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    "La trampa de los recursos naturales: Un poco de realismo político" - artículo de José Natanson - publicado en junio de 2013 en Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur

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    pedrocasca
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    Mensaje por pedrocasca Sáb Jun 15, 2013 8:34 pm

    La trampa de los recursos naturales: Un poco de realismo político

    artículo de José Natanson
    publicado en junio de 2013 en Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur
    Creado para definir la dinámica de extracción de recursos naturales (fundamentalmente oro y plata) y su traslado desde las colonias americanas a las metrópolis europeas, el extractivismo se ha ido convirtiendo en una corriente de crítica social cada vez más extendida en algunos círculos intelectuales –y en menor medida políticos– de América Latina. Se define como extractivistas a aquellas actividades económicas que remueven grandes volúmenes de recursos que no son procesados (o que lo son muy limitadamente) y que se destinan sobre todo a la exportación. En esta definición amplia, el extractivismo no se limita a los minerales, el gas o el petróleo, sino que engloba materias primas agrarias, forestales e incluso pesqueras. Desde esta óptica, los países latinoamericanos seguirían desarrollando “economías adaptativas” a la división del trabajo mundial. Se dice, un poco dramáticamente, que son “exportadores de naturaleza” (1).
    La crítica extractivista viene asociada a otra, que no es la misma pero se le parece, y que gira alrededor de la idea de rentismo. Concebido más como una cultura que como un modelo macroeconómico cerrado, el rentismo alude a un tipo de economía que depende básicamente de la generosidad de la naturaleza. Como el ingreso que genera no tiene contrapartida productiva sino que es resultado de la buena fortuna (los hallazgos en el subsuelo, la fertilidad de la tierra, las lluvias), las economías rentistas consolidan mentalidades anti-schumpeterianas que ahogan la capacidad de innovación, el riesgo empresarial y aun el esfuerzo individual. En uno de los estudios sistemáticos más famosos sobre el tema (2), la politóloga estadounidense Terry Lynn Karl desarrolla la tesis de “la paradoja de la abundancia”, según la cual aquellos países con una dotación extraordinaria de recursos naturales tienen mayores dificultades para lograr un crecimiento económico sostenido, mejorar la equidad social y evitar la inestabilidad política. En suma, son menos desarrollados.
     
    ¿Es tan así? En buena medida sí, por supuesto, pero creo que la crítica extractivista-rentista merece una puesta en cuestión, no para desmentirla totalmente sino para, primero, complejizarla con algunos matices conceptuales y, después, considerarla desde el incómodo pero inevitable punto de vista del realismo político, porque si no estaremos hablando en el aire.
    Veamos.

    Teoría

    Comencemos revisando la idea de que las economías basadas en los recursos naturales son necesariamente subdesarrolladas. No solo por el caso de Noruega, octavo productor de petróleo del mundo y segundo país en el Índice de Desarrollo Humano del PNUD, situación que podría atribuirse al hecho de que el petróleo fue descubierto y comenzó a explotarse tardíamente, pasados los 60, cuando Noruega ya era un país de punta, sino por la experiencia de naciones que lograron interesantes saltos de desarrollo en base a la exportación de materias primas: el 49 por ciento de las exportaciones de Nueva Zelanda, por ejemplo, está constituido por recursos naturales o productos elaborados en base a ellos. La clave es el valor agregado, que es altísimo: el gobierno neozelandés ha creado organismos y programas que alientan la cooperación entre el sector público y las empresas privadas con objetivos tan precisos como incrementar las exportaciones de vino a los segmentos de mayor poder adquisitivo del Sudeste Asiático o desarrollar nuevas variedades de kiwi –que en el pasado era una fruta exclusivamente neocelandesa pero que ahora se cultiva en todo el mundo– para no perder presencia en el mercado. El resultado es que una tonelada de alimentos exportada por Argentina vale, en promedio, 300 dólares, mientras que una exportada por Nueva Zelanda vale 1.285 (3).
    Este tipo de experiencias –hay otras: Australia, por ejemplo, es una potencia minera– demuestra que existen economías basadas en recursos naturales y al mismo tiempo dinámicas y prósperas, lo que a su vez implica romper el viejo dogma desarrollista que predica que cualquier actividad industrial es buena y cualquiera generada a partir de materias primas es mala. Por supuesto, un país que exporta uno o dos productos sin agregarles valor probablemente esté condenado al fracaso, pero en el contexto del ascenso imparable de China e India la vieja tesis de Raúl Prebisch en el sentido de un deterioro inexorable de los términos de intercambio para los países exportadores de recursos naturales merece cuanto menos una discusión. Con un centro global en crisis desde el 2008 y una periferia en ascenso, nos enfrentamos a un cambio radical de paradigma que descoloca a los frondizistas nostálgicos (dicen que todavía quedan algunos). ¿Qué vale más hoy, una planta de agua pesada o un buen complejo agroalimentario?
    El otro punto a revisar es el concepto mismo de extractivismo. Tal vez resulte demasiado amplio, en la medida en que incluye dentro de la misma bolsa a actividades generadas a partir de recursos no renovables (como minería e hidrocarburos) y otras que no lo son. La soja es un caso interesante, pues se trata de una actividad productiva basada en un recurso renovable (el suelo), cuyo rendimiento depende en parte de la tecnología, el capital y la innovación (no tanto del trabajo, ya que emplea poca mano de obra). Y aunque es cierto que si se descuidan los métodos de cultivo se corre el riesgo de que la tasa de explotación de la tierra sobrepase la tasa de renovación ecológica, también es verdad que la rotación garantiza su preservación. Al mismo tiempo, la soja depende para su éxito de factores no productivos (la fertilidad del suelo, las lluvias) y produce una hiperrenta superior a la de casi todas las actividades legales… salvo los hidrocarburos.

    Práctica

    Desde un punto de vista político, todos los gobiernos latinoamericanos alientan o toleran las actividades extractivas. Esto es así incluso en aquellos que reivindican a la Pachamama, como el boliviano, pero no se privan de explotar el gas, el estaño y la nueva vedette de los minerales, el litio; aquellos que defienden el “buen vivir”, como el ecuatoriano, pero impulsan la extracción de petróleo en la Amazonia, y los que, como el de Argentina, se reivindican industrialistas, pero no pueden evitar que un porcentaje importante (67 por ciento) de las exportaciones se basen en materias primas. Que prácticamente todos los gobiernos de la región recurran a los recursos naturales como palanca para el crecimiento no les da automáticamente la razón, pero sí invita a considerar el tema con cierto cuidado.
    Sucede que el despegue económico de los últimos años y los avances sociales registrados en casi todos los países se explican en buena medida por el boom de los commodities, y la renta que habilitan es apropiada por el Estado y, con mayor o menor éxito, redistribuida. A uno podrá gustarle más o menos, pero habrá que reconocer que los ingresos extraordinarios y la ampliación del gasto social están relacionados. En términos argentinos, hay un vínculo entre el monocultivo sojero y la Asignación Universal, y ése es, desde mi percepción, el punto ciego del correcto razonamiento planteado por Carta Abierta cuando alerta sobre la imposibilidad de una política social inclusiva sin retenciones: lo que falta decir es que para que haya retenciones tiene que haber soja, y para que haya soja tiene que haber glifosato.
    Como suele suceder, quienes parecen percibir con mayor agudeza esta relación dilemática no son los intelectuales sino los ciudadanos, y en este sentido uno de los aspectos más opinables de la crítica extractivista es la idea de que se trata de actividades económicas no democráticas. No es así. Si bien es verdad que los escasos ejemplos de consultas populares realizadas alrededor de estos proyectos en general terminaron inclinándose por el rechazo, lo cierto es que los líderes políticos (intendentes, gobernadores) que los impulsan son elegidos o reelegidos con porcentajes a menudo abrumadores de votos (con todo su cianuro, José Luis Gioja fue reelegido gobernador de San Juan con casi el 70 por ciento de apoyo). Sintomáticamente, los intentos por construir alternativas de izquierda a los gobiernos latinoamericanos a partir de cuestionamientos ambientales y ecológicos fracasaron estrepitosamente, tal como demuestran los casos de Alberto Acosta en Ecuador, Marina Silva en Brasil y Pino Solanas en Argentina.
    Insisto: esto no implica negar los efectos negativos de este tipo de actividades, pero sí invita a considerar con cuidado la relación entre votos y recursos naturales (que es la relación entre democracia y ecología). Con un dato extra, también incómodo. Por inercia intelectual, desidia o conveniencia, la izquierda a menudo asume que hay una alianza natural entre, por un lado, los sectores, muchas veces campesinos e indígenas, que resisten las dinámicas económicas extractivas, y, por otro, los grupos pobres urbanos (estoy tentado de escribir: proletarios), en la medida en que todos deberían luchar objetivamente contra el mismo capitalismo depredador, cuando en verdad los sectores populares de las ciudades constituyen la base fundamental de los gobiernos que tanto se critican.

    La escalera

    Por motivos obvios, en los últimos años han ido ganando fuerza en Europa y Estados Unidos las teorías del decrecimiento y el pos-desarrollo, que plantean la necesidad de abandonar la expansión económica como objetivo prioritario de la gestión estatal y avanzar hacia un nuevo modelo de sociedad, en donde el consumo ya no ocupe el lugar central y donde las relaciones entre el ser humano y la naturaleza se vayan reequilibrando. Aunque interesante, el debate parece un poco lejano a la realidad de América Latina, que entre todos sus problemas enfrenta el de la ausencia –no el exceso– de consumo por parte de vastos sectores de la población (incluso de consumo de alimentos). Sin un crecimiento alto y sostenido, parece difícil que los países latinoamericanos logren mejorar la calidad de vida de sus habitantes. Y, aunque no hablaremos aquí de colonialismo cultural ni nada por el estilo, resultan llamativas las semejanzas entre este tipo de planteos y lo que el economista coreano Ha-Joon Chang define como la “estrategia de tirar la escalera”: el hecho de que los países centrales desplegaron históricamente una serie de políticas proteccionistas que, una vez alcanzado un alto nivel de desarrollo, pretenden vedar al resto del mundo con la consigna del libre comercio. O como dicen que un alto dirigente chino respondió cuando un funcionario europeo acusó a su país de estropear el medio ambiente con emisiones descontroladas de dióxido de carbono: “Ustedes ya hicieron su revolución industrial; ahora nos toca a nosotros”.

    NOTAS:

    1. Alberto Acosta, “Extractivismo y neoextractivismo, dos caras de la misma maldición”. Disponible en [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
    2. Terry L. Karl, The Paradox of Plenty. Oil Booms and Petro-States, University of California Press, 1997.
    3. [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]

    4. Ha-Joon Chang, 23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo, Debate, Buenos Aires, 2013.
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    Mensaje por pedrocasca Sáb Jun 15, 2013 8:42 pm

    El texto anterior va acompañado de dos Documentos recomendados:

    --- Extractivismo y neoextractivismo: dos caras de la misma maldición - 25/07/12 - escrito por Alberto Acosta

    --- La maldición de la abundancia (Descargar Libro)  - también de Alberto Acosta
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    Mensaje por lairy Lun Ago 26, 2013 2:47 pm

    19 2013
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    Poco ha trascendido, a mi juicio, una noticia tan importante como la referida al permiso otorgado a las empresas petrolíferas por el Gobierno de Ecuador para iniciar actividad extractiva en el Parque Nacional Yasuní.

    En el año 2007 el Gobierno de Ecuador inició un programa llamado Yasuní ITT en el que “se comprometía “a mantener indefinidamente bajo tierra las reservas petroleras del campo ITT en el Parque Nacional Yasuní, el lugar más biodiverso del planeta”. El Gobierno pedía “a cambio una contribución internacional equivalente al menos a la mitad de las utilidades que recibiría el Estado en caso de explotar el petróleo de este bloque en la Amazonia”, según exponían en la web oficial. Concretamente, Ecuador pedía a la comunidad internacional un total de 3.600 millones de dólares (unos 2.700 millones de euros) a cambio de no explotar unos recursos naturales cuya comercialización les reportaría unos 7.200 millones de dólares.

    Es decir, un país situado en la posición 89 en el ranking de Desarrollo Humano de la ONU, y etiquetado como de “desarrollo humano medio”, estaba dispuesto a renunciar a importantes rentabilidades económicas con tal de mantener un espacio natural del que, por razones obvias, se benefician todos los países del mundo. Eso sí, a cambio pedía una compensación a la comunidad internacional que, según se anunciaba, pudiera fortalecer las políticas de erradicación de la pobreza y el combate contra la desigualdad en el seno del país latinoamericano.

    Según informa El País, “dejar el petróleo bajo tierra significaba no emitir más de 400 millones de toneladas de CO2 (similar a las emisiones de España en un año), según una publicación de 2011 de académicos ecuatorianos. A ello hay que sumar el peligro para la biodiversidad existente (100.000 especies de insectos, 150 de anfibios, 121 de reptiles, 598 de aves y unas 200 de mamíferos, aparte de unas 3.000 de flora) y la salvaguarda de los derechos de los pueblos indígenas que habitan en la zona, principalmente los waorani, que tienen dos clanes (los tagaeri y los taromenane) que se internaron voluntariamente en la selva virgen a inicios de los setenta, justo cuando arrancaba la exploración y futura explotación petrolera en el Ecuador”.

    Pues bien, seis años más tarde de los 2.700 millones de euros sólo se han recaudado 13,3 millones, es decir, apenas el 0,37%. No le falta entonces razón al presidente Rafael Correa cuando denuncia que “el factor fundamental del fracaso (del proyecto) es que el mundo es una gran hipocresía”.

    El Gobierno español donó al proyecto 1 millón de euros, una cantidad ridícula pero que ya es muy superior a la que otros países desarrollados han aportado. Para hacerse una idea de la magnitud del compromiso, basta pensar que la Reserva Federal está inyectando cada mes más de 80.000 millones de dólares para estimular su economía; que sólo hasta 2011 España había comprometido 336.000 millones de euros en ayuda a la banca; que el Gobierno español ha dado por perdida hasta 36.000 millones de euros de esa ayuda; y que sólo en el mes de julio el Estado español se endeudó por 877 millones de euros adicionales al presupuesto para financiar Gasto Militar.

    El caso de Yasuni puede -y en mi opinión debe- analizarse desde una óptica más abstracta. Y es que tiene que ver, desde luego, con la lógica depredadora de un sistema económico dirigido por los beneficios y que no atiende a lógica o plazos temporales distintos. Un sistema-mundo que aunque está políticamente dividido en múltiples Estados-Nación tiene un funcionamiento económico cuyos efectos económicos, sociales y medioambientales se hacen notar globalmente. Así, la contaminación que provoca la desaforada actividad contaminante china, estadounidense o india tiene efectos perversos en todas las partes del planeta -ejemplo de ello es el cambio climático. Y, a la inversa, los “beneficios” medioambientales de las reservas naturales de Ecuador o Brasil tienen consecuencias positivas incuantificables por el mercado. Lo que los economistas han tratado de describir con el concepto de “externalidades”.

    Por otra parte, los resultados de Yasuni no son sino un eco de los innumerables intentos -todos fracasados- de la comunidad internacional por dotarse de un sistema de solidaridad ecológica. De hecho, ni siquiera hoy parece probable que podamos esperar resultados positivos del Protocolo de Kioto. Cabe recordar que los países que se han comprometido a reducir emisiones en la nueva fase del Protocolo no alcanzan el 10% de las emisiones mundiales. Ni Japón ni Rusia, ni Canadá, ni Nueva Zelanda ni por supuesto Estados Unidos -que nunca ratificó el Protocolo- ni China e India han participado de esos compromisos. Así las cosas, algunos todavía piensan que funcionarán mejor los absurdos sistemas de pago por el “derecho a contaminar” como los aprobados por la Unión Europea.

    El caso de Yasuni es, en última instancia, un problema del capitalismo. La lógica competitiva del irracional sistema empuja a los países a elegir entre crecimiento económico y respeto al medio ambiente. Esa lógica está hecha explícita en todos los acuerdos que tienen que ver con el medio ambiente. Sin ir más lejos, la UE se comprometió en 2009 a reducir sus emisiones de CO2 un 20% pero anunció que podría alcanzar el 30% si otros países estaban dispuestos a hacer lo mismo. Es decir, no es una cuestión de carácter técnico -de capacidad- sino político -de voluntad-. Es fácil ver que pocos países están dispuesto a convertirse en los tontos útiles de la comunidad internacional y dejar que otros sean los gorrones o, en la terminología académica, los “free-riders“.

    En definitiva, tenemos constancia ya de que el opulento modelo de consumo que impone el sistema económico capitalista no puede ser extrapolado a toda la población. Se entiende también, como otros autores, que “el nivel de consumo que ha caracterizado a los países del centro es imposible de exportar al resto del mundo, aunque sólo sea porque el planeta no da para tanto. Hace tiempo que se han quebrado los límites de la sostenibilidad del planeta. Y cualquier proyecto político que trate de ignorar esto es, sencillamente, una estafa” (C. F. Liria y L. Alegre, El Orden de El Capital).

    Nuestro planeta tiene recursos finitos, y es radicalmente imposible que pueda soportar eternamente un expolio de estas características. No hay duda; este sistema de producción y consumo inevitablemente llegará a su fin. La cuestión relevante es saber si llegará a su fin de forma ordenada y pacífica, o de una forma brusca y caótica que termine envuelta en una serie de conflictos gravemente perjudiciales para el ser humano. Es la vuelta al conocido dilema entre socialismo o barbarie, pero ahora también desde el prisma ecológico. Casos como el de Yasuni nos demuestran que la lógica del sistema, y la complicidad de los gobernantes de la llamada comunidad internacional, apuestan con sus hechos por la barbarie.

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