29 de abril de 2011
Según el teólogo italiano Giovanni Franzoni
Diálogo entre monseñor Oscar Arnulfo Romero y el Papa Juan Pablo II
Según el teólogo italiano Giovanni Franzoni
CIUDAD DEL VATICANO / AFP
Juan Pablo II abandonó a monseñor Romero
Nacionales
El teólogo italiano Giovanni Franzoni, quien fue abate de la Basílica de San Pablo Extramuros, testimonió en 2007 en el Vaticano contra la beatificación de Juan Pablo II, a quien no le perdona el “doloroso aislamiento” del obispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero, asesinado en 1980 por paramilitares mientras oficiaba misa.
Usted forma parte del grupo de teólogos e intelectuales que critican la beatificación el primero de mayo de Juan Pablo II. ¿Cómo nació esa iniciativa?
“Además de querer manifestar nuestra condena a la represión del pensamiento teológico católico, quedé personalmente afectado por el aislamiento que sufrió el obispo Oscar Arnulfo Romero, Arzobispo de San Salvador. Yo vivía en Managua, Nicaragua, trabajaba en el Centro Valdivieso, y una monja me confió que había encontrado en Madrid a Romero de regreso en 1979 del Vaticano, destruido, afligido tras la audiencia con el Papa. Decía que nunca se había sentido tan solo como después de ese encuentro. Fue siempre un moderado, pero el hecho de que los campesinos que podían tomar posesión de la tierra tras la reforma agraria la encontraran con gente armada, lo indignó. Por ello puso a disposición la emisora de la diócesis, donde se denunciaban todas las atrocidades y violaciones de los derechos humanos, la matanza de sindicalistas salvadoreños. Inclusive, el asesinato de un colaborador suyo cercano. Llevó toda esa documentación al Vaticano.
El Papa fue frío, tomó la documentación y la puso de lado mientras comentaba: He dicho mil veces que no me traigan tantos documentos que no logro leer, y lo exhortó: “Trate de estar de acuerdo con el gobierno”. Eso lo dejó consternado, lo destruyó.
Los escuadrones de la muerte no podían matar a un obispo que estaba en el corazón del Papa. Lo podían matar sólo si estaba aislado, abandonado”.
Las objeciones
¿Cuáles son las objeciones que usted hizo oficialmente al Vaticano?
“Como la congregación para la Causa de los Santos anunció que se podían enviar pruebas a favor y en contra de la beatificación de Karol Wojtyla, yo resolví con otros teólogos e historiadores enviar, con una carta certificada, documentación al vicariato de Roma, con lo que considerábamos los límites de su pontificado. Después de un año y medio me convocaron oficialmente. Hice siete objeciones fundamentales.
En 27 años de pontificado, tras viajar por todo el mundo, llegué a la conclusión de que no había hecho nada para aclarar el papel de la mujer en la Iglesia. Ignoró la teología feminista. Otra cosa que me golpeó fueron los tráficos financieros del Vaticano. El papel de monseñor Paul Marcinkus, Presidente del Instituto para las Obras Religiosas (IOR), quien fue protegido. El pontífice violó gravemente la virtud de la prudencia y de la fuerza.
El Tribunal vaticano fue respetuoso conmigo y me pidió que no publicara nada hasta que se concluyera el proceso”.
¿Entre las objeciones figura la forma como trató los casos de pedofilia?
“No. Es el octavo punto. El caso estalló luego. Juan Pablo II es responsable de haber protegido al arzobispo de Viena, Hans Hermann Groer, su amigo personal, quien tuvo que renunciar a pedido de los otros obispos. Un caso único. No fue procesado, dimitió simplemente”.
¿Cree en los milagros?
“Podría responder que sí, pero que no hay que sacralizarlos. También podría responder que no, no creo en los milagros. En el Evangelio se dice que Jesús multiplicó el pan y los peces para dar de comer a la gente, y que la gente lo siguió contenta. Después les dijo: ‘Ustedes me siguen porque les doy de comer, síganme por mi palabra’. Demolió así el milagro.
El milagro es ambiguo. Se pueden enviar señales para golpear nuestras emociones y fantasía con hechos excepcionales, pero son fructuosos si sirven para cambiar. Si sustituyen al pan que hay que comprar es algo ridículo”.
¿Ve más sombras que luces en el pontificado?
“Se mezclan dos figuras: el Papa como hombre y el Papa como político. En el documento que envié al Vaticano le reconozco una actitud humana, como en la segunda guerra del Golfo, cuando invitó al número dos del régimen de Irak en el Vaticano, un acto fuerte, y haber clamado por la paz. Yo personalmente estoy en contra de estas canonizaciones, creo que es algo arcaico, cuentan las persecuciones del primer siglo, los mártires. Esta fábrica de santos, para los que hay que demostrar un milagro, no lo sé. Para mí son santos los que han intentado apagar el reactor de Fukushima, en Japón, sabiendo que morirían. Ellos sí son santos”.
Diálogo entre monseñor Oscar Arnulfo Romero y el Papa Juan Pablo II
- Compréndame, yo necesito tener una audiencia con el Santo Padre...
- Comprenda usted que tendrá que esperar su turno, como todo el mundo.
Otra puerta vaticana se le cierra en las narices.
Desde San Salvador y con el tiempo necesario para salvar los obstáculos de las burocracias eclesiásticas, Monseñor Romero había solicitado una audiencia personal con el Papa Juan Pablo II. Y viajó a Roma con la tranquilidad de que al llegar todo estaría arreglado.
Ahora, todas sus precauciones parecen desvanecidas como humo. Los curiales le dicen no saber nada de aquella solicitud. Y él va suplicando esa audiencia por despachos y oficinas. - No puede ser -le dice a otro-, yo escribí hace tiempo y aquí tiene que estar mi carta...
- ¡El correo italiano es un desastre!
- Pero mi carta la mandé en mano con...
Otra puerta cerrada. Y al día siguiente otra más. Los curiales no quieren que se entreviste con el Papa. Y el tiempo en Roma, a donde ha ido invitado por unas monjas que celebran la beatificación de su fundador, se le acaba.
No puede regresar a San Salvador sin haber visto al Papa, sin haberle contado de todo lo que está ocurriendo allá.
- Seguiré mendigando esa audiencia -se alienta Monseñor Romero.
Es domingo. Después de misa, el Papa baja al gran salón de capacidad superlativa donde le esperan multitudes en la tradicional audiencia general. Monseñor Romero ha madrugado para lograr ponerse en primera fila. Y cuando el Papa pasa saludando, le agarra la mano y no se la suelta.
- Santo Padre -le reclama con la autoridad de los mendigos-, soy el Arzobispo de San Salvador y le suplico que me conceda una audiencia.
El Papa asiente. Por fin lo ha conseguido: al día siguiente será.
Es la primera vez que el Arzobispo de San Salvador se va a encontrar con el Papa Karol Wojtyla, que hace apenas medio año es Sumo Pontífice. Le trae, cuidadosamente seleccionados, informes de todo lo que está pasando en El Salvador para que el Papa se entere. Y como pasan tantas cosas, los informes abultan.
Monseñor Romero los trae guardados en una caja y se los muestra ansioso al Papa no más iniciar la entrevista.
- Santo Padre, ahí podrá usted leer cómo toda la campaña de calumnias contra la Iglesia y contra un servidor se organiza desde la misma casa presidencial.
No toca un papel el Papa. Ni roza el cartapacio. Tampoco pregunta nada. Sólo se queja.
- ¡Ya les he dicho que no vengan cargados con tantos papeles! Aquí no tenemos tiempo para estar leyendo tanta cosa.
Monseñor Romero se estremece, pero trata de encajar el golpe. Y lo encaja: debe haber un malentendido.
En un sobre aparte, le ha llevado también al Papa una foto de Octavio Ortiz, el sacerdote al que la guardia mató hace unos meses junto a cuatro jóvenes. La foto es un encuadre en primer plano de la cara de Octavio muerto. En el rostro aplastado por la tanqueta se desdibujan los rasgos indios y la sangre los emborrona aún más. Se aprecia bien un corte hecho con machete en el cuello.
- Yo lo conocía muy bien a Octavio, Santo Padre, y era un sacerdote cabal. Yo lo ordené y sabía de todos los trabajos en que andaba. El día aquel estaba dando un curso de evangelio a los muchachos del barrio...
Le cuenta todo al detalle. Su versión de arzobispo y la versión que esparció el gobierno.
- Mire cómo le apacharon su cara, Santo Padre.
El Papa mira fijamente la foto y no pregunta más. Mira después los empañados ojos del arzobispo Romero y mueve la mano hacia atrás, como queriéndole quitar dramatismo a la sangre relatada.
- Tan cruelmente que nos lo mataron y diciendo que era un guerrillero... -hace memoria el arzobispo.
- ¿Y acaso no lo era? -contesta frío el Pontífice.
Monseñor Romero guarda la foto de la que tanta compasión esperaba. Algo le tiembla la mano: debe haber un malentendido.
Sigue la audiencia. Sentados uno frente al otro, el Papa le da vueltas a una sola idea.
- Usted, señor arzobispo, debe de esforzarse por lograr una mejor relación con el gobierno de su país.
Monseñor Romero lo escucha y su mente vuela hacia El Salvador recordando lo que el gobierno de su país le hace al pueblo de su país. La voz del Papa lo regresa a la realidad.
- Una armonía entre usted y el gobierno salvadoreño es lo más cristiano en estos momentos de crisis.
Sigue escuchando Monseñor. Son argumentos con los que ya ha sido asaeteado en otras ocasiones por otras autoridades de la Iglesia.
- Si usted supera sus diferencias con el gobierno trabajará cristianamente por la paz.
Tanto insiste el Papa que el arzobispo decide dejar de escuchar y pide que lo escuchen. Habla tímido, pero convencido:
- Pero, Santo Padre, Cristo en el evangelio nos dijo que él no había venido a traer la paz sino la espada.
El Papa clava aceradamente sus ojos en los de Romero:
- ¡No exagere, señor arzobispo!
Y se acaban los argumentos y también la audiencia.
Todo esto me lo contó Monseñor Romero casi llorando el día 11 de mayo de 1979, en Madrid, cuando regresaba apresuradamente a su país, consternado por las noticias sobre una matanza en la Catedral de San Salvador.