Del eurocomunismo a la izquierda feminista, identitaria y liberal. De la lucha de clases a la guerra de sexos (I)
Por Eusebio Rodríguez Salas
El tsunami identitario: ¿7 mil millones de grupos diversos?
Pocas dudas caben que nuestra época se caracteriza por la escisión entre la vieja clase obrera (que espera su extinción, al ser expulsada brutalmente por la oligarquía financiera del ciclo económico mediante la desindustrialización, el desempleo, la miseria y la disolución familiar), y la fuerza de trabajo más joven y adaptada a las tecnologías más modernas.
El nuevo proletariado que desea a toda costa el capitalismo de nuestra era es el formado por millones de jóvenes trabajadores hiperindividualizados, desarraigados, sin experiencias vitales de familia, sin memoria histórica. Sus expectativas laborales se reducen a trabajar en empleos efímeros y despreciables, mientras languidecen en infectos cuchitriles de los suburbios compartidos con otros seres anónimos como ellos, tratando de evadirse de su vida mediante la realidad virtual, el ocio autodestructivo, evasivo y alienante gracias a una videocónsola, smartphone u ordenador portátil.
Es en esta etapa del tránsito del viejo capitalismo al nuevo, y de la vieja clase obrera a la nueva, cuando se produce la eclosión de la llamada "política de las diferencias", del feminismo hegemónico y de las identidades.
La filosofía del pluralismo, la diversidad, la diferencia y las minorías plantea que existen grupos humanos o individuos concretos que poseen unos rasgos y cualidades (principalmente de tipo socio-cultural) que se consideran particulares y únicas. Estos rasgos pueden tener elementos relativamente objetivos y tangibles (por ejemplo, el grupo de las mujeres feministas o el grupo de los artistas con la piel negra) o bien pueden estar definidos por las experiencias y creencias subjetivas de las personas que forman este grupo (como por ejemplo los creyentes de alguna confesión religiosa o los que se sienten de alguna orientación sexual diferente al binomio masculino-femenino). Las características y cualidades propias que poseen o se supone que poseen constituyen la identidad del grupo, cuya función es la de cohesión interna y la diferenciación como elemento de reconocimiento esencial ante los demás: el grupo de los negros, el de los homosexuales, el de los animalistas, el de las feministas, el de los emigrantes subsaharianos, el de los nacionalistas catalanes, vascos o asturianos, el de las tendencias sexuales minoritarias, etc.
Las concepciones sobre las diversidades y las minorías identitarias surgieron en el último tercio del siglo XX en Estados Unidos, como reacción a las ideas universalistas como la identidad ciudadana dentro del Estado-nación (erosionada por la mundialización capitalista y el debilitamiento de las fronteras y la aparición de minorías nacionalistas), o las ideas socialistas y anarquistas universalistas que proclamaban la unidad mundial de la clase obrera y que entraron en una profunda crisis tras la desaparición de la Unión Soviética.
En la práctica sucede que muchas personas se cuestionan la identidad que esta ideología de las diversidades cree que debe poseer (normalmente establecida a través de estudios académicos teóricos o mediante grupos de presión) y muchos de estos grupos se dividen a su vez en subgrupos, que nacen resaltando nuevos elementos de diferencia que les separan de sus progenitores: los emigrantes se identifican por su país de origen y posteriormente se organizan según su etnia de origen en entidades propias, e incluso según su poblado natal; los partidos comunistas y trotskistas que se dividen y subdividen incesantemente resaltando las identidades ideológicas que los hace únicos respecto a los demás; los movimientos nacionalistas que se escinden en partidos que tienen concepciones diferentes, producto de medios sociales diferentes; los movimientos sexuales minoritarios, que se organizan y conviven siguiendo patrones de conductas sexuales diferenciadas: gays, lesbianas, transexuales masculinos o femeninos, etc.
Para comprenderlo mejor veamos un ejemplo práctico. La feminista negra y latinoamericana Ochy Curiel explica cómo muchas feministas y lesbianas negras sentían la necesidad de diferenciarse del feminismo en general, grupo en el que teóricamente debían pertenecer por su identidad (la lucha contra el “patriarcado”) para alinearse entre identidades secundarias (negras, lesbianas) debido a la conflictividad y antagonismo que percibían en el seno de la identidad más universal, la feminista:
«¿Cómo manejaron el feminismo de la igualdad y el de la diferencia el concepto de identidad? Ambas parten de la “identidad de mujeres” como aquello que logra articularnos frente a un enemigo común: el patriarcado. Era lo que nos daba la fuerza articuladora para hacer tambalear sus lógicas y sus normativas. Posteriormente se comienza a hablar del género como una categoría que permitió entender la subordinación de las mujeres asumiéndose la “identidad genérica” como elemento articulador de las mujeres. El otro gran debate lo fue alrededor de la crítica que hacían lesbianas, negras, latinas, a un feminismo que se hacía cada vez más excluyente. Se legitimaba y reconocía la imagen de la mujer blanca, heterosexual y generalmente de clase media o burguesa. Sustentaban que asumir “mujeres” como una identidad homogénea limitaba las posibilidades de abordar el racismo, la lesbofobia, el clasismo como sistemas de opresión y exclusión que tocaban a muchas mujeres y que también se manifestaba al interior del mismo movimiento feminista, por tanto partía de una posición universalista de las mujeres. En ese sentido la categoría “identidad de mujeres” y posteriormente la “identidad genérica” comienza a ponerse en entredicho. Las lesbianas feministas comienzan a construir lo que se ha denominado “el feminismo lésbico o lesbiano” explicitando la lesbofobia al interior del feminismo al no querer explicar ni abordar en sus luchas políticas la crítica a la heterosexualidad como obligatoriedad impuesta por el patriarcado. Planteaban que se partía de representaciones de los hombres/mujeres como sujetos universales manteniendo la heterosexualidad como normativa».
Vemos cómo la filosofía de la diversidad y las identidades otorga legitimidad para crear subdivisiones continuas entre grupos y subgrupos identitarios. Otra característica importante de esta filosofía es que la identidad implica la reafirmación de los elementos que se supone que permiten a determinadas personas poseer esa identidad. Por ejemplo, en el caso de la “identidad de mujer negra”:
«Las acciones contenidas en la política de identidad van desde recrear elementos de la cultura africana (culinaria, estética, música, danza) hasta desarrollar espacios de reflexión donde esa identidad “negra” sea reforzada y valorada positivamente con el propósito de lograr una buena autoestima en las mujeres negras». (1)
En este caso, una mujer latinoamericana de piel negra, aunque haga siglos que no tenga ningún vínculo con el continente africano y haya nacido a partir de una mezcla de etnias, para ser una “mujer negra” verdadera debe adoptar las costumbres que se supone africanas (se entiende que no sirven las costumbres árabes o bereberes, aunque también sean africanas, sólo la “costumbres negras”). Son concepciones basadas en rasgos idealizados y esencialistas (el “hombre blanco”, la “cultura culinaria africana” en el ejemplo comentado, que, por cierto, representa el mismo disparate que hablar de la “cultura culinaria europea”).
La filosofía del pluralismo y la diversidad se sustenta en la idea de que un grupo posee unas características basadas ante todo en creencias subjetivas particulares y está dotado de una naturaleza única constituida a partir de unas cualidades específicas que la diferencian de los demás grupos (su identidad, es decir, la forma y cualidades que presenta ante el resto del grupo para reafirmarse y ante los demás grupos para diferenciarse). Estas cualidades son permanentes, forman parte de su ADN socio-cultural, y por ello deben perpetuarse en el tiempo para que el grupo no pierda su identidad frente a los demás, de tal manera que se excluye la evolución, la síntesis y el mestizaje ya que los elementos universalistas comunes se consideran secundarios o amenazantes.
De las concepciones sobre las identidades diversas se deriva que las personas no pueden tener simultáneamente más de una identidad importante: en el momento en que surge otra identidad competidora se produce la división, como hemos visto en el caso de las lesbianas negras y feministas del ejemplo. Al igual que sucede con los nacionalismos basados en el esencialismo culturalista o racial (una lengua milenaria, una historia común milenaria, una misma etnia milenaria con sus genes invariables, etc.) las concepciones identitarias dificultan la mezcla con otros grupos y son potencialmente excluyentes. En el ejemplo que nos ocupa, quien no comparta los rasgos que se le atribuyen a este grupo podría quedar excluido de la pertenencia al mismo: por ejemplo, la mujer negra latinoamericana que no se vista como se supone que deba hacerlo una mujer africana o que no se alimente a través de la “cultura culinaria africana” podría ser considerada una mujer negra “incompleta”, amputada en su identidad, una mujer colonizada o que ha “renunciado a sus raíces”.
En el caso de las diversidades y minorías sexuales construidas sobre el concepto de identidad es llamativo el grado de detalle posible para establecer subdivisiones y nuevas identidades. Los países anglosajones, al ser los que crearon y propagaron la filosofía de la identidad y la diversidad, son los que llevan la delantera en cuanto al reconocimiento del universo identitario. Por ejemplo, una organización norteamericana LGBTQ estableció la existencia de 31 géneros diferentes basándose en supuestas identidades específicas aisladas. Entre estas diversidades de género se incluyen los andróginos, género diverso, género expansivo, género fluido, agénero, bigénero, género queer, pangénero, MTF (masculino a femenino) y FTM (femenino a masculino) (2).
En Australia no han querido quedarse atrás y la Encuesta Autraliana sobre el Sexo, a partir de un estudio realizado por la Universidad de Tecnología de Queensland (QUT), definió 33 posibles identidades de género (3).
El resultado de todo ello no permanece en simples disquisiciones teóricas o discusiones sin consecuencias: las entidades gubernamentales toman partido abiertamente por imponer esta visión de la sociedad mediante políticas concretas. Por ejemplo, la Comisión de Derechos Humanos del Gobierno de New York establece sanciones para los funcionarios que no respeten escrupulosamente las autodefiniciones de género (4).
Es evidente que no existe ningún criterio para restringir las identidades de género a 2, 15, 31, 33, 256, 821 o 15.497 o 7 mil millones, el número aproximado de los habitantes de la Tierra: todo depende de como “se sienta” alguien subjetivamente, de la imaginación de cada individuo y de cómo se haya levantado esa mañana. Todos los habitantes del planeta pueden exigir el mismo derecho a que se les trate como una identidad sexual diferente. Por otra parte, la teoría de las diversidades sexuales plantea que éstas no son permanentes durante la vida de una persona y pueden ir cambiando a lo largo del tiempo.
Bajo la filosofía identitaria de las diversidades cualquier ciudadano debería tener derecho a que se le reconozca su identidad de género sexual específica, y que ésta identidad fuera determinante para ser identificado. Es el caso del ciudadano holandés Emile Ratelband, que reclama desesperadamente que le supriman 20 años de su fecha de nacimiento en el documento nacional de identidad para poder tener acceder a relaciones sexuales en mejores condiciones: él se siente una persona de 49 años, y apela, con total legitimidad, a su propia subjetividad para ser reconocido como un individuo con una identidad sexual diferenciada:
«El mundo ya no es el mismo que el de nuestros padres. Ahora la gente se puede cambiar de sexo si no se siente cómoda en su cuerpo, o de apellido si el que tiene le causa problemas. ¿Por qué no me voy a poder poner la edad que yo creo que tengo, tanto física como psicológicamente? Sólo hay que verme» (5).
Probablemente si escrutáramos qué significan los conceptos de “minoría”, “identidades”, “géneros sexuales” y tantos otros de los que constituyen el vocabulario político de moda veríamos que, probablemente, la mayoría de ellos tienen escasa o ninguna base objetiva y real. No son conceptos derivados de un sustrato material objetivo como el hecho biológico o la pertenencia a una clase social: son construcciones realizadas arbitrariamente, y por ello se pueden plantear que hay decenas de identidades de género posibles, aunque mañana pueden ser miles y pasado mañana millones.
Esto es evidente en el caso de las propias diversidades sexuales, que chocan frontalmente con todas las evidencias científicas: que una mujer latinoamericana negra o mestiza se “sienta” como una mujer africana subsahariana (aunque sus antepasados haga siglos que no tienen ningún contacto con el continente africano) no significa que esta mujer sea una negra subsahariana; tampoco “sentirse” de alguna diversidad de género diferente a la distinción biológica masculino-femenino significa necesariamente “poseer” esa identidad de género. Un millón de años de evolución protohumana y humana no pueden borrarse de un plumazo con unas simples definiciones idealistas, oenegés identitarias y amenazas de multas: las investigaciones más recientes en biología evolutiva apuntan a que la diferenciación macho-hembra en los humanos se halla arraigada firmemente en las estructuras cerebrales de hombres y mujeres, y esto ha tenido su reflejo en todas las culturas humanas desde hace milenios, creando y reproduciendo la distinción del binomio masculino-femenino (6).
Las políticas de la diversidad, de género y feministas han sido englobadas por sus críticos de derechas y de izquierdas bajo la etiqueta de "ideología de género". Si bien algunas corrientes de feminismo no estarían incluidas dentro de esta clasificación (al estar enfrentadas, por ejemplo, con las identidades transexuales), el concepto de ideología de género permite una aproximación bastante razonable a muchas de estas manifestaciones.
La filosofía del pluralismo y las diferencias, o la ideología de género si se prefiere, ha conseguido que hoy en día las concepciones basadas en la identidad, la diversidad y el género sean tremendamente influyentes entre las ciencias sociales, los grandes centros de poder económicos privados, los medios de comunicación y las políticas públicas de los gobiernos, propagándose como un tsunami imparable: estudios de género, leyes de género, perspectiva de género, cuotas de género, megafiestas de diversidad sexual apoyadas por instituciones públicas y empresas multinacionales, planes de estudio de diversidad sexual en la escuela primaria, celebraciones de minorías étnicas, jornadas feministas, partidos, sindicatos y gobiernos que se reclaman feministas, publicidad feminista, huelgas feministas, feminismo lésbico, teoría queer, lenguaje “inclusivo”, auge de las organizaciones sociales y partidos etnicistas y nacionalistas, manifiestos antipatriarcales, programas y subvenciones a todo tipo de asociaciones y ONG identitarias, departamentos de “marketing” para la diversidad sexual y minorías en empresas multinacionales, promoción de lo identitario en el Foro de Davos, teorías de la interseccionalidad…
¿La izquierda identitaria contra la familia obrera?
El tsunami identitario ha ahogado casi toda la discusión sobre clases sociales y sobre proyectos de superación del capitalismo porque la prioridad pertenece a la “democracia”, a las “minorías” o “identidades”. Estas identidades son gestionadas por los gobiernos de forma horizontal y diferenciada, superando tanto la identidad política más básica y extensa -la identidad creada por el pensamiento liberal o republicano, que establece la existencia de unos ciudadanos iguales en derechos y deberes como fundamento del sistema social- como las identidades colectivas surgidas de agrupaciones socioeconómicas: la clase social, el pueblo o la oligarquía, por ejemplo.
En España el impacto de estas concepciones entre las formaciones políticas y sociales de la izquierda ha provocado una metamorfosis ideológica de gran calado. Tanto para los antiguos partidos y organizaciones sociales nacidos hace un siglo bajo la influencia del movimiento obrero (principalmente las centrales sindicales y los partidos PSOE, PCE, además de los anarquismos) como para sus derivados escindidos en diferentes etapas, la proyección electoral del PCE (Izquierda Unida), las formaciones de la llamada "nueva izquierda" (Podemos, Mareas, las CUP catalanas, Compromís, etc.) en sus agendas políticas el feminismo y lo identitario suelen recibir prioridad absoluta. Las palabras "machismo", "masculinidad tóxica", "cultura de la violación", “patriarcado aliado del capitalismo”, “privilegios masculinos", "deconstruir la masculinidad", “empoderamiento femenino”, "lenguaje inclusivo", “heteropatriarcado” y muchas otras han tomado por asalto el vocabulario político de las izquierdas sin que se permita someterlo al más mínimo análisis científico.
Entre la derecha reaccionaria se califica despectivamente a las políticas de género e identidades como el producto del "marxismo cultural". Uno de los objetivos de este artículo es intentar mostrar que estas políticas identitarias y feministas abrazadas con pasión religiosa por la nueva-vieja izquierda no sólo son una negación absoluta del marxismo, sino que, además, representan una influencia importante del individualismo y el liberalismo burgués radical (llamado también anarco-capitalismo) entre las antiguas organizaciones obreras, en una etapa del capitalismo occidental centrada en explotar al límite la vida cotidiana y las necesidades íntimas de los seres humanos.
Los partidos de izquierdas vienen abrazando estas ideas con la radicalidad del converso, con pasión dogmática y con una actitud cada vez más inquisitorial contra sus críticos a medida de que sus expectativas electorales y su influencia social disminuyen sostenidamente. Esta misma pasión, por cierto, también encontramos en las izquierdas en su cuestionamiento e, incluso, en el rechazo radical hacia la llamada “familia convencional”. La conflictividad social pasa a ser de tipo cultural y simbólico, entre identidades minoritarias que sufren supuestamente opresión y discriminación. Se interpreta que la representatividad social de estas minorías se ve castrada por las categorías mayoritarias opresoras, en cuya cúspide se encuentran los hombres heterosexuales de toda raza y condición social, y en su cima reina de forma incontestable el hombre blanco heterosexual, que se resisten con uñas y dientes a perder sus “privilegios” gracias a la institución de la familia convencional o tradicional.
El centro de gravedad ideológico se ha desplazado rápidamente hacia un nuevo reformismo compatible con el capitalismo moderno, un neo-reformismo que toma de la socialdemocracia clásica la apuesta por los cambios moderados y la democratización superficial del sistema político, pero rechaza de ésta, de forma radical, su viejo contenido obrerista, ya proceda éste de la tradición socialdemócrata, anarquista o comunista. Los grandes medios de comunicación, fundaciones privadas, filántropos capitalistas multimillonarios y los gobiernos han puesto también todo su empeño en difundir las nuevas corrientes ideológicas y a crear aparatos burocráticos y financieros para su gestión entre la “sociedad civil” de las diversidades, que luchan arduamente entre ellas por conseguir recursos financieros y espacios de poder, incrementando la segmentación social y la invisibilidad de las mayorías sociales alejadas a estas dinámicas.
Debido al perfil amplio de la tendencia política identitaria y los recursos disponibles, la capacidad de forjar un consenso político basado en la ideología de género y el feminismo queda patente con cada nueva ley de esta índole que los diversos parlamentos aprueban de forma ampliamente mayoritaria, uniendo a los partidos de las tendencias más variadas.
Dentro de las categorías identitarias destacan las referidas a las orientaciones sexuales minoritarias agrupadas con las siglas LGBTQ. En este caso, la estrategia para conseguir influencia política pasa por mostrar a la luz pública la sexualidad de cada individuo y de cada subgénero: lo sexual es lo político. Los obreros de orientaciones sexuales minoritarias ya no son llamados a organizarse junto a sus compañeros heterosexuales: para ser políticamente correctos y aceptables tienen que proclamar ante el mundo sus preferencias sexuales y acudir al mercado identitario para escoger el que más le atraiga y unirse con los que tienen la misma orientación sexual para luchar contra la “opresión heteronormativa” (y de paso, contra sus compañeros de trabajo, heterosexuales “opresores”). El hecho sexual, que pertenece a la esfera privada y personal de cada individuo se convierte en espectáculo público para ser manipulado política y económicamente al antojo de los que se benefician de las políticas identitarias: por ejemplo, la burguesía rosa y los que explotan los mercados de la diversidad sexual.
Entre las políticas identitarias hay dos grandes ideologías con posibilidad de atraer a masas de personas: la primera es el nacionalismo y la identidad étnica, y la segunda es el feminismo. Mientras que la identidad nacionalista presenta un grave problema porque divide temporalmente a las clases dominantes (y su radicalización puede llevar a enfrentamientos de consecuencias imprevisibles), el feminismo es un movimiento inocuo y sin peligro alguno para las relaciones de producción capitalistas, totalmente manejable y controlable por la clase social que dirige la sociedad. El feminismo ha demostrado, con el apoyo de los medios de comunicación y los partidos de más variado signo, tener una capacidad enorme para crear un consenso amplio y una transversalidad extensa que justifique la implementación de políticas de género: por ejemplo, casi todos los partidos políticos, sindicatos, gobiernos, entidades asociativas, la reina Letizia, ejecutivos de multinacionales, etc., apoyan la huelga de género y otras protestas del 8 de marzo, antiguo día de la mujer trabajadora y hoy reconvertido en día del feminismo.
Las mismas fuerzas intelectuales, políticas y mediáticas implicadas en la implantación de las políticas identitarias radicales presionan con todas sus energías para remodelar el concepto de familia “tradicional” y desdibujarla de la forma más laxa posible, de forma tal que al nuevo estilo familiar se le dificulte toda estabilidad y permanencia en el tiempo. Se presiona para disgregar y extinguir a la vieja unidad familiar y sustituirla por concepciones familiares extremadamente efímeras que convierten a la familia en un organismo de naturaleza inestable, fluida, cambiante y con fecha de caducidad próxima: la nueva familia sería más bien una asociación libre de individuos con un ínfimo compromiso mutuo, donde la individualidad debe permanecer en todo momento sobre lo que antiguamente se consideraban deberes hacia el colectivo familiar. El viejo sistema familiar, permanente y estable durante generaciones, pasa a ser considerado casi unánimemente (excepto por las confesiones religiosas y poco más) un artilugio reaccionario construido por el patriarcado masculino opresor, liberticida hacia las “minorías”, sustentador de un orden social injusto e incluso sería la base social misma del capitalismo.
Hay que señalar que la denominación de “familia tradicional” no deja de ser una simplificación abusiva, puesto que, sólo en un país e incluso en una región, podemos contabilizar distintas formas familiares, unas muy diferentes de otras, y éstas tampoco han permanecido igual en la historia: han tenido una evolución interna.
Esta visión individualista y ultraliberal que adopta la izquierda de género, a pesar de su carácter artificial, es terriblemente devastadora para la identidad y cohesión de la clase obrera y criminaliza a los sectores populares masculinos, incluyendo el proletariado.
En primer lugar, porque en todas las sociedades las grandes masas de hombres heterosexuales pertenecen a la clase obrera, al campesinado modesto o pobre, al pequeño propietario y a otros sectores populares: calificar como “opresor” al hombre en general, implica calificar como opresor automáticamente, en primer lugar, al trabajador masculino asalariado. Y considerar como “opresora” a la familia heterosexual significa criminalizar a la inmensa mayoría de familias obreras y del pueblo. En segundo lugar, porque el obrero, el trabajador asalariado, no ha existido jamás como una suma de átomos individuales que se mueven independientemente en la sociedad. Los trabajadores o proletarios sólo pueden existir como amalgama interconectada de grupos, experiencias vitales y relaciones intergeneracionales (familias, amigos, compañeros de trabajo, de escuela, de militancia política y sindical, de ocio…) que transmiten determinadas ideas, valores, costumbres, formando lo que se conoce como concepción del mundo. De todas estas agrupaciones, la familia obrera “tradicional” es la fundamental e irreemplazable, porque es la única que tiene capacidad de reproducir vital y físicamente al proletario y la proletaria y de proporcionarle la cohesión más elemental, de carácter vital-afectiva. Y por este motivo es la entidad más combatida por la nueva-vieja izquierda a través de la ideología de género.
El capitalismo antiguo destruyó la familia tradicional extensa heredada del mundo campesino (formada por padres, hijos, abuelos, nietos y primos) para sustituirla por la familia nuclear (una unidad doméstica formada por un matrimonio con el mínimo de hijos posibles y con escasos vínculos con el resto de parientes). Hoy la familia nuclear, que es el espacio donde se produce la sociabilidad primaria de los trabajadores, está siendo disuelta por el capitalismo a través de la imposición de una serie de valores y normas.
El respeto a los mayores de la familia, que era la seña de identidad de las culturas anteriores y uno de los pilares de la estabilidad familiar, se rechaza como símbolo del autoritarismo o la violencia paterna sobre los hijos, en nombre de un democratismo que merma drásticamente la capacidad educadora de los padres sobre los hijos e introduce una elevada inestabilidad intrafamiliar. A través de los dispositivos móviles, que son tomados como el clímax de libertad individual, los niños, niñas y adolescentes pueden visualizar todo tipo de materiales audiovisuales (incluso los pornográficos y violentos) fuera del control paterno, y establecer relaciones sociales independientes de la supervisión de la familia. Es el caldo de cultivo propicio para la pederastia aprovechando la facilidad con la que niños y adolescentes acceden sin control a las redes sociales e internet.
Los productos audiovisuales de ínfima calidad al alcance de niños y adolescentes promueven comportamientos alienantes, el narcisismo ultraliberal , propagan la aceptación de la violencia gratuita y el conformismo social. Todos estos productos, junto con las carencias familiares y escolares generan individuos en los cuales florece la incultura, la vulgaridad, la mala educación, la dejadez personal, el comportamiento anárquico, la infantilización y la inmadurez, dificultando o imposibilitando las relaciones sociales estables y sanas. Las ansias desmedidas por satisfacer cualquier apetito personal a cualquier precio (incluso de forma inmoral) desintegran aceleradamente el medio social y familiar y disgregan el futuro de la clase obrera. Este es frecuentemente el caldo de cultivo de donde surgirán los nuevos proletarios o subproletarios (y también el prototipo de consumidor moderno) que el capitalismo de nuestra era necesita.
En estas circunstancias, el rechazo a crear unidades familiares propias con perspectiva de futuro a través de la procreación es a la vez necesidad y virtud: la incertidumbre del futuro y la precariedad facilitan que la natalidad sea cuestionada de raíz como producto retrógrado y liberticida para las mujeres (y hombres), tarea facilitada por la difusión de una ideología proabortista radical (que no significa necesariamente lo mismo que el derecho al aborto) mediante una cruzada de los liberales y las izquierdas a favor de esta causa.
La maternidad, que antiguamente era un deseo de la mayoría de mujeres, incluyendo las feministas, se está convirtiendo en los países de capitalismo avanzado en un lujo para unos pocos, de la misma forma que a los que quieren y no pueden ser padres se les consuela mediante el discurso de la máxima libertad individual (y, por otra parte, permite desarrollar ciertos segmentos de negocio de ocio). Por estos motivos el aborto ya no es considerado un recurso extremo para mujeres o familias en situaciones límite o de riesgo, ni tampoco la consecuencia de una decisión trascendental y de responsabilidad ética para la mujer ante la posibilidad de crear o no una nueva vida humana, sino un método anticonceptivo como otro cualquiera que debe promoverse al margen de cualquier sentido ético hacia la sustancia que se encuentra en las entrañas de la mujer en forma de protovida. El capitalismo y el abortismo radical, a través de una ideología antinatalista y malthusiana que reduce la interrupción a una mera cuestión médica y de profilaxis (desvinculada de preocupaciones éticas), despojan definitivamente del carácter sagrado supremo que en todas las sociedades tradicionales tenían los momentos de la maternidad y del nacimiento.
El cambio cultural del feminismo hacia la apología del malthusianismo ha sido espectacular, si bien es cierto que a un capitalismo en crisis y que crea ejércitos de desempleados lo que menos le interesa es que aumente la natalidad. En 1936 la feminista y escritora española Lula de Lara todavía podía proclamar un principio que para el feminismo posmoderno hoy sonaría a herejía o a conspiración patriarcal contra la mujer:
«Creo firmemente que hoy y siempre el cauce normal de una mujer debe llevarla, más tarde o más temprano, hasta el hogar y la maternidad» (7).
El modelo familiar que hoy defiende la izquierda feminista e identitaria representa la opción de personas que buscan un estilo de vida independiente, incluso individualista, y a veces con lazos familiares muy débiles. Curiosamente este modelo familiar es defendido generalmente entre la izquierda por militantes y dirigentes que no tienen ninguna intención, posibilidad económica o simplemente carecen de cualidades personales mínimas para fundar unidades familiares estables y traer descendencia al mundo, excepto ciertos líderes mediáticos que pueden permitirse crear una familia con descendencia en un entorno social más exclusivo dentro de un ambiente urbano privilegiado.
Es un modelo familiar que además de no representar a la mayoría de la clase trabajadora actual, conspira activamente para la disolución de ésta.
Por Eusebio Rodríguez Salas
El tsunami identitario: ¿7 mil millones de grupos diversos?
Pocas dudas caben que nuestra época se caracteriza por la escisión entre la vieja clase obrera (que espera su extinción, al ser expulsada brutalmente por la oligarquía financiera del ciclo económico mediante la desindustrialización, el desempleo, la miseria y la disolución familiar), y la fuerza de trabajo más joven y adaptada a las tecnologías más modernas.
El nuevo proletariado que desea a toda costa el capitalismo de nuestra era es el formado por millones de jóvenes trabajadores hiperindividualizados, desarraigados, sin experiencias vitales de familia, sin memoria histórica. Sus expectativas laborales se reducen a trabajar en empleos efímeros y despreciables, mientras languidecen en infectos cuchitriles de los suburbios compartidos con otros seres anónimos como ellos, tratando de evadirse de su vida mediante la realidad virtual, el ocio autodestructivo, evasivo y alienante gracias a una videocónsola, smartphone u ordenador portátil.
Es en esta etapa del tránsito del viejo capitalismo al nuevo, y de la vieja clase obrera a la nueva, cuando se produce la eclosión de la llamada "política de las diferencias", del feminismo hegemónico y de las identidades.
La filosofía del pluralismo, la diversidad, la diferencia y las minorías plantea que existen grupos humanos o individuos concretos que poseen unos rasgos y cualidades (principalmente de tipo socio-cultural) que se consideran particulares y únicas. Estos rasgos pueden tener elementos relativamente objetivos y tangibles (por ejemplo, el grupo de las mujeres feministas o el grupo de los artistas con la piel negra) o bien pueden estar definidos por las experiencias y creencias subjetivas de las personas que forman este grupo (como por ejemplo los creyentes de alguna confesión religiosa o los que se sienten de alguna orientación sexual diferente al binomio masculino-femenino). Las características y cualidades propias que poseen o se supone que poseen constituyen la identidad del grupo, cuya función es la de cohesión interna y la diferenciación como elemento de reconocimiento esencial ante los demás: el grupo de los negros, el de los homosexuales, el de los animalistas, el de las feministas, el de los emigrantes subsaharianos, el de los nacionalistas catalanes, vascos o asturianos, el de las tendencias sexuales minoritarias, etc.
Las concepciones sobre las diversidades y las minorías identitarias surgieron en el último tercio del siglo XX en Estados Unidos, como reacción a las ideas universalistas como la identidad ciudadana dentro del Estado-nación (erosionada por la mundialización capitalista y el debilitamiento de las fronteras y la aparición de minorías nacionalistas), o las ideas socialistas y anarquistas universalistas que proclamaban la unidad mundial de la clase obrera y que entraron en una profunda crisis tras la desaparición de la Unión Soviética.
En la práctica sucede que muchas personas se cuestionan la identidad que esta ideología de las diversidades cree que debe poseer (normalmente establecida a través de estudios académicos teóricos o mediante grupos de presión) y muchos de estos grupos se dividen a su vez en subgrupos, que nacen resaltando nuevos elementos de diferencia que les separan de sus progenitores: los emigrantes se identifican por su país de origen y posteriormente se organizan según su etnia de origen en entidades propias, e incluso según su poblado natal; los partidos comunistas y trotskistas que se dividen y subdividen incesantemente resaltando las identidades ideológicas que los hace únicos respecto a los demás; los movimientos nacionalistas que se escinden en partidos que tienen concepciones diferentes, producto de medios sociales diferentes; los movimientos sexuales minoritarios, que se organizan y conviven siguiendo patrones de conductas sexuales diferenciadas: gays, lesbianas, transexuales masculinos o femeninos, etc.
Para comprenderlo mejor veamos un ejemplo práctico. La feminista negra y latinoamericana Ochy Curiel explica cómo muchas feministas y lesbianas negras sentían la necesidad de diferenciarse del feminismo en general, grupo en el que teóricamente debían pertenecer por su identidad (la lucha contra el “patriarcado”) para alinearse entre identidades secundarias (negras, lesbianas) debido a la conflictividad y antagonismo que percibían en el seno de la identidad más universal, la feminista:
«¿Cómo manejaron el feminismo de la igualdad y el de la diferencia el concepto de identidad? Ambas parten de la “identidad de mujeres” como aquello que logra articularnos frente a un enemigo común: el patriarcado. Era lo que nos daba la fuerza articuladora para hacer tambalear sus lógicas y sus normativas. Posteriormente se comienza a hablar del género como una categoría que permitió entender la subordinación de las mujeres asumiéndose la “identidad genérica” como elemento articulador de las mujeres. El otro gran debate lo fue alrededor de la crítica que hacían lesbianas, negras, latinas, a un feminismo que se hacía cada vez más excluyente. Se legitimaba y reconocía la imagen de la mujer blanca, heterosexual y generalmente de clase media o burguesa. Sustentaban que asumir “mujeres” como una identidad homogénea limitaba las posibilidades de abordar el racismo, la lesbofobia, el clasismo como sistemas de opresión y exclusión que tocaban a muchas mujeres y que también se manifestaba al interior del mismo movimiento feminista, por tanto partía de una posición universalista de las mujeres. En ese sentido la categoría “identidad de mujeres” y posteriormente la “identidad genérica” comienza a ponerse en entredicho. Las lesbianas feministas comienzan a construir lo que se ha denominado “el feminismo lésbico o lesbiano” explicitando la lesbofobia al interior del feminismo al no querer explicar ni abordar en sus luchas políticas la crítica a la heterosexualidad como obligatoriedad impuesta por el patriarcado. Planteaban que se partía de representaciones de los hombres/mujeres como sujetos universales manteniendo la heterosexualidad como normativa».
Vemos cómo la filosofía de la diversidad y las identidades otorga legitimidad para crear subdivisiones continuas entre grupos y subgrupos identitarios. Otra característica importante de esta filosofía es que la identidad implica la reafirmación de los elementos que se supone que permiten a determinadas personas poseer esa identidad. Por ejemplo, en el caso de la “identidad de mujer negra”:
«Las acciones contenidas en la política de identidad van desde recrear elementos de la cultura africana (culinaria, estética, música, danza) hasta desarrollar espacios de reflexión donde esa identidad “negra” sea reforzada y valorada positivamente con el propósito de lograr una buena autoestima en las mujeres negras». (1)
En este caso, una mujer latinoamericana de piel negra, aunque haga siglos que no tenga ningún vínculo con el continente africano y haya nacido a partir de una mezcla de etnias, para ser una “mujer negra” verdadera debe adoptar las costumbres que se supone africanas (se entiende que no sirven las costumbres árabes o bereberes, aunque también sean africanas, sólo la “costumbres negras”). Son concepciones basadas en rasgos idealizados y esencialistas (el “hombre blanco”, la “cultura culinaria africana” en el ejemplo comentado, que, por cierto, representa el mismo disparate que hablar de la “cultura culinaria europea”).
La filosofía del pluralismo y la diversidad se sustenta en la idea de que un grupo posee unas características basadas ante todo en creencias subjetivas particulares y está dotado de una naturaleza única constituida a partir de unas cualidades específicas que la diferencian de los demás grupos (su identidad, es decir, la forma y cualidades que presenta ante el resto del grupo para reafirmarse y ante los demás grupos para diferenciarse). Estas cualidades son permanentes, forman parte de su ADN socio-cultural, y por ello deben perpetuarse en el tiempo para que el grupo no pierda su identidad frente a los demás, de tal manera que se excluye la evolución, la síntesis y el mestizaje ya que los elementos universalistas comunes se consideran secundarios o amenazantes.
De las concepciones sobre las identidades diversas se deriva que las personas no pueden tener simultáneamente más de una identidad importante: en el momento en que surge otra identidad competidora se produce la división, como hemos visto en el caso de las lesbianas negras y feministas del ejemplo. Al igual que sucede con los nacionalismos basados en el esencialismo culturalista o racial (una lengua milenaria, una historia común milenaria, una misma etnia milenaria con sus genes invariables, etc.) las concepciones identitarias dificultan la mezcla con otros grupos y son potencialmente excluyentes. En el ejemplo que nos ocupa, quien no comparta los rasgos que se le atribuyen a este grupo podría quedar excluido de la pertenencia al mismo: por ejemplo, la mujer negra latinoamericana que no se vista como se supone que deba hacerlo una mujer africana o que no se alimente a través de la “cultura culinaria africana” podría ser considerada una mujer negra “incompleta”, amputada en su identidad, una mujer colonizada o que ha “renunciado a sus raíces”.
En el caso de las diversidades y minorías sexuales construidas sobre el concepto de identidad es llamativo el grado de detalle posible para establecer subdivisiones y nuevas identidades. Los países anglosajones, al ser los que crearon y propagaron la filosofía de la identidad y la diversidad, son los que llevan la delantera en cuanto al reconocimiento del universo identitario. Por ejemplo, una organización norteamericana LGBTQ estableció la existencia de 31 géneros diferentes basándose en supuestas identidades específicas aisladas. Entre estas diversidades de género se incluyen los andróginos, género diverso, género expansivo, género fluido, agénero, bigénero, género queer, pangénero, MTF (masculino a femenino) y FTM (femenino a masculino) (2).
En Australia no han querido quedarse atrás y la Encuesta Autraliana sobre el Sexo, a partir de un estudio realizado por la Universidad de Tecnología de Queensland (QUT), definió 33 posibles identidades de género (3).
El resultado de todo ello no permanece en simples disquisiciones teóricas o discusiones sin consecuencias: las entidades gubernamentales toman partido abiertamente por imponer esta visión de la sociedad mediante políticas concretas. Por ejemplo, la Comisión de Derechos Humanos del Gobierno de New York establece sanciones para los funcionarios que no respeten escrupulosamente las autodefiniciones de género (4).
Es evidente que no existe ningún criterio para restringir las identidades de género a 2, 15, 31, 33, 256, 821 o 15.497 o 7 mil millones, el número aproximado de los habitantes de la Tierra: todo depende de como “se sienta” alguien subjetivamente, de la imaginación de cada individuo y de cómo se haya levantado esa mañana. Todos los habitantes del planeta pueden exigir el mismo derecho a que se les trate como una identidad sexual diferente. Por otra parte, la teoría de las diversidades sexuales plantea que éstas no son permanentes durante la vida de una persona y pueden ir cambiando a lo largo del tiempo.
Bajo la filosofía identitaria de las diversidades cualquier ciudadano debería tener derecho a que se le reconozca su identidad de género sexual específica, y que ésta identidad fuera determinante para ser identificado. Es el caso del ciudadano holandés Emile Ratelband, que reclama desesperadamente que le supriman 20 años de su fecha de nacimiento en el documento nacional de identidad para poder tener acceder a relaciones sexuales en mejores condiciones: él se siente una persona de 49 años, y apela, con total legitimidad, a su propia subjetividad para ser reconocido como un individuo con una identidad sexual diferenciada:
«El mundo ya no es el mismo que el de nuestros padres. Ahora la gente se puede cambiar de sexo si no se siente cómoda en su cuerpo, o de apellido si el que tiene le causa problemas. ¿Por qué no me voy a poder poner la edad que yo creo que tengo, tanto física como psicológicamente? Sólo hay que verme» (5).
Probablemente si escrutáramos qué significan los conceptos de “minoría”, “identidades”, “géneros sexuales” y tantos otros de los que constituyen el vocabulario político de moda veríamos que, probablemente, la mayoría de ellos tienen escasa o ninguna base objetiva y real. No son conceptos derivados de un sustrato material objetivo como el hecho biológico o la pertenencia a una clase social: son construcciones realizadas arbitrariamente, y por ello se pueden plantear que hay decenas de identidades de género posibles, aunque mañana pueden ser miles y pasado mañana millones.
Esto es evidente en el caso de las propias diversidades sexuales, que chocan frontalmente con todas las evidencias científicas: que una mujer latinoamericana negra o mestiza se “sienta” como una mujer africana subsahariana (aunque sus antepasados haga siglos que no tienen ningún contacto con el continente africano) no significa que esta mujer sea una negra subsahariana; tampoco “sentirse” de alguna diversidad de género diferente a la distinción biológica masculino-femenino significa necesariamente “poseer” esa identidad de género. Un millón de años de evolución protohumana y humana no pueden borrarse de un plumazo con unas simples definiciones idealistas, oenegés identitarias y amenazas de multas: las investigaciones más recientes en biología evolutiva apuntan a que la diferenciación macho-hembra en los humanos se halla arraigada firmemente en las estructuras cerebrales de hombres y mujeres, y esto ha tenido su reflejo en todas las culturas humanas desde hace milenios, creando y reproduciendo la distinción del binomio masculino-femenino (6).
Las políticas de la diversidad, de género y feministas han sido englobadas por sus críticos de derechas y de izquierdas bajo la etiqueta de "ideología de género". Si bien algunas corrientes de feminismo no estarían incluidas dentro de esta clasificación (al estar enfrentadas, por ejemplo, con las identidades transexuales), el concepto de ideología de género permite una aproximación bastante razonable a muchas de estas manifestaciones.
La filosofía del pluralismo y las diferencias, o la ideología de género si se prefiere, ha conseguido que hoy en día las concepciones basadas en la identidad, la diversidad y el género sean tremendamente influyentes entre las ciencias sociales, los grandes centros de poder económicos privados, los medios de comunicación y las políticas públicas de los gobiernos, propagándose como un tsunami imparable: estudios de género, leyes de género, perspectiva de género, cuotas de género, megafiestas de diversidad sexual apoyadas por instituciones públicas y empresas multinacionales, planes de estudio de diversidad sexual en la escuela primaria, celebraciones de minorías étnicas, jornadas feministas, partidos, sindicatos y gobiernos que se reclaman feministas, publicidad feminista, huelgas feministas, feminismo lésbico, teoría queer, lenguaje “inclusivo”, auge de las organizaciones sociales y partidos etnicistas y nacionalistas, manifiestos antipatriarcales, programas y subvenciones a todo tipo de asociaciones y ONG identitarias, departamentos de “marketing” para la diversidad sexual y minorías en empresas multinacionales, promoción de lo identitario en el Foro de Davos, teorías de la interseccionalidad…
¿La izquierda identitaria contra la familia obrera?
El tsunami identitario ha ahogado casi toda la discusión sobre clases sociales y sobre proyectos de superación del capitalismo porque la prioridad pertenece a la “democracia”, a las “minorías” o “identidades”. Estas identidades son gestionadas por los gobiernos de forma horizontal y diferenciada, superando tanto la identidad política más básica y extensa -la identidad creada por el pensamiento liberal o republicano, que establece la existencia de unos ciudadanos iguales en derechos y deberes como fundamento del sistema social- como las identidades colectivas surgidas de agrupaciones socioeconómicas: la clase social, el pueblo o la oligarquía, por ejemplo.
En España el impacto de estas concepciones entre las formaciones políticas y sociales de la izquierda ha provocado una metamorfosis ideológica de gran calado. Tanto para los antiguos partidos y organizaciones sociales nacidos hace un siglo bajo la influencia del movimiento obrero (principalmente las centrales sindicales y los partidos PSOE, PCE, además de los anarquismos) como para sus derivados escindidos en diferentes etapas, la proyección electoral del PCE (Izquierda Unida), las formaciones de la llamada "nueva izquierda" (Podemos, Mareas, las CUP catalanas, Compromís, etc.) en sus agendas políticas el feminismo y lo identitario suelen recibir prioridad absoluta. Las palabras "machismo", "masculinidad tóxica", "cultura de la violación", “patriarcado aliado del capitalismo”, “privilegios masculinos", "deconstruir la masculinidad", “empoderamiento femenino”, "lenguaje inclusivo", “heteropatriarcado” y muchas otras han tomado por asalto el vocabulario político de las izquierdas sin que se permita someterlo al más mínimo análisis científico.
Entre la derecha reaccionaria se califica despectivamente a las políticas de género e identidades como el producto del "marxismo cultural". Uno de los objetivos de este artículo es intentar mostrar que estas políticas identitarias y feministas abrazadas con pasión religiosa por la nueva-vieja izquierda no sólo son una negación absoluta del marxismo, sino que, además, representan una influencia importante del individualismo y el liberalismo burgués radical (llamado también anarco-capitalismo) entre las antiguas organizaciones obreras, en una etapa del capitalismo occidental centrada en explotar al límite la vida cotidiana y las necesidades íntimas de los seres humanos.
Los partidos de izquierdas vienen abrazando estas ideas con la radicalidad del converso, con pasión dogmática y con una actitud cada vez más inquisitorial contra sus críticos a medida de que sus expectativas electorales y su influencia social disminuyen sostenidamente. Esta misma pasión, por cierto, también encontramos en las izquierdas en su cuestionamiento e, incluso, en el rechazo radical hacia la llamada “familia convencional”. La conflictividad social pasa a ser de tipo cultural y simbólico, entre identidades minoritarias que sufren supuestamente opresión y discriminación. Se interpreta que la representatividad social de estas minorías se ve castrada por las categorías mayoritarias opresoras, en cuya cúspide se encuentran los hombres heterosexuales de toda raza y condición social, y en su cima reina de forma incontestable el hombre blanco heterosexual, que se resisten con uñas y dientes a perder sus “privilegios” gracias a la institución de la familia convencional o tradicional.
El centro de gravedad ideológico se ha desplazado rápidamente hacia un nuevo reformismo compatible con el capitalismo moderno, un neo-reformismo que toma de la socialdemocracia clásica la apuesta por los cambios moderados y la democratización superficial del sistema político, pero rechaza de ésta, de forma radical, su viejo contenido obrerista, ya proceda éste de la tradición socialdemócrata, anarquista o comunista. Los grandes medios de comunicación, fundaciones privadas, filántropos capitalistas multimillonarios y los gobiernos han puesto también todo su empeño en difundir las nuevas corrientes ideológicas y a crear aparatos burocráticos y financieros para su gestión entre la “sociedad civil” de las diversidades, que luchan arduamente entre ellas por conseguir recursos financieros y espacios de poder, incrementando la segmentación social y la invisibilidad de las mayorías sociales alejadas a estas dinámicas.
Debido al perfil amplio de la tendencia política identitaria y los recursos disponibles, la capacidad de forjar un consenso político basado en la ideología de género y el feminismo queda patente con cada nueva ley de esta índole que los diversos parlamentos aprueban de forma ampliamente mayoritaria, uniendo a los partidos de las tendencias más variadas.
Dentro de las categorías identitarias destacan las referidas a las orientaciones sexuales minoritarias agrupadas con las siglas LGBTQ. En este caso, la estrategia para conseguir influencia política pasa por mostrar a la luz pública la sexualidad de cada individuo y de cada subgénero: lo sexual es lo político. Los obreros de orientaciones sexuales minoritarias ya no son llamados a organizarse junto a sus compañeros heterosexuales: para ser políticamente correctos y aceptables tienen que proclamar ante el mundo sus preferencias sexuales y acudir al mercado identitario para escoger el que más le atraiga y unirse con los que tienen la misma orientación sexual para luchar contra la “opresión heteronormativa” (y de paso, contra sus compañeros de trabajo, heterosexuales “opresores”). El hecho sexual, que pertenece a la esfera privada y personal de cada individuo se convierte en espectáculo público para ser manipulado política y económicamente al antojo de los que se benefician de las políticas identitarias: por ejemplo, la burguesía rosa y los que explotan los mercados de la diversidad sexual.
Entre las políticas identitarias hay dos grandes ideologías con posibilidad de atraer a masas de personas: la primera es el nacionalismo y la identidad étnica, y la segunda es el feminismo. Mientras que la identidad nacionalista presenta un grave problema porque divide temporalmente a las clases dominantes (y su radicalización puede llevar a enfrentamientos de consecuencias imprevisibles), el feminismo es un movimiento inocuo y sin peligro alguno para las relaciones de producción capitalistas, totalmente manejable y controlable por la clase social que dirige la sociedad. El feminismo ha demostrado, con el apoyo de los medios de comunicación y los partidos de más variado signo, tener una capacidad enorme para crear un consenso amplio y una transversalidad extensa que justifique la implementación de políticas de género: por ejemplo, casi todos los partidos políticos, sindicatos, gobiernos, entidades asociativas, la reina Letizia, ejecutivos de multinacionales, etc., apoyan la huelga de género y otras protestas del 8 de marzo, antiguo día de la mujer trabajadora y hoy reconvertido en día del feminismo.
Las mismas fuerzas intelectuales, políticas y mediáticas implicadas en la implantación de las políticas identitarias radicales presionan con todas sus energías para remodelar el concepto de familia “tradicional” y desdibujarla de la forma más laxa posible, de forma tal que al nuevo estilo familiar se le dificulte toda estabilidad y permanencia en el tiempo. Se presiona para disgregar y extinguir a la vieja unidad familiar y sustituirla por concepciones familiares extremadamente efímeras que convierten a la familia en un organismo de naturaleza inestable, fluida, cambiante y con fecha de caducidad próxima: la nueva familia sería más bien una asociación libre de individuos con un ínfimo compromiso mutuo, donde la individualidad debe permanecer en todo momento sobre lo que antiguamente se consideraban deberes hacia el colectivo familiar. El viejo sistema familiar, permanente y estable durante generaciones, pasa a ser considerado casi unánimemente (excepto por las confesiones religiosas y poco más) un artilugio reaccionario construido por el patriarcado masculino opresor, liberticida hacia las “minorías”, sustentador de un orden social injusto e incluso sería la base social misma del capitalismo.
Hay que señalar que la denominación de “familia tradicional” no deja de ser una simplificación abusiva, puesto que, sólo en un país e incluso en una región, podemos contabilizar distintas formas familiares, unas muy diferentes de otras, y éstas tampoco han permanecido igual en la historia: han tenido una evolución interna.
Esta visión individualista y ultraliberal que adopta la izquierda de género, a pesar de su carácter artificial, es terriblemente devastadora para la identidad y cohesión de la clase obrera y criminaliza a los sectores populares masculinos, incluyendo el proletariado.
En primer lugar, porque en todas las sociedades las grandes masas de hombres heterosexuales pertenecen a la clase obrera, al campesinado modesto o pobre, al pequeño propietario y a otros sectores populares: calificar como “opresor” al hombre en general, implica calificar como opresor automáticamente, en primer lugar, al trabajador masculino asalariado. Y considerar como “opresora” a la familia heterosexual significa criminalizar a la inmensa mayoría de familias obreras y del pueblo. En segundo lugar, porque el obrero, el trabajador asalariado, no ha existido jamás como una suma de átomos individuales que se mueven independientemente en la sociedad. Los trabajadores o proletarios sólo pueden existir como amalgama interconectada de grupos, experiencias vitales y relaciones intergeneracionales (familias, amigos, compañeros de trabajo, de escuela, de militancia política y sindical, de ocio…) que transmiten determinadas ideas, valores, costumbres, formando lo que se conoce como concepción del mundo. De todas estas agrupaciones, la familia obrera “tradicional” es la fundamental e irreemplazable, porque es la única que tiene capacidad de reproducir vital y físicamente al proletario y la proletaria y de proporcionarle la cohesión más elemental, de carácter vital-afectiva. Y por este motivo es la entidad más combatida por la nueva-vieja izquierda a través de la ideología de género.
El capitalismo antiguo destruyó la familia tradicional extensa heredada del mundo campesino (formada por padres, hijos, abuelos, nietos y primos) para sustituirla por la familia nuclear (una unidad doméstica formada por un matrimonio con el mínimo de hijos posibles y con escasos vínculos con el resto de parientes). Hoy la familia nuclear, que es el espacio donde se produce la sociabilidad primaria de los trabajadores, está siendo disuelta por el capitalismo a través de la imposición de una serie de valores y normas.
El respeto a los mayores de la familia, que era la seña de identidad de las culturas anteriores y uno de los pilares de la estabilidad familiar, se rechaza como símbolo del autoritarismo o la violencia paterna sobre los hijos, en nombre de un democratismo que merma drásticamente la capacidad educadora de los padres sobre los hijos e introduce una elevada inestabilidad intrafamiliar. A través de los dispositivos móviles, que son tomados como el clímax de libertad individual, los niños, niñas y adolescentes pueden visualizar todo tipo de materiales audiovisuales (incluso los pornográficos y violentos) fuera del control paterno, y establecer relaciones sociales independientes de la supervisión de la familia. Es el caldo de cultivo propicio para la pederastia aprovechando la facilidad con la que niños y adolescentes acceden sin control a las redes sociales e internet.
Los productos audiovisuales de ínfima calidad al alcance de niños y adolescentes promueven comportamientos alienantes, el narcisismo ultraliberal , propagan la aceptación de la violencia gratuita y el conformismo social. Todos estos productos, junto con las carencias familiares y escolares generan individuos en los cuales florece la incultura, la vulgaridad, la mala educación, la dejadez personal, el comportamiento anárquico, la infantilización y la inmadurez, dificultando o imposibilitando las relaciones sociales estables y sanas. Las ansias desmedidas por satisfacer cualquier apetito personal a cualquier precio (incluso de forma inmoral) desintegran aceleradamente el medio social y familiar y disgregan el futuro de la clase obrera. Este es frecuentemente el caldo de cultivo de donde surgirán los nuevos proletarios o subproletarios (y también el prototipo de consumidor moderno) que el capitalismo de nuestra era necesita.
En estas circunstancias, el rechazo a crear unidades familiares propias con perspectiva de futuro a través de la procreación es a la vez necesidad y virtud: la incertidumbre del futuro y la precariedad facilitan que la natalidad sea cuestionada de raíz como producto retrógrado y liberticida para las mujeres (y hombres), tarea facilitada por la difusión de una ideología proabortista radical (que no significa necesariamente lo mismo que el derecho al aborto) mediante una cruzada de los liberales y las izquierdas a favor de esta causa.
La maternidad, que antiguamente era un deseo de la mayoría de mujeres, incluyendo las feministas, se está convirtiendo en los países de capitalismo avanzado en un lujo para unos pocos, de la misma forma que a los que quieren y no pueden ser padres se les consuela mediante el discurso de la máxima libertad individual (y, por otra parte, permite desarrollar ciertos segmentos de negocio de ocio). Por estos motivos el aborto ya no es considerado un recurso extremo para mujeres o familias en situaciones límite o de riesgo, ni tampoco la consecuencia de una decisión trascendental y de responsabilidad ética para la mujer ante la posibilidad de crear o no una nueva vida humana, sino un método anticonceptivo como otro cualquiera que debe promoverse al margen de cualquier sentido ético hacia la sustancia que se encuentra en las entrañas de la mujer en forma de protovida. El capitalismo y el abortismo radical, a través de una ideología antinatalista y malthusiana que reduce la interrupción a una mera cuestión médica y de profilaxis (desvinculada de preocupaciones éticas), despojan definitivamente del carácter sagrado supremo que en todas las sociedades tradicionales tenían los momentos de la maternidad y del nacimiento.
El cambio cultural del feminismo hacia la apología del malthusianismo ha sido espectacular, si bien es cierto que a un capitalismo en crisis y que crea ejércitos de desempleados lo que menos le interesa es que aumente la natalidad. En 1936 la feminista y escritora española Lula de Lara todavía podía proclamar un principio que para el feminismo posmoderno hoy sonaría a herejía o a conspiración patriarcal contra la mujer:
«Creo firmemente que hoy y siempre el cauce normal de una mujer debe llevarla, más tarde o más temprano, hasta el hogar y la maternidad» (7).
El modelo familiar que hoy defiende la izquierda feminista e identitaria representa la opción de personas que buscan un estilo de vida independiente, incluso individualista, y a veces con lazos familiares muy débiles. Curiosamente este modelo familiar es defendido generalmente entre la izquierda por militantes y dirigentes que no tienen ninguna intención, posibilidad económica o simplemente carecen de cualidades personales mínimas para fundar unidades familiares estables y traer descendencia al mundo, excepto ciertos líderes mediáticos que pueden permitirse crear una familia con descendencia en un entorno social más exclusivo dentro de un ambiente urbano privilegiado.
Es un modelo familiar que además de no representar a la mayoría de la clase trabajadora actual, conspira activamente para la disolución de ésta.
Última edición por Deng el Dom Mar 17, 2019 12:38 pm, editado 1 vez