Una introducción a El capital
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--mensaje nº 1--
Prólogo a "Karl Marx, El capital: antología" (César Rendueles)
Tomado de la web Nodo50, en donde se ha publicado en dos partes – febrero de 2012
(Nodo50 agradece la idea y el envío del material al Grupo de Lectura de "El capital" de Malasaña, aquí reflejamos la transcripción que han hecho del prólogo de la edición de Alianza Editorial)
Se puede leer y copiar desde los enlaces:Tomado de la web Nodo50, en donde se ha publicado en dos partes – febrero de 2012
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"Ningún autor en la historia de las ideas ha tenido una influencia política tan explosiva e inmediata como Karl Marx (1818-1883). La onda expansiva de su legado intelectual sólo puede compararse al efecto de los textos de las grandes religiones monoteístas. La recepción de sus ideas es un componente esencial de la gran falla ideológica que configuró la geología política de los siglos XIX y XX, un período de cambios sociales y culturales de proporciones neolíticas. [...]"
El nombre de Marx ha sido invocado asidua e inflamadamente, por sus partidarios lo mismo que por sus detractores, en los procesos de conquista de derechos sociales que hoy consideramos irrenunciables, pero también como justificación del despliegue de armamento nuclear suficiente para volar el planeta en mil pedazos; en las experiencias artísticas más arriesgadas y sublimes, pero también como enemigo a batir por toda clase de oscuros proyectos reaccionarios.
Paradójicamente los especialistas se muestran casi unánimes –y el campo de los estudios marxistas no es precisamente proclive al consenso–, a la hora de cuestionar cualquier relación entre la obra de Marx y los actos y las doctrinas de buena parte de quienes se declararon sus herederos, por no hablar de las atribuciones de sus críticos. Por supuesto, resulta absurda la idea de que Marx –un pensador riguroso y jaranero, comprometido y bohemio, de erudición enciclopédica y pronunciada sensibilidad artística– guarde la más remota relación con el medioambiente intelectual oficial de lo que se dio en llamar “socialismo real”, una excrecencia cultural freudianamente siniestra desde su nacimiento. Pero incluso en aquellos casos en los que sus tesis se utilizaron como arma política en causas de nobleza incuestionable es muy probable que el entusiasmo y la urgencia hayan podido al rigor. La edición y el estudio de los textos de Marx ha estado tradicionalmente a cargo de activistas y ha sido una empresa ardua, peligrosa o incluso clandestina, que ha tenido más que ver con la militancia política que con la actividad académica al uso. La ideologización de la difusión de las doctrinas marxistas ha contribuido a que la vehemencia y la impaciencia, cuando no el puro dogmatismo, caractericen algunas de sus interpretaciones dominantes. En este contexto, no es raro que disputas menores en torno a asuntos extremadamente técnicos den pie a graves acusaciones cruzadas de reformismo (o radicalismo utopista), sintonía con los intereses dEl capital (o con el estalinismo), economicismo (o voluntarismo) y un largo y exasperante etcétera.
Y, sin embargo, también hay algo justo, tal vez poéticamente justo, en esta recepción tan convulsa. Porque Karl Marx es uno de los fundadores de las ciencias sociales pero, además, es un autor crucial para comprender la modernidad. Ambos aspectos se traban en sus textos inextricablemente. Marx es tan característicamente moderno como la penicilina, la radio, el arte abstracto o el alumbrado de las calles. Su diagnóstico y explicación de la sociedad industrial están profundamente imbricados en una percepción de su época, común a sus contemporáneos, como un momento épico y de aurora, contradictorio y conflictivo pero también esperanzador; un tiempo en cierto sentido atroz, pero con el que, en cualquier caso, había que comprometerse, sobre el que no se podía renunciar a intervenir. Lo característicamente marxista no es tanto ese evolucionismo historicista que la crítica contemporánea ha subrayado ad nauseam, cuanto la idea de que existe un futuro que proyectar, que hy grandes transformaciones que afectan a dimensiones cardinales de la vida social que merece la pena emprender. Marx forma parte de una constelación de sentido fáustica en la que los disparos de la Comuna parisina resuenan en las novelas de Dostoyevski, versos de Leopardi musicados por Stravinski se convierten en himnos sufragistas y grandes murales constructivistas adornan los edificios de acero y cristal de una ciudad jardín. Marx resulta impenetrable desde el melancólico cinismo postmoderno, para el que es al mismo tiempo demasiado optimista y demasiado pesimista. Por un lado, no creía que el ser humano fuera lo suficientemente virtuoso como para que la mera voluntad moral pudiera dar lugar a un mundo justo. La mejora de las condiciones materiales a través de un uso colectivamente inteligente del desarrollo tecnológico es una condición de posibilidad de una igualdad política no heroica, es decir, factible. Por otro lado, confiaba en que no seríamos tan necios como para seguir soportando indefinidamente un uso socialmente subóptimo de la tecnología que nos impide desplegar nuestros mejores potenciales como personas. Creyó que los desheredados tendrían el empeño, del que la burguesía carecía, para aprovechar las oportunidades que nos ofrece la marcha atronadora de la razón científica y política. Es esta mezcla de análisis sociológico, crítica radical, agudeza filosófica y esperanza milenarista la que ha convertido el legado de Marx en protagonista, y no sólo testigo, de su época, sea o no aún la nuestra. Por muy necesaria que resulte su recepción académica forense, con ella también se pierde algo fundamental. Por eso hay algo profundamente verdadero en la imagen de un guerrillero estudiando economía política en medio de la jungla.
El capital recoge enteramente esta tensión del pensamiento marxista. Así, ha dado pie a lecturas tan opuestas que resulta difícil creer que se refieran a la misma obra: tratados de economía matemática exquisitamente formales, vehementes libelos políticos, análisis literarios, ensayos de metafísica… El capital contiene esas perspectivas y otras muchas. Es una gigantomaquia teórica que trata de encontrar núcleos estables de inteligibilidad en el caos del proceso de industrialización, una dinámica histórica acelerada que simultáneamente trastocó de arriba abajo regularidades culturales milenarias y sacó a la luz la densidad y la potencia misma del vínculo social. El capital se enfrenta a una experiencia novedosa y ubicua en el mundo moderno: por primera vez en la historia de la humanidad, de forma generalizada las grandes cuitas colectivas no pertenecen al orden de la necesidad natural –como las sequías, las epidemias o los terremotos–, sino que son consecuencia de una organización social y cultural manifiestamente contingente que admite no sólo la explicación racional sino, sobre todo, la innovación práctica. [...]
El capital: dificultades de interpretación
En cierta ocasión Marx, con envidiable optimismo, describió El capital como un “obús dirigido al estómago de la clase capitalista”. Incluso sus intérpretes más caritativos estarán de acuerdo en que, al menos algunas de sus páginas, apuntan mayormente a la cabeza de sus lectores. El capital es un análisis de las relaciones de producción capitalistas que pretendía servir a la causa de la clase obrera; sin embargo, una lectura cabal de la obra requería conocimientos de los clásicos grecolatinos en sus lenguas originales, historia, economía, filosofía, literatura, política internacional y varios idiomas modrnos. Además, algunos de los ejemplos numéricos de El capital parecen elaborados cuidadosamente con el único propósito de sembrar el desconcierto. En sus momentos más inspirados, Marx es uno de los mejores ensayistas de su tiempo, brillante, ingenioso y conmovedor; en otras ocasiones es oscuro, pomposo y repetitivo. Desde muy joven adoleció de una incapacidad manifiesta para evaluar el tiempo y la dedicación que merecían ciertos temas. La teoría de la historia queda ventilada en pocos párrafos, el ataque a Karl Vogt, un político alemán del que apenas queda recuerdo, le obsesionó casi dos años y mereció cientos de páginas vitriólicas. A veces también El capital se desliza peligrosamente hacia el ajuste de cuentas. La exposición inicial de la teoría del valor, por ejemplo, tiene algo de alarde teórico dirigido a poner de manifiesto la indigencia filosófica de los economistas de la época.
Por si esto fuera poco, ni siquiera está completamente claro qué escritos componen El capital. El proyecto de la obra fue variando mucho a lo largo del tiempo, lo que ha dado pie a un largo y escasamente interesante debate. En su última, aunque no necesariamente definitiva, versión, Marx proyectó El capital en cuatro libros, de los cuales sólo editó y revisó exhaustivamente el primero. Es más que discutible si hubiera aceptado las versiones de los libros II y III en el estado en que Engels decidió que vieran la luz. Las Teorías de la plusvalía, que Kautsky publicó como Libro IV, nunca se incluyen en las ediciones de El capital y sólo sirven para dar una idea de los materiales de trabajo de Marx. Todo ello hace altamente recomendable focalizar la atención en el Libro I de El capital como la exposición más depurada de la teoría marxista.
El capital es, además, una obra hon damente íntima. Refleja el periplo intelectual de toda una vida, una pelea conceptual con un amplio conjunto de disciplinas y una exploración de sus límites. Si El capital se entiende como una obra de economía, de sociología, de teoría política o de historia, no deja de ser una pieza de museo de la época heroica de las ciencias sociales. Lo que le proporciona su potencia paradigmática es el modo en que organiza todas esas perspectivas de un modo no rapsódico, es decir, no como una yuxtaposición de puntos de vista, sino como un recorrido coherente por un programa de investigación simultáneamente articulado y abierto. El carácter inconcluso de la investigación social es sintomático de su carácter sui generis, del modo en que requiere una transformación gnoseológica, un proceso de disolución de las ficciones ideológicas que vedan el acceso al conocimiento, y no sólo una exposición positiva. Marx no se limita a presentar una teoría alternativa a las dominantes, sino que desarrolla sus puntos de vista a través de una crítica dialógica que parte del léxico interno de los saberes hegemónicos para subvertirlos. Así, no tiene nada de trivial el aire kantiano de los títulos de sus obras, que a menudo incluyen la palabra “crítica”. En cierto sentido, El capital es un ejemplo consumado de obra de arte total y permite una gran cantidad de lecturas distintas (aunque no cualquier lectura). Siempre que se privilegia alguno de los hilos que propone no se pierde tanto algún aspecto concreto cuanto la estructura profunda de la obra. No obstante, cabe hacer un puñado de puntualizaciones básicas que pueden ayudar a evitar algunas interpretaciones frecuentes basadas en malentendidos agotadores e infecundos.
Marx no es el autor de ninguna teoría o metodología denominada materialismo dialéctico o, al menos, no la expone en El capital. Es objeto de discusión (y el propio Marx es muy ambiguo al respecto) si alguna clase de lógica no convencional –dialéctica o de cualquier otro tipo– puede enriquecer la lectura de El capital. Lo que es incuestionable es que la obra se puede entender acabadamente sin necesidad de recurrir a esos dispositivos conceptuales idiosincrásicos. Las palabras “dialéctica” y “contradicción” aparecen en ella esporádicamente, pero siempre aluden a un dilema práctico o a alguna clase de conflicto material o ideológico, como cuando un empresario desea al mismo tiempo que sus propios obreros cobren salarios bajos y que los ajenos tengan un alto poder adquisitivo que aumente la demanda de sus productos.
Lo más característico de la epistemología de Marx es, en realidad, poco emocionante, por mucho que algunos especialistas se empeñen en exponerlo con alharacas filosóficas. En primer lugar, Marx utiliza sistemáticamente una distinción entre esencia y fenómeno que es más o menos común a cualquier práctica científica al menos desde el nacimiento de la física moderna. Implica que los elementos estables y, así, cognoscibles de la realidad que la investigación científica revela no son sus aspectos inmediatamente perceptibles, sino regularidades de otro orden que, idealmente, pueden expresarse a través de un instrumental matemático. En segundo lugar, Marx recurre insistentemente a la diferencia entre materia y forma, es decir, a la idea de que las relaciones sociales organizan diferencialmente los contenidos fácticos: el trabajo de un teleoperador y el de un peón de la construcción no tienen materialmente nada que ver, pero su forma social similar –trabajo asalariado no cualificado– los dota de una homogeneidad muy intensa que puede tener repercusiones prácticas importantes, como intereses compartidos o elementos culturales comunes.
Marx sí propuso una teoría materialista de la historia. La versión más fuerte y coherente de esta doctrina es un determinismo tecnológico que afirma que el progreso de las fuerzas productivas y en última instancia de la ciencia útil explica el desarrollo de las relaciones de producción. Esta teoría reaparece ocasionalmente en El capital, pero de forma marginal. Marx nunca sobreestima la capacidad de este marco general como instrumento de investigación y, de hecho, hay otros escritos donde plantea concepciones del cambio histórico literalmente opuestas. Más bien lo utiliza con una finalidad crítica, como reacción contra nuestra tendencia ideológica a exagerar la potencia y libertad del individuo. En ningún caso consideró insignificante el papel histórico de los factores culturales o espirituales, como a veces se mantiene (“en el curso de la producción capitalista se desarrolla una clase trabajadora que por educación, tradición y costumbre reconoce como leyes naturales evidentes las exigencias de ese modo de producción”, escribe en el capítulo 24 del Libro I de El capital). También es completamente rechazable, pues el propio Marx se molestó en aclararlo, la tesis de que El capital postula una concepción metafísica de la historia basada en una sucesión inevitable de modos de producción.
Paradójicamente los especialistas se muestran casi unánimes –y el campo de los estudios marxistas no es precisamente proclive al consenso–, a la hora de cuestionar cualquier relación entre la obra de Marx y los actos y las doctrinas de buena parte de quienes se declararon sus herederos, por no hablar de las atribuciones de sus críticos. Por supuesto, resulta absurda la idea de que Marx –un pensador riguroso y jaranero, comprometido y bohemio, de erudición enciclopédica y pronunciada sensibilidad artística– guarde la más remota relación con el medioambiente intelectual oficial de lo que se dio en llamar “socialismo real”, una excrecencia cultural freudianamente siniestra desde su nacimiento. Pero incluso en aquellos casos en los que sus tesis se utilizaron como arma política en causas de nobleza incuestionable es muy probable que el entusiasmo y la urgencia hayan podido al rigor. La edición y el estudio de los textos de Marx ha estado tradicionalmente a cargo de activistas y ha sido una empresa ardua, peligrosa o incluso clandestina, que ha tenido más que ver con la militancia política que con la actividad académica al uso. La ideologización de la difusión de las doctrinas marxistas ha contribuido a que la vehemencia y la impaciencia, cuando no el puro dogmatismo, caractericen algunas de sus interpretaciones dominantes. En este contexto, no es raro que disputas menores en torno a asuntos extremadamente técnicos den pie a graves acusaciones cruzadas de reformismo (o radicalismo utopista), sintonía con los intereses dEl capital (o con el estalinismo), economicismo (o voluntarismo) y un largo y exasperante etcétera.
Y, sin embargo, también hay algo justo, tal vez poéticamente justo, en esta recepción tan convulsa. Porque Karl Marx es uno de los fundadores de las ciencias sociales pero, además, es un autor crucial para comprender la modernidad. Ambos aspectos se traban en sus textos inextricablemente. Marx es tan característicamente moderno como la penicilina, la radio, el arte abstracto o el alumbrado de las calles. Su diagnóstico y explicación de la sociedad industrial están profundamente imbricados en una percepción de su época, común a sus contemporáneos, como un momento épico y de aurora, contradictorio y conflictivo pero también esperanzador; un tiempo en cierto sentido atroz, pero con el que, en cualquier caso, había que comprometerse, sobre el que no se podía renunciar a intervenir. Lo característicamente marxista no es tanto ese evolucionismo historicista que la crítica contemporánea ha subrayado ad nauseam, cuanto la idea de que existe un futuro que proyectar, que hy grandes transformaciones que afectan a dimensiones cardinales de la vida social que merece la pena emprender. Marx forma parte de una constelación de sentido fáustica en la que los disparos de la Comuna parisina resuenan en las novelas de Dostoyevski, versos de Leopardi musicados por Stravinski se convierten en himnos sufragistas y grandes murales constructivistas adornan los edificios de acero y cristal de una ciudad jardín. Marx resulta impenetrable desde el melancólico cinismo postmoderno, para el que es al mismo tiempo demasiado optimista y demasiado pesimista. Por un lado, no creía que el ser humano fuera lo suficientemente virtuoso como para que la mera voluntad moral pudiera dar lugar a un mundo justo. La mejora de las condiciones materiales a través de un uso colectivamente inteligente del desarrollo tecnológico es una condición de posibilidad de una igualdad política no heroica, es decir, factible. Por otro lado, confiaba en que no seríamos tan necios como para seguir soportando indefinidamente un uso socialmente subóptimo de la tecnología que nos impide desplegar nuestros mejores potenciales como personas. Creyó que los desheredados tendrían el empeño, del que la burguesía carecía, para aprovechar las oportunidades que nos ofrece la marcha atronadora de la razón científica y política. Es esta mezcla de análisis sociológico, crítica radical, agudeza filosófica y esperanza milenarista la que ha convertido el legado de Marx en protagonista, y no sólo testigo, de su época, sea o no aún la nuestra. Por muy necesaria que resulte su recepción académica forense, con ella también se pierde algo fundamental. Por eso hay algo profundamente verdadero en la imagen de un guerrillero estudiando economía política en medio de la jungla.
El capital recoge enteramente esta tensión del pensamiento marxista. Así, ha dado pie a lecturas tan opuestas que resulta difícil creer que se refieran a la misma obra: tratados de economía matemática exquisitamente formales, vehementes libelos políticos, análisis literarios, ensayos de metafísica… El capital contiene esas perspectivas y otras muchas. Es una gigantomaquia teórica que trata de encontrar núcleos estables de inteligibilidad en el caos del proceso de industrialización, una dinámica histórica acelerada que simultáneamente trastocó de arriba abajo regularidades culturales milenarias y sacó a la luz la densidad y la potencia misma del vínculo social. El capital se enfrenta a una experiencia novedosa y ubicua en el mundo moderno: por primera vez en la historia de la humanidad, de forma generalizada las grandes cuitas colectivas no pertenecen al orden de la necesidad natural –como las sequías, las epidemias o los terremotos–, sino que son consecuencia de una organización social y cultural manifiestamente contingente que admite no sólo la explicación racional sino, sobre todo, la innovación práctica. [...]
El capital: dificultades de interpretación
En cierta ocasión Marx, con envidiable optimismo, describió El capital como un “obús dirigido al estómago de la clase capitalista”. Incluso sus intérpretes más caritativos estarán de acuerdo en que, al menos algunas de sus páginas, apuntan mayormente a la cabeza de sus lectores. El capital es un análisis de las relaciones de producción capitalistas que pretendía servir a la causa de la clase obrera; sin embargo, una lectura cabal de la obra requería conocimientos de los clásicos grecolatinos en sus lenguas originales, historia, economía, filosofía, literatura, política internacional y varios idiomas modrnos. Además, algunos de los ejemplos numéricos de El capital parecen elaborados cuidadosamente con el único propósito de sembrar el desconcierto. En sus momentos más inspirados, Marx es uno de los mejores ensayistas de su tiempo, brillante, ingenioso y conmovedor; en otras ocasiones es oscuro, pomposo y repetitivo. Desde muy joven adoleció de una incapacidad manifiesta para evaluar el tiempo y la dedicación que merecían ciertos temas. La teoría de la historia queda ventilada en pocos párrafos, el ataque a Karl Vogt, un político alemán del que apenas queda recuerdo, le obsesionó casi dos años y mereció cientos de páginas vitriólicas. A veces también El capital se desliza peligrosamente hacia el ajuste de cuentas. La exposición inicial de la teoría del valor, por ejemplo, tiene algo de alarde teórico dirigido a poner de manifiesto la indigencia filosófica de los economistas de la época.
Por si esto fuera poco, ni siquiera está completamente claro qué escritos componen El capital. El proyecto de la obra fue variando mucho a lo largo del tiempo, lo que ha dado pie a un largo y escasamente interesante debate. En su última, aunque no necesariamente definitiva, versión, Marx proyectó El capital en cuatro libros, de los cuales sólo editó y revisó exhaustivamente el primero. Es más que discutible si hubiera aceptado las versiones de los libros II y III en el estado en que Engels decidió que vieran la luz. Las Teorías de la plusvalía, que Kautsky publicó como Libro IV, nunca se incluyen en las ediciones de El capital y sólo sirven para dar una idea de los materiales de trabajo de Marx. Todo ello hace altamente recomendable focalizar la atención en el Libro I de El capital como la exposición más depurada de la teoría marxista.
El capital es, además, una obra hon damente íntima. Refleja el periplo intelectual de toda una vida, una pelea conceptual con un amplio conjunto de disciplinas y una exploración de sus límites. Si El capital se entiende como una obra de economía, de sociología, de teoría política o de historia, no deja de ser una pieza de museo de la época heroica de las ciencias sociales. Lo que le proporciona su potencia paradigmática es el modo en que organiza todas esas perspectivas de un modo no rapsódico, es decir, no como una yuxtaposición de puntos de vista, sino como un recorrido coherente por un programa de investigación simultáneamente articulado y abierto. El carácter inconcluso de la investigación social es sintomático de su carácter sui generis, del modo en que requiere una transformación gnoseológica, un proceso de disolución de las ficciones ideológicas que vedan el acceso al conocimiento, y no sólo una exposición positiva. Marx no se limita a presentar una teoría alternativa a las dominantes, sino que desarrolla sus puntos de vista a través de una crítica dialógica que parte del léxico interno de los saberes hegemónicos para subvertirlos. Así, no tiene nada de trivial el aire kantiano de los títulos de sus obras, que a menudo incluyen la palabra “crítica”. En cierto sentido, El capital es un ejemplo consumado de obra de arte total y permite una gran cantidad de lecturas distintas (aunque no cualquier lectura). Siempre que se privilegia alguno de los hilos que propone no se pierde tanto algún aspecto concreto cuanto la estructura profunda de la obra. No obstante, cabe hacer un puñado de puntualizaciones básicas que pueden ayudar a evitar algunas interpretaciones frecuentes basadas en malentendidos agotadores e infecundos.
Marx no es el autor de ninguna teoría o metodología denominada materialismo dialéctico o, al menos, no la expone en El capital. Es objeto de discusión (y el propio Marx es muy ambiguo al respecto) si alguna clase de lógica no convencional –dialéctica o de cualquier otro tipo– puede enriquecer la lectura de El capital. Lo que es incuestionable es que la obra se puede entender acabadamente sin necesidad de recurrir a esos dispositivos conceptuales idiosincrásicos. Las palabras “dialéctica” y “contradicción” aparecen en ella esporádicamente, pero siempre aluden a un dilema práctico o a alguna clase de conflicto material o ideológico, como cuando un empresario desea al mismo tiempo que sus propios obreros cobren salarios bajos y que los ajenos tengan un alto poder adquisitivo que aumente la demanda de sus productos.
Lo más característico de la epistemología de Marx es, en realidad, poco emocionante, por mucho que algunos especialistas se empeñen en exponerlo con alharacas filosóficas. En primer lugar, Marx utiliza sistemáticamente una distinción entre esencia y fenómeno que es más o menos común a cualquier práctica científica al menos desde el nacimiento de la física moderna. Implica que los elementos estables y, así, cognoscibles de la realidad que la investigación científica revela no son sus aspectos inmediatamente perceptibles, sino regularidades de otro orden que, idealmente, pueden expresarse a través de un instrumental matemático. En segundo lugar, Marx recurre insistentemente a la diferencia entre materia y forma, es decir, a la idea de que las relaciones sociales organizan diferencialmente los contenidos fácticos: el trabajo de un teleoperador y el de un peón de la construcción no tienen materialmente nada que ver, pero su forma social similar –trabajo asalariado no cualificado– los dota de una homogeneidad muy intensa que puede tener repercusiones prácticas importantes, como intereses compartidos o elementos culturales comunes.
Marx sí propuso una teoría materialista de la historia. La versión más fuerte y coherente de esta doctrina es un determinismo tecnológico que afirma que el progreso de las fuerzas productivas y en última instancia de la ciencia útil explica el desarrollo de las relaciones de producción. Esta teoría reaparece ocasionalmente en El capital, pero de forma marginal. Marx nunca sobreestima la capacidad de este marco general como instrumento de investigación y, de hecho, hay otros escritos donde plantea concepciones del cambio histórico literalmente opuestas. Más bien lo utiliza con una finalidad crítica, como reacción contra nuestra tendencia ideológica a exagerar la potencia y libertad del individuo. En ningún caso consideró insignificante el papel histórico de los factores culturales o espirituales, como a veces se mantiene (“en el curso de la producción capitalista se desarrolla una clase trabajadora que por educación, tradición y costumbre reconoce como leyes naturales evidentes las exigencias de ese modo de producción”, escribe en el capítulo 24 del Libro I de El capital). También es completamente rechazable, pues el propio Marx se molestó en aclararlo, la tesis de que El capital postula una concepción metafísica de la historia basada en una sucesión inevitable de modos de producción.
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Última edición por pedrocasca el Miér Feb 15, 2012 12:19 pm, editado 1 vez