Miguel Gila: "Nos fusilaron mal"
texto de Florentino Areneros - enero de 2013
El humorista Miguel Gila sería "fusilado" en diciembre de 1938 tras haber sido hecho prisionero por un destacamento de tropas moras del ejército del general Franco. Milagrosamente conseguiría sobrevivir.
Durante la Guerra Civil, y una vez finalizada esta, serían decenas de miles las personas que acabarían sus días frente a un pelotón de fusilamiento. La irracionalidad desatada tras el golpe militar de julio de 1936 se cobraría un elevado tributo de sangre en ambos lados, en la gran mayoría de los casos las víctimas serían personas anónimas, cuyo único delito era pensar de manera diferente, o simplemente ser acusados de ello por sus verdugos.
Las cifras exactas de aquella tremenda tragedia no se conocerán nunca, y mucho menos los nombres de todos ellos, no olvidemos que pese al tiempo pasado, incomprensiblemente todavía quedan decenas de miles de personas enterradas en cunetas y en fosas comunes, algo muy difícil de justificar y que, pese a que son muchos los que prefieren mirar para otro lado, debería invitar a una reflexión colectiva. Sin embargo, pese a la dimensión de aquella tragedia, hubo casos excepcionales donde de manera casi milagrosa algunos de los condenados lograron salvar sus vidas tras ser fusilados. Hoy les traemos a estas páginas de Sol y Moscas la apasionante historia de dos de aquellas personas que tuvieron la fortuna de poder contarlo, una es el genial humorista Miguel Gila, y la otra responde al nombre de José Lorente Guerrero, un miliciano capturado en la sierra madrileña en los primeros días de la guerra.
Miguel Gila nació en el barrio madrileño de Chamberí en 1919, su juventud quizá no fuera muy diferente a la de tantos otros jóvenes de la época. Abandonó los estudios para ponerse a trabajar de aprendiz en un taller mecánico cuando solo contaba 13 años, y con el tiempo se convertiría en un mecánico especializado.
Sería en los talleres y en las fábricas donde Miguel Gila adquiriría conciencia de clase y forjaría su compromiso ideológico. Miguel Gila estaba afiliado a las JSU (Juventudes Socialistas Unificadas) y al producirse el golpe militar de julio al igual que muchos jóvenes madrileños se alistaría en el Quinto Regimiento, aunque tuvo que mentir con su edad ya que en aquel momento solamente tenía diecisiete años. Tras un corto periodo de instrucción Gila pasaría a formar parte del “Regimiento Pasionaria” y pasaría por diferentes frentes: Sigüenza, Navalcarnero, Talavera, Buitrago, Aravaca, Cuesta de las Perdices, Guadalajara, El Pardo... Así una larga lista de lugares por toda España y de intensas vivencias hasta llegar al mes de diciembre de 1938 en el frente de Extremadura, donde Miguel Gila sería capturado y “fusilado”.
De toda su intensa trayectoria durante la guerra Gila nos dejó testimonio en su libro biográfico “Entonces nací yo”, un libro lleno de matices, irónico y humorístico a veces, y otras, de una intensidad y un dramatismo que ponen en el lector un nudo en la garganta. Nadie mejor que el propio Miguel Gila para narrarnos en primera persona como fue aquel episodio en el que acabaría siendo “fusilado”. A continuación reproducimos algunos párrafos del libro “Entonces nací yo” donde se recogen aquellos trágicos momentos.
«Las informaciones no eran muy claras, pero precisamente por ello, nuestra lucha en Extremadura era también confusa y desordenada. La lluvia y el barro obstaculizaban cualquier estrategia que organizara los combates. Acosados por la artillería y sin armamento que nos diera fuerza para resistir, iniciamos una retirada hacia Pozoblanco donde habíamos tenido nuestro cuartel general. No teníamos munición para los cañones antiaéreos. Los camiones pinchaban y no nos quedaban ruedas de recambio, por lo que se hacía necesario llevarlos cargados y con el único recurso de sustituir las ruedas pinchadas con las ruedas gemelas. Los camiones, con tan sólo dos ruedas traseras, eran incapaces de soportar todo el peso. Con grandes apuros llegamos a El Viso de los Pedroches. Ahí una de las dos ruedas traseras reventó y el camión dijo: "No va más", y se paró, apoyándose en su cojera. Intentamos inútilmente que alguno de los camiones que venían en la caravana nos prestara una rueda, pero ninguno de los camiones tenía rueda de repuesto. Abandonamos el camión y comenzamos a caminar en dirección al pueblo, la lluvia menuda, pero constante, calaba los huesos. Cuando nos dimos cuenta, los moros de la 13ª División de Yagüe nos habían cercado y nos hacían prisioneros. Para mí, la guerra había terminado, pero me faltaba pagar el precio de la derrota.
Miguel Gila solo contaba 17 años cuando se alistó y tuvo que mentir con su edad. Aunque el quiso pertenecer al 5º Regimiento para combatir junto a Lister, finalmente acabaría encuadrado en el Regimiento Pasionaria. (Haga clic sobre la imagen para verla ampliada).
Los moros nos quitaron las cazadoras o los tabardos, la manta y las botas, luego nos ordenaron sentarnos en el suelo, bajo la lluvia. Una mujer, que tendría unos treinta años, salió de una casa gritando vivas a Franco, los moros llegaron hasta ella, la metieron en la casa y sus vivas a Franco se convirtieron en gritos desgarradores. Instantes después, los moros salían satisfechos, habían violado a la mujer y llevaban en las manos gallinas, botellas de vino y algunos objetos robados con el "ábrete Sésamo" de los vencedores de batallas. Dicen, o decían, nunca supe si esto era cierto o no, que los mandos de la división del general Yagüe, cuando sus tropas tomaban un pueblo les daban veinte minutos para apropiarse del botín que encontrasen en el lugar conquistado. Ni lo puedo asegurar ni lo puedo desmentir, me limito a contar lo que oí decir. Lo de la violación lo puedo afirmar porque los moros nos ordenaron que nos levantásemos y nos encerraron en la misma casa de aquella mujer que había gritado los vivas a Franco y que, aterrorizada y con sus ropas desgarradas, lloraba sentada sobre la cama en que los moros habían abusado de ella. En el corral de la casa había un pozo, pero el agua estaba estancada y verdosa. Con tres cantimploras en la mano, me acerqué al moro que vigilaba la entrada y le rogué que me dejara salir a buscar agua. El moro sin decir ni una palabra me golpeó con la culata de su fusil en una cadera. Fue un golpe dado con saña, que me produjo un dolor tremendo. Desistí de mi petición y volví de nuevo al corral de la casa. A los pocos instantes de haber recibido el golpe en el costado me brotó un hematoma de un color morado. Recordé la gangrena que había causado la muerte de mi padre por un golpe en el mismo lugar donde el moro me había golpeado y pensé que, tal vez, mi muerte iba a ser igual a la suya. Pensaba si el destino no me habría buscado la misma forma y la misma edad para morir. No le tenía miedo a la muerte. Estaba tan agotado, tan devorado por los piojos, por el hambre, el frío, el cansancio y la sed, que morir podía ser una liberación.
Como la sed iba en aumento no tuvimos otra opción que beber agua del pozo, nos quitamos los cinturones, los unimos uno con otro y conseguimos que la cantimplora llegara hasta el fondo. Bebimos el agua y a los pocos minutos nos retorcíamos de dolores en el estómago. El dolor nos duró tan sólo un par de horas. Cuando estaba por anochecer, los moros nos sacaron de la casa y nos empujaron hasta un descampado a las afueras del pueblo. Ya nos habían despojado de la ropa de abrigo.»
Nos fusilaron mal
«Nos fusilaron al anochecer, nos fusilaron mal.
El piquete de ejecución lo componían un grupo de moros con el estómago lleno de vino, la boca llena de gritos de júbilo y carcajadas, las manos apretando el cuello de las gallinas robadas con el ya mencionado "ábrete Sésamo" de los vencedores de batallas. El frío y la lluvia calaba los huesos. Y allí mismo, delante de un pequeño terraplén y sin la formalidad de un fusilamiento, sin esa voz de mando que grita: "¡Apunten! ¡Fuego!", apretaron el gatillo de sus fusiles y caímos unos sobre otros. Catorce saltos grotescos en aquel frío atardecer del mes de diciembre. Las gallinas tuvieron poco tiempo para respirar, el que emplearon los del piquete de ejecución en apretar sus gatillos. Y sobre la tierra empapada por la lluvia nuestros cuerpos agotados de luchar día a día.
Catorce madres esperando el regreso de catorce hijos. No hubo tiro de gracia. Por mi cara corría la sangre de aquellos hombres jóvenes, ya con el miedo y el cansancio absorbidos por la muerte. Por las manos de los moros corría la sangre de las gallinas que acababan de degollar. Hasta mis oídos llegaban las carcajadas de los verdugos mezcladas con el gemido apagado de uno de los hombres abatidos. Ellos, los verdugos, bañaban su garganta con vino, la mía estaba seca por el terror. No puedo calcular el tiempo que permanecí inmóvil. Los moros, después de asar y comerse las gallinas, se fueron. Estaba amaneciendo.
La muerte en las guerras tiene mucho trabajo. La muerte en las guerras nunca tiene prisa. Se lleva a unos y deja a otros para más adelante. Me dejó a mí y dejó al cabo Villegas. De mí no se llevó nada, del cabo Villegas se llevó una pierna, la izquierda. Sangraba abundantemente, me arranqué una manga de la camisa y le hice con ella un torniquete a la altura del muslo.
Me fue difícil cruzar el río, sucio y revuelto por las lluvias. Lo crucé con mi carga al hombro. El cabo Villegas no pesaba mucho y yo, con mis veinte años, era un muchacho fuerte, pero el terror del fusilamiento había aflojado mis piernas. Al otro lado del río quedaba un paisaje gris de llovizna, con sabor amargo de guerra y doce hombres jóvenes con la vida quebrada en el sueño de alcanzar el final de esa guerra, no importa si como vencedores o vencidos.
El llanto por aquellos hombres jóvenes brotaría más tarde, cuando la espera de doce madres se hiciera dolor por la noticia. La muerte de las gallinas sólo se haría maldición en la boca de algún campesino.
Conseguí llegar con el cabo Villegas sobre mis hombros hasta Hinojosa del Duque, ya en poder de los nacionales, fui hasta la parroquia y se lo entregué al cura. Pensé en huir hacia Portugal cruzando sierra Trapera, pero sabía que si alguien del ejército rojo entraba en tierras portuguesas, era entregado a las tropas de Franco. Así las cosas, tomé la determinación de buscar dentro de aquel desbarajuste algún vestigio de gente con vida. Llegué a Villanueva del Duque, vi una hoguera en el interior de una casa y entré. El miedo se había quedado atrás, en el lugar del fusilamiento. Entré sin importarme quiénes eran los que estaban alrededor del fuego, si rojos o nacionales, el hambre y el frío me habían dado el valor o me habían eliminado la cobardía, lo mismo da.
Mi entrada y mi aspecto asombró a los que estaban alrededor del fuego. Ninguno echó mano a su fusil, mi cara demacrada y mis pies, que aunque me los había envuelto con trapos me sangraban, los desconcertó. Les dije que pertenecía al ejército rojo y que formaba parte de una columna de prisioneros que venía hacia el pueblo. Ellos, los de la hoguera, eran legionarios y odiaban a los moros. Uno de los legionarios al oírme hablar me preguntó si yo era de Madrid, le dije que sí, él también, y estuvimos charlando unos instantes. Me dejaron que secara mi ropa y mis pies, me dieron agua, una lata de carne, otra de sardinas, pan, tabaco, algunos tomates, una manta y unas alpargatas, después me dijeron que me fuese, para que si llegaba alguno de sus mandos no se vieran comprometidos. Así lo hice. Me senté a las afueras del pueblo y esperé la llegada de la columna de prisioneros en la que iban algunos de mis compañeros. Cuando llegaron donde estaba yo se llevaron una gran alegría al verme vivo. Me uní a ellos. En dos columnas, en fila, una a cada lado de la carretera caminábamos bajo la lluvia, vigilados por los moros desde sus caballos. Muchos de los prisioneros cargaban a sus espaldas sacos llenos de vainas vacías de los Mauser y si alguno, por debilidad, caía al suelo, los moros le disparaban y allí, en la cuneta de la carretera, amortajado por la lluvia, terminaba su sufrimiento.»
..........
La dramática historia de Miguel Gila continuaría una vez finalizada la guerra, con su paso por un campo de prisioneros, donde padecería nuevos sufrimientos y humillaciones, así como por diferentes cárceles, y posteriormente al tener que volver a hacer la mili durante otros cuatro años. Pese a todo ello Miguel Gila conseguiría salir adelante y rehacer su vida. Con el tiempo acabaría convirtiéndose en uno de los más grandes humoristas, por no decir el más grande, que ha tenido España. Tal vez para olvidar y superar aquel tremendo drama que le tocó vivir, Miguel Gila decidiera reírse de todo aquel sin sentido, de toda aquella locura y sinrazón, y de esa forma nacería su ya legendario humor.
texto de Florentino Areneros - enero de 2013
El humorista Miguel Gila sería "fusilado" en diciembre de 1938 tras haber sido hecho prisionero por un destacamento de tropas moras del ejército del general Franco. Milagrosamente conseguiría sobrevivir.
Durante la Guerra Civil, y una vez finalizada esta, serían decenas de miles las personas que acabarían sus días frente a un pelotón de fusilamiento. La irracionalidad desatada tras el golpe militar de julio de 1936 se cobraría un elevado tributo de sangre en ambos lados, en la gran mayoría de los casos las víctimas serían personas anónimas, cuyo único delito era pensar de manera diferente, o simplemente ser acusados de ello por sus verdugos.
Las cifras exactas de aquella tremenda tragedia no se conocerán nunca, y mucho menos los nombres de todos ellos, no olvidemos que pese al tiempo pasado, incomprensiblemente todavía quedan decenas de miles de personas enterradas en cunetas y en fosas comunes, algo muy difícil de justificar y que, pese a que son muchos los que prefieren mirar para otro lado, debería invitar a una reflexión colectiva. Sin embargo, pese a la dimensión de aquella tragedia, hubo casos excepcionales donde de manera casi milagrosa algunos de los condenados lograron salvar sus vidas tras ser fusilados. Hoy les traemos a estas páginas de Sol y Moscas la apasionante historia de dos de aquellas personas que tuvieron la fortuna de poder contarlo, una es el genial humorista Miguel Gila, y la otra responde al nombre de José Lorente Guerrero, un miliciano capturado en la sierra madrileña en los primeros días de la guerra.
Miguel Gila nació en el barrio madrileño de Chamberí en 1919, su juventud quizá no fuera muy diferente a la de tantos otros jóvenes de la época. Abandonó los estudios para ponerse a trabajar de aprendiz en un taller mecánico cuando solo contaba 13 años, y con el tiempo se convertiría en un mecánico especializado.
Sería en los talleres y en las fábricas donde Miguel Gila adquiriría conciencia de clase y forjaría su compromiso ideológico. Miguel Gila estaba afiliado a las JSU (Juventudes Socialistas Unificadas) y al producirse el golpe militar de julio al igual que muchos jóvenes madrileños se alistaría en el Quinto Regimiento, aunque tuvo que mentir con su edad ya que en aquel momento solamente tenía diecisiete años. Tras un corto periodo de instrucción Gila pasaría a formar parte del “Regimiento Pasionaria” y pasaría por diferentes frentes: Sigüenza, Navalcarnero, Talavera, Buitrago, Aravaca, Cuesta de las Perdices, Guadalajara, El Pardo... Así una larga lista de lugares por toda España y de intensas vivencias hasta llegar al mes de diciembre de 1938 en el frente de Extremadura, donde Miguel Gila sería capturado y “fusilado”.
De toda su intensa trayectoria durante la guerra Gila nos dejó testimonio en su libro biográfico “Entonces nací yo”, un libro lleno de matices, irónico y humorístico a veces, y otras, de una intensidad y un dramatismo que ponen en el lector un nudo en la garganta. Nadie mejor que el propio Miguel Gila para narrarnos en primera persona como fue aquel episodio en el que acabaría siendo “fusilado”. A continuación reproducimos algunos párrafos del libro “Entonces nací yo” donde se recogen aquellos trágicos momentos.
«Las informaciones no eran muy claras, pero precisamente por ello, nuestra lucha en Extremadura era también confusa y desordenada. La lluvia y el barro obstaculizaban cualquier estrategia que organizara los combates. Acosados por la artillería y sin armamento que nos diera fuerza para resistir, iniciamos una retirada hacia Pozoblanco donde habíamos tenido nuestro cuartel general. No teníamos munición para los cañones antiaéreos. Los camiones pinchaban y no nos quedaban ruedas de recambio, por lo que se hacía necesario llevarlos cargados y con el único recurso de sustituir las ruedas pinchadas con las ruedas gemelas. Los camiones, con tan sólo dos ruedas traseras, eran incapaces de soportar todo el peso. Con grandes apuros llegamos a El Viso de los Pedroches. Ahí una de las dos ruedas traseras reventó y el camión dijo: "No va más", y se paró, apoyándose en su cojera. Intentamos inútilmente que alguno de los camiones que venían en la caravana nos prestara una rueda, pero ninguno de los camiones tenía rueda de repuesto. Abandonamos el camión y comenzamos a caminar en dirección al pueblo, la lluvia menuda, pero constante, calaba los huesos. Cuando nos dimos cuenta, los moros de la 13ª División de Yagüe nos habían cercado y nos hacían prisioneros. Para mí, la guerra había terminado, pero me faltaba pagar el precio de la derrota.
Miguel Gila solo contaba 17 años cuando se alistó y tuvo que mentir con su edad. Aunque el quiso pertenecer al 5º Regimiento para combatir junto a Lister, finalmente acabaría encuadrado en el Regimiento Pasionaria. (Haga clic sobre la imagen para verla ampliada).
Los moros nos quitaron las cazadoras o los tabardos, la manta y las botas, luego nos ordenaron sentarnos en el suelo, bajo la lluvia. Una mujer, que tendría unos treinta años, salió de una casa gritando vivas a Franco, los moros llegaron hasta ella, la metieron en la casa y sus vivas a Franco se convirtieron en gritos desgarradores. Instantes después, los moros salían satisfechos, habían violado a la mujer y llevaban en las manos gallinas, botellas de vino y algunos objetos robados con el "ábrete Sésamo" de los vencedores de batallas. Dicen, o decían, nunca supe si esto era cierto o no, que los mandos de la división del general Yagüe, cuando sus tropas tomaban un pueblo les daban veinte minutos para apropiarse del botín que encontrasen en el lugar conquistado. Ni lo puedo asegurar ni lo puedo desmentir, me limito a contar lo que oí decir. Lo de la violación lo puedo afirmar porque los moros nos ordenaron que nos levantásemos y nos encerraron en la misma casa de aquella mujer que había gritado los vivas a Franco y que, aterrorizada y con sus ropas desgarradas, lloraba sentada sobre la cama en que los moros habían abusado de ella. En el corral de la casa había un pozo, pero el agua estaba estancada y verdosa. Con tres cantimploras en la mano, me acerqué al moro que vigilaba la entrada y le rogué que me dejara salir a buscar agua. El moro sin decir ni una palabra me golpeó con la culata de su fusil en una cadera. Fue un golpe dado con saña, que me produjo un dolor tremendo. Desistí de mi petición y volví de nuevo al corral de la casa. A los pocos instantes de haber recibido el golpe en el costado me brotó un hematoma de un color morado. Recordé la gangrena que había causado la muerte de mi padre por un golpe en el mismo lugar donde el moro me había golpeado y pensé que, tal vez, mi muerte iba a ser igual a la suya. Pensaba si el destino no me habría buscado la misma forma y la misma edad para morir. No le tenía miedo a la muerte. Estaba tan agotado, tan devorado por los piojos, por el hambre, el frío, el cansancio y la sed, que morir podía ser una liberación.
Como la sed iba en aumento no tuvimos otra opción que beber agua del pozo, nos quitamos los cinturones, los unimos uno con otro y conseguimos que la cantimplora llegara hasta el fondo. Bebimos el agua y a los pocos minutos nos retorcíamos de dolores en el estómago. El dolor nos duró tan sólo un par de horas. Cuando estaba por anochecer, los moros nos sacaron de la casa y nos empujaron hasta un descampado a las afueras del pueblo. Ya nos habían despojado de la ropa de abrigo.»
Nos fusilaron mal
«Nos fusilaron al anochecer, nos fusilaron mal.
El piquete de ejecución lo componían un grupo de moros con el estómago lleno de vino, la boca llena de gritos de júbilo y carcajadas, las manos apretando el cuello de las gallinas robadas con el ya mencionado "ábrete Sésamo" de los vencedores de batallas. El frío y la lluvia calaba los huesos. Y allí mismo, delante de un pequeño terraplén y sin la formalidad de un fusilamiento, sin esa voz de mando que grita: "¡Apunten! ¡Fuego!", apretaron el gatillo de sus fusiles y caímos unos sobre otros. Catorce saltos grotescos en aquel frío atardecer del mes de diciembre. Las gallinas tuvieron poco tiempo para respirar, el que emplearon los del piquete de ejecución en apretar sus gatillos. Y sobre la tierra empapada por la lluvia nuestros cuerpos agotados de luchar día a día.
Catorce madres esperando el regreso de catorce hijos. No hubo tiro de gracia. Por mi cara corría la sangre de aquellos hombres jóvenes, ya con el miedo y el cansancio absorbidos por la muerte. Por las manos de los moros corría la sangre de las gallinas que acababan de degollar. Hasta mis oídos llegaban las carcajadas de los verdugos mezcladas con el gemido apagado de uno de los hombres abatidos. Ellos, los verdugos, bañaban su garganta con vino, la mía estaba seca por el terror. No puedo calcular el tiempo que permanecí inmóvil. Los moros, después de asar y comerse las gallinas, se fueron. Estaba amaneciendo.
La muerte en las guerras tiene mucho trabajo. La muerte en las guerras nunca tiene prisa. Se lleva a unos y deja a otros para más adelante. Me dejó a mí y dejó al cabo Villegas. De mí no se llevó nada, del cabo Villegas se llevó una pierna, la izquierda. Sangraba abundantemente, me arranqué una manga de la camisa y le hice con ella un torniquete a la altura del muslo.
Me fue difícil cruzar el río, sucio y revuelto por las lluvias. Lo crucé con mi carga al hombro. El cabo Villegas no pesaba mucho y yo, con mis veinte años, era un muchacho fuerte, pero el terror del fusilamiento había aflojado mis piernas. Al otro lado del río quedaba un paisaje gris de llovizna, con sabor amargo de guerra y doce hombres jóvenes con la vida quebrada en el sueño de alcanzar el final de esa guerra, no importa si como vencedores o vencidos.
El llanto por aquellos hombres jóvenes brotaría más tarde, cuando la espera de doce madres se hiciera dolor por la noticia. La muerte de las gallinas sólo se haría maldición en la boca de algún campesino.
Conseguí llegar con el cabo Villegas sobre mis hombros hasta Hinojosa del Duque, ya en poder de los nacionales, fui hasta la parroquia y se lo entregué al cura. Pensé en huir hacia Portugal cruzando sierra Trapera, pero sabía que si alguien del ejército rojo entraba en tierras portuguesas, era entregado a las tropas de Franco. Así las cosas, tomé la determinación de buscar dentro de aquel desbarajuste algún vestigio de gente con vida. Llegué a Villanueva del Duque, vi una hoguera en el interior de una casa y entré. El miedo se había quedado atrás, en el lugar del fusilamiento. Entré sin importarme quiénes eran los que estaban alrededor del fuego, si rojos o nacionales, el hambre y el frío me habían dado el valor o me habían eliminado la cobardía, lo mismo da.
Mi entrada y mi aspecto asombró a los que estaban alrededor del fuego. Ninguno echó mano a su fusil, mi cara demacrada y mis pies, que aunque me los había envuelto con trapos me sangraban, los desconcertó. Les dije que pertenecía al ejército rojo y que formaba parte de una columna de prisioneros que venía hacia el pueblo. Ellos, los de la hoguera, eran legionarios y odiaban a los moros. Uno de los legionarios al oírme hablar me preguntó si yo era de Madrid, le dije que sí, él también, y estuvimos charlando unos instantes. Me dejaron que secara mi ropa y mis pies, me dieron agua, una lata de carne, otra de sardinas, pan, tabaco, algunos tomates, una manta y unas alpargatas, después me dijeron que me fuese, para que si llegaba alguno de sus mandos no se vieran comprometidos. Así lo hice. Me senté a las afueras del pueblo y esperé la llegada de la columna de prisioneros en la que iban algunos de mis compañeros. Cuando llegaron donde estaba yo se llevaron una gran alegría al verme vivo. Me uní a ellos. En dos columnas, en fila, una a cada lado de la carretera caminábamos bajo la lluvia, vigilados por los moros desde sus caballos. Muchos de los prisioneros cargaban a sus espaldas sacos llenos de vainas vacías de los Mauser y si alguno, por debilidad, caía al suelo, los moros le disparaban y allí, en la cuneta de la carretera, amortajado por la lluvia, terminaba su sufrimiento.»
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La dramática historia de Miguel Gila continuaría una vez finalizada la guerra, con su paso por un campo de prisioneros, donde padecería nuevos sufrimientos y humillaciones, así como por diferentes cárceles, y posteriormente al tener que volver a hacer la mili durante otros cuatro años. Pese a todo ello Miguel Gila conseguiría salir adelante y rehacer su vida. Con el tiempo acabaría convirtiéndose en uno de los más grandes humoristas, por no decir el más grande, que ha tenido España. Tal vez para olvidar y superar aquel tremendo drama que le tocó vivir, Miguel Gila decidiera reírse de todo aquel sin sentido, de toda aquella locura y sinrazón, y de esa forma nacería su ya legendario humor.
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