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    La curva del olvido

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    Mensaje por ajuan Lun Abr 13, 2015 1:02 am

    Interesante introduccion del libro LA BATALLA – Patrick Rambaud (Sobre la Batalla de Essling donde Napoleon tiene una derrota tactica)

    LA CURVA DEL OLVIDO

    Javier García Sánchez
    Hay un concepto interesante de la Psicología aplicado al ámbito estrictamente pedagógico que responde al nombre de «Curva del olvido», y en esencia explica el proceso intelectual de la mayoría de alumnos para retener mentalmente una lección antes de olvidarla, de ahí que sea necesario recordársela de nuevo dentro de un espacio concreto de tiempo —no antes ni después para que sean capaces de conservar tales imágenes o datos por siempre—. No es una ley matemática, pero sí atañe a las secretas leyes de la conciencia, y por eso mismo resulta acaso más fascinante.
    Con la Historia, entendida esta como disciplina objetiva que nos pormenoriza aquello que fuimos para darnos pie a especulaciones acerca de aquello a lo que estamos abocados, ocurre algo muy similar. Sólo que la Historia, si se caracteriza por algo, es precisamente por su intrínseca imposibilidad de ser objetiva, en cualesquiera de los sentidos imaginables. De hecho, incluso, hasta modernos y prestigiosos historiadores han puesto de manifiesto que su labor —afirmación que sin duda no hallará el consenso del «gremio»— consiste precisamente en interpretar la Historia y su evolución según le convenga al poder que sostiene a tales historiadores, o a tenor de la ideología filias y fobias incluidas que tengan ellos mismos. Eso se ve claramente en Francia, cuna de la Historiografía más rigurosa (?) y a la vez vivero permanente y reciclado de todo tipo de posturas antagónicas. Un ejemplo de ello es la pregunta de cuánto tiempo hará falta hasta que los franceses se enfrenten al tema más incómodo para ellos de todo el siglo XX, el que más les duele: la colaboración con los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Seguramente habrán de desaparecer físicamente absolutamente todos y cada uno de quienes vivieron aquel dilema y aquel horror, y luego transcurrir otro montón de años, me atrevo a insinuar «décadas», para que por fin podamos hacernos tan sólo una «idea aproximada» de lo que fueron unos hechos concretos. Es necesario, pues, que ante determinados personajes y eventos el historiador tome la distancia espiritual imprescindible para no salirse de los parámetros de la más elemental objetividad. Y quien dice el historiador dice también, por qué no, el autor de novela histórica seria, pues este ha sustituido, por mor de cómo evolucionan los medios de comunicación y la mecánica de ciertas maneras culturales, a aquel, hasta hace un siglo, aproximadamente, voz única que nos testimoniaba los acontecimientos históricos, in strictu sensu.

    Napoleón Bonaparte no sólo no escapa a esa paradoja a la que aludimos: la imposibilidad de ser precisos al historiar, pues, no pudiendo prescindir de un determinado contexto o fuentes así como de claras corrientes de simpatía, admiración, fanatismo, o justo todo lo contrario. Napoleón, junto a Robespierre, es, en la historiografía francesa, el gran problema. Más el segundo que Bonaparte, pues con este casi todos parecen estar de acuerdo en que hasta su delirio conquistador, megalómano y reaccionario tenía una «pincelada poética», o un «toque de grandeza». Con Robespierre, por contra, y no olvidemos que él y los jacobinos de 1793 simbolizan la Revolución en un sentido profundo e irreversible del término (quisieron cambiar el mundo y su sistema de valores), sucedió todo lo opuesto. Descontando honrosísimas excepciones, tuvo que transcurrir casi un siglo y medio para que se produjese el advenimiento de un profesor de Historia, Albert Mathiez, que recuperase la figura de Robespierre, no magnificándola sino poniéndola en su justo sitio: una encrucijada de pasiones de la que él fue el primer mártir por intentar llevar una trayectoria honesta.

    Se dice pronto, «un siglo y medio, casi…», y más tratándose de la propia Francia, pero así es. Con todo ello quiero decir que justo lo contrario a lo acaecido con Robespierre, satanizado sin piedad por haber osado destruir el orden antiguo en pos de la instauración de un orden nuevo, afín a los verdaderos intereses del pueblo, es lo que ha venido pasando con Napoleón, que apenas ha tenido detractores sistemáticos. Quien firma este prólogo es uno de ellos, sencillamente porque considero que la traición de Bonaparte, máxime habiendo sido simpatizante de los jacobinos del 93, y por tanto de las ideas más radicales y progresistas de la Revolución, es tan vergonzante y apoteósica que no tiene parangón en toda la Historia. El caso es que a otros líderes totalitarios se les ve venir de algún modo, y Napoleón engañó a todos. Sólo ahora, con documentos en la mano, viendo cómo evolucionó ante el curso de los acontecimientos, podemos comprender que fue siempre un «hombre de orden», amén de un genial estratega. Eso sí, vagamente fascinado por ciertas ideas inherentes a la Revolución —yo diría que más por ciertos personajes emblemáticos de la misma—, quizás a causa de su juventud.

    Tal vez el mayor historiador francés (me refiero a quien estructuró una obra no sólo monumental sino también rigurosa en la medida de lo posible) ha sido Jules Michelet. Y este ratón del pasado dio con una máxima absolutamente demoledora, por su eficacia simbólica, sobre todo a largo plazo, al afirmar que la historia de la Revolución francesa —cabria decir del futuro de Francia y, por ende, del mundo occidental en el que vivimos— pasa por lo siguiente: «O se está con Luis XVI o se está con Robespierre». Así de tajante y dramática era la proposición de Michelet. Sólo que, eso creo, hubiese resultado muchísimo más atinada si hubiese escrito: «O se está con Robespierre o se está con Napoleón».

    Por supuesto que la figura de un rey ajusticiado en la guillotina, delante del pueblo, era algo impactante y que marcó el punto de inflexión definitivo en muchos aspectos, pero si bien es cierto que la gente del pueblo —y cuanto más inculta, pobre y necesitada, más ahonda en esa insensata idolatría— siempre ha juzgado dioses a los reyes, profesándoles una irracional simpatía, también parece que tal muestra de afecto no deja de ser algo anecdótico: ese es el efecto narcotizante de las monarquías. Una vez más, dan «sensación de orden». Y la gente, en general, acaba no queriendo justicia e igualdad, sino orden, tener el buche lleno y, de vez en cuando, emociones fuertes. De ahí el «circo» o «gestos de audacia» o «arrebatos neuróticos sobrecogedores». Y que el pueblo es sometido indefectiblemente desde siempre, sea en la forma que sea. Y si la figura de un rey destronado y decapitado puede resultar conmovedora, carece, por contra, de auténtico carisma. Mas he ahí que surge el héroe, el conquistador, el hombre que cautiva a las masas. Siempre es lo mismo: utiliza la excusa de hacer grande el país, en este caso Francia, para dar rienda suelta a su locura y ansia de poder. Y la Historia, los historiadores, se rinden a sus pies, pues les ofrece material para trabajar y ganarse el pan durante toda la vida.
    Sin embargo, no podemos negarlo, hay magia, y mucha. Napoleón tiene algo. Duende. Genio. Aura. No basta coincidir en que fue un espléndido estratega militar. Otros líderes totalitarios también lo fueron, y la Historia y los historiadores no les pasan ni una. Con Napoleón todo tiende a perdonarse. «Cae» casi entrañable. Y cuanto más irracional se nos muestra, más lo acogemos en un hueco de nuestro corazón. ¿Por qué? No me lo explico. Acaso se deba al proceso ininterrumpido de intoxicación ideológica al que hemos sido sometidos desde que tenemos uso de razón y empezamos a leer biografías suyas. Y es que —este es el cáncer de la sociedad capitalista en que vivimos— uno admira instintivamente al que, elevándose por encima del vulgar rebaño, nosotros, ejerce de conquistador y héroe, aun a costa de los demás: es el síndrome del Elegido…
    Bonaparte fue un personaje hábil pero siniestro que —aunque de soslayo sí que exportara ciertas ideas de la Revolución a naciones mucho más reaccionarias que Francia— arrastró a su país a un desequilibrio del que aún sigue convaleciente, aparte de que nunca le importó perder cientos de miles de vidas, incluso millones, en una única campaña militar. Él vivía al margen, arriba. De hecho, donde viven los dementes y los tiranos. Porque Bonaparte, en el colegio, y luego en los escalafones inferiores de la milicia, ya era un perfecto tirano. Todo ello, depende de cómo se cuenta, sea en el seno de sesudísimos manuales de Historia o en el ambiguo contexto de una novela histórica, suele acabar contribuyendo a su mayor gloria. Ese es el problema con el que nos enfrentamos.

    Así pues, Bonaparte fue simplemente un militar. El típico militar. El más listo y, durante una época, el más afortunado, pero cualquiera de los jóvenes generales de la Revolución —que no eran en absoluto jacobinos, pues fueron siempre hombres de orden— le superaría en auténtica grandeza de espíritu: Pichegru, Jourdan, Hoche… Pero no, sólo quedó él, sencillamente porque los decapitó a todos, aunque no en el sentido literal de la guillotina. Fue hábil hasta para eso. Nada más excitante para Bonaparte, durante décadas, que enfrentar a sus generales y mariscales para que se destrozasen entre ellos, evitando, de paso, que nunca llegaran a unirse contra él.
    Por todo lo expuesto con anterioridad creo haber gestado un esbozo, cuando menos a grandes rasgos, del personaje al que nos enfrentamos: Napoleón Bonaparte, ese monstruo adorable. Porque, y sostengo esto pese a ser consciente de que en este preciso instante el lector tiene entre sus manos un libro, una novela de Patrick Rambaud, esto —en tanto artefacto emocional— es mucho más que otro libro acerca de Bonaparte y su mito, o que una novela más acerca del tema. El cebo, ahora y siempre, es Napoleón, no quienes lo glosan y vierten sobre él, apoyados en las más peregrinas coartadas, quintales métricos de loor e incienso. Con la novela de Rambaud, ocurre justo todo lo contrario: no vamos a encontrar nuevos motivos para amar al audaz tirano, al astuto hombre mediocre elevado a la categoría de deidad, al combatiente individual, henchido mas nunca ahíto, de egolatría, que resume lo peor y más sórdido de la condición humana, ni tampoco —o apenas nada— del héroe que lidia en soledad contra el mundo y las circunstancias, que suele ser lo que nos conmueve de él, sino, ya era hora, algo muy diferente: el lector tiene entre sus manos una historia narrada en tono absolutamente frío, a menudo incluso glacial, en cualquier caso neutro y convincente, en la que lo de menos resulta casi la presencia del emperador —que no obstante sobrevuela toda la obra como una obsesión terrible y alada—, y lo más importante acaba por ser, precisamente, la batalla que se nos describe escrupulosamente y da pie al relato: Essling.
    Essling, incluso antes que Wagram y la posterior hecatombe del sueño napoleónico, marcó la frontera entre la gloria y la ignominia, pero Essling, que como se nos explica ya intentó novelar Balzac, aunque careció de paciencia para llevarlo a cabo, es más que una batalla. Sintetiza todo el absurdo y el horror de la guerra, de todas las guerras. Eso es algo que Patrick Rambaud plasma de modo magistral en su obra, donde se nos traza con delicadeza, a veces con sutil crueldad, la genealogía de la guerra. También, fundamentalmente, su desarrollo interno. El punto de vista narrativo, pues, es el de alguien que estuviera dentro de la batalla. En el lado francés, se nos dirá. Sí, pero aunque los austríacos jamás salen hablando, por ejemplo, están tanto o más que los propios franceses. Así, leyendo La batalla uno puede aprender más de los mecanismos de la guerra de lo que al principio imaginaba. Esta es, en efecto, una novela logística (no me atrevo a decir: una novela militar, aunque también) en la que, y esa es su principal virtud, además de la extremada elegancia con la que está narrada, llama la atención el hecho de que siendo en apariencia única y exclusivamente, digamos, una novela logísticomilitar, también habla, y con indudables dosis de hondura, de las pasiones humanas. He ahí la mano maestra de Rambaud para describirnos ciertos paisajes o atmósferas: «De súbito los pájaros dejaron de cantar». Y eso significa que va a iniciarse el baile de la Muerte. O cuando describe al emperador: «Napoleón estaba muy pálido, la piel casi transparente, con el semblante liso y desprovisto de expresión de una estatua inacabada. Contempló el cielo, y entonces posó en el suelo la mirada de sus ojos vacíos». Acaba de hacernos una descripción de su alma.

    Como dije antes, también en esta novela aprendemos a entender la guerra desde su mismo corazón, que no desde su imposible sentido ético. Aprendemos a distinguir por qué los caballos pueden o no comer avena y cebada. O de qué dependen las victorias, a veces de un viento repentino o del capricho de un río, como sucederá con el Danubio. Aprendemos a enfrentarnos cara a cara al espanto más inenarrable, y que se sintetiza en esa demoníaca proclividad que tienen los hombres a masacrarse cíclicamente entre sí, con multitud de escenas sobrecogedoras.

    Cómo los médicos castrenses deben utilizar sierras de carpintero —infectadas, claro— para cercenar y amputar piernas, brazos, todo. Cómo se emborracha con vino barato a los soldados para que se lancen a los brazos de una muerte prácticamente segura. Cómo esos soldados se levantan entre la hierba y los escombros, absolutamente ensangrentados, y no saben a quién pertenece esa sangre, si a ellos, a algún compañero o a cualquier animal, y así aguardan, sencillamente, morir o seguir viviendo unos minutos o días más. La obsesión por el descanso: «Cada uno de ellos pensaba que descansaría después de la batalla, en el suelo o bajo tierra». Qué más da. O qué se siente al hundir la espada en un pecho enemigo y cómo crujen las costillas. Y cómo se evita la mirada de ese enemigo al que acabas de destripar, y antes de derrumbarse para siempre te observa, incluso sin rencor, más bien con estupefacción y duda, preguntándose en silencio por qué has hecho eso con él, que ni siquiera te conocía de nada, si hasta puede que fuese campesino como tú, o herrero o padre de familia. ¿Por qué? Porque hay napoleones y, lo que es peor, hombres cultos que los exaltan, en todos los países y épocas, en libros-libelo camuflados de muy eruditas tesis historiográficas o novelas históricas destinadas exclusivamente a vender —una forma como otra de que todo se perpetúe— y a impedir que muera la sempiterna fascinación por figuras como la de Bonaparte, al que uno de sus fieles del Estado Mayor comenta que aguardan la llegada de refuerzos, y Napoleón le dice:
    —Cuando esos batallones crucen el Danubio seremos sesenta mil…
    —Menos los muertos —murmuró Sainte-Croix.
    —¿Cómo decís?
    —Nada, Sire, me aclaraba la voz.
    No obstante, creo que hay un momento sublime en la novela, en el sentido de que explica el sinsentido de la guerra y su azote a lo largo de las civilizaciones. Los franceses están descansando en mitad de la batalla, pues ha llegado la noche. De repente, cuando empieza a amanecer, a lo lejos se oye el rumor de unos pífanos. Tocan una canción. Son los austríacos, que se disponen a volver a la carga con renovadas energías y fe. Y la canción que oyen los franceses es La Marsellesa, adoptada ahora por sus enemigos como un himno de lucha por la independencia y la libertad. Entonces las tropas napoleónicas guardan silencio, «se callaron para escuchar el antiguo himno del ejército del Rhin, extendido en toda la Francia sublevada por los voluntarios de Marsella, que acompañó a la Revolución y a sus soldados hasta que llegó el imperio, cuando fue prohibido por decreto como una vulgar canción sediciosa». Es ese el instante mágico en el que Lannes y Masséna evitan mirarse, avergonzados, pues ahora son mariscales, ricos, e incluso… ¡aristócratas!, y todo por designio de su venerado Sire. Pero es también ese el momento en que ellos saben que han perdido la guerra, pues no luchan por salvar lo que les pertenece y siempre fue suyo, sino por tener más y más sin importarles en exceso sacrificar impunemente a cientos de miles de inocentes patriotas en el campo de batalla.

    Essling, por lo tanto, no fue una batalla más. Desde que ha servido para que un escritor especule en torno a ella, dejando una lección para la posteridad, adquiere proporciones que trascienden con mucho su importancia en los libros de historia militar. Entender Essling es, de entrada, estar prevenidos contra los Esslings que sin duda volverán. Articular una estrategia de defensa para evitarlo, eso será ya hacer de pequeños bonapartes en esta vida que nos ha tocado vivir.

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