Para luchar contra el capital hay que luchar también contra el sindicato
texto de Anton Pannekoek
Publicado en la revista Living Marxism en 1938
I – [La organización y sus primeras formas]
La organización es el principio fundamental de la lucha de la clase obrera por su emancipación. De ello se deriva que, desde el punto de vista del movimento práctico, el problema más importante es el de las formas que debe asumir tal organización. Estas formas están naturalmente determinadas tanto por las condiciones sociales como por los objectivos de la lucha. Lejos de ser un resultado de los caprichos de la teoría, sólo pueden ser creadas por la clase obrera que actua espontáneamente en función de sus propias necesidades inmediatas.
Los obreros crearon los sindicatos en la época en que el capitalismo iniciava su expansión. El obrero aislado se veía reducido a la impotencia: por ello tenía que unirse con sus compañeros si quería luchar y discutir con el capitalista la duración de la jornada laboral y el precio de su propia fuerza-trabajo. En el seno del modo de producción capitalista, patronos y obreros tienen intereses antagónicos: su lucha de clase tiene por objeto la repartición del producto social global. Normalmente, los obreros reciben el valor de su propia fuerza-trabajo, es decir, la suma necesaria para mantener su capacidad de trabajo. La parte restante de la producción constituye la plusvalía, la parte que va a la clase capitalista. Para acrecentar sus propios beneficios, los capitalistas tratan de rebajar los salarios y de aumentar la duración de la jornada laboral. Por ello, en la época en que los obreros eran incapaces de defenderse, los salarios descendían por debajo del mínimo vital, los jornadas laborales se hacían más largas y la salud física y nerviosa del trabajador se deterioraba hasta tal punto que ponía en peligro el propio futuro de la sociedad. La formación de los sindicatos y la promulgación de leyes que regulasen las condiciones de trabajo -fruto de una dura lucha de la clase obrera por las condiciones de su propia existencia- eran indispensables para que es restableciesen las condiciones de trabajo normales en el interior del sistema capitalista. La propia clase explotadora acabaría admitiendo que los sindicatos son necesarios para canalizar las revueltas obreras e impedir los riesgos de una explosión imprevista y brutal.
Se produjo así el desarrollo de organízaciones políticas, cuyas formas -es cierto- variaban a menudo de un país a otro en función de las situaciones políticas locales. En América, donde toda una población de labradores, artesanos y comerciantes, ignorantes de la sumisión feudal, podía expandirse libremente explotando los recursos naturales de un continente cuyas posibilidades parecían infinitas, los obreros no tenían la sensación de formar una clase aparte. Como todos los demás, estaban imbuídos del espíritu pequeñoburgués de la lucha individual y colectiva por el bienestar personal, y podían esperar, por lo menos en cierta medida, que sus aspiraciones se verían satisfechas. Con escasas excepciones, sobre todo entre grupos de emigrantes recientes, nunca se sintió la necesidad de un partido de clase distinto.
En Europa, por otro lado, los obreros se vieron arrastrados en la lucha de la burguesía ascendente contra el orden feudal. Pronto tendrían que crear partidos de clase y, tras aliarse con una fracción de las clases medias, combatir por la obtención de derechos políticos y sindicales, libertad de expresión y de reunión, sufragio universal e instituciones democráticas. Para su propaganda, un partido político necesita unos principios generales: para rivalizar con los demás, necesita una teoría que contenga ideas precisas y definidas sobre el futuro. La clase obrera, en la que ya habían germinado los ideales comunistas, descubrió su propia teoría en la obra de Marx y Engels que exponía de qué modo la evolución social haría pasar al mundo del capitalismo al socialismo por medio de la lucha de clases. Esta teoría figura en los programas de la mayor porte de los partidos socialdemócratas europeos, en Inglaterra, el partido laborista, creado por los sindicatos, profesaba opiniones análogas, aunque más vagas: una especie de comunidad socialista era -a sus ojos- el objetivo final de la lucha de clases.
Los programas y la propaganda de todos estos partidos presentaban la revolución proletaria como el resultado final de la lucha de clases; la victoria de los obreros sobre sus opresores significaría, además, la creación de un sistema de producción comunista o socialista. Sin embargo, mientras durase el capitalismo, la lucha práctica no tenía que trascender el marco de las necesidades inmediatas y de la defensa del nivel de vida. En un régimen democrático, el Parlamento era el lugar en el que se enfrentaban como en un campo cerrado los intereses de las diferentes clases sociales: capitalistas grandes y pequeños, terratenientes, campesinos, artesanos, comerciantes, industriales, obreros, todos tienen intereses específicos, que sus respectivos diputados defienden en el Parlamento, todos participan en la lucha por el poder y por su parte del producto social. Los obreros, por consiguiente, deben tomar posiciones, y la misión de los partidos socialistas consiste en luchar en el plano político de modo que sean satisfechos sus intereses inmediatos. Estos partidos obtienen de éste modo los sufragios datos obreros y ven acrecentada su influencia.
II – [El devenir del viejo movimiento obrero]
El desarrollo del capitalismo ha cambiado todo esto. Las pequeñas oficinas han sido sustituidas por las grandes fábricas y las gigantescas empresas en las que trabajan miles o decenas de miles de personas. El crecimiento del capitalismo y de la clase obrera ha tenido como consecuencia el crecimiento de sus respectivas organizaciones. Los sindicatos, que en su origen eran grupos locales, se han transformado en grandes confederaciones nacionales, con centenares de miles de miembros. Deben recoger sumas considerables para sostener huelgas gigantescas, y sumas todavía más enormes para alimentar los fondos de socorro mútuo. Se ha desarrollado toda una burocracia dirigente, un estado mayor pletórico de administradores, de presidentes, de secretarios generales, de directores de periódicos. Encargados de negociar con los patronos, estos hombres se han convertido en especialistas habituados a contemporizar y a ponerse del lado de los “hechos”. En definitiva, ellos lo deciden todo, desde el empleo de los fondos el contenido de la prensa; frente a estos nuevos patronos, los afiliados de la base han perdido prácticamente toda su autoridad. Esta metamorfosis de las organizaciones obreras en instrumentos de poder sobre sus propios miembros no carece de antecedentes históricos: siempre que una organización ha crecido desmesuradamente, ha escapado el control de las masas.
Idéntico fenómeno se ha producido en las organizaciones políticas, que se han transformado de los pequeños grupos de propagandistas que eran en un principio, en grandes partidos políticos. Sus verdaderos dirigentes son los diputados del Parlamento, cuya función es, en efecto, la de conducir la lucha real por el cauce de los organismos representativos, en los que ellos hacen carrera. Son ellos quienes redactan los editoriales, dirigen la propaganda, formen a los cuadros de rango inferior, ejercen una influencia preponderante sobre la política del partido, tienen derecho de voto, colaboran en la propaganda, pagan las cuotas y mandan sus delegados a los congresos del partido, pero ésto no son más que poderes formales, ilusorios. Por sus características, la organización se asemeja a la de los demás partidos, que no son sino grupos de políticos profesionales que tratan de cosechar sufragios por medio de slogans y de ocupar una parcela del poder. Cuando un partido socialista dispone de un elevado número de diputados, se alía con otros partidos contra las formaciones políticas más reaccionarias, para formar una mayoría parlamentaria. Desde este momento, no solamente aparece una multitud de alcaldes o concejales socialistas, sino que algunos de ellos llegan incluso a ministros u ocupan los más altos cargos del Estado. Una vez instalados en etos lugares, son naturalmente incapaces de actuar en calidad de representantes de la clase obrera, de gobernar en favor de los trabajadores contra los capitalistas. El verdadero poder político y la propia mayoría parlamentaria siguen en manos de las clases explotadoras. Los ministros socialistas deben inclinarse ante los intereses de la sociedad global, es decir, ante los intereses del Capital. Probablemente, les veremos proponer medidas capaces de satisfacer las reivindicaciones inmediatas de los obreros y presionar a los demás partidos para que las hagan adoptar. De ese modo se convierten en intermediarios -alcahuetes- y cuando, tras sus chalaneos, logran conseguir pequeñas reformas, se dedican a convencer a los obreros de que se trata de reformas importantísimas. Como instrumento de estos líderes, el Partido socialista acaba limitándose a la tarea de defender estas reformas y convencer a los obreros de que las acepten, dejando de estimularles a combatir por sus propios intereses, adormeciéndoles y apartándoles la lucha de clases.
Por lo que respecta a los obreros, las condiciones de su lucha se han deteriorado. La fuerza de la clase capitalista ha crecido enormemente, paralelamente a sus riquezas. Con otras palabras, la concentración del capital en manos de unos pocos capitanes de las finanzas y de la industria, la misma coalición patronal, ponen a los sindicatos frente a un poder que ahora es mucho más fuerte, a menudo casi inexpugnable. Además, la feroz competencia desatada entre todos los capitalistas del mundo para conquistar los mercados, las fuentes materias primas y el poder mundial, explica que partes cada vez más importantes de plusvalia se destinen a la fabricación armas y a la guerra: la caída de la tasa ganancia obliga a los capitalistas a aumentar la tasa de explotación, es decir, a rebajar el nivel real de los salarios. Los sindicatos topan así con una resistencia mucho grande, más encarnizada, y los viejos métodos se hacen progresivamente impracticables. Cuando negocian con los patronos, los dirigentes sindicales ya no son capaces de arrancarles gran cosa. Y aunque no ignoren la fuerza alcanzada por los capitalistas, están tan poco dispuestos, por su parte, a luchar (desde el momento en que su lucha podría arruinar financieramente a las organizaciones y comprometer su propia existencia) que se ven forzados a aceptar las propuestas patronales. Su actividad principal consiste, por consiguiente, en calmar el descontento de los obreros y en presentar las ofertas de los dadores de trabajo bajo una luz más favorable. Incluso en este sentido los líderes sirven de mediadores entre las clases antagonistas. Si los obreros rechazan estas ofertas y se lanzan a la huelga, los jefes se ven obligados o bien a oponerse a ellos o bien a darles a entender que toleran la lucha, pero con la precisa intención de que termine lo más pronto posible.
Sin embargo, es imposible detener la lucha o reducirla a un mínimo: los antagonismos de clase y la capacidad del capitalismo para reducir el nivel de vida obrero crecen continuamente, y por ello la lucha de clases debe seguir su curso: los trabajadores se ven obligados a luchar. De vez en cuando, espontáneamente, rompen sus cadenas, sin preocuparse de los sindicatos, incluso a despacho de los compromisos y de los convenios firmados en su nombre. Si los líderes sindicales consiguen retomar la dirección del movimiento, se asiste a una extinción gradual de la lucha, como consecuencia de un pacto firmado entre los capitalistas y los jefes obreros. Lo cual no significa que una huelga salvaje prolongada tenga posibilidades de triunfar; es algo demasiado restringido y limitado a los grupos directamente interesados. De un modo puramente indirecto los patronos se ven obligados a mostrarse prudentes por temor a que se repitan este tipo de explosiones. Sin embargo, estas huelgas constituyen la prueba de que la gran batalla entre el Capital y el Trabajo no puede terminar, y que, si las antiguas formas de acción se revelan impracticables, los trabajadores se comprometen a fondo y crean espontáneamente otras nuevas. Su revuelta contra el Capital se convierte, el mismo tiempo, en una revuelta contra las formas de organización tradicionales.
III – [Las formas de organización revolucionarias]
Son muchos los que continúan concibiendo la revolución proletaria bajo el aspecto de las antiguas revoluciones burguesas, es decir, como una serie de fases que se originan unas a partir de otras; primero, la conquista del poder político y la formación de un nuevo gobierno; después la expropiación, por decreto, de la clase capitalista; y finalmente, una reorganización del proceso de producción. Pero, de este modo, el resultado sólo puede ser una especie de capitalismo de Estado. Para que el proletariado pueda convertirse realmente en el patrón de su propio destino, es preciso que cree simultáneamente su propia organización y las formas del nuevo orden económico. Estos dos elementos con inseparables y constituyen el proceso de la revolución social. Cuando la clase obrera consiga organizarse en un cuerpo único capaz de llevar a cabo acciones de masas potentes y unificadas, la hora de la revolución habrá sonado, ya que el capitalismo sólo puede enseñorearse de los individuos desorganizados. Y cuando las masas organizadas se lanzan a la acción revolucionaria, mientras los poderes constituidos están paralizados y empiezan a disgregarse, las funciones de dirección pasan del antiguo gobierno a las organizaciones obreras. Desde este momento, la tarea principal es la de continuar la producción, asegurar este proceso indispensable a la vida social. En la medida en que la lucha de clase revolucionaria del proletariado contra la burguesía y contra sus órganos es inseparable de la confiscación, por parte de los trabajadores, del aparato de producción y de la extensión de dicha confiscación el producto social, la forma de organización que une a la clase en su lucha constituye simultáneamente la forma de organización del nuevo proceso de producción.
En este marco, la forma de organización en sindicato o en partido, originario del periodo del capitalismo ascendente, ya no presenta la menor utilidad. Estas formas han sufrido, en efecto, una metamorfosis, transformándose en instrumentos al servicio de jefes que no pueden ni quieren comprometerse en la batalla revolucionaria. La lucha no la llevan a cabo los dirigentes: los líderes obreros aborrecen la revolución proletaria. Así, pues, para llevar a buen fin su batalla, los trabajadores tienen necesidad de nuevas formas de organización con las cuales mantener firmemente en sus manos los principales elementos de fuerza. La pretensión de construir o imaginar formas nuevas sería vana, pues éstas sólo surgen de la lucha efectiva de los propios obreros. Pero basta con fijarse en la práctica para descubrirlas, en estado embrionario, en todos aquellos casos en los que los trabajadores se rebelan contra los viejos poderes.
Durante una huelga general, los obreros toman las decisiones en asambleas generales. Eligen comités de agitación, cuyos miembros son revocables en cada momento. Si el movimiento se propaga a un gran número de empresas, la unidad de acción se realiza por medio de comités ampliados, que reúnen a los delegados de todas las fábricas en huelga. Estos delegados no deciden el margen de la base ni tratan de imponerle a ésta su voluntad. Su papel es el de simples correas, que expresan las opiniones y los deseos de los grupos e los que representan y, viceversa, que transmiten a las asambleas generales, encargadas de discutirlas y tomar las decisiones, las opiniones y los argumentos de los demás grupos. Revocables en todo momento, no pueden desempeñar un papel dirigente. Los obreros deben elegir solos su propio camino, decidir por sí mismos la dirección que debe tomar su acción: el poder de decidir y de actuar, con todos los riesgos y responsabilidades que comporta, es de su exclusiva competencia. Y cuando la huelga acaba, los comités desaparecen.
Existe un solo ejemplo de una clase obrera industrial moderna que haya desempeñado la función de fuerza motriz de una revolución política: es el ejemplo de las revoluciones rusas de 1905 y 1917. En cada fábrica, los obreros eligieron a sus delegados, la asamblea general de los cuales constituía el “soviet” central, consejo en el que se discutía la situación y se tomaban las decisiones. Allí se encontraban las opiniones procedentes de las diferentes fábricas y allí se clarificaban las divergencias y es formulaban las decisiones. Pero los consejos, a pesar de tener una influencia directiva sobre la educación revolucionaria que se iba realizando por medio de la acción, no eran de hecho organismos de mando. Sucedía a veces que todos los miembros de un consejo eran arrestados, y nuevos delegados los sustituian; otras veces, cuando la huelga dejaba paralizadas a las autoridades, los consejos ejercían todos los poderes a escala local, y los delegados de las profesiones liberales se unían a ellos, en representeción de sus respectivos sectores de actividad.
Esta organización consejista desapareció tras la revolución. Los centros proletarios eran simples islotes de la gran industria perdidos en el océano de una sociedad agrícola en la que el desarrollo capitalista todavía no se habia iniciado. La misión de sentar las bases del capitalismo quedó en manos del partido comunista. Fue éste quien se hizo cargo del poder político mientras los soviets quedaban reducidos el rango de órganos sin importancia con poderes puramente nominales.
Las viejas formas de organización, los sindicatos y los partidos políticos, y la nueva forma de los consejos (soviets) pertenecen a fases diversas de la evolución social y tienen funciones totalmente distintas. Las primeras tenían por objetivo el reforzamiento de la situación de la clase obrera en el interior del sistema capitalista, y están ligadas al periodo de su expansión. El objectivo de la segunda es, en cambio, el de crear un poder obrero, abolir el capitalismo y la división de la sociedad en clases; y está ligada al periodo de decadencia del capitalismo. En el seno de un sistema ascendente y próspero, la organización de los consejos es inviable, desde el momento que los obreros se preocupen únicamente de mejorar sus propias condiciones de existencia, cosa que hace posible la acción sindical y política. En un capitalismo en decadencia, presa de la crisis, este último tipo de acción resulta vano, y aferrarse al mismo no puede sino frenar el desarrollo de la lucha y de la actividad autónoma de las masas. En épocas de tensión y de revuelta crecientes, cuando los movimientos huelguísticos es expanden por países enteros y hacen tambalear las bases del poder capitalista, o cuando después de una guerra o de una catástrofe política la autoridad del gobierno se delega y las masas pasan a la acción, las viejas formas de organización ceden su puesto a las nuevas formas de autoactividad de las masas.
Por la acción directa.
En este punto surge una cuestión de excepcional importancia: ¿cómo es posible deducir la existencia o el florecer de una voluntad de lucha en el seno de la clase obrera? Para contestar, hemosde alejarnos, ante todo, del ámbito de las disputas entre los partidos políticos -concebidas sobre todo para burlarse de las masas-y dirigirnos hacia el interés económico, que es el lugar hacia el que las masas dirigen intuitivamente su áspera lucha destinada a defender su nivel de vida. En este sentido se hace evidente que con el paso de la pequeña a la gran empresa, los sindicatos dejaron de ser instrumentos de lucha proletaria. En nuestra época, se están transformando paulatinamente en organismos de los que el capital monopolista se sirve para dictar alternativas a la clase obrera.
Cuando los trabajadores empiezan a darse cuenta de que los sindicatos son incapaces de dirigir su lucha contra el capital, le tarea más inmediata es la de descubrir y aplicar nuevas formas de lucha- la huelga salvaje. Este es, en efecto,. el medio para librarse de las tutelas ejercidas por los viejos líderes y por las viejas organizaciones, el medio que permite tomar las iniciativas necesarias, juzgar el momento y las formas de la acción, fijar todas las decisiones útiles; en este nuevo marco, los obreros deben encargarse ellos mismos de hacer propaganda, de extender el movimiento y de dirigir la acción. Las huelgas salvajes constituyen explosiones espontáneas, la manifestación auténtica de la lucha de clase contra el capitalismo. Hasta hoy, seguramente, no se han dado apenas objetivos más generales: pero esto no impide que expresen de un modo concreto el nacimiento de una nueva mentalidad en las masas rebeldes: la acción autónoma, ya no dirigida por los jefes: el espíritu de independencia, y ya no de sumisión: la voluntad de lucha activa, y ya no la aceptación pasiva de órdenes caídas del cielo; la solidaridad y la unidad indestructible con los compañeros, y ya no el deber impuesto por la afifiación política y sindical. Esta unidad en la acción, en la huelga, corresponde, por supuesto, a la unidad en el trabajo productivo de cada día: lo que lleva a los trabajadores a reaccionar de este modo, como un solo hombre, es la actividad colectiva, el interés común frente a un patrón capitalista común. Todas las posturas individuales, todas las fuerzas de carácter y de pensamiento, exaltadas y tensas al extremo, se unen, por medio de las discusiones y de las decisiones, en un objetivo común.
En el curso de la huelga salvaje, se delinean ya los rasgos de una nueva orientación práctica de la clase obrera, de una nueva táctica: el método de la acción directa. Estas luchas constituyen la única rebelión que cuenta frente a las potencias degradantes y regresivas del capital internacional, del capital-patrón del mundo. Cierto, a pequeña escala, tales movimientos están casi irremediablemente destinados a terminar bruscamente en un fracaso total, son simplemente signos premonitorios. Para convertirse en movimientos eficaces, se requiere una condición: la conquista progresiva de las masas. Efectivamente, sólo el miedo de ver estas huelgas extenderse al infinito puede inducir el capitalista a pactar. Si la explotación deviene cada vez más intolerable -lo cual es indudable- la resistencia no dejará de renacer y afectará a masas cada vez mayores. Cuando esta resistencia asuma una amplitud tal que produzca graves perturbaciones en el orden social, cuando los trabajadores ataquen al Capital en su propia esencia, es decir, en la posesión de las empresas, deberán entonces afrontar el poder del Estado y sus inmensos medios. La huelga asumirá entonces un carácter necesariamente político; los comités de agitación, encarnación de las comunidades de clase, asumirán funciones sociales de otra magnitud, comenzando a revestir la forma de consejos obreros. A partir de este momento, despuntará en el horizonte la. revolución social, el hundimiento del capitalismo.
Consejos o Estado.
El socialismo que nos ha transmitido el siglo XIX no era más que la creencia en una misión social atribuida a los jefes socialistas y a los politicastros profesionales: transformar el capitalismo en un sistema económico puesto bajo la dirección del Estado, exento de toda forma de explotación y que diese a todo el mundo la posibilidad de vivir en la abundancia. El inicio y el fin de la lucha de clases era que el único medio que tenían los obreros de conquistar la libertad consistia en llevar a estos socialistas al gobierno.
¿Por qué ésto no se verificó? Porque el insignificante gesto que se hacia durante el breve peso por una cabina electoral no tenía apenas relación con una lucha de clase real. Porque los politicastros socialistas querían luchar por sí solos contra el inmenso poder de la clase capitalista, mientras las masas trabajadores, reducidas al rango de espectadores pasivos, contaban con este puñado de hombres para transformar el mundo. ¿Cómo era posible que, así las cosas, los politicastros no se hubiesen abandonado a la rutina, siempre dispuestos a justificarla, a sus ojos, por haber remediado, con medidas legislativas, los abusos más escandalosos? Hoy es evidente que el socialismo, en el sentido de gestión estatal y planificada de la economía, corresponde al socialismo de Estado, y que el socialismo en el sentido de emancipación de los trabajadores, exige un cambio total de orientación. La nueva orientación del socialismo consiste en la autogestión de la producción, en la autogestión de la lucha de clase por medio de los consejos obreros.
Las transformaciones económicas producen sólo poco a poco cambios de mentalidad. Educados a creer en el socialismo, los obreros se hallan completamente desconcertados al ver que éste conduce ahora a resultados totalmente opuestos, a un empeoramiento de la esclavitud. Es realmente duro llegar a comprender que el socialismo y el comunismo se han convertido en sinónimos de doctrinas de sujección. La nueva orientación no puede afirmarse de la noche a la mañana, requiere tiempo: es posible que sólo la nueva generación sea capaz de darse cuenta de su necesidad en toda su amplitud.
Al terminar la primera guerra mundial, la revolución internacional parecía inminente; la clase obrera se alzaba con la gran esperanza de ver sus viejos sueños transformados en realidad. Pero eran suefios de libertad parcial, y por ello no podían realizarse.
Actualmente, es decir, después de la segunda guerra mundial, sólo la esclavitud y el exterminio parecen inminentes; los días de esperanza están lejanos, pero emerge confusamente una tarea, que es el gran objetivo a cumplir, la auténtica libertad.
Más poderoso que nunca, el capitalismo se afirma como patrón del mundo. Más poderosa que nunca, la clase obrera debe afirmarse en su propia lucha para dominar el mundo. El capitalismo ha descubierto formas de represión más poderosas que nunca. La clase obrera debe descubrir y servirse de formas de lucha más poderosas que nunca.
Hace un siglo, cuando los obreros constituian una pequeña clase de individuos pisoteados y reducidos a la impotencia resonaba la consigna: “¡Proletarios de todos los países, uníos! No tenéis otra cosa que perder que vuestras cadenas, y tenéis todo un mundo a vuestro alcance”. Desde entonces los obreros se han convertido en la clase más numerosa de la sociedad: se han unido, pero de un modo todavía imperfecto. Solamente han formado grupos, grandes o pequeños, pero no han logrado todavía su unidad como clase. Se han unido de una forma superficial, externa, pero no en esencia, en profundidad. Y, sin embargo, siguen sin tener otra cosa que perder que sus cadenas; y lo que, por otra parte, pudiesen perder, tampoco lo perderían precisamente luchando, sino sometiéndose temerosamente. El mundo que está a su alcance empieza a ser vagamente entrevisto. En otro tiempo, los trabajadores no podían representarse claramente ningún objetivo capaz de unirles, y por ello sus organizaciones acabaron convirtiéndose en instrumentos del b capitalismo. Hoy, el objetivo se delinea más claramente; frente a un dominio reforzado por medio de una economía planificada bajo la autoridad del Estado, se encuentra lo que Marx llamaba la asociación de los productores libres e iguales. Es preciso unir, a la llamada a la unidad, una indicación sobre el objetivo: ¡Tomad las fábricas y las máquinasl ¡Imponed vuestro poder sobre el aparato productivo! ¡Organizad la producción por medio de consejos obreros!.
texto de Anton Pannekoek
Publicado en la revista Living Marxism en 1938
I – [La organización y sus primeras formas]
La organización es el principio fundamental de la lucha de la clase obrera por su emancipación. De ello se deriva que, desde el punto de vista del movimento práctico, el problema más importante es el de las formas que debe asumir tal organización. Estas formas están naturalmente determinadas tanto por las condiciones sociales como por los objectivos de la lucha. Lejos de ser un resultado de los caprichos de la teoría, sólo pueden ser creadas por la clase obrera que actua espontáneamente en función de sus propias necesidades inmediatas.
Los obreros crearon los sindicatos en la época en que el capitalismo iniciava su expansión. El obrero aislado se veía reducido a la impotencia: por ello tenía que unirse con sus compañeros si quería luchar y discutir con el capitalista la duración de la jornada laboral y el precio de su propia fuerza-trabajo. En el seno del modo de producción capitalista, patronos y obreros tienen intereses antagónicos: su lucha de clase tiene por objeto la repartición del producto social global. Normalmente, los obreros reciben el valor de su propia fuerza-trabajo, es decir, la suma necesaria para mantener su capacidad de trabajo. La parte restante de la producción constituye la plusvalía, la parte que va a la clase capitalista. Para acrecentar sus propios beneficios, los capitalistas tratan de rebajar los salarios y de aumentar la duración de la jornada laboral. Por ello, en la época en que los obreros eran incapaces de defenderse, los salarios descendían por debajo del mínimo vital, los jornadas laborales se hacían más largas y la salud física y nerviosa del trabajador se deterioraba hasta tal punto que ponía en peligro el propio futuro de la sociedad. La formación de los sindicatos y la promulgación de leyes que regulasen las condiciones de trabajo -fruto de una dura lucha de la clase obrera por las condiciones de su propia existencia- eran indispensables para que es restableciesen las condiciones de trabajo normales en el interior del sistema capitalista. La propia clase explotadora acabaría admitiendo que los sindicatos son necesarios para canalizar las revueltas obreras e impedir los riesgos de una explosión imprevista y brutal.
Se produjo así el desarrollo de organízaciones políticas, cuyas formas -es cierto- variaban a menudo de un país a otro en función de las situaciones políticas locales. En América, donde toda una población de labradores, artesanos y comerciantes, ignorantes de la sumisión feudal, podía expandirse libremente explotando los recursos naturales de un continente cuyas posibilidades parecían infinitas, los obreros no tenían la sensación de formar una clase aparte. Como todos los demás, estaban imbuídos del espíritu pequeñoburgués de la lucha individual y colectiva por el bienestar personal, y podían esperar, por lo menos en cierta medida, que sus aspiraciones se verían satisfechas. Con escasas excepciones, sobre todo entre grupos de emigrantes recientes, nunca se sintió la necesidad de un partido de clase distinto.
En Europa, por otro lado, los obreros se vieron arrastrados en la lucha de la burguesía ascendente contra el orden feudal. Pronto tendrían que crear partidos de clase y, tras aliarse con una fracción de las clases medias, combatir por la obtención de derechos políticos y sindicales, libertad de expresión y de reunión, sufragio universal e instituciones democráticas. Para su propaganda, un partido político necesita unos principios generales: para rivalizar con los demás, necesita una teoría que contenga ideas precisas y definidas sobre el futuro. La clase obrera, en la que ya habían germinado los ideales comunistas, descubrió su propia teoría en la obra de Marx y Engels que exponía de qué modo la evolución social haría pasar al mundo del capitalismo al socialismo por medio de la lucha de clases. Esta teoría figura en los programas de la mayor porte de los partidos socialdemócratas europeos, en Inglaterra, el partido laborista, creado por los sindicatos, profesaba opiniones análogas, aunque más vagas: una especie de comunidad socialista era -a sus ojos- el objetivo final de la lucha de clases.
Los programas y la propaganda de todos estos partidos presentaban la revolución proletaria como el resultado final de la lucha de clases; la victoria de los obreros sobre sus opresores significaría, además, la creación de un sistema de producción comunista o socialista. Sin embargo, mientras durase el capitalismo, la lucha práctica no tenía que trascender el marco de las necesidades inmediatas y de la defensa del nivel de vida. En un régimen democrático, el Parlamento era el lugar en el que se enfrentaban como en un campo cerrado los intereses de las diferentes clases sociales: capitalistas grandes y pequeños, terratenientes, campesinos, artesanos, comerciantes, industriales, obreros, todos tienen intereses específicos, que sus respectivos diputados defienden en el Parlamento, todos participan en la lucha por el poder y por su parte del producto social. Los obreros, por consiguiente, deben tomar posiciones, y la misión de los partidos socialistas consiste en luchar en el plano político de modo que sean satisfechos sus intereses inmediatos. Estos partidos obtienen de éste modo los sufragios datos obreros y ven acrecentada su influencia.
II – [El devenir del viejo movimiento obrero]
El desarrollo del capitalismo ha cambiado todo esto. Las pequeñas oficinas han sido sustituidas por las grandes fábricas y las gigantescas empresas en las que trabajan miles o decenas de miles de personas. El crecimiento del capitalismo y de la clase obrera ha tenido como consecuencia el crecimiento de sus respectivas organizaciones. Los sindicatos, que en su origen eran grupos locales, se han transformado en grandes confederaciones nacionales, con centenares de miles de miembros. Deben recoger sumas considerables para sostener huelgas gigantescas, y sumas todavía más enormes para alimentar los fondos de socorro mútuo. Se ha desarrollado toda una burocracia dirigente, un estado mayor pletórico de administradores, de presidentes, de secretarios generales, de directores de periódicos. Encargados de negociar con los patronos, estos hombres se han convertido en especialistas habituados a contemporizar y a ponerse del lado de los “hechos”. En definitiva, ellos lo deciden todo, desde el empleo de los fondos el contenido de la prensa; frente a estos nuevos patronos, los afiliados de la base han perdido prácticamente toda su autoridad. Esta metamorfosis de las organizaciones obreras en instrumentos de poder sobre sus propios miembros no carece de antecedentes históricos: siempre que una organización ha crecido desmesuradamente, ha escapado el control de las masas.
Idéntico fenómeno se ha producido en las organizaciones políticas, que se han transformado de los pequeños grupos de propagandistas que eran en un principio, en grandes partidos políticos. Sus verdaderos dirigentes son los diputados del Parlamento, cuya función es, en efecto, la de conducir la lucha real por el cauce de los organismos representativos, en los que ellos hacen carrera. Son ellos quienes redactan los editoriales, dirigen la propaganda, formen a los cuadros de rango inferior, ejercen una influencia preponderante sobre la política del partido, tienen derecho de voto, colaboran en la propaganda, pagan las cuotas y mandan sus delegados a los congresos del partido, pero ésto no son más que poderes formales, ilusorios. Por sus características, la organización se asemeja a la de los demás partidos, que no son sino grupos de políticos profesionales que tratan de cosechar sufragios por medio de slogans y de ocupar una parcela del poder. Cuando un partido socialista dispone de un elevado número de diputados, se alía con otros partidos contra las formaciones políticas más reaccionarias, para formar una mayoría parlamentaria. Desde este momento, no solamente aparece una multitud de alcaldes o concejales socialistas, sino que algunos de ellos llegan incluso a ministros u ocupan los más altos cargos del Estado. Una vez instalados en etos lugares, son naturalmente incapaces de actuar en calidad de representantes de la clase obrera, de gobernar en favor de los trabajadores contra los capitalistas. El verdadero poder político y la propia mayoría parlamentaria siguen en manos de las clases explotadoras. Los ministros socialistas deben inclinarse ante los intereses de la sociedad global, es decir, ante los intereses del Capital. Probablemente, les veremos proponer medidas capaces de satisfacer las reivindicaciones inmediatas de los obreros y presionar a los demás partidos para que las hagan adoptar. De ese modo se convierten en intermediarios -alcahuetes- y cuando, tras sus chalaneos, logran conseguir pequeñas reformas, se dedican a convencer a los obreros de que se trata de reformas importantísimas. Como instrumento de estos líderes, el Partido socialista acaba limitándose a la tarea de defender estas reformas y convencer a los obreros de que las acepten, dejando de estimularles a combatir por sus propios intereses, adormeciéndoles y apartándoles la lucha de clases.
Por lo que respecta a los obreros, las condiciones de su lucha se han deteriorado. La fuerza de la clase capitalista ha crecido enormemente, paralelamente a sus riquezas. Con otras palabras, la concentración del capital en manos de unos pocos capitanes de las finanzas y de la industria, la misma coalición patronal, ponen a los sindicatos frente a un poder que ahora es mucho más fuerte, a menudo casi inexpugnable. Además, la feroz competencia desatada entre todos los capitalistas del mundo para conquistar los mercados, las fuentes materias primas y el poder mundial, explica que partes cada vez más importantes de plusvalia se destinen a la fabricación armas y a la guerra: la caída de la tasa ganancia obliga a los capitalistas a aumentar la tasa de explotación, es decir, a rebajar el nivel real de los salarios. Los sindicatos topan así con una resistencia mucho grande, más encarnizada, y los viejos métodos se hacen progresivamente impracticables. Cuando negocian con los patronos, los dirigentes sindicales ya no son capaces de arrancarles gran cosa. Y aunque no ignoren la fuerza alcanzada por los capitalistas, están tan poco dispuestos, por su parte, a luchar (desde el momento en que su lucha podría arruinar financieramente a las organizaciones y comprometer su propia existencia) que se ven forzados a aceptar las propuestas patronales. Su actividad principal consiste, por consiguiente, en calmar el descontento de los obreros y en presentar las ofertas de los dadores de trabajo bajo una luz más favorable. Incluso en este sentido los líderes sirven de mediadores entre las clases antagonistas. Si los obreros rechazan estas ofertas y se lanzan a la huelga, los jefes se ven obligados o bien a oponerse a ellos o bien a darles a entender que toleran la lucha, pero con la precisa intención de que termine lo más pronto posible.
Sin embargo, es imposible detener la lucha o reducirla a un mínimo: los antagonismos de clase y la capacidad del capitalismo para reducir el nivel de vida obrero crecen continuamente, y por ello la lucha de clases debe seguir su curso: los trabajadores se ven obligados a luchar. De vez en cuando, espontáneamente, rompen sus cadenas, sin preocuparse de los sindicatos, incluso a despacho de los compromisos y de los convenios firmados en su nombre. Si los líderes sindicales consiguen retomar la dirección del movimiento, se asiste a una extinción gradual de la lucha, como consecuencia de un pacto firmado entre los capitalistas y los jefes obreros. Lo cual no significa que una huelga salvaje prolongada tenga posibilidades de triunfar; es algo demasiado restringido y limitado a los grupos directamente interesados. De un modo puramente indirecto los patronos se ven obligados a mostrarse prudentes por temor a que se repitan este tipo de explosiones. Sin embargo, estas huelgas constituyen la prueba de que la gran batalla entre el Capital y el Trabajo no puede terminar, y que, si las antiguas formas de acción se revelan impracticables, los trabajadores se comprometen a fondo y crean espontáneamente otras nuevas. Su revuelta contra el Capital se convierte, el mismo tiempo, en una revuelta contra las formas de organización tradicionales.
III – [Las formas de organización revolucionarias]
Son muchos los que continúan concibiendo la revolución proletaria bajo el aspecto de las antiguas revoluciones burguesas, es decir, como una serie de fases que se originan unas a partir de otras; primero, la conquista del poder político y la formación de un nuevo gobierno; después la expropiación, por decreto, de la clase capitalista; y finalmente, una reorganización del proceso de producción. Pero, de este modo, el resultado sólo puede ser una especie de capitalismo de Estado. Para que el proletariado pueda convertirse realmente en el patrón de su propio destino, es preciso que cree simultáneamente su propia organización y las formas del nuevo orden económico. Estos dos elementos con inseparables y constituyen el proceso de la revolución social. Cuando la clase obrera consiga organizarse en un cuerpo único capaz de llevar a cabo acciones de masas potentes y unificadas, la hora de la revolución habrá sonado, ya que el capitalismo sólo puede enseñorearse de los individuos desorganizados. Y cuando las masas organizadas se lanzan a la acción revolucionaria, mientras los poderes constituidos están paralizados y empiezan a disgregarse, las funciones de dirección pasan del antiguo gobierno a las organizaciones obreras. Desde este momento, la tarea principal es la de continuar la producción, asegurar este proceso indispensable a la vida social. En la medida en que la lucha de clase revolucionaria del proletariado contra la burguesía y contra sus órganos es inseparable de la confiscación, por parte de los trabajadores, del aparato de producción y de la extensión de dicha confiscación el producto social, la forma de organización que une a la clase en su lucha constituye simultáneamente la forma de organización del nuevo proceso de producción.
En este marco, la forma de organización en sindicato o en partido, originario del periodo del capitalismo ascendente, ya no presenta la menor utilidad. Estas formas han sufrido, en efecto, una metamorfosis, transformándose en instrumentos al servicio de jefes que no pueden ni quieren comprometerse en la batalla revolucionaria. La lucha no la llevan a cabo los dirigentes: los líderes obreros aborrecen la revolución proletaria. Así, pues, para llevar a buen fin su batalla, los trabajadores tienen necesidad de nuevas formas de organización con las cuales mantener firmemente en sus manos los principales elementos de fuerza. La pretensión de construir o imaginar formas nuevas sería vana, pues éstas sólo surgen de la lucha efectiva de los propios obreros. Pero basta con fijarse en la práctica para descubrirlas, en estado embrionario, en todos aquellos casos en los que los trabajadores se rebelan contra los viejos poderes.
Durante una huelga general, los obreros toman las decisiones en asambleas generales. Eligen comités de agitación, cuyos miembros son revocables en cada momento. Si el movimiento se propaga a un gran número de empresas, la unidad de acción se realiza por medio de comités ampliados, que reúnen a los delegados de todas las fábricas en huelga. Estos delegados no deciden el margen de la base ni tratan de imponerle a ésta su voluntad. Su papel es el de simples correas, que expresan las opiniones y los deseos de los grupos e los que representan y, viceversa, que transmiten a las asambleas generales, encargadas de discutirlas y tomar las decisiones, las opiniones y los argumentos de los demás grupos. Revocables en todo momento, no pueden desempeñar un papel dirigente. Los obreros deben elegir solos su propio camino, decidir por sí mismos la dirección que debe tomar su acción: el poder de decidir y de actuar, con todos los riesgos y responsabilidades que comporta, es de su exclusiva competencia. Y cuando la huelga acaba, los comités desaparecen.
Existe un solo ejemplo de una clase obrera industrial moderna que haya desempeñado la función de fuerza motriz de una revolución política: es el ejemplo de las revoluciones rusas de 1905 y 1917. En cada fábrica, los obreros eligieron a sus delegados, la asamblea general de los cuales constituía el “soviet” central, consejo en el que se discutía la situación y se tomaban las decisiones. Allí se encontraban las opiniones procedentes de las diferentes fábricas y allí se clarificaban las divergencias y es formulaban las decisiones. Pero los consejos, a pesar de tener una influencia directiva sobre la educación revolucionaria que se iba realizando por medio de la acción, no eran de hecho organismos de mando. Sucedía a veces que todos los miembros de un consejo eran arrestados, y nuevos delegados los sustituian; otras veces, cuando la huelga dejaba paralizadas a las autoridades, los consejos ejercían todos los poderes a escala local, y los delegados de las profesiones liberales se unían a ellos, en representeción de sus respectivos sectores de actividad.
Esta organización consejista desapareció tras la revolución. Los centros proletarios eran simples islotes de la gran industria perdidos en el océano de una sociedad agrícola en la que el desarrollo capitalista todavía no se habia iniciado. La misión de sentar las bases del capitalismo quedó en manos del partido comunista. Fue éste quien se hizo cargo del poder político mientras los soviets quedaban reducidos el rango de órganos sin importancia con poderes puramente nominales.
Las viejas formas de organización, los sindicatos y los partidos políticos, y la nueva forma de los consejos (soviets) pertenecen a fases diversas de la evolución social y tienen funciones totalmente distintas. Las primeras tenían por objetivo el reforzamiento de la situación de la clase obrera en el interior del sistema capitalista, y están ligadas al periodo de su expansión. El objectivo de la segunda es, en cambio, el de crear un poder obrero, abolir el capitalismo y la división de la sociedad en clases; y está ligada al periodo de decadencia del capitalismo. En el seno de un sistema ascendente y próspero, la organización de los consejos es inviable, desde el momento que los obreros se preocupen únicamente de mejorar sus propias condiciones de existencia, cosa que hace posible la acción sindical y política. En un capitalismo en decadencia, presa de la crisis, este último tipo de acción resulta vano, y aferrarse al mismo no puede sino frenar el desarrollo de la lucha y de la actividad autónoma de las masas. En épocas de tensión y de revuelta crecientes, cuando los movimientos huelguísticos es expanden por países enteros y hacen tambalear las bases del poder capitalista, o cuando después de una guerra o de una catástrofe política la autoridad del gobierno se delega y las masas pasan a la acción, las viejas formas de organización ceden su puesto a las nuevas formas de autoactividad de las masas.
Por la acción directa.
En este punto surge una cuestión de excepcional importancia: ¿cómo es posible deducir la existencia o el florecer de una voluntad de lucha en el seno de la clase obrera? Para contestar, hemosde alejarnos, ante todo, del ámbito de las disputas entre los partidos políticos -concebidas sobre todo para burlarse de las masas-y dirigirnos hacia el interés económico, que es el lugar hacia el que las masas dirigen intuitivamente su áspera lucha destinada a defender su nivel de vida. En este sentido se hace evidente que con el paso de la pequeña a la gran empresa, los sindicatos dejaron de ser instrumentos de lucha proletaria. En nuestra época, se están transformando paulatinamente en organismos de los que el capital monopolista se sirve para dictar alternativas a la clase obrera.
Cuando los trabajadores empiezan a darse cuenta de que los sindicatos son incapaces de dirigir su lucha contra el capital, le tarea más inmediata es la de descubrir y aplicar nuevas formas de lucha- la huelga salvaje. Este es, en efecto,. el medio para librarse de las tutelas ejercidas por los viejos líderes y por las viejas organizaciones, el medio que permite tomar las iniciativas necesarias, juzgar el momento y las formas de la acción, fijar todas las decisiones útiles; en este nuevo marco, los obreros deben encargarse ellos mismos de hacer propaganda, de extender el movimiento y de dirigir la acción. Las huelgas salvajes constituyen explosiones espontáneas, la manifestación auténtica de la lucha de clase contra el capitalismo. Hasta hoy, seguramente, no se han dado apenas objetivos más generales: pero esto no impide que expresen de un modo concreto el nacimiento de una nueva mentalidad en las masas rebeldes: la acción autónoma, ya no dirigida por los jefes: el espíritu de independencia, y ya no de sumisión: la voluntad de lucha activa, y ya no la aceptación pasiva de órdenes caídas del cielo; la solidaridad y la unidad indestructible con los compañeros, y ya no el deber impuesto por la afifiación política y sindical. Esta unidad en la acción, en la huelga, corresponde, por supuesto, a la unidad en el trabajo productivo de cada día: lo que lleva a los trabajadores a reaccionar de este modo, como un solo hombre, es la actividad colectiva, el interés común frente a un patrón capitalista común. Todas las posturas individuales, todas las fuerzas de carácter y de pensamiento, exaltadas y tensas al extremo, se unen, por medio de las discusiones y de las decisiones, en un objetivo común.
En el curso de la huelga salvaje, se delinean ya los rasgos de una nueva orientación práctica de la clase obrera, de una nueva táctica: el método de la acción directa. Estas luchas constituyen la única rebelión que cuenta frente a las potencias degradantes y regresivas del capital internacional, del capital-patrón del mundo. Cierto, a pequeña escala, tales movimientos están casi irremediablemente destinados a terminar bruscamente en un fracaso total, son simplemente signos premonitorios. Para convertirse en movimientos eficaces, se requiere una condición: la conquista progresiva de las masas. Efectivamente, sólo el miedo de ver estas huelgas extenderse al infinito puede inducir el capitalista a pactar. Si la explotación deviene cada vez más intolerable -lo cual es indudable- la resistencia no dejará de renacer y afectará a masas cada vez mayores. Cuando esta resistencia asuma una amplitud tal que produzca graves perturbaciones en el orden social, cuando los trabajadores ataquen al Capital en su propia esencia, es decir, en la posesión de las empresas, deberán entonces afrontar el poder del Estado y sus inmensos medios. La huelga asumirá entonces un carácter necesariamente político; los comités de agitación, encarnación de las comunidades de clase, asumirán funciones sociales de otra magnitud, comenzando a revestir la forma de consejos obreros. A partir de este momento, despuntará en el horizonte la. revolución social, el hundimiento del capitalismo.
Consejos o Estado.
El socialismo que nos ha transmitido el siglo XIX no era más que la creencia en una misión social atribuida a los jefes socialistas y a los politicastros profesionales: transformar el capitalismo en un sistema económico puesto bajo la dirección del Estado, exento de toda forma de explotación y que diese a todo el mundo la posibilidad de vivir en la abundancia. El inicio y el fin de la lucha de clases era que el único medio que tenían los obreros de conquistar la libertad consistia en llevar a estos socialistas al gobierno.
¿Por qué ésto no se verificó? Porque el insignificante gesto que se hacia durante el breve peso por una cabina electoral no tenía apenas relación con una lucha de clase real. Porque los politicastros socialistas querían luchar por sí solos contra el inmenso poder de la clase capitalista, mientras las masas trabajadores, reducidas al rango de espectadores pasivos, contaban con este puñado de hombres para transformar el mundo. ¿Cómo era posible que, así las cosas, los politicastros no se hubiesen abandonado a la rutina, siempre dispuestos a justificarla, a sus ojos, por haber remediado, con medidas legislativas, los abusos más escandalosos? Hoy es evidente que el socialismo, en el sentido de gestión estatal y planificada de la economía, corresponde al socialismo de Estado, y que el socialismo en el sentido de emancipación de los trabajadores, exige un cambio total de orientación. La nueva orientación del socialismo consiste en la autogestión de la producción, en la autogestión de la lucha de clase por medio de los consejos obreros.
Las transformaciones económicas producen sólo poco a poco cambios de mentalidad. Educados a creer en el socialismo, los obreros se hallan completamente desconcertados al ver que éste conduce ahora a resultados totalmente opuestos, a un empeoramiento de la esclavitud. Es realmente duro llegar a comprender que el socialismo y el comunismo se han convertido en sinónimos de doctrinas de sujección. La nueva orientación no puede afirmarse de la noche a la mañana, requiere tiempo: es posible que sólo la nueva generación sea capaz de darse cuenta de su necesidad en toda su amplitud.
Al terminar la primera guerra mundial, la revolución internacional parecía inminente; la clase obrera se alzaba con la gran esperanza de ver sus viejos sueños transformados en realidad. Pero eran suefios de libertad parcial, y por ello no podían realizarse.
Actualmente, es decir, después de la segunda guerra mundial, sólo la esclavitud y el exterminio parecen inminentes; los días de esperanza están lejanos, pero emerge confusamente una tarea, que es el gran objetivo a cumplir, la auténtica libertad.
Más poderoso que nunca, el capitalismo se afirma como patrón del mundo. Más poderosa que nunca, la clase obrera debe afirmarse en su propia lucha para dominar el mundo. El capitalismo ha descubierto formas de represión más poderosas que nunca. La clase obrera debe descubrir y servirse de formas de lucha más poderosas que nunca.
Hace un siglo, cuando los obreros constituian una pequeña clase de individuos pisoteados y reducidos a la impotencia resonaba la consigna: “¡Proletarios de todos los países, uníos! No tenéis otra cosa que perder que vuestras cadenas, y tenéis todo un mundo a vuestro alcance”. Desde entonces los obreros se han convertido en la clase más numerosa de la sociedad: se han unido, pero de un modo todavía imperfecto. Solamente han formado grupos, grandes o pequeños, pero no han logrado todavía su unidad como clase. Se han unido de una forma superficial, externa, pero no en esencia, en profundidad. Y, sin embargo, siguen sin tener otra cosa que perder que sus cadenas; y lo que, por otra parte, pudiesen perder, tampoco lo perderían precisamente luchando, sino sometiéndose temerosamente. El mundo que está a su alcance empieza a ser vagamente entrevisto. En otro tiempo, los trabajadores no podían representarse claramente ningún objetivo capaz de unirles, y por ello sus organizaciones acabaron convirtiéndose en instrumentos del b capitalismo. Hoy, el objetivo se delinea más claramente; frente a un dominio reforzado por medio de una economía planificada bajo la autoridad del Estado, se encuentra lo que Marx llamaba la asociación de los productores libres e iguales. Es preciso unir, a la llamada a la unidad, una indicación sobre el objetivo: ¡Tomad las fábricas y las máquinasl ¡Imponed vuestro poder sobre el aparato productivo! ¡Organizad la producción por medio de consejos obreros!.