- bajo un monarca constitucional, es decir, algo por el estilo de las instituciones de la primera y moderada fase de la Revolución francesa, la constitución de 1791.(3) Sin embargo, en los Estados Unidos, la democracia jacksoniana supuso un paso más allá: la derrota de los ricos oligarcas no demócratas (cuyo papel correspondía al que ahora triunfaba en la Europa occidental) por la ilimitada democracia llegada al poder por los votos de los colonizadores, los pequeños granjeros y los pobres de las ciudades. Fue una innovación portentosa que los pensadores del liberalismo moderado, lo bastante realistas para comprender las consecuencias que tarde o temprano tendría en todas partes, estudiaron de cerca y con atención. Y, sobre todos, Alexis de Tocqueville, cuyo libro La democracia en América (1835)* sacaba lúgubres consecuencias de ella. Pero, como veremos, 1830 significó una innovación más radical aún en política: la aparición de la clase trabajadora como fuerza política independiente en Inglaterra y Francia y la de los movimientos nacionalistas en muchos países europeos.
Detrás de estos grandes cambios en política hubo otros en el desarrollo económico y social. Cualquiera que sea el aspecto de la vida social que observemos, 1830 señala un punto decisivo en él; de todas las fechas entre 1789 y 1848 es, sin duda alguna, la más memorable. Tanto en la historia de la industrialización y urbanización del continente y de los Estados Unidos, como en la de las migraciones humanas, sociales y geográficas o en la de las artes y la ideología, aparece con la misma prominencia. Y en Inglaterra y la Europa occidental, en general, arranca de ella el principio de aquellas décadas de crisis en el desarrollo de la nueva sociedad que concluyeron con la derrota de las revoluciones de 1848 y el gigantesco avance económico después de 1851.
La tercera y mayor de las olas revolucionarias, la de 1848, fue el producto de aquella crisis. Casi simultáneamente la revolución estalló y triunfó (de momento) en Francia, en casi toda Italia, en los Estados alemanes, en gran parte del Imperio de los Habsburgo y en Suiza (1847). En forma menos aguda, el desasosiego afectó también a España, Dinamarca y Rumania y en forma esporádica a Irlanda, Grecia e Inglaterra. Nunca se estuvo más cerca de la revolución mundial soñada por los rebeldes de la época que con ocasión de aquella conflagración espontánea y general, que puso fin a la época estudiada en este volumen. Lo que en 1789 fue el alzamiento de una sola nación era ahora, al parecer, de todo un continente.
II
A diferencia de las revoluciones de finales del siglo XVIII, las del período posnapoleónico fueron estudiadas y planeadas. La herencia más formidable de la Revolución francesa fue la creación de modelos y patrones de levantamientos políticos para uso general de los rebeldes de todas partes. Esto no quiere decir que las revoluciones de 1815-1848 fuesen obra exclusiva de unos cuantos agitadores desafectos, como los espías y los policías de la época -especies muy utilizadas- llegaban a decir a sus superiores. Se produjeron porque los sistemas políticos vueltos a imponer en Europa eran profundamente inadecuados -en un período de rápidos y crecientes cambios sociales- a las circunstancias políticas del continente, y porque el descontento era tan agudo que hacía inevitable los trastornos. Pero los modelos políticos creados por la revolución de 1789 sirvieron para dar un objetivo específico al descontento, para convertir el desasosiego en revolución, y, sobre todo, para unir a toda Europa en un solo movimiento -o quizá fuera mejor llamarlo corriente- subversivo.
Hubo varios modelos, aunque todos procedían de la experiencia francesa entre 1789 y 1797. Correspondían a las tres tendencias principales de la oposición pos-1815: la moderada liberal (o dicho en términos sociales, la de la aristocracia liberal y la alta clase media), la radical-democrática (o sea, la de la clase media baja, una parte de los nuevos fabricantes, los intelectuales y los descontentos) y la socialista (es decir, la del o nueva clase social de obreros industriales). Etimológicamente, cada uno de esos tres vocablos refleja el internacionalismo del período: es de origen franco-español; , inglés; , anglo-francés. es también en parte de origen francés (otra prueba de la estrecha correlación de las políticas británica y continental en el período del Acta de Reforma). La inspiración de la primera fue la revolución de 1789-1791; su ideal político, una suerte de monarquía constitucional cuasi-británica con un sistema parlamentario oligárquico -basado en la capacidad económica de los electores- como el creado por la Constitución de 1791 que, como hemos visto, fue el modelo típico de las de Francia, Inglaterra y Bélgica después de 1830-1832. La inspiración de la segunda podía decirse que fue la revolución de 1792-1793, y su ideal político, una República democrática inclinada hacia un y con cierta animosidad contra los ricos como en la Constitución jacobina de 1793. Pero, por lo mismo que los grupos sociales partidarios de la democracia radical eran una mezcolanza confusa de ideologías y mentalidades, es difícil poner una etiqueta precisa a su modelo revolucionario francés. Elementos de lo que en 1792-1793 se llamó girondismo, jacobinismo y hasta , se entremezclaban, quizá con predominio del jacobinismo de la Constitución de 1793. La inspiración de la tercera era la revolución del año II y los alzamientos postermidorianos, sobre todo la de Babeuf, ese significativo alzamiento de los extremistas jacobinos y los primitivos comunistas que marca el nacimiento de la tradición comunista moderna en política. El comunismo fue el hijo del y el ala izquierda del robespierrismo y heredero del fuerte odio de sus mayores a las clases medias y a los ricos. Políticamente el modelo revolucionario estaba en la línea de Robespierre y Saint-Just.
Desde el punto de vista de los gobiernos absolutistas, todos estos movimientos eran igualmente subversivos de la estabilidad y el buen orden, aunque algunos parecían más dedicados a la propaganda del caos que los demás, y más peligrosos por más capaces de inflamar a las masas míseras e ignorantes (por eso la policía secreta de Metternich prestaba en los años 1830 una atención que nos parece desproporcionada a la circulación de las Palabras de un creyente de Lamennais [1834], pues al hablar un lenguaje católico y apolítico, podía atraer a gentes inafectadas por una propaganda francamente atea).(4) Sin embargo, de hecho, los movimientos de oposición estaban unidos por poco más que su común aborrecimiento a los regímenes de 1815 y el tradicional frente común de todos cuantos por cualquier razón se oponían a la monarquía absoluta, a la Iglesia y a la aristocracia. La historia del período 1815-1848 es la de la desintegración de aquel frente unido.
III
Durante el período de la Restauración (1815-1830) el mando de la reacción cubría por igual a todos los disidentes y bajo su sombra las diferencias entre bonapartistas y republicanos, moderados y radicales apenas eran perceptibles. Todavía no existía una clase trabajadora revolucionaria o socialista, salvo en Inglaterra, en donde un proletariado independiente con ideología política había surgido bajo la égida de la owenista hacia 1830. La mayor parte de las masas descontentas no británicas todavía apolíticas u ostensiblemente legitimistas y clericales, representaban una protesta muda contra la nueva sociedad que parecía no tener más que males y caos. Con pocas excepciones, por tanto, la oposición en el continente se limitaba a pequeños grupos de personas ricas o cultas, lo cual venía a ser lo mismo. Incluso en un bastión tan sólido de la izquierda como la Escuela Politécnica, sólo un tercio de los estudiantes -que formaban un grupo muy subversivo- procedía de la pequeña burguesía (generalmente de los más bajos escalones del ejército y la burocracia) y sólo un 0,3 por ciento de las . Naturalmente estos estudiantes pobres eran izquierdistas, aceptaban las clásicas consignas de la revolución, más en la versión radical-democrática que en la moderada, pero todavía sin mucho más que un cierto matiz de oposición social. El clásico programa en torno al cual se agrupaban los trabajadores ingleses era el de una simple reforma parlamentaria expresada en los de la Carta del Pueblo.(5) En el fondo este programa no difería mucho del de la generación de Paine, y era compatible (al menos por su asociación con una clase trabajadora cada vez más consciente) con el radicalismo político de los reformadores benthamistas de la clase media. La única diferencia en el período de la Restauración era que los trabajadores radicales ya preferían escuchar lo que decían los hombres que les hablaban en su propio lenguaje -charlatanes retóricos como J. H. Leigh Hunt (1773-1835), o estilistas enérgicos y brillantes como William Cobbett (1762-1835) y, desde luego, Tom Paine (1737-1809)- a los discursos de los reformistas de la clase media.
Como consecuencia, en este período, ni las distinciones sociales ni siquiera las nacionales dividían a la oposición europea en campos mutuamente incompatibles. Si omitimos a Inglaterra y los Estados Unidos, en donde ya existía una masa política organizada (aunque en Inglaterra se inhibió por histerismo antijacobino hasta principios de la década de 1820-1830), las perspectivas políticas de los oposicionistas eran muy parecidas en todos los países europeos, y los métodos de lograr la revolución -el frente común del absolutismo excluía virtualmente una reforma pacífica en la mayor parte de Europa- eran casi los mismos. Todos los revolucionarios se consideraban -no sin razón- como pequeñas minorías selectas de la emancipación y el progreso, trabajando en favor de una vasta e inerte masa de gentes ignorantes y despistadas que sin duda recibirían bien la liberación cuando llegase, pero de las que no podía esperarse que tomasen mucha parte en su preparación. Todos ellos (al menos, los que se encontraban al Oeste de los Balcanes) se consideraban en lucha contra un solo enemigo: la unión de los monarcas absolutos bajo la jefatura del zar. Todos ellos, por tanto, concebían la revolución como algo único e indivisible: como un fenómeno europeo singular, más bien que como un conjunto de liberaciones locales o nacionales. Todos ellos tendían a adoptar el mismo tipo de organización revolucionaria o incluso la misma organización: la hermandad insurreccional secreta.
Tales hermandades, cada una con su pintoresco ritual y su jerarquía, derivadas o copiadas de los modelos masónicos, brotaron hacia finales del período napoleónico. La más conocida, por ser la más internacional, era la de los o carbonarios, que parecían descender de logias masónicas del Este de Francia por la vía de los oficiales franceses antibonapartistas en Italia. Tomó forma en la Italia meridional después de 1806 y, con otros grupos por el estilo, se extendió hacia el Norte y por el mundo mediterráneo después de 1815. Los carbonarios y sus derivados o paralelos encontraron un terreno propicio en Rusia (en donde tomaron cuerpo en los decembristas, que harían la primera revolución de la Rusia moderna en 1825), y especialmente en Grecia. La época carbonaria alcanzó su apogeo en 1820-1821, pero muchas de sus hermandades fueron virtualmente destruidas en 1823. No obstante, el carbonarismo (en su sentido genérico) persistió como el tronco principal de la organización revolucionaria, quizá sostenido por la simpática misión de ayudar a los griegos a recobrar su libertad (filohelenismo), y después del fracaso de las revoluciones de 1830, los emigrados políticos de Polonia e Italia lo difundieron todavía más.
Ideológicamente, los carbonarios y sus afines eran grupos formados por gentes muy distintas, unidas sólo por su común aversión a la reacción. Por razones obvias los radicales, entre ellos el ala izquierda jacobina y babuvista, al ser los revolucionarios más decididos, influyeron cada vez más sobre las hermandades. Filippo Buonarroti, viejo camarada de armas de Babeuf, fue su más diestro e infatigable conspirador, aunque sus doctrinas fueran mucho más izquierdistas que las de la mayor parte de sus antecesores.
Todavía se discute si los esfuerzos de los carbonarios estuvieron alguna vez lo suficientemente coordinados para producir revoluciones internacionales simultáneas, aunque es seguro que se hicieron repetidos intentos para unir a todas las sociedades secretas, al menos en sus más altos e iniciados niveles. Sea cual sea la verdad, lo cierto es que una serie de insurrecciones de tipo carbonario se produjeron en 1820-1821. Fracasaron por completo en Francia, en donde faltaban las condiciones políticas para la revolución y los conspiradores no tenían acceso a las únicas efectivas palancas de la insurrección en una situación aún no madura para ellos: el ejército desafecto. El ejército francés, entonces y durante todo el siglo XIX, formaba parte del servicio civil, es decir, cumplía las órdenes de cualquier gobierno legalmente instaurado. Si fracasaron en Francia, en cambio, triunfaron, aunque de modo pasajero, en algunos Estados italianos y, sobre todo, en España, en donde la insurrección descubrió su fórmula más efectiva: el pronunciamiento militar. Los coroneles liberales organizados en secretas hermandades de oficiales, ordenaban a sus regimientos que les siguieran en la insurrección, cosa que hacían sin vacilar. (Los decembristas rusos trataron de hacer lo mismo con sus regimientos de la guardia, sin lograrlo por falta de coordinación). Las hermandades de oficiales -a menudo de tendencia liberal pues los nuevos ejércitos admitían a la carrera de las armas a jóvenes no aristócratas- y el pronunciamiento también serían rasgos característicos de la política de las Repúblicas hispanoamericanas, y una de las más duraderas y dudosas adquisiciones del período carbonario. Puede señalarse, de paso, que la sociedad secreta ritualizada y jerarquizada, como la masonería, atraía fuertemente a los militares, por razones comprensibles. El nuevo régimen liberal español fue derribado por una invasión francesa apoyada por la reacción europea, en 1823.
Sólo una de las revoluciones de 1820-1822 se mantuvo, gracias en parte a su éxito al desencadenar una genuina insurrección popular, y en parte a una situación diplomática favorable: el alzamiento griego de 1821.(6) Por ello, Grecia se convirtió en la inspiradora del liberalismo internacional, y el filohelenismo, que incluyó una ayuda organizada a los griegos y el envío de numerosos combatientes voluntarios, representó un papel análogo para unir a las izquierdas europeas en aquel bienio al que representaría en 1936-1939 la ayuda a la República española.
Las revoluciones de 1830 cambiaron la situación enteramente. Como hemos visto, fueron los primeros productos de un período general de agudo y extendido desasosiego económico y social y de rápidas y vivificadoras transformaciones. De aquí se siguieron dos resultados principales. El primero fue que la política y la revolución de masas sobre el modelo de 1789 se hicieron posibles otra vez, haciendo menos necesaria la exclusiva actividad de las hermandades secretas. Los Borbones fueron derribados en París por una característica combinación de crisis en la que pasaba por ser la política de la Restauración y de inquietud popular producida por la depresión económica. En esta ocasión, las masas no estuvieron inactivas. El París de julio de 1830 se erizó de barricadas, en mayor número y en más sitios que nunca, antes o después. (De hecho, 1830 hizo de la barricada el símbolo de la insurrección popular. Aunque su historia revolucionaria en París se remonta al menos al año 1588, no desempeñó un papel importante en 1789-1794). El segundo resultado fue que, con el progreso del capitalismo, y el -es decir, los hombres que levantaban las barricadas- se identificaron cada vez más con el nuevo proletariado industrial como . Por tanto, un movimiento revolucionario proletario-socialista empezó su existencia.
También las revoluciones de 1830 introdujeron dos modificaciones ulteriores en el ala izquierda política. Separaron a los moderados de los radicales y crearon una nueva situación internacional. Al hacerlo ayudaron a disgregar el movimiento no sólo en diferentes segmentos sociales, sino también en diferentes segmentos nacionales.
Internacionalmente, las revoluciones de 1830 dividieron a Europa en dos grandes regiones. Al Oeste del Rhin rompieron la influencia de los poderes reaccionarios unidos. El liberalismo moderado triunfó en Francia, Inglaterra y Bélgica. El liberalismo (de un tipo más radical) no llegó a triunfar del todo en Suiza y en la Península Ibérica, en donde se enfrentaron movimientos de base popular liberal y antiliberal católica, pero ya la Santa Alianza no pudo intervenir en esas naciones como todavía lo haría en la orilla oriental del Rhin. En las guerras civiles española y portuguesa de los años 1830, las potencias absolutistas y liberales moderadas prestaron apoyo a los respectivos bandos contendientes, si bien las liberales lo hicieron con algo más de energía y con la presencia de algunos voluntarios y simpatizantes radicales, que débilmente prefiguraron la hispanofilia de los de un siglo más tarde.(7) Pero la solución de los conflictos de ambos países iba a darla el equilibrio de las fuerzas locales. Es decir, permanecería indecisa y fluctuante entre períodos de victoria liberal (1833-1837, 1840-1843) y de predominio conservador.
Al Este del Rhin la situación seguía siendo poco más o menos como antes de 1830, ya que todas las revoluciones fueron reprimidas, los alzamientos alemanes e italianos por o con la ayuda de los austríacos, los de Polonia -mucho más serios- por los rusos. Por otra parte, en esta región el problema nacional predominaba sobre todos los demás. Todos los pueblos vivían bajo unos Estados demasiado pequeños o demasiado grandes para un criterio nacional: como miembros de naciones desunidas, rotas en pequeños principados (Alemania, Italia, Polonia), o como miembros de imperios multinacionales (el de los Habsburgo, el ruso, el turco). Las únicas excepciones eran las de los holandeses y los escandinavos que, aun perteneciendo a la zona no absolutista, vivían una vida relativamente tranquila, al margen de los dramáticos acontecimientos del resto de Europa.
Muchas cosas comunes había entre los revolucionarios de ambas regiones europeas, como lo demuestra el hecho de que las revoluciones de 1848 se produjeron en ambas, aunque no en todas sus partes. Sin embargo, dentro de cada una hubo una marcada diferencia en el ardor revolucionario. En el Oeste, Inglaterra y Bélgica dejaron de seguir el ritmo revolucionario general, mientras que Portugal, España y un poco menos Suiza, volvieron a verse envueltas en sus endémicas luchas civiles, cuyas crisis no siempre coincidieron con las de las demás partes, salvo por accidentes (como en la guerra civil suiza de 1847). En el resto de Europa había una gran diferencia entre las naciones activas y las pasivas o no entusiastas. Los servicios secretos de los Habsburgo se veían constantemente alarmados por los problemas de los polacos, los italianos y los alemanes no austríacos, tanto como por el de los siempre ruidosos húngaros, mientras no señalaban peligro alguno en las tierras alpinas o en las otras eslavas. A los rusos sólo les preocupaban los polacos, mientras los turcos podían confiar todavía en la mayor parte de los eslavos balcánicos para seguir tranquilos.
Esas diferencias reflejaban las variaciones en el ritmo de la evolución y en las condiciones sociales en los diferentes países, variaciones que se hicieron cada vez más evidentes entre 1830 y 1848, con gran importancia para la política. Así, la avanzada industrialización de Inglaterra cambió el ritmo de la política británica: mientras la mayor parte del continente tuvo su más agudo período de crisis social en 1846-1848, Inglaterra tuvo su equivalente -una depresión puramente industrial- en 1841-1842 (véase también el cap. IX). Y, a la inversa, mientras en los años 1820 los grupos de jóvenes idealistas podían esperar con fundamento que un putsch militar asegurara la victoria de la libertad tanto en Rusia como en España y Francia, después de 1830 apenas podía pasarse por alto el hecho de que las condiciones sociales y políticas en Rusia estaban mucho menos maduras para la revolución que en España.
A pesar de todo, los problemas de la revolución eran comparables en el Este y en el Oeste, aunque no fuesen de la misma clase: unos y otros llevaban a aumentar la tensión entre moderados y radicales. En el Oeste, los liberales moderados habían pasado del frente común de oposición a la Restauración (o de la simpatía por él) al mundo del gobierno actual o potencial. Además, habiendo ganado poder con los esfuerzos de los radicales -pues ¿quiénes más lucharon en las barricadas?- los traicionaron inmediatamente. No debía haber trato con algo tan peligroso como la democracia o la República. (VIII)
Y más todavía: después de un corto intervalo de tolerancia y celo, los liberales tendieron a moderar sus entusiasmos por ulteriores reformas y a suprimir la izquierda radical, y especialmente las clases trabajadoras revolucionarias. En Inglaterra, la owenista de 1834-1835 y los cartistas afrontaron la hostilidad tanto de los hombres que se opusieron al Acta de Reforma como de muchos que la defendieron. El jefe de las fuerzas armadas desplegadas contra los cartistas en 1839 simpatizaba con muchas de sus peticiones como radical de clase media y, sin embargo, los reprimió. En Francia, la represión del alzamiento republicano de 1834 marcó el punto crítico; el mismo año, el castigo de seis honrados labradores wesleyanos que intentaron formar una unión de trabajadores agrícolas (los ) señaló el comienzo de una ofensiva análoga contra el movimiento de la clase trabajadora en Inglaterra. Por tanto, los movimientos radicales, republicanos y los nuevos proletarios, dejaron de alinearse con los liberales; a los moderados que aún seguían en la oposición les obsesionaba la idea de , que ahora era el grito de combate de las izquierdas.
En el resto de Europa, ninguna revolución había ganado. La ruptura entre moderados y radicales y la aparición de la nueva tendencia social-revolucionaria surgieron del examen de la derrota y del análisis de las perspectivas de una victoria. Los moderados -terratenientes y clase media acomodada, liberales todos- ponían sus esperanzas de reforma en unos gobiernos suficientemente dúctiles y en el apoyo diplomático de los nuevos poderes liberales. Pero esos gobiernos suficientemente dúctiles eran muy raros. Saboya en Italia seguía simpatizando con el liberalismo y despertaba un creciente apoyo de los moderados que buscaban en ella ayuda para el caso de una unificación del país. Un grupo de católicos liberales, animado por el curioso y poco duradero fenómeno de bajo el nuevo pontífice Pío IX (1846), soñaba, casi infructuosamente, con movilizar la fuerza de la Iglesia para el mismo propósito. En Alemania ningún Estado de importancia dejaba de sentir hostilidad hacia el liberalismo. Lo que no impedía que algunos moderados -menos de lo que la propaganda histórica prusiana ha insinuado- mirasen hacia Prusia, que por lo menos había creado una unión aduanera alemana (1834), y soñaran más que en las barricadas, en los príncipes convertidos al liberalismo. En Polonia, en donde la perspectiva de una reforma moderada con el apoyo del zar ya no alentaba al grupo de magnates (los Czartoryski) que siempre pusieron sus esperanzas en ella, los liberales confiaban en una intervención diplomática de Occidente. Ninguna de estas perspectivas era realista, tal como estaban las cosas entre 1830 y 1848.
También los radicales estaban muy disgustados con el fracaso de los franceses en representar el papel de liberadores internacionales que les había atribuido la gran revolución y la teoría revolucionaria. En realidad, ese disgusto, unido al creciente nacionalismo de aquellos años y a la aparición de diferencias en las aspiraciones revolucionarias de cada país, destrozó el internacionalismo unificado al que habían aspirado los revolucionarios durante la Restauración. Las perspectivas estratégicas seguían siendo las mismas. Una Francia neojacobina y quizá (como pensaba Marx) una Inglaterra radicalmente intervencionista, seguían siendo casi indispensables para la liberación europea, a falta de la improbable perspectiva de una revolución.(9) Sin embargo, una reacción nacionalista contra el internacionalismo -centrado en Francia- del período carbonario ganó terreno, una emoción muy adecuada a la nueva moda del romanticismo (véase capítulo XIV) que captó a gran parte de la izquierda después de 1830: no puede haber mayor contraste que entre el reservado racionalista y profesor de música dieciochesco Buonarroti y el peludo e ineficazmente teatral Giuseppe Mazzini (1805-1872), quien llegó a ser el apóstol de aquella reacción anticarbonaria, formando varias conspiraciones nacionales (la , la , la , etc.), unidas en una genérica . En un sentido, esta descentralización del movimiento revolucionario fue realista, pues en 1848 las naciones se alzaron por separado, espontánea y simultáneamente. En otro sentido, no lo fue: el estímulo para su simultánea erupción procedía todavía de Francia, y la repugnancia francesa a representar el papel de libertadora ocasionó el fracaso de aquellos movimientos.
Románticos o no, los radicales rechazaban la confianza de los moderados en los príncipes y los potentados, por razones prácticas e ideológicas. Los pueblos debían prepararse para ganar su libertad por sí mismos y no por nadie que quisiera dársela -sentimiento que también adaptaron para su uso los movimientos proletario-socialistas de la misma época-. La libertad debía conseguirse por la . Pero ésta era una concepción todavía carbonaria, al menos mientras las masas permaneciesen pasivas. Por tanto, no fue muy efectiva, aunque hubiese una enorme diferencia entre los ridículos preparativos con los que Mazzini intentó la invasión de Saboya y las serias y continuas tentativas de los demócratas polacos para sostener o revivir la actividad de guerrillas en su país después de la derrota de 1831. Pero asimismo, la decisión de los radicales de tomar el poder sin o contra las fuerzas establecidas, produjo una nueva división en sus filas. ¿Estaban o no preparados para hacerlo al precio de una revolución social?
Tres principales olas revolucionarias hubo en el mundo occidental entre 1815 y 1848. (Asia y Africa permanecieron inmunes: las primera grandes revoluciones, el y «la», no ocurrieron hasta después de 1850). La primera tuvo lugar en 1820-1824. En Europa se limitó principalmente al Mediterráneo, con España (1820), Nápoles (1820) y Grecia (1821) como epicentros. Excepto el griego, todos aquellos alzamientos fueron sofocados.La revolución española reavivó el movimiento de liberación de sus provincias sudamericanas, que había sido aplastado después de un esfuerzo inicial (ocasionado por la conquista de la metrópoli por Napoleón en 1808) y reducido a unos pocos refugiados y a algunas bandas sueltas. Los tres grandes libertadores de la América del Sur española, Simón Bolívar, San Martín y Bernardo O’Higgins, establecieron respectivamente la independencia de la (que comprendía las actuales repúblicas de Colombia, Venezuela y Ecuador), de la Argentina, menos las zonas interiores de lo que ahora son Paraguay y Bolivia y las pampas al otro lado del Río de la Plata, en donde los gauchos de la Banda Oriental (ahora el Uruguay) combatían a los argentinos y a los brasileños, y de Chile. San Martín, ayudado por la flota chilena al mando de un noble radical inglés, Cochrane (el original del capitán Hornblower de la novela de C. S. Forrester), liberó a la última fortaleza del poder hispánico: el virreinato del Perú. En 1822 toda la América española del Sur era libre y San Martín, un hombre moderado y previsor de singular abnegación, abandonó a Bolívar y al republicanismo y se retiró a Europa, en donde vivió su noble vida en la que era normalmente un refugio para los ingleses perseguidos por deudas, Boulogne-sur-Mer, con una pensión de O’Higgins. Entre tanto, el general español enviado contra las guerrillas de campesinos que aún quedaban en México -Itúrbide- hizo causa común con ellas bajo el impacto de la revolución española, y en 1821 declaró la independencia mexicana. En 1822, el Brasil se separó tranquilamente de Portugal bajo el regente dejado por la familia real portuguesa al regresar a Europa de su destierro durante la guerra napoleónica. Los Estados Unidos reconocieron casi inmediatamente a los más importantes de los nuevos Estados; los ingleses lo hicieron poco después, teniendo buen cuidado de concluir tratados comerciales con ellos. Francia los reconoció más tarde.
La segunda ola revolucionaria se produjo en 1829-1834, y afectó a toda la Europa al Oeste de Rusia y al continente norteamericano. Aunque la gran era reformista del presidente Andrew Jackson (1829-1837) no estaba directamente conectada con los trastornos europeos, debe contarse como parte de aquella ola. En Europa, la caída de los Borbones en Francia estimuló diferentes alzamientos. Bélgica (1830) se independizó de Holanda; Polonia (1830-1831) fue reprimida sólo después de considerables operaciones militares; varias partes de Italia y Alemania sufrieron convulsiones; el liberalismo triunfó en Suiza -país mucho menos pacífico entonces que ahora-; y en España y Portugal se abrió un período de guerras civiles entre liberales y clericales. Incluso Inglaterra se vio afectada, en parte por culpa de la temida erupción de su volcán local -Irlanda-, que consiguió la emancipación católica (1829) y la reaparición de la agitación reformista. El Acta de Reforma de 1832 correspondió a la revolución de julio de 1830 en Francia, y es casi seguro que recibiera un poderoso aliento de las noticias de París. Este período es probablemente el único de la historia moderna en el que los sucesos políticos de Inglaterra marchan paralelos a los del continente, hasta el punto de que algo parecido a una situación revolucionaria pudo ocurrir en 1831-1832 a no ser por la prudencia de los partidos y . Es el único período del siglo XIX en el que el análisis de la política británica en tales términos no es completamente artificial
De todo ello se infiere que la ola revolucionaria de 1830 fue mucho más grave que la de 1820. En efecto, marcó la derrota definitiva del poder aristocrático por el burgués en la Europa occidental. La clase dirigente de los próximos cincuenta años iba a ser la de banqueros, industriales y altos funcionarios civiles, aceptada por una aristocracia que se eliminaba a sí misma o accedía a una política principalmente burguesa, no perturbada todavía por el sufragio universal, aunque acosada desde fuera por las agitaciones de los hombres de negocios modestos e insatisfechos, la pequeña burguesía y los primeros movimientos laborales. Su sistema político, en Inglaterra, Francia y Bélgica, era fundamentalmente el mismo: instituciones liberales salvaguardadas de la democracia por el grado de cultura y riqueza de los votantes -sólo 168.000 al principio en Francia- bajo un monarca constitucional, es decir, algo por el estilo de las instituciones de la primera y moderada fase de la Revolución francesa, la constitución de 1791.(3) Sin embargo, en los Estados Unidos, la democracia jacksoniana supuso un paso más allá: la derrota de los ricos oligarcas no demócratas (cuyo papel correspondía al que ahora triunfaba en la Europa occidental) por la ilimitada democracia llegada al poder por los votos de los colonizadores, los pequeños granjeros y los pobres de las ciudades. Fue una innovación portentosa que los pensadores del liberalismo moderado, lo bastante realistas para comprender las consecuencias que tarde o temprano tendría en todas partes, estudiaron de cerca y con atención. Y, sobre todos, Alexis de Tocqueville, cuyo libro La democracia en América (1835)* sacaba lúgubres consecuencias de ella. Pero, como veremos, 1830 significó una innovación más radical aún en política: la aparición de la clase trabajadora como fuerza política independiente en Inglaterra y Francia y la de los movimientos nacionalistas en muchos países europeos.
Detrás de estos grandes cambios en política hubo otros en el desarrollo económico y social. Cualquiera que sea el aspecto de la vida social que observemos, 1830 señala un punto decisivo en él; de todas las fechas entre 1789 y 1848 es, sin duda alguna, la más memorable. Tanto en la historia de la industrialización y urbanización del continente y de los Estados Unidos, como en la de las migraciones humanas, sociales y geográficas o en la de las artes y la ideología, aparece con la misma prominencia. Y en Inglaterra y la Europa occidental, en general, arranca de ella el principio de aquellas décadas de crisis en el desarrollo de la nueva sociedad que concluyeron con la derrota de las revoluciones de 1848 y el gigantesco avance económico después de 1851.
La tercera y mayor de las olas revolucionarias, la de 1848, fue el producto de aquella crisis. Casi simultáneamente la revolución estalló y triunfó (de momento) en Francia, en casi toda Italia, en los Estados alemanes, en gran parte del Imperio de los Habsburgo y en Suiza (1847). En forma menos aguda, el desasosiego afectó también a España, Dinamarca y Rumania y en forma esporádica a Irlanda, Grecia e Inglaterra. Nunca se estuvo más cerca de la revolución mundial soñada por los rebeldes de la época que con ocasión de aquella conflagración espontánea y general, que puso fin a la época estudiada en este volumen. Lo que en 1789 fue el alzamiento de una sola nación era ahora, al parecer, de todo un continente.
II
A diferencia de las revoluciones de finales del siglo XVIII, las del período posnapoleónico fueron estudiadas y planeadas. La herencia más formidable de la Revolución francesa fue la creación de modelos y patrones de levantamientos políticos para uso general de los rebeldes de todas partes. Esto no quiere decir que las revoluciones de 1815-1848 fuesen obra exclusiva de unos cuantos agitadores desafectos, como los espías y los policías de la época -especies muy utilizadas- llegaban a decir a sus superiores. Se produjeron porque los sistemas políticos vueltos a imponer en Europa eran profundamente inadecuados -en un período de rápidos y crecientes cambios sociales- a las circunstancias políticas del continente, y porque el descontento era tan agudo que hacía inevitable los trastornos. Pero los modelos políticos creados por la revolución de 1789 sirvieron para dar un objetivo específico al descontento, para convertir el desasosiego en revolución, y, sobre todo, para unir a toda Europa en un solo movimiento -o quizá fuera mejor llamarlo corriente- subversivo.
Hubo varios modelos, aunque todos procedían de la experiencia francesa entre 1789 y 1797. Correspondían a las tres tendencias principales de la oposición pos-1815: la moderada liberal (o dicho en términos sociales, la de la aristocracia liberal y la alta clase media), la radical-democrática (o sea, la de la clase media baja, una parte de los nuevos fabricantes, los intelectuales y los descontentos) y la socialista (es decir, la del o nueva clase social de obreros industriales). Etimológicamente, cada uno de esos tres vocablos refleja el internacionalismo del período: es de origen franco-español; , inglés; , anglo-francés. es también en parte de origen francés (otra prueba de la estrecha correlación de las políticas británica y continental en el período del Acta de Reforma). La inspiración de la primera fue la revolución de 1789-1791; su ideal político, una suerte de monarquía constitucional cuasi-británica con un sistema parlamentario oligárquico -basado en la capacidad económica de los electores- como el creado por la Constitución de 1791 que, como hemos visto, fue el modelo típico de las de Francia, Inglaterra y Bélgica después de 1830-1832. La inspiración de la segunda podía decirse que fue la revolución de 1792-1793, y su ideal político, una República democrática inclinada hacia un y con cierta animosidad contra los ricos como en la Constitución jacobina de 1793. Pero, por lo mismo que los grupos sociales partidarios de la democracia radical eran una mezcolanza confusa de ideologías y mentalidades, es difícil poner una etiqueta precisa a su modelo revolucionario francés. Elementos de lo que en 1792-1793 se llamó girondismo, jacobinismo y hasta , se entremezclaban, quizá con predominio del jacobinismo de la Constitución de 1793. La inspiración de la tercera era la revolución del año II y los alzamientos postermidorianos, sobre todo la de Babeuf, ese significativo alzamiento de los extremistas jacobinos y los primitivos comunistas que marca el nacimiento de la tradición comunista moderna en política. El comunismo fue el hijo del y el ala izquierda del robespierrismo y heredero del fuerte odio de sus mayores a las clases medias y a los ricos. Políticamente el modelo revolucionario estaba en la línea de Robespierre y Saint-Just.
Desde el punto de vista de los gobiernos absolutistas, todos estos movimientos eran igualmente subversivos de la estabilidad y el buen orden, aunque algunos parecían más dedicados a la propaganda del caos que los demás, y más peligrosos por más capaces de inflamar a las masas míseras e ignorantes (por eso la policía secreta de Metternich prestaba en los años 1830 una atención que nos parece desproporcionada a la circulación de las Palabras de un creyente de Lamennais [1834], pues al hablar un lenguaje católico y apolítico, podía atraer a gentes inafectadas por una propaganda francamente atea).(4) Sin embargo, de hecho, los movimientos de oposición estaban unidos por poco más que su común aborrecimiento a los regímenes de 1815 y el tradicional frente común de todos cuantos por cualquier razón se oponían a la monarquía absoluta, a la Iglesia y a la aristocracia. La historia del período 1815-1848 es la de la desintegración de aquel frente unido.
III
Durante el período de la Restauración (1815-1830) el mando de la reacción cubría por igual a todos los disidentes y bajo su sombra las diferencias entre bonapartistas y republicanos, moderados y radicales apenas eran perceptibles. Todavía no existía una clase trabajadora revolucionaria o socialista, salvo en Inglaterra, en donde un proletariado independiente con ideología política había surgido bajo la égida de la owenista hacia 1830. La mayor parte de las masas descontentas no británicas todavía apolíticas u ostensiblemente legitimistas y clericales, representaban una protesta muda contra la nueva sociedad que parecía no tener más que males y caos. Con pocas excepciones, por tanto, la oposición en el continente se limitaba a pequeños grupos de personas ricas o cultas, lo cual venía a ser lo mismo. Incluso en un bastión tan sólido de la izquierda como la Escuela Politécnica, sólo un tercio de los estudiantes -que formaban un grupo muy subversivo- procedía de la pequeña burguesía (generalmente de los más bajos escalones del ejército y la burocracia) y sólo un 0,3 por ciento de las . Naturalmente estos estudiantes pobres eran izquierdistas, aceptaban las clásicas consignas de la revolución, más en la versión radical-democrática que en la moderada, pero todavía sin mucho más que un cierto matiz de oposición social. El clásico programa en torno al cual se agrupaban los trabajadores ingleses era el de una simple reforma parlamentaria expresada en los de la Carta del Pueblo.(5) En el fondo este programa no difería mucho del de la generación de Paine, y era compatible (al menos por su asociación con una clase trabajadora cada vez más consciente) con el radicalismo político de los reformadores benthamistas de la clase media. La única diferencia en el período de la Restauración era que los trabajadores radicales ya preferían escuchar lo que decían los hombres que les hablaban en su propio lenguaje -charlatanes retóricos como J. H. Leigh Hunt (1773-1835), o estilistas enérgicos y brillantes como William Cobbett (1762-1835) y, desde luego, Tom Paine (1737-1809)- a los discursos de los reformistas de la clase media.
Como consecuencia, en este período, ni las distinciones sociales ni siquiera las nacionales dividían a la oposición europea en campos mutuamente incompatibles. Si omitimos a Inglaterra y los Estados Unidos, en donde ya existía una masa política organizada (aunque en Inglaterra se inhibió por histerismo antijacobino hasta principios de la década de 1820-1830), las perspectivas políticas de los oposicionistas eran muy parecidas en todos los países europeos, y los métodos de lograr la revolución -el frente común del absolutismo excluía virtualmente una reforma pacífica en la mayor parte de Europa- eran casi los mismos. Todos los revolucionarios se consideraban -no sin razón- como pequeñas minorías selectas de la emancipación y el progreso, trabajando en favor de una vasta e inerte masa de gentes ignorantes y despistadas que sin duda recibirían bien la liberación cuando llegase, pero de las que no podía esperarse que tomasen mucha parte en su preparación. Todos ellos (al menos, los que se encontraban al Oeste de los Balcanes) se consideraban en lucha contra un solo enemigo: la unión de los monarcas absolutos bajo la jefatura del zar. Todos ellos, por tanto, concebían la revolución como algo único e indivisible: como un fenómeno europeo singular, más bien que como un conjunto de liberaciones locales o nacionales. Todos ellos tendían a adoptar el mismo tipo de organización revolucionaria o incluso la misma organización: la hermandad insurreccional secreta.
Tales hermandades, cada una con su pintoresco ritual y su jerarquía, derivadas o copiadas de los modelos masónicos, brotaron hacia finales del período napoleónico. La más conocida, por ser la más internacional, era la de los o carbonarios, que parecían descender de logias masónicas del Este de Francia por la vía de los oficiales franceses antibonapartistas en Italia. Tomó forma en la Italia meridional después de 1806 y, con otros grupos por el estilo, se extendió hacia el Norte y por el mundo mediterráneo después de 1815. Los carbonarios y sus derivados o paralelos encontraron un terreno propicio en Rusia (en donde tomaron cuerpo en los decembristas, que harían la primera revolución de la Rusia moderna en 1825), y especialmente en Grecia. La época carbonaria alcanzó su apogeo en 1820-1821, pero muchas de sus hermandades fueron virtualmente destruidas en 1823. No obstante, el carbonarismo (en su sentido genérico) persistió como el tronco principal de la organización revolucionaria, quizá sostenido por la simpática misión de ayudar a los griegos a recobrar su libertad (filohelenismo), y después del fracaso de las revoluciones de 1830, los emigrados políticos de Polonia e Italia lo difundieron todavía más.
Ideológicamente, los carbonarios y sus afines eran grupos formados por gentes muy distintas, unidas sólo por su común aversión a la reacción. Por razones obvias los radicales, entre ellos el ala izquierda jacobina y babuvista, al ser los revolucionarios más decididos, influyeron cada vez más sobre las hermandades. Filippo Buonarroti, viejo camarada de armas de Babeuf, fue su más diestro e infatigable conspirador, aunque sus doctrinas fueran mucho más izquierdistas que las de la mayor parte de sus antecesores.
Todavía se discute si los esfuerzos de los carbonarios estuvieron alguna vez lo suficientemente coordinados para producir revoluciones internacionales simultáneas, aunque es seguro que se hicieron repetidos intentos para unir a todas las sociedades secretas, al menos en sus más altos e iniciados niveles. Sea cual sea la verdad, lo cierto es que una serie de insurrecciones de tipo carbonario se produjeron en 1820-1821. Fracasaron por completo en Francia, en donde faltaban las condiciones políticas para la revolución y los conspiradores no tenían acceso a las únicas efectivas palancas de la insurrección en una situación aún no madura para ellos: el ejército desafecto. El ejército francés, entonces y durante todo el siglo XIX, formaba parte del servicio civil, es decir, cumplía las órdenes de cualquier gobierno legalmente instaurado. Si fracasaron en Francia, en cambio, triunfaron, aunque de modo pasajero, en algunos Estados italianos y, sobre todo, en España, en donde la insurrección descubrió su fórmula más efectiva: el pronunciamiento militar. Los coroneles liberales organizados en secretas hermandades de oficiales, ordenaban a sus regimientos que les siguieran en la insurrección, cosa que hacían sin vacilar. (Los decembristas rusos trataron de hacer lo mismo con sus regimientos de la guardia, sin lograrlo por falta de coordinación). Las hermandades de oficiales -a menudo de tendencia liberal pues los nuevos ejércitos admitían a la carrera de las armas a jóvenes no aristócratas- y el pronunciamiento también serían rasgos característicos de la política de las Repúblicas hispanoamericanas, y una de las más duraderas y dudosas adquisiciones del período carbonario. Puede señalarse, de paso, que la sociedad secreta ritualizada y jerarquizada, como la masonería, atraía fuertemente a los militares, por razones comprensibles. El nuevo régimen liberal español fue derribado por una invasión francesa apoyada por la reacción europea, en 1823.
Sólo una de las revoluciones de 1820-1822 se mantuvo, gracias en parte a su éxito al desencadenar una genuina insurrección popular, y en parte a una situación diplomática favorable: el alzamiento griego de 1821.(6) Por ello, Grecia se convirtió en la inspiradora del liberalismo internacional, y el filohelenismo, que incluyó una ayuda organizada a los griegos y el envío de numerosos combatientes voluntarios, representó un papel análogo para unir a las izquierdas europeas en aquel bienio al que representaría en 1936-1939 la ayuda a la República española.
Las revoluciones de 1830 cambiaron la situación enteramente. Como hemos visto, fueron los primeros productos de un período general de agudo y extendido desasosiego económico y social y de rápidas y vivificadoras transformaciones. De aquí se siguieron dos resultados principales. El primero fue que la política y la revolución de masas sobre el modelo de 1789 se hicieron posibles otra vez, haciendo menos necesaria la exclusiva actividad de las hermandades secretas. Los Borbones fueron derribados en París por una característica combinación de crisis en la que pasaba por ser la política de la Restauración y de inquietud popular producida por la depresión económica. En esta ocasión, las masas no estuvieron inactivas. El París de julio de 1830 se erizó de barricadas, en mayor número y en más sitios que nunca, antes o después. (De hecho, 1830 hizo de la barricada el símbolo de la insurrección popular. Aunque su historia revolucionaria en París se remonta al menos al año 1588, no desempeñó un papel importante en 1789-1794). El segundo resultado fue que, con el progreso del capitalismo, y el -es decir, los hombres que levantaban las barricadas- se identificaron cada vez más con el nuevo proletariado industrial como . Por tanto, un movimiento revolucionario proletario-socialista empezó su existencia.
También las revoluciones de 1830 introdujeron dos modificaciones ulteriores en el ala izquierda política. Separaron a los moderados de los radicales y crearon una nueva situación internacional. Al hacerlo ayudaron a disgregar el movimiento no sólo en diferentes segmentos sociales, sino también en diferentes segmentos nacionales.
Internacionalmente, las revoluciones de 1830 dividieron a Europa en dos grandes regiones. Al Oeste del Rhin rompieron la influencia de los poderes reaccionarios unidos. El liberalismo moderado triunfó en Francia, Inglaterra y Bélgica. El liberalismo (de un tipo más radical) no llegó a triunfar del todo en Suiza y en la Península Ibérica, en donde se enfrentaron movimientos de base popular liberal y antiliberal católica, pero ya la Santa Alianza no pudo intervenir en esas naciones como todavía lo haría en la orilla oriental del Rhin. En las guerras civiles española y portuguesa de los años 1830, las potencias absolutistas y liberales moderadas prestaron apoyo a los respectivos bandos contendientes, si bien las liberales lo hicieron con algo más de energía y con la presencia de algunos voluntarios y simpatizantes radicales, que débilmente prefiguraron la hispanofilia de los de un siglo más tarde.(7) Pero la solución de los conflictos de ambos países iba a darla el equilibrio de las fuerzas locales. Es decir, permanecería indecisa y fluctuante entre períodos de victoria liberal (1833-1837, 1840-1843) y de predominio conservador.
Al Este del Rhin la situación seguía siendo poco más o menos como antes de 1830, ya que todas las revoluciones fueron reprimidas, los alzamientos alemanes e italianos por o con la ayuda de los austríacos, los de Polonia -mucho más serios- por los rusos. Por otra parte, en esta región el problema nacional predominaba sobre todos los demás. Todos los pueblos vivían bajo unos Estados demasiado pequeños o demasiado grandes para un criterio nacional: como miembros de naciones desunidas, rotas en pequeños principados (Alemania, Italia, Polonia), o como miembros de imperios multinacionales (el de los Habsburgo, el ruso, el turco). Las únicas excepciones eran las de los holandeses y los escandinavos que, aun perteneciendo a la zona no absolutista, vivían una vida relativamente tranquila, al margen de los dramáticos acontecimientos del resto de Europa.
Muchas cosas comunes había entre los revolucionarios de ambas regiones europeas, como lo demuestra el hecho de que las revoluciones de 1848 se produjeron en ambas, aunque no en todas sus partes. Sin embargo, dentro de cada una hubo una marcada diferencia en el ardor revolucionario. En el Oeste, Inglaterra y Bélgica dejaron de seguir el ritmo revolucionario general, mientras que Portugal, España y un poco menos Suiza, volvieron a verse envueltas en sus endémicas luchas civiles, cuyas crisis no siempre coincidieron con las de las demás partes, salvo por accidentes (como en la guerra civil suiza de 1847). En el resto de Europa había una gran diferencia entre las naciones activas y las pasivas o no entusiastas. Los servicios secretos de los Habsburgo se veían constantemente alarmados por los problemas de los polacos, los italianos y los alemanes no austríacos, tanto como por el de los siempre ruidosos húngaros, mientras no señalaban peligro alguno en las tierras alpinas o en las otras eslavas. A los rusos sólo les preocupaban los polacos, mientras los turcos podían confiar todavía en la mayor parte de los eslavos balcánicos para seguir tranquilos.
Esas diferencias reflejaban las variaciones en el ritmo de la evolución y en las condiciones sociales en los diferentes países, variaciones que se hicieron cada vez más evidentes entre 1830 y 1848, con gran importancia para la política. Así, la avanzada industrialización de Inglaterra cambió el ritmo de la política británica: mientras la mayor parte del continente tuvo su más agudo período de crisis social en 1846-1848, Inglaterra tuvo su equivalente -una depresión puramente industrial- en 1841-1842 (véase también el cap. IX). Y, a la inversa, mientras en los años 1820 los grupos de jóvenes idealistas podían esperar con fundamento que un putsch militar asegurara la victoria de la libertad tanto en Rusia como en España y Francia, después de 1830 apenas podía pasarse por alto el hecho de que las condiciones sociales y políticas en Rusia estaban mucho menos maduras para la revolución que en España.
A pesar de todo, los problemas de la revolución eran comparables en el Este y en el Oeste, aunque no fuesen de la misma clase: unos y otros llevaban a aumentar la tensión entre moderados y radicales. En el Oeste, los liberales moderados habían pasado del frente común de oposición a la Restauración (o de la simpatía por él) al mundo del gobierno actual o potencial. Además, habiendo ganado poder con los esfuerzos de los radicales -pues ¿quiénes más lucharon en las barricadas?- los traicionaron inmediatamente. No debía haber trato con algo tan peligroso como la democracia o la República. (VIII)
Y más todavía: después de un corto intervalo de tolerancia y celo, los liberales tendieron a moderar sus entusiasmos por ulteriores reformas y a suprimir la izquierda radical, y especialmente las clases trabajadoras revolucionarias. En Inglaterra, la owenista de 1834-1835 y los cartistas afrontaron la hostilidad tanto de los hombres que se opusieron al Acta de Reforma como de muchos que la defendieron. El jefe de las fuerzas armadas desplegadas contra los cartistas en 1839 simpatizaba con muchas de sus peticiones como radical de clase media y, sin embargo, los reprimió. En Francia, la represión del alzamiento republicano de 1834 marcó el punto crítico; el mismo año, el castigo de seis honrados labradores wesleyanos que intentaron formar una unión de trabajadores agrícolas (los ) señaló el comienzo de una ofensiva análoga contra el movimiento de la clase trabajadora en Inglaterra. Por tanto, los movimientos radicales, republicanos y los nuevos proletarios, dejaron de alinearse con los liberales; a los moderados que aún seguían en la oposición les obsesionaba la idea de , que ahora era el grito de combate de las izquierdas.
En el resto de Europa, ninguna revolución había ganado. La ruptura entre moderados y radicales y la aparición de la nueva tendencia social-revolucionaria surgieron del examen de la derrota y del análisis de las perspectivas de una victoria. Los moderados -terratenientes y clase media acomodada, liberales todos- ponían sus esperanzas de reforma en unos gobiernos suficientemente dúctiles y en el apoyo diplomático de los nuevos poderes liberales. Pero esos gobiernos suficientemente dúctiles eran muy raros. Saboya en Italia seguía simpatizando con el liberalismo y despertaba un creciente apoyo de los moderados que buscaban en ella ayuda para el caso de una unificación del país. Un grupo de católicos liberales, animado por el curioso y poco duradero fenómeno de bajo el nuevo pontífice Pío IX (1846), soñaba, casi infructuosamente, con movilizar la fuerza de la Iglesia para el mismo propósito. En Alemania ningún Estado de importancia dejaba de sentir hostilidad hacia el liberalismo. Lo que no impedía que algunos moderados -menos de lo que la propaganda histórica prusiana ha insinuado- mirasen hacia Prusia, que por lo menos había creado una unión aduanera alemana (1834), y soñaran más que en las barricadas, en los príncipes convertidos al liberalismo. En Polonia, en donde la perspectiva de una reforma moderada con el apoyo del zar ya no alentaba al grupo de magnates (los Czartoryski) que siempre pusieron sus esperanzas en ella, los liberales confiaban en una intervención diplomática de Occidente. Ninguna de estas perspectivas era realista, tal como estaban las cosas entre 1830 y 1848.
También los radicales estaban muy disgustados con el fracaso de los franceses en representar el papel de liberadores internacionales que les había atribuido la gran revolución y la teoría revolucionaria. En realidad, ese disgusto, unido al creciente nacionalismo de aquellos años y a la aparición de diferencias en las aspiraciones revolucionarias de cada país, destrozó el internacionalismo unificado al que habían aspirado los revolucionarios durante la Restauración. Las perspectivas estratégicas seguían siendo las mismas. Una Francia neojacobina y quizá (como pensaba Marx) una Inglaterra radicalmente intervencionista, seguían siendo casi indispensables para la liberación europea, a falta de la improbable perspectiva de una revolución.(9) Sin embargo, una reacción nacionalista contra el internacionalismo -centrado en Francia- del período carbonario ganó terreno, una emoción muy adecuada a la nueva moda del romanticismo (véase capítulo XIV) que captó a gran parte de la izquierda después de 1830: no puede haber mayor contraste que entre el reservado racionalista y profesor de música dieciochesco Buonarroti y el peludo e ineficazmente teatral Giuseppe Mazzini (1805-1872), quien llegó a ser el apóstol de aquella reacción anticarbonaria, formando varias conspiraciones nacionales (la , la , la , etc.), unidas en una genérica . En un sentido, esta descentralización del movimiento revolucionario fue realista, pues en 1848 las naciones se alzaron por separado, espontánea y simultáneamente. En otro sentido, no lo fue: el estímulo para su simultánea erupción procedía todavía de Francia, y la repugnancia francesa a representar el papel de libertadora ocasionó el fracaso de aquellos movimientos.
Románticos o no, los radicales rechazaban la confianza de los moderados en los príncipes y los potentados, por razones prácticas e ideológicas. Los pueblos debían prepararse para ganar su libertad por sí mismos y no por nadie que quisiera dársela -sentimiento que también adaptaron para su uso los movimientos proletario-socialistas de la misma época-. La libertad debía conseguirse por la . Pero ésta era una concepción todavía carbonaria, al menos mientras las masas permaneciesen pasivas. Por tanto, no fue muy efectiva, aunque hubiese una enorme diferencia entre los ridículos preparativos con los que Mazzini intentó la invasión de Saboya y las serias y continuas tentativas de los demócratas polacos para sostener o revivir la actividad de guerrillas en su país después de la derrota de 1831. Pero asimismo, la decisión de los radicales de tomar el poder sin o contra las fuerzas establecidas, produjo una nueva división en sus filas. ¿Estaban o no preparados para hacerlo al precio de una revolución social?
FIN DEL PRIMER MENSAJE
Última edición por pedrocasca el Sáb Jun 30, 2012 12:51 pm, editado 5 veces