“Las esperanzas desoídas de la nueva Sudáfrica”
artículo de Marcello Musto
tomado en marzo de 2013 de Marxismo crítico
Traducción para el blog Marxismo Crítico de Carles Soriano
En el nuevo país el apartheid racial ha sido sustituido por el apartheid de clase
Quienes, visitando Sudáfrica, deseen comprender los sucesos que han distinguido la dramática historia de este país no pueden prescindir del museo del apartheid. Situado a pocos kilómetros del centro de Johannesburgo, representa uno de los lugares más significativos para emprender el viaje hacia atrás en la historia de uno de los peores casos del colonialismo europeo y, al mismo tiempo, del racismo del siglo XX.
La atmosfera festiva che se respira en el exterior, por la presencia de estudiantes que, entre cantos y dulces sonrisas, antes de entrar se disponen en una fila de indumentarias y mochilas de colores, cesa bruscamente en la puerta de acceso.
Al museo no se accede en grupo. Los visitantes, estudiantes o miembros de familias son separados uno por uno en función del número del billete comprado y antes de reagruparse junto a una fotografía de Nelson Mandela, revivirán la tragedia de la segregación. Los visitantes con números pares entran por el acceso reservado a los «blancos», de quienes se recuerdan los privilegios gozados y las atrocidades cometidas en el curso de la visita, mientras los impares, en el pasillo contiguo, recorren el trayecto de la brutalidad sufrida por los negros y los de color. En la parte inicial del museo, todos siguen el mismo recorrido, pudiéndose a menudo mirar y a veces caminar juntos, pero están siempre separados por una fría reja de metal; no se tocan nunca y atraviesan relatos, documentos y experiencias de vida completamente distintas.
RACISMO Y APARTHEID
La colonización europea empezó en 1486, año en que el navegante portugués Bartolomeu Dias superó el extremo meridional de África. En 1652, algunos pioneros holandeses de extracción calvinista, dedicados a la agricultura y por ello llamados Boers (campesinos), construyeron un primer asentamiento como escala de las naves de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, la futura Ciudad del Cabo.
A principios del siglo XVIII, comenzaron a llamarse Afrikaners para distinguirse de los colonizadores ingleses llegados después de ellos; pero el suceso que sacudió la historia de esta tierra fue el descubrimiento, en 1887, de las increíbles riquezas del subsuelo. En pocos años todo cambió: antes de acabar el siglo XIX en Sudáfrica se producía más de un cuarto del oro de todo el mundo y la fama de sus diamantes preciosos no era menor. El racismo fue un elemento esencial de la cultura de la población de origen europeo y hasta el Partido Comunista (CPSA), en 1922, llamó a los mineros a la lucha por una «Sudáfrica blanca y socialista».
En abril de 1994, las televisiones de todo el mundo mostraron interminables colas de sudafricanos que, durante horas, con paciencia y orgullo, esperaban un momento largamente esperado: el primer voto y el fin de la segregación racial. Pasados veinte años se puede afirmar que las expectativas de aquellos millones de mujeres y hombres han sido incumplidas. La lucha por un país verdaderamente democrático se ha visto truncada por las políticas neoliberales adoptadas por el African National Congress. La brutal masacre de Marikana en Agosto pasado, tan similar a las matanzas en los tiempos del apartheid, donde perdieron la vida 47 mineros en huelga por el aumento de su salario (apenas 250 euros al mes después de 18 años de democracia) representa perfectamente las paradojas de esta nación.
Frente a la extraordinaria concentración de riqueza existente – un estudio reciente de Citigroup afirma que Sudáfrica posee todavía hoy el subsuelo más rico del planeta, estimando el valor de sus reservas mineras en más 2.5 billones de dólares – en la postguerra este país destacaba, excluida la población de origen europeo, por el índice de mortalidad más alto del mundo. Más de la mitad de la población de origen africano vivía confinada en los Bantustan (que cubrían apenas un 13% de la superficie), donde el poder blanco relegó – y a veces deportó – a las poblaciones locales según de la etnia de proveniencia; la otra mitad habitaba en las township, aglomeraciones de barracas que limitaban con las ciudades de los “blancos”, donde se amontonaba, sin derecho civil alguno, la fuerza de trabajo negra que sostenía la economía sudafricana.En estas zonas la miseria era extrema. Los zapatos tan solo llegaron en 1979, gracias a la Cruz Roja.
A pesar de la resolución de condena a las políticas del apartheid, votada en la ONU en 1962, el veto impuesto a la moción de 1974 por los Estados Unidos, Inglaterra y Francia, potencias que se beneficiaban de las exportaciones de Sudáfrica, impidió la expulsión del país de las Naciones Unidas. De este modo, por la ruta del Cabo de Buena Esperanza, transportando más del 20% del petróleo consumido en USA y el 70% de las materias primas estratégicas (especialmente platino, cromo y manganeso) para Europa Occidental, siguieron navegando más de 2000 barcos al año y las débiles sanciones económicas aplicadas no mellaron en absoluto la economía y el régimen del National Party.
PROBREZA Y NEOLIBERALISMO
En el momento de los acuerdos de paz que siguieron a la extraordinaria lucha de liberación, Sudáfrica era un país profundamente dividido. La renta per cápita de la población de origen europeo era la séptima más alta del mundo, mientras que la de la africana era la ciento veinteava. Tras la elección de Mandela y con la masificación de las ciudades por parte de la multitud de africanos liberados de los sórdidos guetos de la segregación, los “blancos” comenzaron a trasladarse a barrios residenciales lejos del centro de las ciudades, donde aún hoy viven atrincherados en lujosísimas casas, una mezcla de villas de estilo hollywoodiense y fortalezas rodeadas de alambre de espino eléctrico y guardias armados privados.
En los primeros quince años de libertad, junto a la figura carismática e internacionalmente reconocida de Mandela, ha destacado la de Thabo Mbeki. Vicepresidente del primer quinquenio y después al frente de la «nación arco iris» hasta el 2008, ha sido Mbeki quien ha definido los designios económicos del país.
En 1994, la Alliance, coalición electoral compuesta por el ANC, CPSA y el COSATU, la principal y más combativa federación sindical sudafricana con más de 1.8 millones de inscritos, puso en marcha el Programa de Reconstrucción y Desarrollo (RDP), un conjunto de medidas con el fin de crear servicios básicos, ocupación, vivienda y de la reforma de la propiedad de la tierra con objeto de reducir la injusticia social. Tan solo dos años después, el RDP fue sustituido por un nuevo plan estratégico para el Crecimiento, Empleo y Redistribución (GEAR) que debía permitir, según las promesas de Mandela y Mbeki, la llegada de inversiones extranjeras, y por tanto el bienestar general. En realidad, con el GEAR, a Sudáfrica llegaron el neoliberalismo y sus efectos devastadores.
Tras haber aceptado el pago de la deuda pública (25 mil millones $) acumulada durante la era del apartheid, para lo que fue necesario solicitar un crédito al Fondo Monetario Internacional y, por tanto, someterse a sus recetas económicas, con el GEAR. De este modo, Sudáfrica inició una ola de privatizaciones masivas; de liberalización de los intercambios para facilitar la importación de mercancías a bajísimo coste; de ingentes recortes al gasto público acompañados de pingües reducciones fiscales a todas las grandes sociedades(cuyas cargas fiscales han descendido del 48% en 1994 al actual 30%); y de desregulación del mercado.A pesar de las promesas de mayor eficiencia, de creación de nuevos puestos de trabajo y consiguiente reducción de la pobreza, estas medidas comportaron el aumento de los precios de la electricidad, agua y transporte; el abaratamiento de los salarios y la flexibilidad laboral; los recortes en el sector público, sobre todo sanidad, educación y pensiones; y el deterioro de la situación ambiental con la enorme emisión de CO2 debida a la cantidad de electricidad suministrada a las multinacionales al precio más bajo del mundo; y, en definitiva, a la financiarización de la economía con un crecimiento sin creación de puestos de trabajo (según el Economist Sudáfrica es el mercado emergente más vulnerable). Cualquier análisis serio de la actual situación socioeconómica de Sudáfrica no puede prescindir de una rigurosa reflexión crítica del GEAR y sus nefastas consecuencias.
Junto a esta «primera economía», cada vez más integrada en el mercado global y vinculada a los sectores mineros y financieros, se desarrolló una «segunda», marginal y similar a las recetas económicas del Nobel Muhammad Yunnus. Mediante la «milagrosa» transformación de los pobres en pequeños emprendedores y mediante la seductora ilusión de que los microcréditos eran la posible panacea de todos los males, esta «segunda» economía ha contribuido, también en Sudáfrica, a una despolitización de la pobreza y ha permitido la penetración del mercado en ámbitos de las relaciones sociales hasta ahora no mercantilizados. Por otra parte, la “tecnocratización” de la cuestión social, es decir la anulación de sus causas económicas y políticas, es un fenómeno cada vez más difundido.
Mbeki ha guiado esta transformación utilizando una retórica de izquierdas con tintes de nacionalismo africano. No por nada su política ha sido definida como Talk left. walk right, es decir, hablar como la izquierda y caminar hacia la derecha. Planteamiento del que no se ha distanciado Jacob Zuma, el actual presidente de Sudáfrica quien, a pesar de haber sido elegido en el 2009 por su énfasis en situarse en la izquierda del ANC, ha traicionado las expectativas de cambio auspiciadas por el COSATU y se ha distinguido por una clara continuidad con el pasado.
UNA ADVERTENCIA PARA LA IZQUIERDA
La conquista de los derechos políticos ha sido un resultado importantísimo que no puede ser subestimado, menos aún en un país con la historia dramática de Sudáfrica. Con todo, el cambio prometido por la Alliance no ha abordado la cuestión social. De hecho, el ANC ha retirado de su agenda el tema de la redistribución de la riqueza y, respecto a 1994, las desigualdades han incluso aumentado (en aquel tiempo el salario de un trabajador negro correspondía al 13.5% del salario de un trabajador blanco; hoy la relación ha descendido al 13%). El aumento del descontento social en las áreas urbanas indica que la «Guerra a la pobreza», declarada por el gobierno en el 2008, también se ha perdido. El número de desempleados es superior a un cuarto de la fuerza de trabajo del país – mayor que durante los tiempos del apartheid – y el porcentaje de desempleo sería superior al 30 % si en la estimación se incluyeran los discouragedworkers, es decir aquellos que han dejado de buscar ocupación. Además, medio millón de puestos de trabajo se han convertido en precarios y retribuidos con salarios inferiores, mientras que muchos de los de nueva creación están retribuidos con menos de 20 euros al mes. Este dramático cuadro ha empeorado con los efectos de la crisis, es decir a causa de la burbuja inmobiliaria (respecto a finales del siglo pasado los precios habían aumentado un 389%); del decrecimiento en los sectores mineros y manufactureros debido a la fuerte reducción de la demanda global; de la caída de las inversiones; y de la pérdida de un millón de puestos de trabajo sólo durante el 2009.
En la «nueva Sudáfrica» las injusticias heredadas del régimen segregacionista han aumentado. El nacimiento de una burguesía “negra” políticamente influyente pero económicamente débil, en suma, de otra élite predadora junto a la ya existente, ha enriquecido un grupo de hombres ligados al ANC, pero ciertamente no ha cambiado las condiciones del pueblo sudafricano. El apartheid racial se ha transformado en apartheid de clase, término hoy en día ya no de moda pero siempre de actualidad, y el fracaso de la Alliance es una advertencia para todas las izquierdas del mundo. Nos explica que también los partidos políticos de gran tradición, especialmente cuando son fuerzas gobernantes, acaban traicionando los principios reformistas si extravían su propia raíz social y dejan de ser sostenidos por movimientos de masa. Una vez más, es desde aquí, y también aprendiendo de Sudáfrica, desde donde hay que volver a empezar.
artículo de Marcello Musto
tomado en marzo de 2013 de Marxismo crítico
Traducción para el blog Marxismo Crítico de Carles Soriano
En el nuevo país el apartheid racial ha sido sustituido por el apartheid de clase
Quienes, visitando Sudáfrica, deseen comprender los sucesos que han distinguido la dramática historia de este país no pueden prescindir del museo del apartheid. Situado a pocos kilómetros del centro de Johannesburgo, representa uno de los lugares más significativos para emprender el viaje hacia atrás en la historia de uno de los peores casos del colonialismo europeo y, al mismo tiempo, del racismo del siglo XX.
La atmosfera festiva che se respira en el exterior, por la presencia de estudiantes que, entre cantos y dulces sonrisas, antes de entrar se disponen en una fila de indumentarias y mochilas de colores, cesa bruscamente en la puerta de acceso.
Al museo no se accede en grupo. Los visitantes, estudiantes o miembros de familias son separados uno por uno en función del número del billete comprado y antes de reagruparse junto a una fotografía de Nelson Mandela, revivirán la tragedia de la segregación. Los visitantes con números pares entran por el acceso reservado a los «blancos», de quienes se recuerdan los privilegios gozados y las atrocidades cometidas en el curso de la visita, mientras los impares, en el pasillo contiguo, recorren el trayecto de la brutalidad sufrida por los negros y los de color. En la parte inicial del museo, todos siguen el mismo recorrido, pudiéndose a menudo mirar y a veces caminar juntos, pero están siempre separados por una fría reja de metal; no se tocan nunca y atraviesan relatos, documentos y experiencias de vida completamente distintas.
RACISMO Y APARTHEID
La colonización europea empezó en 1486, año en que el navegante portugués Bartolomeu Dias superó el extremo meridional de África. En 1652, algunos pioneros holandeses de extracción calvinista, dedicados a la agricultura y por ello llamados Boers (campesinos), construyeron un primer asentamiento como escala de las naves de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, la futura Ciudad del Cabo.
A principios del siglo XVIII, comenzaron a llamarse Afrikaners para distinguirse de los colonizadores ingleses llegados después de ellos; pero el suceso que sacudió la historia de esta tierra fue el descubrimiento, en 1887, de las increíbles riquezas del subsuelo. En pocos años todo cambió: antes de acabar el siglo XIX en Sudáfrica se producía más de un cuarto del oro de todo el mundo y la fama de sus diamantes preciosos no era menor. El racismo fue un elemento esencial de la cultura de la población de origen europeo y hasta el Partido Comunista (CPSA), en 1922, llamó a los mineros a la lucha por una «Sudáfrica blanca y socialista».
En abril de 1994, las televisiones de todo el mundo mostraron interminables colas de sudafricanos que, durante horas, con paciencia y orgullo, esperaban un momento largamente esperado: el primer voto y el fin de la segregación racial. Pasados veinte años se puede afirmar que las expectativas de aquellos millones de mujeres y hombres han sido incumplidas. La lucha por un país verdaderamente democrático se ha visto truncada por las políticas neoliberales adoptadas por el African National Congress. La brutal masacre de Marikana en Agosto pasado, tan similar a las matanzas en los tiempos del apartheid, donde perdieron la vida 47 mineros en huelga por el aumento de su salario (apenas 250 euros al mes después de 18 años de democracia) representa perfectamente las paradojas de esta nación.
Frente a la extraordinaria concentración de riqueza existente – un estudio reciente de Citigroup afirma que Sudáfrica posee todavía hoy el subsuelo más rico del planeta, estimando el valor de sus reservas mineras en más 2.5 billones de dólares – en la postguerra este país destacaba, excluida la población de origen europeo, por el índice de mortalidad más alto del mundo. Más de la mitad de la población de origen africano vivía confinada en los Bantustan (que cubrían apenas un 13% de la superficie), donde el poder blanco relegó – y a veces deportó – a las poblaciones locales según de la etnia de proveniencia; la otra mitad habitaba en las township, aglomeraciones de barracas que limitaban con las ciudades de los “blancos”, donde se amontonaba, sin derecho civil alguno, la fuerza de trabajo negra que sostenía la economía sudafricana.En estas zonas la miseria era extrema. Los zapatos tan solo llegaron en 1979, gracias a la Cruz Roja.
A pesar de la resolución de condena a las políticas del apartheid, votada en la ONU en 1962, el veto impuesto a la moción de 1974 por los Estados Unidos, Inglaterra y Francia, potencias que se beneficiaban de las exportaciones de Sudáfrica, impidió la expulsión del país de las Naciones Unidas. De este modo, por la ruta del Cabo de Buena Esperanza, transportando más del 20% del petróleo consumido en USA y el 70% de las materias primas estratégicas (especialmente platino, cromo y manganeso) para Europa Occidental, siguieron navegando más de 2000 barcos al año y las débiles sanciones económicas aplicadas no mellaron en absoluto la economía y el régimen del National Party.
PROBREZA Y NEOLIBERALISMO
En el momento de los acuerdos de paz que siguieron a la extraordinaria lucha de liberación, Sudáfrica era un país profundamente dividido. La renta per cápita de la población de origen europeo era la séptima más alta del mundo, mientras que la de la africana era la ciento veinteava. Tras la elección de Mandela y con la masificación de las ciudades por parte de la multitud de africanos liberados de los sórdidos guetos de la segregación, los “blancos” comenzaron a trasladarse a barrios residenciales lejos del centro de las ciudades, donde aún hoy viven atrincherados en lujosísimas casas, una mezcla de villas de estilo hollywoodiense y fortalezas rodeadas de alambre de espino eléctrico y guardias armados privados.
En los primeros quince años de libertad, junto a la figura carismática e internacionalmente reconocida de Mandela, ha destacado la de Thabo Mbeki. Vicepresidente del primer quinquenio y después al frente de la «nación arco iris» hasta el 2008, ha sido Mbeki quien ha definido los designios económicos del país.
En 1994, la Alliance, coalición electoral compuesta por el ANC, CPSA y el COSATU, la principal y más combativa federación sindical sudafricana con más de 1.8 millones de inscritos, puso en marcha el Programa de Reconstrucción y Desarrollo (RDP), un conjunto de medidas con el fin de crear servicios básicos, ocupación, vivienda y de la reforma de la propiedad de la tierra con objeto de reducir la injusticia social. Tan solo dos años después, el RDP fue sustituido por un nuevo plan estratégico para el Crecimiento, Empleo y Redistribución (GEAR) que debía permitir, según las promesas de Mandela y Mbeki, la llegada de inversiones extranjeras, y por tanto el bienestar general. En realidad, con el GEAR, a Sudáfrica llegaron el neoliberalismo y sus efectos devastadores.
Tras haber aceptado el pago de la deuda pública (25 mil millones $) acumulada durante la era del apartheid, para lo que fue necesario solicitar un crédito al Fondo Monetario Internacional y, por tanto, someterse a sus recetas económicas, con el GEAR. De este modo, Sudáfrica inició una ola de privatizaciones masivas; de liberalización de los intercambios para facilitar la importación de mercancías a bajísimo coste; de ingentes recortes al gasto público acompañados de pingües reducciones fiscales a todas las grandes sociedades(cuyas cargas fiscales han descendido del 48% en 1994 al actual 30%); y de desregulación del mercado.A pesar de las promesas de mayor eficiencia, de creación de nuevos puestos de trabajo y consiguiente reducción de la pobreza, estas medidas comportaron el aumento de los precios de la electricidad, agua y transporte; el abaratamiento de los salarios y la flexibilidad laboral; los recortes en el sector público, sobre todo sanidad, educación y pensiones; y el deterioro de la situación ambiental con la enorme emisión de CO2 debida a la cantidad de electricidad suministrada a las multinacionales al precio más bajo del mundo; y, en definitiva, a la financiarización de la economía con un crecimiento sin creación de puestos de trabajo (según el Economist Sudáfrica es el mercado emergente más vulnerable). Cualquier análisis serio de la actual situación socioeconómica de Sudáfrica no puede prescindir de una rigurosa reflexión crítica del GEAR y sus nefastas consecuencias.
Junto a esta «primera economía», cada vez más integrada en el mercado global y vinculada a los sectores mineros y financieros, se desarrolló una «segunda», marginal y similar a las recetas económicas del Nobel Muhammad Yunnus. Mediante la «milagrosa» transformación de los pobres en pequeños emprendedores y mediante la seductora ilusión de que los microcréditos eran la posible panacea de todos los males, esta «segunda» economía ha contribuido, también en Sudáfrica, a una despolitización de la pobreza y ha permitido la penetración del mercado en ámbitos de las relaciones sociales hasta ahora no mercantilizados. Por otra parte, la “tecnocratización” de la cuestión social, es decir la anulación de sus causas económicas y políticas, es un fenómeno cada vez más difundido.
Mbeki ha guiado esta transformación utilizando una retórica de izquierdas con tintes de nacionalismo africano. No por nada su política ha sido definida como Talk left. walk right, es decir, hablar como la izquierda y caminar hacia la derecha. Planteamiento del que no se ha distanciado Jacob Zuma, el actual presidente de Sudáfrica quien, a pesar de haber sido elegido en el 2009 por su énfasis en situarse en la izquierda del ANC, ha traicionado las expectativas de cambio auspiciadas por el COSATU y se ha distinguido por una clara continuidad con el pasado.
UNA ADVERTENCIA PARA LA IZQUIERDA
La conquista de los derechos políticos ha sido un resultado importantísimo que no puede ser subestimado, menos aún en un país con la historia dramática de Sudáfrica. Con todo, el cambio prometido por la Alliance no ha abordado la cuestión social. De hecho, el ANC ha retirado de su agenda el tema de la redistribución de la riqueza y, respecto a 1994, las desigualdades han incluso aumentado (en aquel tiempo el salario de un trabajador negro correspondía al 13.5% del salario de un trabajador blanco; hoy la relación ha descendido al 13%). El aumento del descontento social en las áreas urbanas indica que la «Guerra a la pobreza», declarada por el gobierno en el 2008, también se ha perdido. El número de desempleados es superior a un cuarto de la fuerza de trabajo del país – mayor que durante los tiempos del apartheid – y el porcentaje de desempleo sería superior al 30 % si en la estimación se incluyeran los discouragedworkers, es decir aquellos que han dejado de buscar ocupación. Además, medio millón de puestos de trabajo se han convertido en precarios y retribuidos con salarios inferiores, mientras que muchos de los de nueva creación están retribuidos con menos de 20 euros al mes. Este dramático cuadro ha empeorado con los efectos de la crisis, es decir a causa de la burbuja inmobiliaria (respecto a finales del siglo pasado los precios habían aumentado un 389%); del decrecimiento en los sectores mineros y manufactureros debido a la fuerte reducción de la demanda global; de la caída de las inversiones; y de la pérdida de un millón de puestos de trabajo sólo durante el 2009.
En la «nueva Sudáfrica» las injusticias heredadas del régimen segregacionista han aumentado. El nacimiento de una burguesía “negra” políticamente influyente pero económicamente débil, en suma, de otra élite predadora junto a la ya existente, ha enriquecido un grupo de hombres ligados al ANC, pero ciertamente no ha cambiado las condiciones del pueblo sudafricano. El apartheid racial se ha transformado en apartheid de clase, término hoy en día ya no de moda pero siempre de actualidad, y el fracaso de la Alliance es una advertencia para todas las izquierdas del mundo. Nos explica que también los partidos políticos de gran tradición, especialmente cuando son fuerzas gobernantes, acaban traicionando los principios reformistas si extravían su propia raíz social y dejan de ser sostenidos por movimientos de masa. Una vez más, es desde aquí, y también aprendiendo de Sudáfrica, desde donde hay que volver a empezar.
Museo del apartheid sudafricano