Extracto de “El hombre estúpido”, de Charles Richet: “Los negros”
Lineo, el gran naturalista sueco, tratando de clasificar en buen orden las variadas formas que pueblan nuestro planeta, llamó al hombre, que constituye evidentemente una especie animal distinta a todas las demás: Homo Sapiens, el hombre sabio.
Pero un elogio tal es manifiestamente injustificado. El hombre acumula tan abundantes ejemplos de extraordinaria necedad, que convendría, para conformarse a la realidad de las cosas, denominarlo de otra manera y decir: Homo Stultus, el hombre estúpido. Cuando nos decidamos a emplear una clasificación zoológica seria y adecuada a las verdadera naturaleza de los componentes del reino aninal, habrá que emplear este término.
Sin embargo todavía hay peor. Dentro de la especie humana existen categorías particularmente degradas para las cuales el epíteto que les corresponde debe ser expresado en superlativo: Homo Stultissimus, el hombre estupidísimo. Por ejemplo, y en primer lugar, los negros.
Desde hace 30.000 años hay negros en África, y durante esos 30.000 años estos no han llegado a nada que los eleve por encima de los monos. Incluso podemos afirmar que la organización social y el éxito en la adaptación a su medio ambiente es superior en algunas especies de simios.
Por lo menos, nosotros los blancos tenemos algunos monumentos, algunos esbozos de ciencia y arte, tratados de geometría analítica y de moral, diccionarios, dramas, catedrales, sinfonías, exposiciones universales, laboratorios de física, observatorios astronómicos y algunas chucherías más.
No mucho, después de 30 siglos, pero algo al fin, lo suficiente para dar a la humanidad blanca una apariencia de vida, si no muy razonable, cuanto menos intelectual y sofisticada. Los negros no tienen nada parecido. Siguen, incluso entre los blancos, viviendo una existencia vegetativa, sin producir otra cosa que ácido carbónico y urea. Las tortugas, las ardillas y los monos no tienen tam-tams cuyo ruido invoca una lluvia bienhechora, ni amuletos ante los cuales hay que prosternarse bajo pena de muerte, ni brujos repugnantes que se divierten con sacrificios humanos. Las tortugas, las ardillas y los monos no consentirían nunca agujerearse las narices con grandes pedazos de madera o huesos diversos, ni quemarse el caparazón o el pelaje para poder enseñar con ostentación las cicatrices de indelebles tatuajes que proclaman en carácteres grotescos el estigma de la incurable inepcia de esta subespecie de tiznados que avergüenza al género humano. Las tortugas, las ardillas y los monos tampoco mutilan en horribles carnicerías, y por vaya a saber que aberrantes motivos, el sexo de sus hembras. Estos animales están, pues, muy por encima de los negros en la jerarquía de las inteligencias.
Jean-Jacques Rousseau, uno de los espíritus más falsos y poderosos de todos los tiempos, ha emitido acerca de los salvajes -y todos los negros son unos salvajes- una ideas muy singulares. Ha pretendido que el hombre, en estado natural es más sabio y más virtuoso que el hombre corrompido por la vida en común. A medida que las sociedades se han desarrollado, estas habrían deteriorado la naturaleza humana, la cual es primitivamente siempre sana, de manera que toda nuestra civilización, según Rousseau, no es más que el florecimiento de una gradual corrupción, que se prolonga y se intensifica. El hombre era antaño un ser bueno: la sociedad lo ha vuelto un ser malo.
No profeso una ciega admiración por nuestra pretendidad civilización. Aun así, me veo en la obligación de reconocer que si nuestro estado social es informe, el estado salvaje es más informe todavía. Los negros de África, sin atenuar su barbarie, así como tratamos de hacerlo a menudo desde Occidente, por puro papanatismo seudointelectual, mediante tenebrosas ciencias y aventuradas estéticas, son mucho más absurdos que las más cerriles especies animales. Los negros se aglomeran en tribus insignificantes que se saquean y se matan unas a otras desde la noche de los tiempos. A veces es por comerse entre si (y son los menos ineptos), la mayor parte del tiempo es por la disputa de un campo de mijo o un trozo de selva. A menos que sea por motivos tan bajos, enclenques y estravagantes, que nadie, incluso entre los contendientes, los conoce.
¿Hasta dónde se parecen a los monos, sus medio hermanos? Miremos a esos ágiles animales en una selva: se divierten dando alegres brincos, saltando de rama en rama con una habilidad sorprendente, gritando sin cesar para llamarse, o para indicar a sus compañeros algún peligro. Sus muecas y sus contorsiones son inofensivas. Son sus juegos, unos juegos ingenuos, inocentes, que hacen un extraño contraste con los juegos bárbaros a los que se entregan los negros. Crédulos, obscenos, frívolos, perezosos, mentirosos, estos ejemplares deshonran la especie humana y nos hacen dudar de la obra divina. ¿No humilla la conciencia de la humanidad la bestial condición de este enérgumeno? Su salvaje comportamiento, sus andares simiescos, su grosera gestualidad, sus repulsivos rasgos, su cacofónico parloteo, su intrinseca vulgaridad, su nulidad intelectual, su indigencia moral, su vacio espiritual, proclaman a voces su inferioridad sin remedio.
Si Rousseau hubiese sabido ir al final de su pensamiento, hubiera dicho que el hombre debe volver, no al estado salvaje, sino al estado animal. En efecto, nunca los animales son seres degradados, llevan una vida grave y serena. Cazan o pacen, según sean carnívoros o herbívoros. Cuando llega la noche, el macho y la hembra entran en su guarida, sin preocupación por el mañana, sólo atentos a no caer bajo los golpes de algún enemigo. Aquellos que viven en rebaños, como los bisontes o los antílopes, tienen un vago estado social que consiste esencialmente en agruparse para mejor escapar a las fieras y encontrar más ricos pastos. Los negros también viven en manadas, pero a su estado natural han añadido costumbres, a veces crueles, a veces ridículas, casi siempre crueles y ridículas al mismo tiempo, y tanto menos perdonables que su cerebro es algo más complicado que el de los monos, los bisontes o las ardillas, y que es capaz, al menos aparentemente, de algunos razonamientos rudimentarios.
¿QUIÉN FUE CHARLES ROBERT RICHET?
Charles Robert Richet (París, 20 de agosto de 1850 – París, 4 de febrero de 1935). Médico francés.
Durante 24 años, desde 1878 a 1902, fue editor de la Revista Científica y desde 1917, co-editor del Journal de Fisiología y Patología General. Publicó artículos sobre fisiología, química, patología experimental.
En fisiología trabajó sobre los mecanismos de la termorregulación en animales de sangre caliente. Antes de sus investigaciones (1885 –1895) sobre polipnea y temblor debido a temperaturas, poco era conocido sobre los métodos por los cuales los animales deprivados de su transpiración cutánea pueden protegerse del exceso de calor y cómo animales enfriados podían calentarse a sí mismos.
En terapéutica experimental, Richet demostró que la sangre de animales vacunados contra una infección, protege contra la misma. (Noviembre de 1888). Aplicando estos principios a la tuberculosis, hizo la primera inyección seroterapéutica en el hombre, el 6 de diciembre de 1890.
Inventó la palabra Anafilaxia para designar la sensibilidad desarrollada por un organismo después de recibir una inyección parenteral de un coloide, sustancia proteica o toxina (1902), pudiendo así afirmar que la inyección parenteral de sustancias proteicas modifica profunda y permanentemente la constitución química de los fluidos corporales.
Las aplicaciones de la anafilaxia en medicina son extremadamente numerosas. Más adelante demostró los fenómenos de la Anafilaxia Pasiva y la Anafilaxia in vitro. La mayoría de los trabajos de fisiología de Charles Richet, publicados en diversas revistas científicas fueron recopilados y publicados en Travaux du Laboratoire de la Faculté de Médecine de Paris (Alcan, Paris, 6 vols. 1890 -1911).
Catedrático de Fisiología y profesor de la Sorbona, Miembro del Instituto de Francia, Presidente de la Sociedad de Biología, el 11 de diciembre de 1913 fue galardonado con el Premio Nobel de Medicina por sus investigaciones sobre Anafilaxia.
Richet fue también uno de los más representativos pioneros de la investigación llamada en su tiempo “metapsíquica”, término sustituido después por el acuñado por Max Dessoir: Parapsicología. Richet publicó sus conclusiones en su voluminoso Tratado de Metapsíquica. Cuarenta años de trabajos psíquicos, así como en El porvenir y la premonición, traducidos ambos al español por la ed. Araluce: en 1923 el primero, con elogioso prólogo del inmunólogo catalán Jaime Ferrán, y en 1932 el segundo.
Asimismo, dedicó parte de su tiempo a escribir obras de arte dramático.
Fuente: [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
Lineo, el gran naturalista sueco, tratando de clasificar en buen orden las variadas formas que pueblan nuestro planeta, llamó al hombre, que constituye evidentemente una especie animal distinta a todas las demás: Homo Sapiens, el hombre sabio.
Pero un elogio tal es manifiestamente injustificado. El hombre acumula tan abundantes ejemplos de extraordinaria necedad, que convendría, para conformarse a la realidad de las cosas, denominarlo de otra manera y decir: Homo Stultus, el hombre estúpido. Cuando nos decidamos a emplear una clasificación zoológica seria y adecuada a las verdadera naturaleza de los componentes del reino aninal, habrá que emplear este término.
Sin embargo todavía hay peor. Dentro de la especie humana existen categorías particularmente degradas para las cuales el epíteto que les corresponde debe ser expresado en superlativo: Homo Stultissimus, el hombre estupidísimo. Por ejemplo, y en primer lugar, los negros.
Desde hace 30.000 años hay negros en África, y durante esos 30.000 años estos no han llegado a nada que los eleve por encima de los monos. Incluso podemos afirmar que la organización social y el éxito en la adaptación a su medio ambiente es superior en algunas especies de simios.
Por lo menos, nosotros los blancos tenemos algunos monumentos, algunos esbozos de ciencia y arte, tratados de geometría analítica y de moral, diccionarios, dramas, catedrales, sinfonías, exposiciones universales, laboratorios de física, observatorios astronómicos y algunas chucherías más.
No mucho, después de 30 siglos, pero algo al fin, lo suficiente para dar a la humanidad blanca una apariencia de vida, si no muy razonable, cuanto menos intelectual y sofisticada. Los negros no tienen nada parecido. Siguen, incluso entre los blancos, viviendo una existencia vegetativa, sin producir otra cosa que ácido carbónico y urea. Las tortugas, las ardillas y los monos no tienen tam-tams cuyo ruido invoca una lluvia bienhechora, ni amuletos ante los cuales hay que prosternarse bajo pena de muerte, ni brujos repugnantes que se divierten con sacrificios humanos. Las tortugas, las ardillas y los monos no consentirían nunca agujerearse las narices con grandes pedazos de madera o huesos diversos, ni quemarse el caparazón o el pelaje para poder enseñar con ostentación las cicatrices de indelebles tatuajes que proclaman en carácteres grotescos el estigma de la incurable inepcia de esta subespecie de tiznados que avergüenza al género humano. Las tortugas, las ardillas y los monos tampoco mutilan en horribles carnicerías, y por vaya a saber que aberrantes motivos, el sexo de sus hembras. Estos animales están, pues, muy por encima de los negros en la jerarquía de las inteligencias.
Jean-Jacques Rousseau, uno de los espíritus más falsos y poderosos de todos los tiempos, ha emitido acerca de los salvajes -y todos los negros son unos salvajes- una ideas muy singulares. Ha pretendido que el hombre, en estado natural es más sabio y más virtuoso que el hombre corrompido por la vida en común. A medida que las sociedades se han desarrollado, estas habrían deteriorado la naturaleza humana, la cual es primitivamente siempre sana, de manera que toda nuestra civilización, según Rousseau, no es más que el florecimiento de una gradual corrupción, que se prolonga y se intensifica. El hombre era antaño un ser bueno: la sociedad lo ha vuelto un ser malo.
No profeso una ciega admiración por nuestra pretendidad civilización. Aun así, me veo en la obligación de reconocer que si nuestro estado social es informe, el estado salvaje es más informe todavía. Los negros de África, sin atenuar su barbarie, así como tratamos de hacerlo a menudo desde Occidente, por puro papanatismo seudointelectual, mediante tenebrosas ciencias y aventuradas estéticas, son mucho más absurdos que las más cerriles especies animales. Los negros se aglomeran en tribus insignificantes que se saquean y se matan unas a otras desde la noche de los tiempos. A veces es por comerse entre si (y son los menos ineptos), la mayor parte del tiempo es por la disputa de un campo de mijo o un trozo de selva. A menos que sea por motivos tan bajos, enclenques y estravagantes, que nadie, incluso entre los contendientes, los conoce.
¿Hasta dónde se parecen a los monos, sus medio hermanos? Miremos a esos ágiles animales en una selva: se divierten dando alegres brincos, saltando de rama en rama con una habilidad sorprendente, gritando sin cesar para llamarse, o para indicar a sus compañeros algún peligro. Sus muecas y sus contorsiones son inofensivas. Son sus juegos, unos juegos ingenuos, inocentes, que hacen un extraño contraste con los juegos bárbaros a los que se entregan los negros. Crédulos, obscenos, frívolos, perezosos, mentirosos, estos ejemplares deshonran la especie humana y nos hacen dudar de la obra divina. ¿No humilla la conciencia de la humanidad la bestial condición de este enérgumeno? Su salvaje comportamiento, sus andares simiescos, su grosera gestualidad, sus repulsivos rasgos, su cacofónico parloteo, su intrinseca vulgaridad, su nulidad intelectual, su indigencia moral, su vacio espiritual, proclaman a voces su inferioridad sin remedio.
Si Rousseau hubiese sabido ir al final de su pensamiento, hubiera dicho que el hombre debe volver, no al estado salvaje, sino al estado animal. En efecto, nunca los animales son seres degradados, llevan una vida grave y serena. Cazan o pacen, según sean carnívoros o herbívoros. Cuando llega la noche, el macho y la hembra entran en su guarida, sin preocupación por el mañana, sólo atentos a no caer bajo los golpes de algún enemigo. Aquellos que viven en rebaños, como los bisontes o los antílopes, tienen un vago estado social que consiste esencialmente en agruparse para mejor escapar a las fieras y encontrar más ricos pastos. Los negros también viven en manadas, pero a su estado natural han añadido costumbres, a veces crueles, a veces ridículas, casi siempre crueles y ridículas al mismo tiempo, y tanto menos perdonables que su cerebro es algo más complicado que el de los monos, los bisontes o las ardillas, y que es capaz, al menos aparentemente, de algunos razonamientos rudimentarios.
¿QUIÉN FUE CHARLES ROBERT RICHET?
Charles Robert Richet (París, 20 de agosto de 1850 – París, 4 de febrero de 1935). Médico francés.
Durante 24 años, desde 1878 a 1902, fue editor de la Revista Científica y desde 1917, co-editor del Journal de Fisiología y Patología General. Publicó artículos sobre fisiología, química, patología experimental.
En fisiología trabajó sobre los mecanismos de la termorregulación en animales de sangre caliente. Antes de sus investigaciones (1885 –1895) sobre polipnea y temblor debido a temperaturas, poco era conocido sobre los métodos por los cuales los animales deprivados de su transpiración cutánea pueden protegerse del exceso de calor y cómo animales enfriados podían calentarse a sí mismos.
En terapéutica experimental, Richet demostró que la sangre de animales vacunados contra una infección, protege contra la misma. (Noviembre de 1888). Aplicando estos principios a la tuberculosis, hizo la primera inyección seroterapéutica en el hombre, el 6 de diciembre de 1890.
Inventó la palabra Anafilaxia para designar la sensibilidad desarrollada por un organismo después de recibir una inyección parenteral de un coloide, sustancia proteica o toxina (1902), pudiendo así afirmar que la inyección parenteral de sustancias proteicas modifica profunda y permanentemente la constitución química de los fluidos corporales.
Las aplicaciones de la anafilaxia en medicina son extremadamente numerosas. Más adelante demostró los fenómenos de la Anafilaxia Pasiva y la Anafilaxia in vitro. La mayoría de los trabajos de fisiología de Charles Richet, publicados en diversas revistas científicas fueron recopilados y publicados en Travaux du Laboratoire de la Faculté de Médecine de Paris (Alcan, Paris, 6 vols. 1890 -1911).
Catedrático de Fisiología y profesor de la Sorbona, Miembro del Instituto de Francia, Presidente de la Sociedad de Biología, el 11 de diciembre de 1913 fue galardonado con el Premio Nobel de Medicina por sus investigaciones sobre Anafilaxia.
Richet fue también uno de los más representativos pioneros de la investigación llamada en su tiempo “metapsíquica”, término sustituido después por el acuñado por Max Dessoir: Parapsicología. Richet publicó sus conclusiones en su voluminoso Tratado de Metapsíquica. Cuarenta años de trabajos psíquicos, así como en El porvenir y la premonición, traducidos ambos al español por la ed. Araluce: en 1923 el primero, con elogioso prólogo del inmunólogo catalán Jaime Ferrán, y en 1932 el segundo.
Asimismo, dedicó parte de su tiempo a escribir obras de arte dramático.
Fuente: [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]