“La implosión del sistema europeo"
texto de Samir Amin
septiembre de 2012 - Original publicado en Monthly review
Traduccción: Asociación Cultural Jaime Lago
publicado en el Foro en dos mensajes
La opinión pública mayoritaria europea sostiene que Europa tiene todo lo que necesita para convertirse en una potencia económica y política comparable, y por lo tanto independiente de los Estados Unidos. La simple suma de sus poblaciones con sus respectivos PIB hace que parezca obvio. En cuanto a mí, creo que Europa sufre de tres desventajas principales que descartan esa comparación.
En primer lugar, la parte norte del continente americano (Estados Unidos y-lo que yo llamo su estado externo -Canadá) está dotado de recursos naturales incomparablemente mayores que la parte de Europa al oeste de Rusia, como lo demuestra la dependencia de Europa de la importación de energía.
En segundo lugar, Europa está compuesta por un buen número de naciones históricamente distintas, cuya diversidad de culturas políticas, a pesar de que esta diversidad no está necesariamente marcada por el chovinismo nacional, tiene el peso suficiente para excluir el reconocimiento de un “pueblo europeo” siguiendo el modelo del “pueblo americano” de los Estados Unidos. Volveremos más adelante a este importante asunto.
En tercer lugar (y este es el principal motivo de exclusión de tal comparación), el desarrollo capitalista en Europa ha sido y sigue siendo desigual, mientras que el capitalismo norteamericano se ha desarrollado de una manera bastante uniforme en toda la zona norte de América, por lo menos desde la Guerra Civil. Europa, al oeste de la Rusia histórica (incluyendo Ucrania y Bielorrusia), se compone de tres grupos desigualmente desarrollados de sociedades capitalistas.
El capitalismo histórico -es decir, la forma del modo de producción capitalista que se establece a escala mundial -, nace en el siglo XVI en el triángulo Londres / Amsterdam / Paris y alcanzada su forma completa con la revolución política francesa y la revolución industrial inglesa. Este modelo, que iba a ser frecuente en los centros capitalistas dominantes hasta la época contemporánea (el capitalismo liberal, en palabras de Wallerstein), se expandió en los Estados Unidos vigorosa y rápidamente después de la Guerra Civil, poniendo fin a la posición dominante del poder esclavista en el gobierno federal, y acabando más tarde con el poder independiente de Japón. En Europa se impuso ese mismo modelo con la misma rapidez desde 1870, en Alemania y Escandinavia. El núcleo Europeo (Gran Bretaña, Francia, Alemania, los Países Bajos, Bélgica, Suiza, Austria y Escandinavia) ha estado bajo el dominio económico, político y social de sus propios monopolios generalizados -como los llamo-, que surgieron a partir de las formas anteriores de capitalismo monopolista, alcanzado ese estatus en el período 1975-1990.
Sin embargo, los monopolios generalizados propios de esta región europea no son “europeos”, sino que siguen siendo estrictamente “nacionales” (es decir, alemanes, británicos, suecos, etc.) a pesar de que sus negocios son trans-europeos e incluso transnacionales (llevados a cabo a escala mundial). Lo mismo sucede con los monopolios generalizados contemporáneos de los Estados Unidos y Japón. En mi artículo de la impresionante investigación que se ha hecho sobre este tema he hecho hincapié en la trascendental importancia de esta conclusión.1
El segundo nivel incluye a Italia, España y Portugal, en el que el mismo modelo dominante – en la actualidad, la del capitalismo monopolista generalizado- aparece mucho más recientemente, después de la Segunda Guerra Mundial. En consecuencia, estas sociedades conservan peculiaridades en sus formas de gobierno económico y político que impiden su ascenso en igualdad con los demás.
Pero el tercer nivel, que comprende los países del ex “mundo socialista (al estilo soviético)” y Grecia, no está en la base de monopolios generalizados adecuados a sus propias sociedades nacionales (los armadores griegos son una posible excepción, aunque su estatus de “griegos” es muy cuestionable). Hasta la Segunda Guerra Mundial, todas estas sociedades estaban muy lejos de las relaciones capitalistas desarrollados que caracterizan al centro de Europa. Posteriormente, el socialismo de estilo soviético reprimió aún más los embriones de burguesías capitalistas nacionales en todos los países que tomaron el camino “del socialismo real”, sustituyéndolo la estrecha dominación burguesa por un capitalismo de Estado con características sociales, incluso socialistas. Tras volverse a integrar en el mundo capitalista a través de la pertenencia a la Unión Europea y la OTAN, estos países (incluida Grecia) comparten a partir de entonces la situación de los demás en el capitalismo periférico, no gobernado por sus propios monopolios generalizados nacionales, sino con sujeción a los del núcleo europeo.
Esta heterogeneidad de Europa excluye terminantemente comparación con los Estados Unidos / Canadá como conjunto. Sin embargo, se preguntará, ¿no se puede hacer desaparecer esta heterogeneidad poco a poco, precisamente a través de la construcción europea? Esa es la opinión que prevalece en Europa. No estoy de acuerdo, sin embargo, y volveré a este asunto.
¿Puede compararse Europa con el doble continente Americano?
Mi creencia es que es más realista comparar Europa con el continente americano dual (Estados Unidos / Canadá, por un lado y América Latina y el Caribe por el otro) que con América del norte solamente. El doble continente americano constituye un conjunto dentro del capitalismo mundial que se caracteriza por el contraste entre el norte central y dominante y el sur periférico y subordinado. Este dominio, que en el siglo XIX compartió el naciente poder de Estados Unidos (que en 1823 proclamó sus ambiciones en la Doctrina Monroe) con su competidor británico, entonces hegemónico a escala mundial, ahora se ejerce principalmente por Washington, cuyos monopolios generalizados tienen un amplio control de la vida económica y política del sur de su frontera a pesar de los recientes avances combativos que pueden poner en cuestión su dominio. La analogía con Europa es evidente. El Este de Europa se encuentra en una situación periférica de subordinación al Occidente europeo análoga a la situación característica de América Latina en relación con los Estados Unidos.
Pero, como todas las analogías, tiene sus límites, y hacer caso omiso de ellos llevaría a conclusiones erróneas acerca de qué futuros son posibles y qué estrategias son efectivas para abrir la vía al mejor de esos futuros. A dos niveles prevalece la diferencia, en lugar de analogía. América Latina es un continente inmenso dotado de fabulosos recursos naturales -agua, tierra, minerales, petróleo y gas natural-. Europa Oriental no es comparable a ese nivel. Por otra parte, América Latina mucho menos heterogénea que Europa del Este: tiene dos lenguas relacionadas (aunque hay muchas lenguas indígenas que sobreviven) y poca hostilidad nacional-chovinista entre vecinos. Pero estas diferencias, por importantes que sean, apenas son nuestro principal motivo para no ir con un razonamiento analógico simplificado.
La dominación de EE.UU. sobre su sudamericana se ejerce principalmente a través de medios económicos, como muestra el modelo de mercado común panamericano promovido por Washington (que a pesar de los esfuerzos de Estados Unidos en imponerlo se encuentra en un punto muerto). Incluso parte de este modelo, el TLCAN, que ya está en vigor y anexiona a un subordinado México al gran mercado norteamericano, no cuestiona la soberanía política institucional de México. No hay nada inocente sobre esta observación. Soy muy consciente de que no existen barreras cerradas que separen métodos económicos de los que operan en el plano político. La Organización de los Estados Americanos (OEA), con razón, ha sido considerada por las fuerzas de oposición en América Latina como el “Ministerio de Colonias de los Estados Unidos”, y la lista de intervenciones de Estados Unidos, ya sea militar (como en el Caribe) o en forma de apoyo a un golpe de Estado, es suficiente para demostrarlo.
La forma institucional de relación entre los estados de la Unión Europea se deriva de una lógica más amplia y compleja. En efecto, existe una especie de “Doctrina Monroe” de Europa occidental (“Europa del Este es la propiedad de Europa occidental”). Pero eso no es todo. La Unión Europea no es sólo un “mercado común” como lo fue en sus inicios, cuando se limitaba a seis países antes extenderse a otros países de Europa occidental. Desde el Tratado de Maastricht se ha convertido en un proyecto político. Ciertamente, la UE fue concebida como un medio para promover el amplio proyecto que tenían los monopolios generalizados para gestionar a las sociedades involucradas. Pero también fue capaz de convertirse en un espacio para solventar conflictos y para el cuestionamiento de esos proyectos y establecer los métodos para su aplicación. Se supone que las instituciones europeas vinculan a los pueblos de la Unión y establecen medios para dicho fin, como la ponderación de la representación de los Estados en el Parlamento Europeo de acuerdo a su población y no a su PIB. Debido a esto la opinión que prevalece en Europa sobre la estructura actual de sus instituciones, incluida la de la mayoría de los críticos de izquierdas, se aferra a la esperanza de que otra Europa es posible.
Antes de discutir las tesis e hipótesis acerca de las posibles alternativas futuras para la construcción de Europa, parece necesario entrar en un debate, por una parte, del atlantismo y el imperialismo, y, por otro, de la identidad europea.
Europa, ¿O la Europa atlantista e imperialista?
Gran Bretaña es más atlantista que Europa, a causa de su antigua posición como potencia hegemónica imperialista, aunque ese patrimonio se ha reducido a la posición privilegiada que mantiene la City londinense en el sistema financiero globalizado. Por lo tanto, Gran Bretaña subordina su muy especial pertenencia a la Unión Europea a su prioridad de institucionalizar un mercado económico y financiero euro-atlántico, lo que prevalece sobre su mínimo deseo de participar activamente en la construcción política de Europa.
Pero no sólo Gran Bretaña es atlantista. Los estados europeos continentales no lo son menos, a pesar de su aparente intención de construir una Europa política. La prueba de ello es la posición central de la OTAN en esta construcción política. El hecho de que, de facto, se integre en la “Constitución europea” la alianza militar con un país ajeno a la Unión, constituye una anomalía sin precedentes. Para algunos países de Europa (Polonia, Hungría y los países bálticos) la protección de la OTAN -es decir, de Estados Unidos – en contra de su “enemigo ruso” (!) es más importante que su adhesión a la Unión Europea.
La persistencia del atlantismo y la expansión mundial del campo de operación de la OTAN tras la supuesta desaparición de la “amenaza soviética”, ha dado lugar a lo que he analizado como el surgimiento del imperialismo colectivo de la tríada (Estados Unidos, Europa y Japón). Es decir, los centros dominantes del capitalismo de los monopolios generalizados pretenden seguir dominando a pesar del ascenso de los estados emergentes. Es una transformación relativamente reciente del sistema imperialista, que previa y, tradicionalmente, se ha basado en el conflicto entre las potencias imperialistas. La causa de la aparición de este imperialismo colectivo es la necesidad de enfrentar de manera unida el desafío de los pueblos y estados periféricos de Asia, África y América Latina, ansiosos por escapar de su subordinación.
El segmento imperialista europeo en cuestión involucra sólo a Europa occidental, aquellos cuyos estados de la época moderna han sido siempre imperialistas, tuviesen o no colonias, ya que tienen y siempre han tenido una participación en la renta imperialista. Por el contrario, los países de Europa del Este no tienen acceso a la misma ya que no tienen monopolios generalizados nacionales propios. Se han tragado la ilusión, sin embargo, que tienen derecho a ella sólo por su “europeidad”. ¿Alguna vez serán capaces de deshacerse de esa ilusión?
El imperialismo, al haberse convertido en colectivo y permaneciendo así en adelante, comparte en relación al Sur una política común -la de la tríada-: una política de agresión permanente contra los pueblos y los Estados que se atreven a poner en tela de juicio su sistema especial de globalización. Y el imperialismo colectivo tiene un líder militar, sino una potencia hegemónica: los Estados Unidos. Se entiende, pues, que ni la Unión Europea ni sus estados tienen ya una “política exterior”. Los hechos demuestran que no hay más que una sola realidad: la alineación detrás de lo que Washington (tal vez de acuerdo con Londres) decida. Visto desde el Sur, Europa no es más que el aliado incondicional de Estados Unidos. Y aunque puede haber algunas ilusiones en América Latina -sin duda porque la hegemonía se ejerce brutalmente por los Estados Unidos y no por sus aliados Europeos subalternos – , no ocurre lo mismo en Asia y África. Los que detentan el poder en los países emergentes lo saben: los responsables de los países de los dos continentes aceptan su condición de compradores sumisos. Para todos, lo único que cuenta Washington, no una Europa que bien podría no existir en absoluto.
¿Existe una identidad europea?
El punto de vista para considerar esta pregunta es interno a Europa. Porque desde un punto de vista externo – el del gran Sur-, “Europa”, de hecho parece ser una realidad definitivamente. Para los pueblos de Asia y África, cuyas lenguas y religiones son “no europeas”, aun cuando la realidad ha sido atenuada por las conversiones al cristianismo mediante las misiones o adoptando la lengua oficial de los antiguos colonizadores, los europeos son los “otros”. En América Latina, como en Norteamérica, el asunto es distinto, resultado de la construcción de la “otra Europa”, el “Nuevo Mundo”, vinculado a la formación del capitalismo histórico.
La verdadera cuestión de la identidad europea, sin embargo, sólo puede ser discutida desde el interior de Europa. Pero las tesis afirmando y negando la realidad de este conflicto de identidad entran en polémicas que conducen a cada lado a doblar la vara demasiado en su propio favor. Así, algunos evocan el cristianismo, aunque lógicamente hay que referirse a cristianos católicos, protestantes y ortodoxos -aunque pasa por encima del para nada insignificante número de quienes no tienen práctica religiosa o creencia religiosa alguna. Otros señalarán que un español está más a gusto con un argentina que con una lituana, que una mujer francesa comprenderá mejor a un argelino que a un búlgaro, y que los ingleses se mueven con mayor libertad en las zonas del planeta en que la gente comparte su lengua que en Europa. La ancestral civilización greco-romana, ya sea como era o como fue reconstruida, debe hacer del latín y el griego, en lugar de inglés, las lenguas oficiales de Europa (como lo fueron en la Edad Media). La Ilustración del siglo XVIII apenas sobrepasó las fronteras del triángulo formado por Londres / Amsterdam / Paris aunque se exportó a Prusia y Rusia. La democracia electoral representativa es todavía muy insegura y es demasiado reciente para ver sus orígenes en la formación de las diversas culturas políticas visibles en Europa.
No hay ninguna dificultad en mostrar el aún presente poder de las identidades nacionales en Europa. Francia, Alemania, España y Gran Bretaña fueron formadas a través de siglos de amargas guerras. Aunque el insignificante primer ministro de Luxemburgo pueda decir que su patria (¿O la de su banco?) “Es Europa”, ningún presidente francés, canciller alemán, o primer ministro británico se atreverían a decir algo tan estúpido. Pero, ¿realmente tiene que haber una identidad común para que haya un proyecto legítimo de integración política regional? Yo sostengo que para nada. A condición de que la diversidad de identidades (llamémoslas “nacionales”) sea reconocida y que los motivos más profundos que subyacen a la voluntad común para una construcción política se establezcan con precisión. Este principio no es válido solamente para los europeos: también lo es para los pueblos del Caribe, de América Ibérica, del mundo árabe y de África. Uno no necesita creer en el “arabismo” o la “negritud” para aceptar un proyecto árabe o africano como algo plenamente legítimo. Por desgracia, los “europeístas” no se comportan con tanta inteligencia. La gran mayoría de ellos piensan que es suficiente con llamarse a sí mismos “supranacionales” o “anti-soberanistas”, que en el mejor de los casos no significa nada e incluso puede entrar en conflicto con la realidad. Por lo tanto, mi análisis de la viabilidad de un proyecto político europeo no se basa en las arenas movedizas de la “identidad”, sino en la tierra firme de la apuesta que está en juego y las formas institucionales para su gestión.
¿La Unión Europea es viable?
La pregunta no es si “el” proyecto europeo es viable (¿qué proyecto? ¿para hacer qué?) – la respuesta, obviamente, es que sí-, si no si el proyecto actualmente establecido es viable o si se podría transformar para que lo sea. No presto atención a los derechistas “europeístas”, es decir, aquellos que sometiéndose a las exigencias del capitalismo monopolista generalizado aceptan la Unión Europea tal y como es y sólo se preocupan de proporcionar una solución sus actuales dificultades “coyunturales” (yo mantengo no son para nada coyunturales). Me preocupo sólo de los argumentos de aquellos que afirman que “otra Europa es posible”, incluyendo a los defensores de un capitalismo de rostro humano reformado, así como a aquellos que comparten el punto de vista de la transformación socialista de Europa y del mundo.
Lo fundamental para el debate es la naturaleza de la crisis que asola Europa y el mundo. En lo que se refiere a Europa, la crisis de la zona euro que aparece en primer plano – frontstage- y la crisis soterrada – backstage- de la Unión Europea son inseparables.
Por lo menos desde el Tratado de Maastricht y, en mi opinión, desde mucho antes, la construcción de la Unión Europea y de la zona euro ha sido concebida y diseñada como un componente para la construcción de la llamada globalización libera l-que es la construcción de un sistema para asegurar la dominación exclusiva del capitalismo monopolista generalizado. En este contexto, el necesario punto de partida es el análisis de las contradicciones que, a mi juicio, hacen de este proyecto (y por lo tanto el proyecto europeo incluido en él) inviable.
Pero, se dirá, en incondicional defensa de “el” proyecto europeo (proyecto que tiene la ventaja de existir, de estar en marcha): puede ser transformado. Para estar seguro de que puede serlo -en la teoría abstracta -, ¿qué condiciones podrían permitirlo? Creo que necesitaría un doble milagro, y no creo en los milagros: (1) que la construcción europea transnacional reconozca la realidad de las soberanías nacionales, la diversidad de intereses en juego, y organice su funcionamiento institucional, sobre esa base, y (2) que el capitalismo -en la medida en que mantiene su forma de gobernar la economía y la sociedad- se vea obligado a trabajar de una manera diferente a la dictada por su propia lógica, que actualmente es la dominación de los monopolios generalizados. No veo ningún indicio de que la mayoría de los europeístas sean capaces de tener en cuenta estos requisitos. Tampoco veo a la minoría de izquierdas, que las tiene en cuenta, sea capaz de movilizar a las fuerzas políticas y sociales capaces de invertir el conservadurismo del europeísmo establecido. Por eso llego a la conclusión de que la Unión Europea puede ser otra cosa que lo que es, y como tal es inviable, la crisis de la eurozona muestra la imposibilidad de esto.
El proyecto “europeo”, como se define en el Tratado de Maastricht y el proyecto de la zona euro se vendió a la opinión pública con una campaña de propaganda que sólo puede ser descrita como imbécil y falsa. A algunos -los (relativamente) privilegiados pueblos de la opulenta Europa Occidental- se les dijo que borrando las soberanías nacionales al fin se pondría fin a las guerras llenas de odio que habían ensangrentado el continente (y el éxito de esa charlatanería es fácil de entender). Se sirve con una salsa: la amistad de la gran democracia americana, la lucha común por la democracia en el gran Su r-una nueva forma de aceptación de la vieja posturas imperialistas- etc…. A los otros -los pobres diablos del este – se les prometió “alcanzar” los estándares occidentales de vida.
Las mayorías de ambas partes de Europa -oriental y occidental- se tragaron esta charlatanería. En Oriente creyeron, al parecer, que la adhesión a la Unión Europea permitiría la famosa “puesta al día”, un buen negocio. Pero el precio que pagaron -quizás como castigo por haber aceptado la práctica de los regímenes del socialismo al estilo soviético llamado comunismo- fue un doloroso ajuste estructural que dura desde hace varios años. Se impusieron ajustes – es decir “austeridad” para los trabajadores, no para los multimillonarios. Sin embargo, su recompensa fue un desastre social. Y de esta manera la Europa del Este se convirtió en la periferia de Europa occidental. Un reciente estudio serio afirma que el 80 por ciento de los rumanos estiman que “en la era Ceausescu las cosas estaban mejor”!2 ¿Alguien quiere una señal más clara de deslegitimación de la supuesta democracia que caracteriza a la Unión Europea? ¿Los pueblos afectados aprendieron la lección? ¿Entenderán que la lógica del capitalismo no es la de ponerse al día, si no por el contrario, la de profundizar en las desigualdades?. ¡Quién sabe!.
texto de Samir Amin
septiembre de 2012 - Original publicado en Monthly review
Traduccción: Asociación Cultural Jaime Lago
publicado en el Foro en dos mensajes
La opinión pública mayoritaria europea sostiene que Europa tiene todo lo que necesita para convertirse en una potencia económica y política comparable, y por lo tanto independiente de los Estados Unidos. La simple suma de sus poblaciones con sus respectivos PIB hace que parezca obvio. En cuanto a mí, creo que Europa sufre de tres desventajas principales que descartan esa comparación.
En primer lugar, la parte norte del continente americano (Estados Unidos y-lo que yo llamo su estado externo -Canadá) está dotado de recursos naturales incomparablemente mayores que la parte de Europa al oeste de Rusia, como lo demuestra la dependencia de Europa de la importación de energía.
En segundo lugar, Europa está compuesta por un buen número de naciones históricamente distintas, cuya diversidad de culturas políticas, a pesar de que esta diversidad no está necesariamente marcada por el chovinismo nacional, tiene el peso suficiente para excluir el reconocimiento de un “pueblo europeo” siguiendo el modelo del “pueblo americano” de los Estados Unidos. Volveremos más adelante a este importante asunto.
En tercer lugar (y este es el principal motivo de exclusión de tal comparación), el desarrollo capitalista en Europa ha sido y sigue siendo desigual, mientras que el capitalismo norteamericano se ha desarrollado de una manera bastante uniforme en toda la zona norte de América, por lo menos desde la Guerra Civil. Europa, al oeste de la Rusia histórica (incluyendo Ucrania y Bielorrusia), se compone de tres grupos desigualmente desarrollados de sociedades capitalistas.
El capitalismo histórico -es decir, la forma del modo de producción capitalista que se establece a escala mundial -, nace en el siglo XVI en el triángulo Londres / Amsterdam / Paris y alcanzada su forma completa con la revolución política francesa y la revolución industrial inglesa. Este modelo, que iba a ser frecuente en los centros capitalistas dominantes hasta la época contemporánea (el capitalismo liberal, en palabras de Wallerstein), se expandió en los Estados Unidos vigorosa y rápidamente después de la Guerra Civil, poniendo fin a la posición dominante del poder esclavista en el gobierno federal, y acabando más tarde con el poder independiente de Japón. En Europa se impuso ese mismo modelo con la misma rapidez desde 1870, en Alemania y Escandinavia. El núcleo Europeo (Gran Bretaña, Francia, Alemania, los Países Bajos, Bélgica, Suiza, Austria y Escandinavia) ha estado bajo el dominio económico, político y social de sus propios monopolios generalizados -como los llamo-, que surgieron a partir de las formas anteriores de capitalismo monopolista, alcanzado ese estatus en el período 1975-1990.
Sin embargo, los monopolios generalizados propios de esta región europea no son “europeos”, sino que siguen siendo estrictamente “nacionales” (es decir, alemanes, británicos, suecos, etc.) a pesar de que sus negocios son trans-europeos e incluso transnacionales (llevados a cabo a escala mundial). Lo mismo sucede con los monopolios generalizados contemporáneos de los Estados Unidos y Japón. En mi artículo de la impresionante investigación que se ha hecho sobre este tema he hecho hincapié en la trascendental importancia de esta conclusión.1
El segundo nivel incluye a Italia, España y Portugal, en el que el mismo modelo dominante – en la actualidad, la del capitalismo monopolista generalizado- aparece mucho más recientemente, después de la Segunda Guerra Mundial. En consecuencia, estas sociedades conservan peculiaridades en sus formas de gobierno económico y político que impiden su ascenso en igualdad con los demás.
Pero el tercer nivel, que comprende los países del ex “mundo socialista (al estilo soviético)” y Grecia, no está en la base de monopolios generalizados adecuados a sus propias sociedades nacionales (los armadores griegos son una posible excepción, aunque su estatus de “griegos” es muy cuestionable). Hasta la Segunda Guerra Mundial, todas estas sociedades estaban muy lejos de las relaciones capitalistas desarrollados que caracterizan al centro de Europa. Posteriormente, el socialismo de estilo soviético reprimió aún más los embriones de burguesías capitalistas nacionales en todos los países que tomaron el camino “del socialismo real”, sustituyéndolo la estrecha dominación burguesa por un capitalismo de Estado con características sociales, incluso socialistas. Tras volverse a integrar en el mundo capitalista a través de la pertenencia a la Unión Europea y la OTAN, estos países (incluida Grecia) comparten a partir de entonces la situación de los demás en el capitalismo periférico, no gobernado por sus propios monopolios generalizados nacionales, sino con sujeción a los del núcleo europeo.
Esta heterogeneidad de Europa excluye terminantemente comparación con los Estados Unidos / Canadá como conjunto. Sin embargo, se preguntará, ¿no se puede hacer desaparecer esta heterogeneidad poco a poco, precisamente a través de la construcción europea? Esa es la opinión que prevalece en Europa. No estoy de acuerdo, sin embargo, y volveré a este asunto.
¿Puede compararse Europa con el doble continente Americano?
Mi creencia es que es más realista comparar Europa con el continente americano dual (Estados Unidos / Canadá, por un lado y América Latina y el Caribe por el otro) que con América del norte solamente. El doble continente americano constituye un conjunto dentro del capitalismo mundial que se caracteriza por el contraste entre el norte central y dominante y el sur periférico y subordinado. Este dominio, que en el siglo XIX compartió el naciente poder de Estados Unidos (que en 1823 proclamó sus ambiciones en la Doctrina Monroe) con su competidor británico, entonces hegemónico a escala mundial, ahora se ejerce principalmente por Washington, cuyos monopolios generalizados tienen un amplio control de la vida económica y política del sur de su frontera a pesar de los recientes avances combativos que pueden poner en cuestión su dominio. La analogía con Europa es evidente. El Este de Europa se encuentra en una situación periférica de subordinación al Occidente europeo análoga a la situación característica de América Latina en relación con los Estados Unidos.
Pero, como todas las analogías, tiene sus límites, y hacer caso omiso de ellos llevaría a conclusiones erróneas acerca de qué futuros son posibles y qué estrategias son efectivas para abrir la vía al mejor de esos futuros. A dos niveles prevalece la diferencia, en lugar de analogía. América Latina es un continente inmenso dotado de fabulosos recursos naturales -agua, tierra, minerales, petróleo y gas natural-. Europa Oriental no es comparable a ese nivel. Por otra parte, América Latina mucho menos heterogénea que Europa del Este: tiene dos lenguas relacionadas (aunque hay muchas lenguas indígenas que sobreviven) y poca hostilidad nacional-chovinista entre vecinos. Pero estas diferencias, por importantes que sean, apenas son nuestro principal motivo para no ir con un razonamiento analógico simplificado.
La dominación de EE.UU. sobre su sudamericana se ejerce principalmente a través de medios económicos, como muestra el modelo de mercado común panamericano promovido por Washington (que a pesar de los esfuerzos de Estados Unidos en imponerlo se encuentra en un punto muerto). Incluso parte de este modelo, el TLCAN, que ya está en vigor y anexiona a un subordinado México al gran mercado norteamericano, no cuestiona la soberanía política institucional de México. No hay nada inocente sobre esta observación. Soy muy consciente de que no existen barreras cerradas que separen métodos económicos de los que operan en el plano político. La Organización de los Estados Americanos (OEA), con razón, ha sido considerada por las fuerzas de oposición en América Latina como el “Ministerio de Colonias de los Estados Unidos”, y la lista de intervenciones de Estados Unidos, ya sea militar (como en el Caribe) o en forma de apoyo a un golpe de Estado, es suficiente para demostrarlo.
La forma institucional de relación entre los estados de la Unión Europea se deriva de una lógica más amplia y compleja. En efecto, existe una especie de “Doctrina Monroe” de Europa occidental (“Europa del Este es la propiedad de Europa occidental”). Pero eso no es todo. La Unión Europea no es sólo un “mercado común” como lo fue en sus inicios, cuando se limitaba a seis países antes extenderse a otros países de Europa occidental. Desde el Tratado de Maastricht se ha convertido en un proyecto político. Ciertamente, la UE fue concebida como un medio para promover el amplio proyecto que tenían los monopolios generalizados para gestionar a las sociedades involucradas. Pero también fue capaz de convertirse en un espacio para solventar conflictos y para el cuestionamiento de esos proyectos y establecer los métodos para su aplicación. Se supone que las instituciones europeas vinculan a los pueblos de la Unión y establecen medios para dicho fin, como la ponderación de la representación de los Estados en el Parlamento Europeo de acuerdo a su población y no a su PIB. Debido a esto la opinión que prevalece en Europa sobre la estructura actual de sus instituciones, incluida la de la mayoría de los críticos de izquierdas, se aferra a la esperanza de que otra Europa es posible.
Antes de discutir las tesis e hipótesis acerca de las posibles alternativas futuras para la construcción de Europa, parece necesario entrar en un debate, por una parte, del atlantismo y el imperialismo, y, por otro, de la identidad europea.
Europa, ¿O la Europa atlantista e imperialista?
Gran Bretaña es más atlantista que Europa, a causa de su antigua posición como potencia hegemónica imperialista, aunque ese patrimonio se ha reducido a la posición privilegiada que mantiene la City londinense en el sistema financiero globalizado. Por lo tanto, Gran Bretaña subordina su muy especial pertenencia a la Unión Europea a su prioridad de institucionalizar un mercado económico y financiero euro-atlántico, lo que prevalece sobre su mínimo deseo de participar activamente en la construcción política de Europa.
Pero no sólo Gran Bretaña es atlantista. Los estados europeos continentales no lo son menos, a pesar de su aparente intención de construir una Europa política. La prueba de ello es la posición central de la OTAN en esta construcción política. El hecho de que, de facto, se integre en la “Constitución europea” la alianza militar con un país ajeno a la Unión, constituye una anomalía sin precedentes. Para algunos países de Europa (Polonia, Hungría y los países bálticos) la protección de la OTAN -es decir, de Estados Unidos – en contra de su “enemigo ruso” (!) es más importante que su adhesión a la Unión Europea.
La persistencia del atlantismo y la expansión mundial del campo de operación de la OTAN tras la supuesta desaparición de la “amenaza soviética”, ha dado lugar a lo que he analizado como el surgimiento del imperialismo colectivo de la tríada (Estados Unidos, Europa y Japón). Es decir, los centros dominantes del capitalismo de los monopolios generalizados pretenden seguir dominando a pesar del ascenso de los estados emergentes. Es una transformación relativamente reciente del sistema imperialista, que previa y, tradicionalmente, se ha basado en el conflicto entre las potencias imperialistas. La causa de la aparición de este imperialismo colectivo es la necesidad de enfrentar de manera unida el desafío de los pueblos y estados periféricos de Asia, África y América Latina, ansiosos por escapar de su subordinación.
El segmento imperialista europeo en cuestión involucra sólo a Europa occidental, aquellos cuyos estados de la época moderna han sido siempre imperialistas, tuviesen o no colonias, ya que tienen y siempre han tenido una participación en la renta imperialista. Por el contrario, los países de Europa del Este no tienen acceso a la misma ya que no tienen monopolios generalizados nacionales propios. Se han tragado la ilusión, sin embargo, que tienen derecho a ella sólo por su “europeidad”. ¿Alguna vez serán capaces de deshacerse de esa ilusión?
El imperialismo, al haberse convertido en colectivo y permaneciendo así en adelante, comparte en relación al Sur una política común -la de la tríada-: una política de agresión permanente contra los pueblos y los Estados que se atreven a poner en tela de juicio su sistema especial de globalización. Y el imperialismo colectivo tiene un líder militar, sino una potencia hegemónica: los Estados Unidos. Se entiende, pues, que ni la Unión Europea ni sus estados tienen ya una “política exterior”. Los hechos demuestran que no hay más que una sola realidad: la alineación detrás de lo que Washington (tal vez de acuerdo con Londres) decida. Visto desde el Sur, Europa no es más que el aliado incondicional de Estados Unidos. Y aunque puede haber algunas ilusiones en América Latina -sin duda porque la hegemonía se ejerce brutalmente por los Estados Unidos y no por sus aliados Europeos subalternos – , no ocurre lo mismo en Asia y África. Los que detentan el poder en los países emergentes lo saben: los responsables de los países de los dos continentes aceptan su condición de compradores sumisos. Para todos, lo único que cuenta Washington, no una Europa que bien podría no existir en absoluto.
¿Existe una identidad europea?
El punto de vista para considerar esta pregunta es interno a Europa. Porque desde un punto de vista externo – el del gran Sur-, “Europa”, de hecho parece ser una realidad definitivamente. Para los pueblos de Asia y África, cuyas lenguas y religiones son “no europeas”, aun cuando la realidad ha sido atenuada por las conversiones al cristianismo mediante las misiones o adoptando la lengua oficial de los antiguos colonizadores, los europeos son los “otros”. En América Latina, como en Norteamérica, el asunto es distinto, resultado de la construcción de la “otra Europa”, el “Nuevo Mundo”, vinculado a la formación del capitalismo histórico.
La verdadera cuestión de la identidad europea, sin embargo, sólo puede ser discutida desde el interior de Europa. Pero las tesis afirmando y negando la realidad de este conflicto de identidad entran en polémicas que conducen a cada lado a doblar la vara demasiado en su propio favor. Así, algunos evocan el cristianismo, aunque lógicamente hay que referirse a cristianos católicos, protestantes y ortodoxos -aunque pasa por encima del para nada insignificante número de quienes no tienen práctica religiosa o creencia religiosa alguna. Otros señalarán que un español está más a gusto con un argentina que con una lituana, que una mujer francesa comprenderá mejor a un argelino que a un búlgaro, y que los ingleses se mueven con mayor libertad en las zonas del planeta en que la gente comparte su lengua que en Europa. La ancestral civilización greco-romana, ya sea como era o como fue reconstruida, debe hacer del latín y el griego, en lugar de inglés, las lenguas oficiales de Europa (como lo fueron en la Edad Media). La Ilustración del siglo XVIII apenas sobrepasó las fronteras del triángulo formado por Londres / Amsterdam / Paris aunque se exportó a Prusia y Rusia. La democracia electoral representativa es todavía muy insegura y es demasiado reciente para ver sus orígenes en la formación de las diversas culturas políticas visibles en Europa.
No hay ninguna dificultad en mostrar el aún presente poder de las identidades nacionales en Europa. Francia, Alemania, España y Gran Bretaña fueron formadas a través de siglos de amargas guerras. Aunque el insignificante primer ministro de Luxemburgo pueda decir que su patria (¿O la de su banco?) “Es Europa”, ningún presidente francés, canciller alemán, o primer ministro británico se atreverían a decir algo tan estúpido. Pero, ¿realmente tiene que haber una identidad común para que haya un proyecto legítimo de integración política regional? Yo sostengo que para nada. A condición de que la diversidad de identidades (llamémoslas “nacionales”) sea reconocida y que los motivos más profundos que subyacen a la voluntad común para una construcción política se establezcan con precisión. Este principio no es válido solamente para los europeos: también lo es para los pueblos del Caribe, de América Ibérica, del mundo árabe y de África. Uno no necesita creer en el “arabismo” o la “negritud” para aceptar un proyecto árabe o africano como algo plenamente legítimo. Por desgracia, los “europeístas” no se comportan con tanta inteligencia. La gran mayoría de ellos piensan que es suficiente con llamarse a sí mismos “supranacionales” o “anti-soberanistas”, que en el mejor de los casos no significa nada e incluso puede entrar en conflicto con la realidad. Por lo tanto, mi análisis de la viabilidad de un proyecto político europeo no se basa en las arenas movedizas de la “identidad”, sino en la tierra firme de la apuesta que está en juego y las formas institucionales para su gestión.
¿La Unión Europea es viable?
La pregunta no es si “el” proyecto europeo es viable (¿qué proyecto? ¿para hacer qué?) – la respuesta, obviamente, es que sí-, si no si el proyecto actualmente establecido es viable o si se podría transformar para que lo sea. No presto atención a los derechistas “europeístas”, es decir, aquellos que sometiéndose a las exigencias del capitalismo monopolista generalizado aceptan la Unión Europea tal y como es y sólo se preocupan de proporcionar una solución sus actuales dificultades “coyunturales” (yo mantengo no son para nada coyunturales). Me preocupo sólo de los argumentos de aquellos que afirman que “otra Europa es posible”, incluyendo a los defensores de un capitalismo de rostro humano reformado, así como a aquellos que comparten el punto de vista de la transformación socialista de Europa y del mundo.
Lo fundamental para el debate es la naturaleza de la crisis que asola Europa y el mundo. En lo que se refiere a Europa, la crisis de la zona euro que aparece en primer plano – frontstage- y la crisis soterrada – backstage- de la Unión Europea son inseparables.
Por lo menos desde el Tratado de Maastricht y, en mi opinión, desde mucho antes, la construcción de la Unión Europea y de la zona euro ha sido concebida y diseñada como un componente para la construcción de la llamada globalización libera l-que es la construcción de un sistema para asegurar la dominación exclusiva del capitalismo monopolista generalizado. En este contexto, el necesario punto de partida es el análisis de las contradicciones que, a mi juicio, hacen de este proyecto (y por lo tanto el proyecto europeo incluido en él) inviable.
Pero, se dirá, en incondicional defensa de “el” proyecto europeo (proyecto que tiene la ventaja de existir, de estar en marcha): puede ser transformado. Para estar seguro de que puede serlo -en la teoría abstracta -, ¿qué condiciones podrían permitirlo? Creo que necesitaría un doble milagro, y no creo en los milagros: (1) que la construcción europea transnacional reconozca la realidad de las soberanías nacionales, la diversidad de intereses en juego, y organice su funcionamiento institucional, sobre esa base, y (2) que el capitalismo -en la medida en que mantiene su forma de gobernar la economía y la sociedad- se vea obligado a trabajar de una manera diferente a la dictada por su propia lógica, que actualmente es la dominación de los monopolios generalizados. No veo ningún indicio de que la mayoría de los europeístas sean capaces de tener en cuenta estos requisitos. Tampoco veo a la minoría de izquierdas, que las tiene en cuenta, sea capaz de movilizar a las fuerzas políticas y sociales capaces de invertir el conservadurismo del europeísmo establecido. Por eso llego a la conclusión de que la Unión Europea puede ser otra cosa que lo que es, y como tal es inviable, la crisis de la eurozona muestra la imposibilidad de esto.
El proyecto “europeo”, como se define en el Tratado de Maastricht y el proyecto de la zona euro se vendió a la opinión pública con una campaña de propaganda que sólo puede ser descrita como imbécil y falsa. A algunos -los (relativamente) privilegiados pueblos de la opulenta Europa Occidental- se les dijo que borrando las soberanías nacionales al fin se pondría fin a las guerras llenas de odio que habían ensangrentado el continente (y el éxito de esa charlatanería es fácil de entender). Se sirve con una salsa: la amistad de la gran democracia americana, la lucha común por la democracia en el gran Su r-una nueva forma de aceptación de la vieja posturas imperialistas- etc…. A los otros -los pobres diablos del este – se les prometió “alcanzar” los estándares occidentales de vida.
Las mayorías de ambas partes de Europa -oriental y occidental- se tragaron esta charlatanería. En Oriente creyeron, al parecer, que la adhesión a la Unión Europea permitiría la famosa “puesta al día”, un buen negocio. Pero el precio que pagaron -quizás como castigo por haber aceptado la práctica de los regímenes del socialismo al estilo soviético llamado comunismo- fue un doloroso ajuste estructural que dura desde hace varios años. Se impusieron ajustes – es decir “austeridad” para los trabajadores, no para los multimillonarios. Sin embargo, su recompensa fue un desastre social. Y de esta manera la Europa del Este se convirtió en la periferia de Europa occidental. Un reciente estudio serio afirma que el 80 por ciento de los rumanos estiman que “en la era Ceausescu las cosas estaban mejor”!2 ¿Alguien quiere una señal más clara de deslegitimación de la supuesta democracia que caracteriza a la Unión Europea? ¿Los pueblos afectados aprendieron la lección? ¿Entenderán que la lógica del capitalismo no es la de ponerse al día, si no por el contrario, la de profundizar en las desigualdades?. ¡Quién sabe!.
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Última edición por pedrocasca el Vie Mayo 24, 2013 1:59 pm, editado 1 vez