La trampa de los recursos naturales: Un poco de realismo político
artículo de José Natanson
publicado en junio de 2013 en Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur
Creado para definir la dinámica de extracción de recursos naturales (fundamentalmente oro y plata) y su traslado desde las colonias americanas a las metrópolis europeas, el extractivismo se ha ido convirtiendo en una corriente de crítica social cada vez más extendida en algunos círculos intelectuales –y en menor medida políticos– de América Latina. Se define como extractivistas a aquellas actividades económicas que remueven grandes volúmenes de recursos que no son procesados (o que lo son muy limitadamente) y que se destinan sobre todo a la exportación. En esta definición amplia, el extractivismo no se limita a los minerales, el gas o el petróleo, sino que engloba materias primas agrarias, forestales e incluso pesqueras. Desde esta óptica, los países latinoamericanos seguirían desarrollando “economías adaptativas” a la división del trabajo mundial. Se dice, un poco dramáticamente, que son “exportadores de naturaleza” (1).
La crítica extractivista viene asociada a otra, que no es la misma pero se le parece, y que gira alrededor de la idea de rentismo. Concebido más como una cultura que como un modelo macroeconómico cerrado, el rentismo alude a un tipo de economía que depende básicamente de la generosidad de la naturaleza. Como el ingreso que genera no tiene contrapartida productiva sino que es resultado de la buena fortuna (los hallazgos en el subsuelo, la fertilidad de la tierra, las lluvias), las economías rentistas consolidan mentalidades anti-schumpeterianas que ahogan la capacidad de innovación, el riesgo empresarial y aun el esfuerzo individual. En uno de los estudios sistemáticos más famosos sobre el tema (2), la politóloga estadounidense Terry Lynn Karl desarrolla la tesis de “la paradoja de la abundancia”, según la cual aquellos países con una dotación extraordinaria de recursos naturales tienen mayores dificultades para lograr un crecimiento económico sostenido, mejorar la equidad social y evitar la inestabilidad política. En suma, son menos desarrollados.
¿Es tan así? En buena medida sí, por supuesto, pero creo que la crítica extractivista-rentista merece una puesta en cuestión, no para desmentirla totalmente sino para, primero, complejizarla con algunos matices conceptuales y, después, considerarla desde el incómodo pero inevitable punto de vista del realismo político, porque si no estaremos hablando en el aire.
Veamos.
Teoría
Comencemos revisando la idea de que las economías basadas en los recursos naturales son necesariamente subdesarrolladas. No solo por el caso de Noruega, octavo productor de petróleo del mundo y segundo país en el Índice de Desarrollo Humano del PNUD, situación que podría atribuirse al hecho de que el petróleo fue descubierto y comenzó a explotarse tardíamente, pasados los 60, cuando Noruega ya era un país de punta, sino por la experiencia de naciones que lograron interesantes saltos de desarrollo en base a la exportación de materias primas: el 49 por ciento de las exportaciones de Nueva Zelanda, por ejemplo, está constituido por recursos naturales o productos elaborados en base a ellos. La clave es el valor agregado, que es altísimo: el gobierno neozelandés ha creado organismos y programas que alientan la cooperación entre el sector público y las empresas privadas con objetivos tan precisos como incrementar las exportaciones de vino a los segmentos de mayor poder adquisitivo del Sudeste Asiático o desarrollar nuevas variedades de kiwi –que en el pasado era una fruta exclusivamente neocelandesa pero que ahora se cultiva en todo el mundo– para no perder presencia en el mercado. El resultado es que una tonelada de alimentos exportada por Argentina vale, en promedio, 300 dólares, mientras que una exportada por Nueva Zelanda vale 1.285 (3).
Este tipo de experiencias –hay otras: Australia, por ejemplo, es una potencia minera– demuestra que existen economías basadas en recursos naturales y al mismo tiempo dinámicas y prósperas, lo que a su vez implica romper el viejo dogma desarrollista que predica que cualquier actividad industrial es buena y cualquiera generada a partir de materias primas es mala. Por supuesto, un país que exporta uno o dos productos sin agregarles valor probablemente esté condenado al fracaso, pero en el contexto del ascenso imparable de China e India la vieja tesis de Raúl Prebisch en el sentido de un deterioro inexorable de los términos de intercambio para los países exportadores de recursos naturales merece cuanto menos una discusión. Con un centro global en crisis desde el 2008 y una periferia en ascenso, nos enfrentamos a un cambio radical de paradigma que descoloca a los frondizistas nostálgicos (dicen que todavía quedan algunos). ¿Qué vale más hoy, una planta de agua pesada o un buen complejo agroalimentario?
El otro punto a revisar es el concepto mismo de extractivismo. Tal vez resulte demasiado amplio, en la medida en que incluye dentro de la misma bolsa a actividades generadas a partir de recursos no renovables (como minería e hidrocarburos) y otras que no lo son. La soja es un caso interesante, pues se trata de una actividad productiva basada en un recurso renovable (el suelo), cuyo rendimiento depende en parte de la tecnología, el capital y la innovación (no tanto del trabajo, ya que emplea poca mano de obra). Y aunque es cierto que si se descuidan los métodos de cultivo se corre el riesgo de que la tasa de explotación de la tierra sobrepase la tasa de renovación ecológica, también es verdad que la rotación garantiza su preservación. Al mismo tiempo, la soja depende para su éxito de factores no productivos (la fertilidad del suelo, las lluvias) y produce una hiperrenta superior a la de casi todas las actividades legales… salvo los hidrocarburos.
Práctica
Desde un punto de vista político, todos los gobiernos latinoamericanos alientan o toleran las actividades extractivas. Esto es así incluso en aquellos que reivindican a la Pachamama, como el boliviano, pero no se privan de explotar el gas, el estaño y la nueva vedette de los minerales, el litio; aquellos que defienden el “buen vivir”, como el ecuatoriano, pero impulsan la extracción de petróleo en la Amazonia, y los que, como el de Argentina, se reivindican industrialistas, pero no pueden evitar que un porcentaje importante (67 por ciento) de las exportaciones se basen en materias primas. Que prácticamente todos los gobiernos de la región recurran a los recursos naturales como palanca para el crecimiento no les da automáticamente la razón, pero sí invita a considerar el tema con cierto cuidado.
Sucede que el despegue económico de los últimos años y los avances sociales registrados en casi todos los países se explican en buena medida por el boom de los commodities, y la renta que habilitan es apropiada por el Estado y, con mayor o menor éxito, redistribuida. A uno podrá gustarle más o menos, pero habrá que reconocer que los ingresos extraordinarios y la ampliación del gasto social están relacionados. En términos argentinos, hay un vínculo entre el monocultivo sojero y la Asignación Universal, y ése es, desde mi percepción, el punto ciego del correcto razonamiento planteado por Carta Abierta cuando alerta sobre la imposibilidad de una política social inclusiva sin retenciones: lo que falta decir es que para que haya retenciones tiene que haber soja, y para que haya soja tiene que haber glifosato.
Como suele suceder, quienes parecen percibir con mayor agudeza esta relación dilemática no son los intelectuales sino los ciudadanos, y en este sentido uno de los aspectos más opinables de la crítica extractivista es la idea de que se trata de actividades económicas no democráticas. No es así. Si bien es verdad que los escasos ejemplos de consultas populares realizadas alrededor de estos proyectos en general terminaron inclinándose por el rechazo, lo cierto es que los líderes políticos (intendentes, gobernadores) que los impulsan son elegidos o reelegidos con porcentajes a menudo abrumadores de votos (con todo su cianuro, José Luis Gioja fue reelegido gobernador de San Juan con casi el 70 por ciento de apoyo). Sintomáticamente, los intentos por construir alternativas de izquierda a los gobiernos latinoamericanos a partir de cuestionamientos ambientales y ecológicos fracasaron estrepitosamente, tal como demuestran los casos de Alberto Acosta en Ecuador, Marina Silva en Brasil y Pino Solanas en Argentina.
Insisto: esto no implica negar los efectos negativos de este tipo de actividades, pero sí invita a considerar con cuidado la relación entre votos y recursos naturales (que es la relación entre democracia y ecología). Con un dato extra, también incómodo. Por inercia intelectual, desidia o conveniencia, la izquierda a menudo asume que hay una alianza natural entre, por un lado, los sectores, muchas veces campesinos e indígenas, que resisten las dinámicas económicas extractivas, y, por otro, los grupos pobres urbanos (estoy tentado de escribir: proletarios), en la medida en que todos deberían luchar objetivamente contra el mismo capitalismo depredador, cuando en verdad los sectores populares de las ciudades constituyen la base fundamental de los gobiernos que tanto se critican.
La escalera
Por motivos obvios, en los últimos años han ido ganando fuerza en Europa y Estados Unidos las teorías del decrecimiento y el pos-desarrollo, que plantean la necesidad de abandonar la expansión económica como objetivo prioritario de la gestión estatal y avanzar hacia un nuevo modelo de sociedad, en donde el consumo ya no ocupe el lugar central y donde las relaciones entre el ser humano y la naturaleza se vayan reequilibrando. Aunque interesante, el debate parece un poco lejano a la realidad de América Latina, que entre todos sus problemas enfrenta el de la ausencia –no el exceso– de consumo por parte de vastos sectores de la población (incluso de consumo de alimentos). Sin un crecimiento alto y sostenido, parece difícil que los países latinoamericanos logren mejorar la calidad de vida de sus habitantes. Y, aunque no hablaremos aquí de colonialismo cultural ni nada por el estilo, resultan llamativas las semejanzas entre este tipo de planteos y lo que el economista coreano Ha-Joon Chang define como la “estrategia de tirar la escalera”: el hecho de que los países centrales desplegaron históricamente una serie de políticas proteccionistas que, una vez alcanzado un alto nivel de desarrollo, pretenden vedar al resto del mundo con la consigna del libre comercio. O como dicen que un alto dirigente chino respondió cuando un funcionario europeo acusó a su país de estropear el medio ambiente con emisiones descontroladas de dióxido de carbono: “Ustedes ya hicieron su revolución industrial; ahora nos toca a nosotros”.
NOTAS:
1. Alberto Acosta, “Extractivismo y neoextractivismo, dos caras de la misma maldición”. Disponible en [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
2. Terry L. Karl, The Paradox of Plenty. Oil Booms and Petro-States, University of California Press, 1997.
3. [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
¿Es tan así? En buena medida sí, por supuesto, pero creo que la crítica extractivista-rentista merece una puesta en cuestión, no para desmentirla totalmente sino para, primero, complejizarla con algunos matices conceptuales y, después, considerarla desde el incómodo pero inevitable punto de vista del realismo político, porque si no estaremos hablando en el aire.
Veamos.
Teoría
Comencemos revisando la idea de que las economías basadas en los recursos naturales son necesariamente subdesarrolladas. No solo por el caso de Noruega, octavo productor de petróleo del mundo y segundo país en el Índice de Desarrollo Humano del PNUD, situación que podría atribuirse al hecho de que el petróleo fue descubierto y comenzó a explotarse tardíamente, pasados los 60, cuando Noruega ya era un país de punta, sino por la experiencia de naciones que lograron interesantes saltos de desarrollo en base a la exportación de materias primas: el 49 por ciento de las exportaciones de Nueva Zelanda, por ejemplo, está constituido por recursos naturales o productos elaborados en base a ellos. La clave es el valor agregado, que es altísimo: el gobierno neozelandés ha creado organismos y programas que alientan la cooperación entre el sector público y las empresas privadas con objetivos tan precisos como incrementar las exportaciones de vino a los segmentos de mayor poder adquisitivo del Sudeste Asiático o desarrollar nuevas variedades de kiwi –que en el pasado era una fruta exclusivamente neocelandesa pero que ahora se cultiva en todo el mundo– para no perder presencia en el mercado. El resultado es que una tonelada de alimentos exportada por Argentina vale, en promedio, 300 dólares, mientras que una exportada por Nueva Zelanda vale 1.285 (3).
Este tipo de experiencias –hay otras: Australia, por ejemplo, es una potencia minera– demuestra que existen economías basadas en recursos naturales y al mismo tiempo dinámicas y prósperas, lo que a su vez implica romper el viejo dogma desarrollista que predica que cualquier actividad industrial es buena y cualquiera generada a partir de materias primas es mala. Por supuesto, un país que exporta uno o dos productos sin agregarles valor probablemente esté condenado al fracaso, pero en el contexto del ascenso imparable de China e India la vieja tesis de Raúl Prebisch en el sentido de un deterioro inexorable de los términos de intercambio para los países exportadores de recursos naturales merece cuanto menos una discusión. Con un centro global en crisis desde el 2008 y una periferia en ascenso, nos enfrentamos a un cambio radical de paradigma que descoloca a los frondizistas nostálgicos (dicen que todavía quedan algunos). ¿Qué vale más hoy, una planta de agua pesada o un buen complejo agroalimentario?
El otro punto a revisar es el concepto mismo de extractivismo. Tal vez resulte demasiado amplio, en la medida en que incluye dentro de la misma bolsa a actividades generadas a partir de recursos no renovables (como minería e hidrocarburos) y otras que no lo son. La soja es un caso interesante, pues se trata de una actividad productiva basada en un recurso renovable (el suelo), cuyo rendimiento depende en parte de la tecnología, el capital y la innovación (no tanto del trabajo, ya que emplea poca mano de obra). Y aunque es cierto que si se descuidan los métodos de cultivo se corre el riesgo de que la tasa de explotación de la tierra sobrepase la tasa de renovación ecológica, también es verdad que la rotación garantiza su preservación. Al mismo tiempo, la soja depende para su éxito de factores no productivos (la fertilidad del suelo, las lluvias) y produce una hiperrenta superior a la de casi todas las actividades legales… salvo los hidrocarburos.
Práctica
Desde un punto de vista político, todos los gobiernos latinoamericanos alientan o toleran las actividades extractivas. Esto es así incluso en aquellos que reivindican a la Pachamama, como el boliviano, pero no se privan de explotar el gas, el estaño y la nueva vedette de los minerales, el litio; aquellos que defienden el “buen vivir”, como el ecuatoriano, pero impulsan la extracción de petróleo en la Amazonia, y los que, como el de Argentina, se reivindican industrialistas, pero no pueden evitar que un porcentaje importante (67 por ciento) de las exportaciones se basen en materias primas. Que prácticamente todos los gobiernos de la región recurran a los recursos naturales como palanca para el crecimiento no les da automáticamente la razón, pero sí invita a considerar el tema con cierto cuidado.
Sucede que el despegue económico de los últimos años y los avances sociales registrados en casi todos los países se explican en buena medida por el boom de los commodities, y la renta que habilitan es apropiada por el Estado y, con mayor o menor éxito, redistribuida. A uno podrá gustarle más o menos, pero habrá que reconocer que los ingresos extraordinarios y la ampliación del gasto social están relacionados. En términos argentinos, hay un vínculo entre el monocultivo sojero y la Asignación Universal, y ése es, desde mi percepción, el punto ciego del correcto razonamiento planteado por Carta Abierta cuando alerta sobre la imposibilidad de una política social inclusiva sin retenciones: lo que falta decir es que para que haya retenciones tiene que haber soja, y para que haya soja tiene que haber glifosato.
Como suele suceder, quienes parecen percibir con mayor agudeza esta relación dilemática no son los intelectuales sino los ciudadanos, y en este sentido uno de los aspectos más opinables de la crítica extractivista es la idea de que se trata de actividades económicas no democráticas. No es así. Si bien es verdad que los escasos ejemplos de consultas populares realizadas alrededor de estos proyectos en general terminaron inclinándose por el rechazo, lo cierto es que los líderes políticos (intendentes, gobernadores) que los impulsan son elegidos o reelegidos con porcentajes a menudo abrumadores de votos (con todo su cianuro, José Luis Gioja fue reelegido gobernador de San Juan con casi el 70 por ciento de apoyo). Sintomáticamente, los intentos por construir alternativas de izquierda a los gobiernos latinoamericanos a partir de cuestionamientos ambientales y ecológicos fracasaron estrepitosamente, tal como demuestran los casos de Alberto Acosta en Ecuador, Marina Silva en Brasil y Pino Solanas en Argentina.
Insisto: esto no implica negar los efectos negativos de este tipo de actividades, pero sí invita a considerar con cuidado la relación entre votos y recursos naturales (que es la relación entre democracia y ecología). Con un dato extra, también incómodo. Por inercia intelectual, desidia o conveniencia, la izquierda a menudo asume que hay una alianza natural entre, por un lado, los sectores, muchas veces campesinos e indígenas, que resisten las dinámicas económicas extractivas, y, por otro, los grupos pobres urbanos (estoy tentado de escribir: proletarios), en la medida en que todos deberían luchar objetivamente contra el mismo capitalismo depredador, cuando en verdad los sectores populares de las ciudades constituyen la base fundamental de los gobiernos que tanto se critican.
La escalera
Por motivos obvios, en los últimos años han ido ganando fuerza en Europa y Estados Unidos las teorías del decrecimiento y el pos-desarrollo, que plantean la necesidad de abandonar la expansión económica como objetivo prioritario de la gestión estatal y avanzar hacia un nuevo modelo de sociedad, en donde el consumo ya no ocupe el lugar central y donde las relaciones entre el ser humano y la naturaleza se vayan reequilibrando. Aunque interesante, el debate parece un poco lejano a la realidad de América Latina, que entre todos sus problemas enfrenta el de la ausencia –no el exceso– de consumo por parte de vastos sectores de la población (incluso de consumo de alimentos). Sin un crecimiento alto y sostenido, parece difícil que los países latinoamericanos logren mejorar la calidad de vida de sus habitantes. Y, aunque no hablaremos aquí de colonialismo cultural ni nada por el estilo, resultan llamativas las semejanzas entre este tipo de planteos y lo que el economista coreano Ha-Joon Chang define como la “estrategia de tirar la escalera”: el hecho de que los países centrales desplegaron históricamente una serie de políticas proteccionistas que, una vez alcanzado un alto nivel de desarrollo, pretenden vedar al resto del mundo con la consigna del libre comercio. O como dicen que un alto dirigente chino respondió cuando un funcionario europeo acusó a su país de estropear el medio ambiente con emisiones descontroladas de dióxido de carbono: “Ustedes ya hicieron su revolución industrial; ahora nos toca a nosotros”.
NOTAS:
1. Alberto Acosta, “Extractivismo y neoextractivismo, dos caras de la misma maldición”. Disponible en [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
2. Terry L. Karl, The Paradox of Plenty. Oil Booms and Petro-States, University of California Press, 1997.
3. [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
4. Ha-Joon Chang, 23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo, Debate, Buenos Aires, 2013.