Hommenaje a los exiliados del Winnipeg y su gran aporte a la construcción de Mi país, Chile. (Cada uno de los reportajes tienen datos distinton aunque pareciera que fueran iguales)
Relatos sobre el winnipeg, paguina homenaje a los 30 años del desmbarco
LOS SOBREVIVIENTES DEL WINNIPEG
En septiembre de 1939 atracó en el puerto de Valparaíso, en Chile, un singular barco.El Winnipeg, repleto de inmigrantes
republicanos españoles que huían de la guerra y de los campos de concentración, había sido una idea del poeta Pablo
Neruda, que vivía en París. La mayoría de los inmigrantes se quedó en Chile y aún cuenta la historia de su salvación.
Una caricia de Neruda. La palabra Winnipeg es alada. La vi volar por primera vez en un atracadero de vapores , cerca de
Burdeos. Era un hermoso barco viejo, con esa dignidad que dan los siete mares a lo largo del tiempo. Lo cierto es que
nunca llevó aquel barco más de setenta u ochenta personas a bordo. Lo demás fue cacao, copra, sacos de café y de
arroz, minerales. Ahora le estaba destinado un cargamento más importante: la esperanza. Una bofetada a Neruda. En su
calidad de cónsul especial en París recibió un telegrama de un gobierno chileno presionado que decía:“Informaciones de
prensa sostienen usted efectúa inmigración masiva española. Ruego desmentir noticia o cancelar viaje de emigrados”.
La ira de don Pablo Neruda tomó dos vertientes. Hacer una gran conferencia de prensa con un barco de fondo repleto de
inmigrantes y suicidarse en el acto o desafiar el escudo patrio, que reza “Por la razón o la fuerza”, y desembarcar con los
nuevos camaradas en Chile “Por la razón o la poesía”. Ni lo uno ni lo otro. Tomó un teléfono que poco servía a mediados
de 1939 y gritó tan fuerte que hasta el propio presidente chileno, Pedro Aguirre Cerda (del Frente Popular que aglutinaba
a radicales, socialistas y comunistas), se tapó los tímpanos y no escuchólas quejas de la derecha criolla contra los futuros
navegantes españoles, que estaban muriéndose en los campos de concentración del sur de Francia o en las arenas del
Sahara. Por suerte tampoco oyó los dardos del embajador chileno de ese entonces en París, Gabriel González Videla,
celoso del protagonismo que empezaba a asumir la larga y narizona figura de don Pablo.
En París ya terminaba el verano y más de 500.000 personas habían traspasado los Pirineos desde enero, en pleno invierno
nevado, justo cuando los últimos bastiones de la resistencia catalana sucumbieron a las bombas nacionalistas, después de
tres largos años de pólvora. Se trató de un lamento de éxodo que traspasó fronteras ante el inminente chispazo de la
segunda guerra mundial que, en definitiva, se prendería unos meses después, y de la poca ayuda del gobierno francés de
Léon Blum con los exiliados ibéricos: un plato de lentejas al día entre alambres de púa.
El poeta chileno estaba enclaustrado en ese entonces en el balneario de Isla Negra –en esa época a varias horas de
Santiago– sacando las primeras puntadas a una de sus obras cumbres, el Canto General, y vivía a sus treinta y tantos años
muy distante del humo de las tertulias y de los vinos tintos que había recitado al lado de Federico García Lorca, Miguel
Hernández y Rafael Alberti, en su paso diplomático por España y Francia unos años antes. Quizá de ahí brotó la
mortificación por no poder salvar a cuanto español con brazalete republicano se le apareciera en el camino. Se trataba
de un despertar político inclinado hacia el rojo profundo del otro lado de Europa y que se mezclaba sin remedio con sus
versos; era su corazón y el apego a las causas proletarias que luego estampó en sus odas y lamentaciones. O pregúntenle
al Canto de amor a Stalingrado.
Así que una vez asumió, en 1938, el nuevo mandatario con tintes progresistas en Santiago, dejó en las bodegas del alma
sus versos de América precolombina y empezó la más noble misión que hizo en la vida. Don Pablo, con la pierna
enyesada y recién operado, se presentó ante Pedro Aguirre Cerda y le contó su loca idea de traer españoles.
–Sí, tráigame millares de ellos –le respondió el hombre de la banda tricolor–. Tenemos trabajo para todos los pescadores;
tráigame vascos, castellanos, extremeños, gente con varios oficios, labriegos y carpinteros.
Sin contratiempos y con un orgullo infantil, don Pablo partió arriba del vapor Campana la segunda semana de abril de
1939, con escalas en Argentina y Río de Janeiro donde pudo hacer las primeras migas para el Servicio de Evacuación de
Refugiados Españoles (Sere) y conseguir algunos billetes para las alforjas de financiamiento de esta empresa de
salvataje. Neruda llegó rozando el mes de mayo a la capital francesa, se instaló con su segunda esposa, Delia del Carril la
hormiguita, en la calle Quai de l’Horloge y compartió techo con su amigo y poeta Rafael Alberti. Presentó sus papeles en
la embajada chilena y se puso manos a la obra en una pequeña oficina en el cuarto piso, sin ascensor y al lado de
los olores de la cocina.
Los problemas empezaron con la aparición de un curioso personaje, Manuel Arellano Marín, que se desempeñó como
secretario privado de la operación y que, gracias a sus dotes de charlatán, recorrió los escondites republicanos en toda
Europa para recaudar unos fondos que nunca llegaron a las manos del poeta. Le sirvieron, sin embargo, para sostener una
estadía de lujo en Hollywood y Nueva York, antes de caer en desgracia sin abandonar jamás el arte del cuento del tío,
como le dicen en Chile a la poca palabra de los estafadores. En la embajada, una vez se echó a correr el murmullo del
barco, desde todos los campos de concentración llegaban solicitudes. Heridos de guerra, familias sin padre y otros
desesperados subían las escaleras de la sede diplomática y sacaban un cupo para América. El grupo trabajaba como
abejas para conseguir la gente adecuada según el mandato presidencial y una nave que aguantara en alta mar a los
miles de refugiados. Lo escribe así: “Eran pescadores, campesinos, obreros, intelectuales, una muestra de la fuerza, del
heroísmo y del trabajo. Mi poesía en su lucha había logrado encontrarles patria. Y me sentí orgulloso”. Viene la primera
ruptura entre el romanticismo y las banderas de la verdad histórica. En una de sus memorias, don Pablo sólo se limita a
contar que cuando vio por primera vez a ese barco de carga francés supo que su sueño terminaría en los puertos chilenos.
Pero detrás de la nobleza de ese navío se escondía un origen canadiense y la fachada de una de las tantas empresas
lucrativas del Partido Comunista francés, la Compagnie France- Navigation, que no tuvo reparos en arrendar su nave para
la causa nerudiana. Y don Pablo lo sabía. “Mucha de la poesía del Winnipeg es mentira. Tiempo después del viaje
descubrí que uno de los tripulantes era fundador del Partido Comunista francés y ahí me enteré de verdad quién había
financiado el barco”, revela el pintor José Balmes, uno de los pocos sobrevivientes de la travesía que queda vivo. Como
sea, los pulmones del viaje se llenaron oficialmente gracias a las monedas del gobierno republicano en el exilio y a unos
extraños seres religiosos los cuáqueros, que se aparecieron en el puerto de embarque y pagaron la mitad de cada pasaje y
visado. Don Pablo sólo se enteró de que eran una especie de secta religiosa inglesa que seguían los credos del predicador
George Fox, pero qué importaba. Estaban haciendo una buena obra.
En el puerto de Pauillac, cerca de los viñedos de Burdeos, reposaba tranquilamente el carguero de mil batallas y 5.031
toneladas. Los días eran azules. Raudamente se acomodaron los seis pisos de las bodegas, se pusieron todas las literas de
madera posibles y se dejó impecable la cubierta para la travesía. Neruda y dos funcionarios franceses se trasladaron al
puerto para finiquitar los trámites en el segundo piso de la gobernación marítima, que un año después sería destruida por
los nazis, donde a cada viajero se le sacaba una foto de registro y se le daba un papel de autorización. Trenes de toda
Francia transportaron a los españoles a la costa. Pero nadie, ni los más intelectuales, sabían algo sobre Chile. La gran
mayoría había escuchado hablar del México de Lázaro Cárdenas que abría sus puertas a más de 10.000 inmigrantes de la
guerra y de Rusia y que apoyaba los ideales republicanos. Pero de Chile, pocazo. Uno que otro recuerda que en una
carretera valenciana había un letrero que decía “Salitre de Chile”. Incluso cuando vieron que don Pablo y señora los
recibían con trajes blancos, de sombrero y sombrilla, pensaron que el país austral era tropical, de bananos, piñas y muy
cerca del Caribe. “Así se vestirán allá”, susurraban. Mientras la calma mecía el vapor, en Chile la atmósfera por el
“problema de los refugiados” adquiría carácter de turbulencia nacional. Desde los micrófonos del Senado y las crónicas
del Diario Ilustrado y El Mercurio aparecían los cuestionamientos más ácidos al gobierno pues detrás de la inmigración de
ex combatientes de guerra, acusaban, se escondía un puñado de ladrones y asesinos.
Don Pablo, sin conocer la trifulca en su país, embarcó a toda prisa ese 4 de agosto de 1939 a poco más de 2.000
refugiados: 1.160 hombres, 540 mujeres y 350 niños. A su lado había cientos que se quedaron mirando el horizonte
oceánico porque los visados no alcanzaron para todos. Uno de ellos se salvó. –¿Usted es trabajador de corcho? –le
preguntó don Pablo. –Sí, señor –dijo el campesino manchego con siete hijos. –Hay una equivocación porque en Chile –
replicó el poeta– no hay alcornoques. –Pues los habrá de ahora en adelante –respondió. –Suba al barco. Usted es de los
hombres que necesito. Esta misma historia continúa 64 años más tarde con los mismos protagonistas en algunas ciudades
de Chile. Y pese a las décadas de distancia con la aventura del Winnipeg, estos pocos sobrevivientes no la pueden
olvidar; la llevan en el corazón. En el alma de un desterrado, por más profundo que sea el amor hacia otra tierra, siempre
estará presente la esperanza de volver a las raíces. Y en el caso de estos veteranos con bastón, Chile se transformó en una
posada sin retorno. Su melancolía del viaje aparece con mayúscula entre los viajeros, que bien contados no superan los
setenta, y emerge de su sangre ibérica un relato fidedigno que seguramente los nietos están aburridos de oír y cantar.
Los encontré con sudor, contaban sus vivencias de navegantes en los treinta días de travesía. Una crónica de viaje
apartada de los cuentos y más cercana a los relatos endulzados por los años. Valparaíso me abrió sus puertas una mañana
de abril. Como siempre, el puerto sonreía desde los cerros. Entré poco a poco entre sus casonas victorianas y pregunté en
voz baja por alguno de estos marineros. “No, mijito, todos ya están muertos”, sentenciaban los porteños. “El último que
quedaba, un artista, falleció hace un mes”. Incluso en el mismo lugar donde el Winnipeg d esembarcó el 3 de septiembre
de 1939, el muelle Prats, nadie sabe de estos menesteres. Ni los viejos lobos marinos. Mal que bien, cada temporada son
cientos los barcos que tiran soga en los atracaderos. Solamente un pequeño monolito color piedra a un costado de la
explanada, que ni los perros callejeros respetan, conmemora los cincuenta años de la gesta del carguero. Nada mas Unas
cuadras más hacia los cerros, en un edificio de escaleras profundas y con el rótulo de consulado honorífico de España,
renació la esperanza. La señora canosa con pinta de actuario de juzgado es hija de uno de los sobrevivientes. “Mi mamá
no quiere habla r de esas cosas, mejor que no”, sentenció. Pero contó que todos los días un viejito se acercaba a los
sillones de las oficinas y relataba sin pelos su llegada a Chile. El viejito se llama Alfredo Disten, un asturiano que peleó en
el frente de batalla y que se embarcó en el Winnipeg a los 20 años, después de pasar por un campo de concentración en
el sur de Francia. Con una malgastada espalda de 85 años, se aparece todas las mañanas en ese oscuro consulado donde
intenta burlarse de la soledad y cuenta, con lágrimas, que se quedó en Valparaíso eternamente y que trabajó como
conductor de buses y taxis. “Yo venía de Gijón, de Asturias, y por eso me quedé en Valparaíso, ya que no puedo vivir
lejos del mar”, enfatiza. La misma suerte corrió el empresario Pablo Baquedano y su familia de origen vasco. Su travesía
comienza cuando su padre, después de combatir en la guerra y quedar mutilado, los buscó por toda Francia. Aunque su
madre pensaba que era viuda después de cruzar los Pirineos con sus hijos, mandaba cartas y mensajes al frente de batalla
con palabras de amor sin saber si llegaban al destinatario. Su familia desnudaba la tristeza porque su hija mayor consiguió
refugio en Rusia y ellos se embarcaban sin papá en la locura de Neruda. “Nos subimos al barco cuando tenía apenas tres
años y mi hermano cuatro. Una vez en cubierta y entre el tumulto de gente vimos a mi padre que nos había seguido los
pasos por Francia, así que nos abrazamos todos muy fuerte”, recuerda. Este vasco hizo su vida chilena campestre en
Quillota, al interior de Viña del Mar, pero luego volvió al cerro Cordillera de Valparaíso. Puso una tienda de abarrotes
llamada Menestras Pepita, en honor de un longevo loro, hasta que se embarcó en la movida empresarial y montó un
restaurante al lado de su hermano Juan, que atiende los famosos Baños Turcos del Parque. Con estos relatos en una
libreta salí de Valparaíso a buscar el rastro de otros sobrevivientes. Fue en Santiago donde se refugió Elías Vila, un
madrileño que estuvo en la cubierta del Winnipeg con tres añitos, y que siguió el ejemplo de su padre como empresario
en suelo austral. “Siempre tuvimos la esperanza de volver a España, que sólo nos quedábamos cuatro o cinco meses y
durante los primeros años la única preocupación era cómo volver. Pero sin darnos cuenta, nos fuimos penetrando en este
país y nos quedamos para siempre”, aclara. Su relación con España no ha terminado, ya que montó una tienda de
importación de productos ibéricos, quesos de Burgos, mariscos gallegos y jamón serrano en el barrio estirado de la capital
y todavía pronuncia, con su voz de ingeniero civil de la IBM, el pronombre “vosotros” en vez de ustedes para contarnos la
calidad técnica de los hombres que desembarcaron. “En Chile casi no se comía pescado y los españoles dedicados a la
pesca pusieron puestos de mariscos en todos lados –recuerda–. Incluso muchos carritos se llamaban Winnipeg”.
Pero sin duda la memoria del pintor José Balmes es la más privilegiada. En pocas horas puede reconstruir el viaje
completo, con nombres, fechas y anécdotas increíbles. Contar, por ejemplo, que su padre era alcalde de un pueblo de
Cataluña y que después de pelear en el frente arrancó con los suyos a tierras francesas a través de los Pirineos junto a la
familia Bru. Recorrió castillos, pueblos franceses y trenes hasta subir las escaleras del arco en Burdeos. Para ese
entonces, José tenía doce años y fue uno de los que ayudaron a pintar un cuadro del presidente de Chile arriba del vapor
antes de llegar a tierra firme. Una vez en la capital chilena, Balmes se dedicó al arte y a los dibujos hasta que en 1973,
la dictadura de Pinochet lo exilió por ser decano de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile en el gobierno
de Salvador Allende. “Llegaron los militares y me encerraron en uno de los cuartos. Todos pensaban que me iban a matar,
pero los oficiales prefirieron las llaves de una camioneta y se fueron felices arriba de ella. Supe en ese momento que era
la hora de irme”. Fue su segundo destierro francés y aprovechó para recorrer con sus pinceles la travesía que había hecho
años antes por todos los pueblos franceses hasta llegar a la costa de Pauillac. Muy cerca de Balmes está la pintora Roser
Bru, que bailaba los 16 años cuando viajó en el Winnipeg. Su padre era diputado en Cataluña e hizo contacto con
Neruda en París. Aunque no le gusta hablar de añoranzas, en sus pinturas siempre está el recuerdo de la guerra civil
española o de la dictadura de Pinochet. “¿Conoces a Kappa?, sus fotos sobre la guerra son uno de mis personajes. Me
llama la atención la expresión del soldado caído en esa España negra junto a los colores de la bandera republicana” dice.
Este puñado de confesiones y muchas otras son los ingredientes principales para hacer de nuevo un recorrido de palabras
por los dos océanos, tal como lo hizo el Winnipeg hasta su destino final, el corazón de Valparaíso. Fue una mañana
tranquila la del 4 de agosto de 1939 cuando enfiló hacia el mar Cantábrico, por arriba de España, el famoso barco de
Neruda. Desde las ventanillas, la proa, la popa y la cubierta los nuevos “chilenos” se despidieron con las manos al aire del
viejo puerto de Burdeos y de los ojos aguados del poeta, de don Pablo. Las mujeres y los niños menores de doce años
quedaron asignados en literas separadas de los hombres, pero tanto orden se desparramaba porque los vascos se juntaban
a toda hora con los vascos, los catalanes cantaban con sus paisanos catalanes y los asturianos se reían a carcajadas en un
coro asturiano. Cada persona recibió una frazada y una colchoneta de paja. Abajo, en las bodegas reacondicionadas, el
ruido del mar hacía una fiesta. En cubierta, las damas enseñaban a los infantes clases de español y francés. El joven José
Balmes dibujaba al cojo del barco, al capitán Gabriel Pupin, a la gran chimenea de humo y a algunos peregrinos en los
botes salvavidas. Todas las mañanas, la tripulación francesa ponía de alarma el canto de la juventud soviética: “el pueblo
que crece y labora...”. Sin embargo, como en todo barco, había distinciones. Los de primera clase gozaban de unas
hamacas de descanso o sillas para el sol hasta que la rabia de un desconocido de tercera categoría las tiró al mar. La
comida no era nada especial, pero los porotos, los garbanzos y las lentejas sabían mucho mejor que en los campos de
concentración. Ya en la ruta del Atlántico desde los pasillos se podía ver la filosa compañía de los tiburones, aunque más
abajo rondaban submarinos nazis o franquistas que sospechaban de las intenciones de la nave. “Como nadie conocía el
destino, les preguntábamos a unos pasajeros chilenos que habían peleado en la guerra sobre su tierra y ellos pusieron una
pizarra donde descubrimos que ese país era largo, que tenía ciudades curiosas y que quedaba en el fin del mundo”,
recuerda Alfredo Dinten. A los españoles les causaba curiosidad y picardía un pequeño pueblo sureño de nombre
Putaendo. Por culpa del hacinamiento, mucha gente dormía en cubierta y en los botes de emergencia. Incluso, para los
más enamorados, se llegó a reglamentar horarios para las citas amorosas dentro de las embarcaciones menores, cubiertas
por una lona, sin que las autoridades supieran. El ruido los delató. A lo mejor, esa pasión fue un incentivo para que
naciera el primer bebé a bordo y le pusieran Agnes América Winnipeg. Y no fue el únicoalumbramiento en el viaje.
La primera parada fue en la isla Guadalupe, posesión francesa en las Antillas. No se pudo bajar nadie a estirar las piernas,
pero los navegantes sintieron por primera vez la humedadde las palmeras mientras el viejo vapor francés cargaba sus
baterías. En pequeños botes llegaban lugareños a vender sus mercancías y desde arriba les tiraban francos. Los ágiles
niños caribeños se lanzaban al mar, sa caban las monedas y mostraban una fila perfecta de dientes de nácar. Ya en el
ocaso, partieron rumbo a Panamá. La idea era cruzar antes del estallido de la guerra, pues tocaba devolverse a Francia si
cerraban las compuertas del paso al océano Pacífico. El 20 de agosto tocaron suelo americano con el mismo calor de las
Antillas. Y tuvieron que esperar unos cuatro o cinco días para cruzar el canal, después de pagar los derechos
correspondientes. Los franquistas que vivían allí hicieron una manifestación contra los viajeros y les gritaban criminales y
comunistas. Pero otros panameños, al contrario expresaron su amabilidad y se acercaban lo más posible al Winnipeg para
lanzar piñas, bananos y mangos en señal de aprecio y afecto. “Miraba por dónde escaparme si no nos dejaban pasar. En
ese momento pasó cerca una embarcación chilena de la que nos gritaban ofensas. Hicimos municiones de papel y se las
tirábamos con el mensaje de cabrones”, recuerda un pasajero. La espera sirvió y finalmente pudieron ver la grandeza del
Pacífico. Un refugiado observó en la proa que el navío dejaba una estela en círculos y fue a hablar con el capitán, quien
pidió calma y discreción. La respuesta la recibió entre los pasillos de las literas, se debía a que el barco presentaba una
avería que se arregló sin el menor ruido. Colombia, Ecuador y Perú fueron un paisaje distante desde la cubierta y sólo
pudieron reposar en tierra firme en Arica, el primer puerto de Chile. “Según su oficio se quedaron los primeros españoles.
Primero bajaron los pescadores y algunos mecánicos”, recuerda otro viajero.
Ya quedaba poco, menos de una semana. Así que el nerviosismo se arropó con la esperanza. Algunos quisieron rendir un
homenaje al presidente Aguirre Cerda, copiaron una pequeña foto y pintaron un gran cuadro que sirvió de bandera patria
de la nave. Llegaron al puerto de Valparaíso la noche del 2 de septiembre de 1939.Las estrellas se encendían en el mar y
se confundían con los destellos de esa desconocida parada. “Parecía Barcelona”, exclamaba alguien. Se asemejaba a las
ciudades mediterráneas, y no era una noche triste, sino larga. Quizá, la más larga de la vida. El capitán pensó que era
mejor llegar de día, ya que estaba el rumor en tierra de que los viajeros venían enfermos. “Mirábamos el puerto, las luces
de los cerros y llorábamos como niños.Se veía hermoso. Las estrellas se prolongaban en los cerros y llegaban hasta el mar
en varias filas amarillas. Esa noche nadie durmió”, recuerda uno de los navegantes. Con los primeros destellos de luz de
ese domingo primaveral el barco ingresó a la bahía y tiraron las escaleras. Una multitud los esperaba, con palco de honor
y música de fondo. Por supuesto que estaban las autoridades, amigos y simpatizantes del Partido Comunista y Radical. Un
grupo de enfermeros del Ministerio de Sanidad los esperaba para vacunarlos antes de repartirlos entre la s olidaridad
porteña y santiaguina. Lo curioso es que la persona que lideró la vacunación de los refugiados, el ministro de Sanidad,
años después cambiaría el rumbo de la historia chilena. Era Salvador Allende. De apoco fueron bajando los
sobrevivientes en el sitio A del espigón. El primero en pisar el suelo gritó:“¡Viva Chile! Venimos a trabajar y a honrar a este
país”. Después del almuerzo, dos trenes esperaban a 1.200 refugiados para llevarlos a Santiago. Los demás se quedarían
cerca del mar. Y de ahí, cada uno tiene una historia propia que contar en un país diferente a su España natal. Cada uno
enfiló para su lado y sin problemas en un territorio donde faltaban trabajadores, técnicos y empresarios pero todos llevarán
presente hasta la tumba ese viaje que partió en el corazón de un poeta y se hizo realidad gracias a la generosidad de un
pueblo. Formará parte del mito de esta aventura dónde está ahora el Winnipeg. Unos pocos dicen que fue hundido en las
costas americanas, pero otros sostienen con mayor credibilidad que los submarinos nazis lo mandaron al fondo del mar en
el Mediterráneo español, muy cerca de las islas Azores. Dondequiera que esté, mis respetos y saludos.CHILE
Fernando Cárdenas
2003. CSC.1.178
LOS SOBREVIVIENTES DEL WINNIPEG
Relatos sobre el winnipeg, paguina homenaje a los 30 años del desmbarco