"La prostitución"
texto de André Gorz*** - año 1991 (incluido en el libro "Metamorfosis del Trabajo")
La persona prostituida se compromete a proporcionar un placer determinado durante un tiempo determinado. El servicio vendido no puede ser obtenido por el cliente en tan poco tiempo, en calidad y cantidad iguales, de una pareja no remunerada. Hay, pues, creación de valor de uso. Pero existe una contradicción evidente entre la venta de este servicio y su naturaleza. En el intercambio mercantil, comprador y vendedor entran en una relación contractual por un tiempo determinado; serán libres el uno respecto al otro después del pago; la oferta del vendedor determina al comprador como individuo anónimo, intercambiable con cualquier otro: la solvencia es la condición necesaria y suficiente para ser servido. Ahora bien, en este caso, al presentarse como un comprador cuya solvencia basta para fundar el Derecho, el cliente demanda y obtiene de la prostituta que le procure un servicio que quiere definir él mismo, por la sola y única razón de que lo desea.
El intercambio mercantil se hace, ciertamente, a un precio convenido, pero este precio es fijado «al gusto del cliente», como, por otra parte, la naturaleza del propio servicio. La transacción comercial se desarrolla, pues, enteramente en la esfera privada y tiene por objeto una prestación adaptada a una demanda hecha a título privado.
Nos encontramos aquí la relación servil en toda su pureza: el «trabajo» del uno ES el placer del otro. No hay otro objeto que ese placer. El placer del cliente es el consumo de un trabajo hecho sobre su persona privada. Este consumo es inmediato y directo, no pasa por la mediación de ningún producto. A esta inmediatez se debe que el placer procurado por el trabajo servil difiera del placer que el jefe de cocina procura a los consumidores de su «plato sublime».
Pero hay más. Ese placer es deseado por el cliente sin razón. Esta es una primera diferencia entre el «trabajo» de la prostituta y el de la kinesiterapeuta, por ejemplo. Esta última también se pone al servicio del bienestar físico de sus clientes, pero éstos deben motivar su demanda; la razón de ésta será objeto de un diagnóstico, después del cual la terapeuta aplicará, en virtud de su juicio soberano, unos cuidados que, aunque personalizados, ponen en práctica una técnica bien definida según un procedimiento predeterminado.
Si bien está, pues, al servicio del bienestar físico del cliente, el, o la, masajista no es el instrumento del placer de aquél. Está, por el contrario, en posición dominante: decide sobre la naturaleza de las operaciones y no se entrega al cliente más que dentro de los límites de un procedimiento codificado del que siempre es dueño de cabo a rabo. El tecnicismo del procedimiento funciona como una barrera infranqueable; impide la implicación personal del terapeuta de llegar hasta una complicidad o intimidad completas.
La situación es exactamente inversa en el «trabajo» de la prostituta: su habilidad técnica debe ser puesta en práctica de la forma deseada (sin razón) por el cliente. Lo que este último quiere comprar es la implicación completa de la prostituta en los actos que él demanda: debe plegarse a sus exigencias poniendo en el/o de lo suyo y no de manera rutinaria. Debe ser una libertad-sujeto, pero una libertad que no puede hacer otra cosa que convertirse en el diligente instrumento de la voluntad del otro. Con otras palabras, debe ser ese ser contradictorio, imposible, fantasmal que es la «bella esclava» (la que, en los Cuentos de las mil y una noches, el joven príncipe recibe como regalo, sentada desnuda sobre un caballo blanco); la esclava que, con toda su inteligente sensibilidad, realiza libremente los deseos del amo y no es libre más que para esto; la esclava que, en la realidad, no es nunca más que una persona que juega a ser el ser fantasmal que obsesiona el espíritu de su amo.
«Tú pagas y harás de mí lo que quieras.» En esta sola frase todo está dicho: la prostituta se erige en sujeto soberano para exigir el pago y, tan pronto es satisfecha esta exigencia, se abolirá como soberanía para metamorfosearse en el instrumento del pagador. Se erige, pues, en libre sujeto que va a jugar a ser esclava. Su prestación va a ser una simulación; y ella no lo oculta. El cliente, por otra parte, lo sabe. Sabe que no puede comprar unos sentimientos y una complicidad verdaderos. Le compra la simulación. Y lo que finalmente desea es que esta simulación sea más real que natural, que le haga vivir imaginaria mente una relación venal como si fuera una relación verdadera.
El tecnicismo se reintroduce, pues, en la relación venal bajo una forma distinta y mediante un cauce distinto: el dominio, por la prostituta, del arte del simulacro. Los actos que ella propone están disociados de la intención que significan: tienen por función dar la ilusión de una intención o una implicación que no existen. Son gestos. Esos gestos son producidos con una técnica bien dominada. Simulan un don de sí. Los procedimientos técnicos de la simulación permiten, pues, a la prostituta no implicarse en una relación que significa la implicación total: se ausenta efectivamente de esa relación, deja de habitar su cuerpo, sus gestos, sus palabras en el momento de ofrecerlos. Ofrece su cuerpo como si éste no fuera ella misma, como un instrumento del que estaría separada.
Persuade al cliente de que ella se vende y a su vez se persuade a sí misma de que no es ella lo que ella vende. En la proposición «yo me vendo» el «yo» se presenta de manera distinta que el «me» (?).
Ahora bien, a diferencia de todos los otros servidores que simulan profesionalmente la solicitud diligente, el buen humor, la sinceridad, la simpatía, etc., la prostituta no puede reducir su prestación a esa comedia ritual de gestos y fórmulas que son el servilismo comercial, la amabilidad comercial, el desvelo comercial. Ella no ofrece de sí misma solamente los gestos y las palabras que sabe producir sin implicarse en ellos, sino eso mismo que ella es sin simulación posible: su cuerpo, es decir, eso en lo que el sujeto es dado a sí mismo y que, sin disociación posible, constituye el terreno de todas sus experiencias vividas. Es imposible entregar el propio cuerpo sin entregarse, dejarlo utilizar sin ser humillado.
El «servicio sexual» únicamente podría llegar a ser un servicio comercial como cualquier otro si pudiera ser reducido a una secuencia de actos tecnificados y estandarizados que cualquiera pudiera producir sobre cualquier otro según un procedimiento predeterminado, sin tener que entregarse carnalmente. Solamente en este caso podría «el sexo» convertirse en el «trabajo» racionalizado mediante el cual alguien produce un orgasmo en algún otro, según una técnica codificable, comparable a un «acto» médico, sin que en ello exista don de sí (real o simulado) ni intimidad.
Esto es casi lo que una militante feminista avanzada proponía en un largo texto publicado en Alemania en el verano de 1987. Según ella, el SIDA tendría la ventaja de valorar los orgasmos conseguidos por unos medios distintos del coito, lo que justificaría que la mujer rechazara al «hombre coital» y fundara la relación sexual en la práctica, mucho más racional e higiénica, de la masturbación, cuyas sutilezas técnicas habrían sido injustamente descuidadas hasta ahora.
La masturbación mecánica sobre máquinas de copular aparece como el desarrollo lógico de esta tecnificación. Permitiría la racionalización del «sexo» mediante la completa abolición de la esfera íntima. Los individuos dejarían de tener que pertenecerse mutuamente: el hombre mecanizado se reflejaría en la máquina humanizada; el orgasmo podría ser comprado y vendido en la esfera pública con el mismo título que los espectáculos hard y /ive.
Del análisis que precede se desprenden dos temas:
1. Hay actos que yo no puedo producir a voluntad ni por encargo y de los que no puedo hacerme pagar otra cosa que el simulacro. Son actos relacionales necesariamente privados por los cuales una persona participa afectivamente en lo que experimenta otra persona y le hace así existir como sujeto absolutamente singular; comprensión, simpatía, afecto, ternura, etc. Estas relaciones son, por esencia, privadas y, además, refractarias a toda medida de rendimiento.
2. Hay una dimensión inalienable de mi existencia cuyo disfrute no puedo vender a otros sin además darme y cuya venta devalúa el don sin dispensarme de éste. En esto se encuentra la paradoja esencial de la prostitución, es decir, de toda forma de venta y alquiler de sí mismo. Ahora bien, la prostitución no se limita evidentemente al «servicio sexual». Hay prostitución cada vez que dejo que cualquiera me compre, para disponer a su capricho, de lo que yo soy sin poder producirlo en virtud de una capacidad técnica: por ejemplo, la fama y el talento del escritor venal; o el vientre de la madre portadora
***André Gorz (1923-2007), de nombre Gerard Horst y que también firmó como Michel Bosquet, nació en Viena en una familia judía. El antisemitismo llevó a su familia al destierro por diferentes países europeos. Su padre se convirtió al catolicismo y envió a Gerard a una institución religiosa, en Suiza, en Lausanne, donde estudió ingeniería química. Tras la Segunda Guerra Mundial se instala en París donde comienza a escribir y publicar sobre Economía en «Express», «Le Temps Modernes» y otros medios. Gorz fue cofundador con Jean Daniel de «Le Nouvel Observateur», el semanario de la izquierda socialdemócrata francesa. Fue uno de los divulgadores de los intelectuales germanos de los años 50 y 60: la Escuela de Fráncfort, Marcuse, Adorno, Horkheimer y Habermas. En sus textos desarrolla la teoría de la ecología política, convirtiéndose en líder intelectual de varias generaciones de insumisos libertarios, enfrentados al autoritarismo. Tras la publicación de Historia de amor (carta a su mujer Dorine, con quien llevaba 60 años) se suicidan en el verano de 2007.
texto de André Gorz*** - año 1991 (incluido en el libro "Metamorfosis del Trabajo")
La persona prostituida se compromete a proporcionar un placer determinado durante un tiempo determinado. El servicio vendido no puede ser obtenido por el cliente en tan poco tiempo, en calidad y cantidad iguales, de una pareja no remunerada. Hay, pues, creación de valor de uso. Pero existe una contradicción evidente entre la venta de este servicio y su naturaleza. En el intercambio mercantil, comprador y vendedor entran en una relación contractual por un tiempo determinado; serán libres el uno respecto al otro después del pago; la oferta del vendedor determina al comprador como individuo anónimo, intercambiable con cualquier otro: la solvencia es la condición necesaria y suficiente para ser servido. Ahora bien, en este caso, al presentarse como un comprador cuya solvencia basta para fundar el Derecho, el cliente demanda y obtiene de la prostituta que le procure un servicio que quiere definir él mismo, por la sola y única razón de que lo desea.
El intercambio mercantil se hace, ciertamente, a un precio convenido, pero este precio es fijado «al gusto del cliente», como, por otra parte, la naturaleza del propio servicio. La transacción comercial se desarrolla, pues, enteramente en la esfera privada y tiene por objeto una prestación adaptada a una demanda hecha a título privado.
Nos encontramos aquí la relación servil en toda su pureza: el «trabajo» del uno ES el placer del otro. No hay otro objeto que ese placer. El placer del cliente es el consumo de un trabajo hecho sobre su persona privada. Este consumo es inmediato y directo, no pasa por la mediación de ningún producto. A esta inmediatez se debe que el placer procurado por el trabajo servil difiera del placer que el jefe de cocina procura a los consumidores de su «plato sublime».
Pero hay más. Ese placer es deseado por el cliente sin razón. Esta es una primera diferencia entre el «trabajo» de la prostituta y el de la kinesiterapeuta, por ejemplo. Esta última también se pone al servicio del bienestar físico de sus clientes, pero éstos deben motivar su demanda; la razón de ésta será objeto de un diagnóstico, después del cual la terapeuta aplicará, en virtud de su juicio soberano, unos cuidados que, aunque personalizados, ponen en práctica una técnica bien definida según un procedimiento predeterminado.
Si bien está, pues, al servicio del bienestar físico del cliente, el, o la, masajista no es el instrumento del placer de aquél. Está, por el contrario, en posición dominante: decide sobre la naturaleza de las operaciones y no se entrega al cliente más que dentro de los límites de un procedimiento codificado del que siempre es dueño de cabo a rabo. El tecnicismo del procedimiento funciona como una barrera infranqueable; impide la implicación personal del terapeuta de llegar hasta una complicidad o intimidad completas.
La situación es exactamente inversa en el «trabajo» de la prostituta: su habilidad técnica debe ser puesta en práctica de la forma deseada (sin razón) por el cliente. Lo que este último quiere comprar es la implicación completa de la prostituta en los actos que él demanda: debe plegarse a sus exigencias poniendo en el/o de lo suyo y no de manera rutinaria. Debe ser una libertad-sujeto, pero una libertad que no puede hacer otra cosa que convertirse en el diligente instrumento de la voluntad del otro. Con otras palabras, debe ser ese ser contradictorio, imposible, fantasmal que es la «bella esclava» (la que, en los Cuentos de las mil y una noches, el joven príncipe recibe como regalo, sentada desnuda sobre un caballo blanco); la esclava que, con toda su inteligente sensibilidad, realiza libremente los deseos del amo y no es libre más que para esto; la esclava que, en la realidad, no es nunca más que una persona que juega a ser el ser fantasmal que obsesiona el espíritu de su amo.
«Tú pagas y harás de mí lo que quieras.» En esta sola frase todo está dicho: la prostituta se erige en sujeto soberano para exigir el pago y, tan pronto es satisfecha esta exigencia, se abolirá como soberanía para metamorfosearse en el instrumento del pagador. Se erige, pues, en libre sujeto que va a jugar a ser esclava. Su prestación va a ser una simulación; y ella no lo oculta. El cliente, por otra parte, lo sabe. Sabe que no puede comprar unos sentimientos y una complicidad verdaderos. Le compra la simulación. Y lo que finalmente desea es que esta simulación sea más real que natural, que le haga vivir imaginaria mente una relación venal como si fuera una relación verdadera.
El tecnicismo se reintroduce, pues, en la relación venal bajo una forma distinta y mediante un cauce distinto: el dominio, por la prostituta, del arte del simulacro. Los actos que ella propone están disociados de la intención que significan: tienen por función dar la ilusión de una intención o una implicación que no existen. Son gestos. Esos gestos son producidos con una técnica bien dominada. Simulan un don de sí. Los procedimientos técnicos de la simulación permiten, pues, a la prostituta no implicarse en una relación que significa la implicación total: se ausenta efectivamente de esa relación, deja de habitar su cuerpo, sus gestos, sus palabras en el momento de ofrecerlos. Ofrece su cuerpo como si éste no fuera ella misma, como un instrumento del que estaría separada.
Persuade al cliente de que ella se vende y a su vez se persuade a sí misma de que no es ella lo que ella vende. En la proposición «yo me vendo» el «yo» se presenta de manera distinta que el «me» (?).
Ahora bien, a diferencia de todos los otros servidores que simulan profesionalmente la solicitud diligente, el buen humor, la sinceridad, la simpatía, etc., la prostituta no puede reducir su prestación a esa comedia ritual de gestos y fórmulas que son el servilismo comercial, la amabilidad comercial, el desvelo comercial. Ella no ofrece de sí misma solamente los gestos y las palabras que sabe producir sin implicarse en ellos, sino eso mismo que ella es sin simulación posible: su cuerpo, es decir, eso en lo que el sujeto es dado a sí mismo y que, sin disociación posible, constituye el terreno de todas sus experiencias vividas. Es imposible entregar el propio cuerpo sin entregarse, dejarlo utilizar sin ser humillado.
El «servicio sexual» únicamente podría llegar a ser un servicio comercial como cualquier otro si pudiera ser reducido a una secuencia de actos tecnificados y estandarizados que cualquiera pudiera producir sobre cualquier otro según un procedimiento predeterminado, sin tener que entregarse carnalmente. Solamente en este caso podría «el sexo» convertirse en el «trabajo» racionalizado mediante el cual alguien produce un orgasmo en algún otro, según una técnica codificable, comparable a un «acto» médico, sin que en ello exista don de sí (real o simulado) ni intimidad.
Esto es casi lo que una militante feminista avanzada proponía en un largo texto publicado en Alemania en el verano de 1987. Según ella, el SIDA tendría la ventaja de valorar los orgasmos conseguidos por unos medios distintos del coito, lo que justificaría que la mujer rechazara al «hombre coital» y fundara la relación sexual en la práctica, mucho más racional e higiénica, de la masturbación, cuyas sutilezas técnicas habrían sido injustamente descuidadas hasta ahora.
La masturbación mecánica sobre máquinas de copular aparece como el desarrollo lógico de esta tecnificación. Permitiría la racionalización del «sexo» mediante la completa abolición de la esfera íntima. Los individuos dejarían de tener que pertenecerse mutuamente: el hombre mecanizado se reflejaría en la máquina humanizada; el orgasmo podría ser comprado y vendido en la esfera pública con el mismo título que los espectáculos hard y /ive.
Del análisis que precede se desprenden dos temas:
1. Hay actos que yo no puedo producir a voluntad ni por encargo y de los que no puedo hacerme pagar otra cosa que el simulacro. Son actos relacionales necesariamente privados por los cuales una persona participa afectivamente en lo que experimenta otra persona y le hace así existir como sujeto absolutamente singular; comprensión, simpatía, afecto, ternura, etc. Estas relaciones son, por esencia, privadas y, además, refractarias a toda medida de rendimiento.
2. Hay una dimensión inalienable de mi existencia cuyo disfrute no puedo vender a otros sin además darme y cuya venta devalúa el don sin dispensarme de éste. En esto se encuentra la paradoja esencial de la prostitución, es decir, de toda forma de venta y alquiler de sí mismo. Ahora bien, la prostitución no se limita evidentemente al «servicio sexual». Hay prostitución cada vez que dejo que cualquiera me compre, para disponer a su capricho, de lo que yo soy sin poder producirlo en virtud de una capacidad técnica: por ejemplo, la fama y el talento del escritor venal; o el vientre de la madre portadora
***André Gorz (1923-2007), de nombre Gerard Horst y que también firmó como Michel Bosquet, nació en Viena en una familia judía. El antisemitismo llevó a su familia al destierro por diferentes países europeos. Su padre se convirtió al catolicismo y envió a Gerard a una institución religiosa, en Suiza, en Lausanne, donde estudió ingeniería química. Tras la Segunda Guerra Mundial se instala en París donde comienza a escribir y publicar sobre Economía en «Express», «Le Temps Modernes» y otros medios. Gorz fue cofundador con Jean Daniel de «Le Nouvel Observateur», el semanario de la izquierda socialdemócrata francesa. Fue uno de los divulgadores de los intelectuales germanos de los años 50 y 60: la Escuela de Fráncfort, Marcuse, Adorno, Horkheimer y Habermas. En sus textos desarrolla la teoría de la ecología política, convirtiéndose en líder intelectual de varias generaciones de insumisos libertarios, enfrentados al autoritarismo. Tras la publicación de Historia de amor (carta a su mujer Dorine, con quien llevaba 60 años) se suicidan en el verano de 2007.
Última edición por pedrocasca el Jue Jun 07, 2012 10:02 pm, editado 1 vez