La pax imperialista, presagio de la gran tempestad
Los Estados imperialistas de la OTAN han asesinado “civilizadamente” al líder de Libia, Muamar El Gadafi, y luego lo han rematado salvajemente sus ratas reaccionarias, monárquicas y clericales del Consejo Nacional de Transición. Junto a Gadafi, la nación libia ha sufrido miles de bombardeos y de muertos. Ha sido mancillada su soberanía y su dignidad, pero su pueblo dirá la última palabra. Gadafi era un patriota y, para eso, tuvo que convertirse en un combatiente antiimperialista. Luchó hasta vencer a los opresores coloniales y a la monarquía que colaboraba con ellos. Creía en el pueblo y construyó una república basada en las masas, con la que creció la riqueza y el bienestar general. Pero Gadafi nunca asumió la posición del proletariado consciente, marxista-leninista. No quiso admitir que la igualdad burguesa alcanzada iba a acelerar la división de la sociedad en clases. En Libia, se desarrolló una burguesía que trató de apropiarse de la riqueza nacional y, ante la resistencia de un régimen político basado en las masas sin distinción de clases, la fracción burguesa más poderosa se confabuló con los imperialistas para repartirse el botín. Gadafi y los suyos acabaron como los jacobinos franceses de 1794, pero sin llegar a ver tan lejos como Robespierre y Saint-Just: la necesidad de una dictadura revolucionaria del pueblo que, como añadiría Lenin más tarde, se transformara en dictadura del proletariado, bajo la dirección del partido comunista. Con una concepción ingenua y conservadora de la unidad nacional, se opuso a que la clase obrera desarrollase su organización independiente, su partido, su sindicato y otras organizaciones de masas propias. A pesar de esto, los proletarios conscientes del mundo nunca olvidaremos, entre otras cosas, la generosa ayuda que prestó a nuestros hermanos de la minería británica cuando éstos sufrieron uno de los primeros zarpazos de la ofensiva neoliberal de la clase capitalista.
Las masas de España y de otros países occidentales no han podido impedir este crimen porque no han llegado a saber lo que ocurría realmente. El intenso bombardeo propagandístico al que han sido sometidas les ha hecho dudar sobre si sus gobiernos libraban allí una guerra justa contra un tirano que masacraba a su pueblo. Estábamos en medio de la “primavera árabe” durante la cual los pueblos de Túnez y Egipto derribaron a sus dirigentes autoritarios, en este caso, aliados de las potencias imperialistas. Pero los viejos burgueses occidentales saben más por viejos que por diablos (que también lo son) y se pusieron rápidamente a favor de la corriente, maniobraron y sacaron ventaja de las rebeliones populares. En Libia, han sabido disfrazar de movimiento democrático a lo que ha sido realmente una sedición contrarrevolucionaria como la de Franco.
La desorientación de las masas occidentales no sólo es producto de la habilidad de la burguesía, sino también de la debilidad de las fuerzas proletarias conscientes. Desde que el Poder obrero iniciara una erosión revisionista en la URSS y en otros países socialistas allá por lo años 50-60 y sobre todo tras su derrota a finales de los 80, las clases trabajadoras se han visto, en gran medida, descabezadas, con sus partidos comunistas destruidos, socialdemocratizados o, al menos, seriamente debilitados. Así, sin oposición, el capital ha atiborrado las cabezas de las grandes masas populares de concepciones e ilusiones democrático-burguesas que llevan a éstas a sacrificar sus intereses de clase en beneficio de un supuesto interés general que encubre el interés egoísta de la burguesía monopolista. Si son todavía muchos los que confunden las actuales agresiones sociales de los capitalistas con una fatalidad objetiva pasajera, es comprensible que juzguen equivocadamente a los actores del conflicto libio.
En la confusión y falta de determinación solidaria con los oprimidos de otros países, tiene una decisiva responsabilidad esa “izquierda” a la que se ha calificado acertadamente de imperial. Y no tanto la “izquierda” que juega a reformar el capitalismo, sino la “extrema izquierda” que, desde posiciones sectarias y dogmáticas, ha decretado que su reino no es de este mundo, que todo el que no esté con ellos, está contra ellos. Esos “revolucionarios” y “comunistas” contraponen de manera idealista y metafísica su ideal luminoso a una realidad material en la que sólo ven oscuridad y enemigos equiparables: ni yanquis ni rusos, ni Bush ni Sadam Hussein, ni OTAN ni Milosevic, ni OTAN ni Gadafi. Los más honestos de ellos seguramente anhelan una verdadera revolución, pero involuntariamente sólo saben llevar el agua al molino de la contrarrevolución burguesa. Su pensamiento y su actitud no sirven al proletariado y a los oprimidos. Al contrario, necesitamos intervenir sobre las contradicciones reales, sobre las fuerzas principales en pugna. Necesitamos definir al enemigo principal, dirigiendo contra él a todas las demás fuerzas, por variadas y contradictorias que sean. Este enemigo principal es el imperialismo occidental encabezado por los Estados Unidos de América. Ninguna otra fuerza atenta tanto contra la paz y el progreso social. Ninguna otra fuerza perjudica tanto la perspectiva socialista de la clase obrera y de los demás oprimidos.
De hecho, crecen las contradicciones entre el imperialismo occidental y el resto de los países y esto nos permite ganar un tiempo precioso para preparar la contraofensiva revolucionaria. El Partido Comunista de China, por ejemplo, explica el veto de su Estado a la resolución propuesta en el Consejo de Seguridad de la ONU por los países de la OTAN contra Siria, a partir de una reflexión autocrítica sobre la trágica experiencia libia: “Los países occidentales delinearon ‘zonas de exclusión aérea’, so pretexto de proteger a los civiles, para al final derribar por la fuerza militar al régimen de Libia. En vez de obligar a Occidente a cumplir con su compromiso de proteger a los civiles, la abstención de China, Rusia, India y Brasil al respecto propició un mayor número de muertos y heridos civiles y un mayor desastre humanitario” (Zhongsheng, Pueblo en Línea, 13/10/2011).
El imperialismo español es un buen ejemplo de la degradación económica, política y moral que vive el capitalismo de las viejas potencias de Europa y Norteamérica. Mientras participa en la actividad terrorista de la OTAN en Libia para beneficiarse del botín, se pone la careta de pacifista ante el anuncio de ETA de cesar en su actividad armada. Recurre políticamente el dolor de los cientos de víctimas de ETA a fin de aislar y humillar a todo el movimiento democrático vasco, mientras sigue negando a las familias de los cientos de miles de víctimas del franquismo el simple derecho a saber dónde yacen sus restos (al fin y al cabo, ETA surgió como una respuesta a la violencia extrema del fascismo de Franco, el cual fue producto del imperialismo español, y la monarquía constitucional vigente es la continuación institucional del franquismo). Los comunistas nos oponemos a la ideología nacionalista y al terror individual, pero no para mantener la opresión, como hacen los “demócratas” imperialistas, sino precisamente para acabar realmente con ella: 1º) defendiendo el derecho a la autodeterminación para que pueda haber igualdad nacional y 2º) basándonos en los principios de que son las masas quienes hacen la historia y de que la emancipación de los obreros será obra de los obreros mismos, como único medio para desarrollar una fuerza capaz de vencer a los reaccionarios. A resultas de sus investigaciones históricas y de su experiencia práctica, Engels concluyó que, en la sociedad, sólo existen dos grandes fuerzas equivalentes: la fuerza armada del Estado y la fuerza desorganizada de las masas populares. Por eso, si aprendemos a organizar la fuerza del pueblo, está asegurado el triunfo sobre el imperialismo. Por muy poderoso que éste parezca, no es más que un coloso con los pies de barro, comparado con un pueblo consciente y organizado. Ante la crueldad demostrada por los capitalistas a lo largo de la historia, los proletarios revolucionarios proclamamos solemnemente con Robespierre:
“Soy inflexible con los opresores porque siento compasión por los oprimidos” (Voto motivado en la Convención Nacional sobre la pena impuesta en el juicio al rey Luís XVI, 16 de enero de 1793).
Los Estados imperialistas de la OTAN han asesinado “civilizadamente” al líder de Libia, Muamar El Gadafi, y luego lo han rematado salvajemente sus ratas reaccionarias, monárquicas y clericales del Consejo Nacional de Transición. Junto a Gadafi, la nación libia ha sufrido miles de bombardeos y de muertos. Ha sido mancillada su soberanía y su dignidad, pero su pueblo dirá la última palabra. Gadafi era un patriota y, para eso, tuvo que convertirse en un combatiente antiimperialista. Luchó hasta vencer a los opresores coloniales y a la monarquía que colaboraba con ellos. Creía en el pueblo y construyó una república basada en las masas, con la que creció la riqueza y el bienestar general. Pero Gadafi nunca asumió la posición del proletariado consciente, marxista-leninista. No quiso admitir que la igualdad burguesa alcanzada iba a acelerar la división de la sociedad en clases. En Libia, se desarrolló una burguesía que trató de apropiarse de la riqueza nacional y, ante la resistencia de un régimen político basado en las masas sin distinción de clases, la fracción burguesa más poderosa se confabuló con los imperialistas para repartirse el botín. Gadafi y los suyos acabaron como los jacobinos franceses de 1794, pero sin llegar a ver tan lejos como Robespierre y Saint-Just: la necesidad de una dictadura revolucionaria del pueblo que, como añadiría Lenin más tarde, se transformara en dictadura del proletariado, bajo la dirección del partido comunista. Con una concepción ingenua y conservadora de la unidad nacional, se opuso a que la clase obrera desarrollase su organización independiente, su partido, su sindicato y otras organizaciones de masas propias. A pesar de esto, los proletarios conscientes del mundo nunca olvidaremos, entre otras cosas, la generosa ayuda que prestó a nuestros hermanos de la minería británica cuando éstos sufrieron uno de los primeros zarpazos de la ofensiva neoliberal de la clase capitalista.
Las masas de España y de otros países occidentales no han podido impedir este crimen porque no han llegado a saber lo que ocurría realmente. El intenso bombardeo propagandístico al que han sido sometidas les ha hecho dudar sobre si sus gobiernos libraban allí una guerra justa contra un tirano que masacraba a su pueblo. Estábamos en medio de la “primavera árabe” durante la cual los pueblos de Túnez y Egipto derribaron a sus dirigentes autoritarios, en este caso, aliados de las potencias imperialistas. Pero los viejos burgueses occidentales saben más por viejos que por diablos (que también lo son) y se pusieron rápidamente a favor de la corriente, maniobraron y sacaron ventaja de las rebeliones populares. En Libia, han sabido disfrazar de movimiento democrático a lo que ha sido realmente una sedición contrarrevolucionaria como la de Franco.
La desorientación de las masas occidentales no sólo es producto de la habilidad de la burguesía, sino también de la debilidad de las fuerzas proletarias conscientes. Desde que el Poder obrero iniciara una erosión revisionista en la URSS y en otros países socialistas allá por lo años 50-60 y sobre todo tras su derrota a finales de los 80, las clases trabajadoras se han visto, en gran medida, descabezadas, con sus partidos comunistas destruidos, socialdemocratizados o, al menos, seriamente debilitados. Así, sin oposición, el capital ha atiborrado las cabezas de las grandes masas populares de concepciones e ilusiones democrático-burguesas que llevan a éstas a sacrificar sus intereses de clase en beneficio de un supuesto interés general que encubre el interés egoísta de la burguesía monopolista. Si son todavía muchos los que confunden las actuales agresiones sociales de los capitalistas con una fatalidad objetiva pasajera, es comprensible que juzguen equivocadamente a los actores del conflicto libio.
En la confusión y falta de determinación solidaria con los oprimidos de otros países, tiene una decisiva responsabilidad esa “izquierda” a la que se ha calificado acertadamente de imperial. Y no tanto la “izquierda” que juega a reformar el capitalismo, sino la “extrema izquierda” que, desde posiciones sectarias y dogmáticas, ha decretado que su reino no es de este mundo, que todo el que no esté con ellos, está contra ellos. Esos “revolucionarios” y “comunistas” contraponen de manera idealista y metafísica su ideal luminoso a una realidad material en la que sólo ven oscuridad y enemigos equiparables: ni yanquis ni rusos, ni Bush ni Sadam Hussein, ni OTAN ni Milosevic, ni OTAN ni Gadafi. Los más honestos de ellos seguramente anhelan una verdadera revolución, pero involuntariamente sólo saben llevar el agua al molino de la contrarrevolución burguesa. Su pensamiento y su actitud no sirven al proletariado y a los oprimidos. Al contrario, necesitamos intervenir sobre las contradicciones reales, sobre las fuerzas principales en pugna. Necesitamos definir al enemigo principal, dirigiendo contra él a todas las demás fuerzas, por variadas y contradictorias que sean. Este enemigo principal es el imperialismo occidental encabezado por los Estados Unidos de América. Ninguna otra fuerza atenta tanto contra la paz y el progreso social. Ninguna otra fuerza perjudica tanto la perspectiva socialista de la clase obrera y de los demás oprimidos.
De hecho, crecen las contradicciones entre el imperialismo occidental y el resto de los países y esto nos permite ganar un tiempo precioso para preparar la contraofensiva revolucionaria. El Partido Comunista de China, por ejemplo, explica el veto de su Estado a la resolución propuesta en el Consejo de Seguridad de la ONU por los países de la OTAN contra Siria, a partir de una reflexión autocrítica sobre la trágica experiencia libia: “Los países occidentales delinearon ‘zonas de exclusión aérea’, so pretexto de proteger a los civiles, para al final derribar por la fuerza militar al régimen de Libia. En vez de obligar a Occidente a cumplir con su compromiso de proteger a los civiles, la abstención de China, Rusia, India y Brasil al respecto propició un mayor número de muertos y heridos civiles y un mayor desastre humanitario” (Zhongsheng, Pueblo en Línea, 13/10/2011).
El imperialismo español es un buen ejemplo de la degradación económica, política y moral que vive el capitalismo de las viejas potencias de Europa y Norteamérica. Mientras participa en la actividad terrorista de la OTAN en Libia para beneficiarse del botín, se pone la careta de pacifista ante el anuncio de ETA de cesar en su actividad armada. Recurre políticamente el dolor de los cientos de víctimas de ETA a fin de aislar y humillar a todo el movimiento democrático vasco, mientras sigue negando a las familias de los cientos de miles de víctimas del franquismo el simple derecho a saber dónde yacen sus restos (al fin y al cabo, ETA surgió como una respuesta a la violencia extrema del fascismo de Franco, el cual fue producto del imperialismo español, y la monarquía constitucional vigente es la continuación institucional del franquismo). Los comunistas nos oponemos a la ideología nacionalista y al terror individual, pero no para mantener la opresión, como hacen los “demócratas” imperialistas, sino precisamente para acabar realmente con ella: 1º) defendiendo el derecho a la autodeterminación para que pueda haber igualdad nacional y 2º) basándonos en los principios de que son las masas quienes hacen la historia y de que la emancipación de los obreros será obra de los obreros mismos, como único medio para desarrollar una fuerza capaz de vencer a los reaccionarios. A resultas de sus investigaciones históricas y de su experiencia práctica, Engels concluyó que, en la sociedad, sólo existen dos grandes fuerzas equivalentes: la fuerza armada del Estado y la fuerza desorganizada de las masas populares. Por eso, si aprendemos a organizar la fuerza del pueblo, está asegurado el triunfo sobre el imperialismo. Por muy poderoso que éste parezca, no es más que un coloso con los pies de barro, comparado con un pueblo consciente y organizado. Ante la crueldad demostrada por los capitalistas a lo largo de la historia, los proletarios revolucionarios proclamamos solemnemente con Robespierre:
“Soy inflexible con los opresores porque siento compasión por los oprimidos” (Voto motivado en la Convención Nacional sobre la pena impuesta en el juicio al rey Luís XVI, 16 de enero de 1793).
Gavroche