Las crisis económicas
texto de Maurice Dobb (capítulo IV de su libro Political Economy and Capitalism. Some Essays in Economic Tradition) - año 1937
publicado en Revista de Economía Crítica, nº15, primer semestre 2013
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Para Marx, la aplicación más importante que puede hacerse de su teoría es, sin duda alguna, el análisis de la naturaleza de las crisis económicas. En su tiempo, el estudio de este fenómeno se hallaba todavía en su infancia. Sismondi había hecho algunas fecundas observaciones, aunque asistemáticas, en relación con los efectos perturbadores de la competencia y la producción para un vasto mercado. Malthus y Ricardo ya habían tenido, por entonces, su clásica discusión acerca de si la plétora y la depresión podían atribuirse a una deficiencia del consumo y, en Alemania, Rodbertus había formulado su teoría del infraconsumo para explicar el fenómeno de las crisis. Pero por lo que se refiere a la escuela ricardiana y a sus herederos, puede decirse que las crisis no ocuparon virtualmente lugar alguno dentro de su sistema: las depresiones debían atribuirse a interferencias del exterior que impedían el libre juego de las fuerzas económicas o el proceso de la acumulación de capital, más bien que a los efectos de un mal crónico interno de la sociedad capitalista. Los sucesores de esta escuela estaban lo suficientemente obsesionados con esta idea para buscar otra explicación fundada en causas naturales (como las fluctuaciones de las cosechas) o en “el velo monetario”. Pero para Marx era evidente que las crisis estaban asociadas a las características esenciales de la economía capitalista en sí misma. Esas dos características fundamentales eran lo que él llamaba “la anarquía de la producción”, esto es, la multiplicidad de productores que decidían autónomamente lo que debía producirse, y el hecho de ser un sistema de producción no con propósitos sociales conscientemente determinados, sino de lucro. Debido a la primera característica, tuvieron validez las leyes clásicas del mercado y, por ello, también adoptaron la forma particular que asumieron.1 A esta característica, según Marx, debía atribuirse la existencia, no sólo de las tendencias perturbadoras del equilibrio, sino también las tendencias hacia su restablecimiento, únicas a las que dieron importancia los economistas clásicos. Fue por la segunda característica de la sociedad capitalista por lo que la obtención de la plusvalía, y los factores que favorecían su incremento, adquirieron una importancia tan grande que se consideraba que una alteración de la ganancia ‑el ingreso de la clase dominante‑ estaba destinado a ejercer una influencia sobre los acontecimientos como no la podía ejercer ningún cambio en cualquier otra clase de ingreso. Por otra parte, era evidente que Marx consideraba las crisis, no como desviaciones incidentales de un equilibrio predeterminado, ni como el abandono veleidoso de un sendero establecido al que se debía retornar sumisamente, sino más bien como una forma dominante de movimiento que forjaba y modelaba el desarrollo de la sociedad capitalista. Estudiar las crisis significaba, por eso mismo, estudiar la dinámica del sistema; pero este estudio sólo podía emprenderse correctamente como una parte del examen de la evolución de las relaciones entre las clases sociales (lucha de clases) y de sus ingresos, que eran la expresión de aquellas relaciones en el mercado.
Un aspecto del problema agitó particularmente a los economistas por algún tiempo, suscitando un buen número de explicaciones rivales. Ese aspecto fue la tendencia decreciente del tipo de ganancia del capital. El cambio de circunstancias modificó la actitud frente a esta cuestión. En el siglo XVIII esa tendencia decreciente era recibida, en general, como un síntoma saludable, acaso porque los economistas habían examinado la cuestión fundamentalmente desde el punto de vista del prestatario de capital. Pero en el siglo XIX, con el florecimiento de la Economía Política burguesa por excelencia, la admiración se tornó en aprensión. Tan famosa llegó a ser la discusión, que Marx pudo decir que “el misterio en torno a cuya solución viene girando toda la economía política desde Adam Smith y que, desde este autor, es la diferencia existente entre las diversas escuelas consiste precisamente en los distintos intentos hechos para resolverlo”.2
Hume (que hablaba tanto del tipo de interés tratándose de un préstamo en dinero como del término más ampliamente genérico de ganancia) decía que “mientras exista dentro del Estado una clase media agrícola y campesina, los prestatarios serán numerosos y alto el interés”, a causa del desenfreno y “la ociosidad de los terratenientes”. En tales condiciones la industria se estanca y se progresa poco. Por el contrario, los comerciantes constituyen “una de las castas más útiles para estimular la industria y para llevarla a todos los confines del Estado… El comercio, haciendo producir en grandes cantidades, reduce el interés y la ganancia, y a la disminución de uno siempre contribuye el hundimiento proporcional de la otra. Podría agregar que como la reducción de ganancias se debe al crecimiento del comercio y de la industria, a su vez, sirven de estímulo para su aumento, al abaratar las mercancías, al fomentar el consumo y al impulsar la industria”.3 Para Adam Smith, como para Hume, un alto nivel de ganancias era un signo de retraso de la acumulación de capital, en tanto que una reducción del tipo de ganancia generalmente era considerada como resultado del progreso de esa acumulación. La explicación que daba, en términos de oferta y demanda, fue acaloradamente discutida por la escuela ricardiana, y quizá eso contribuyó no poco a alimentar su apasionado desdén por las simples explicaciones en términos de “oferta y demanda”. “El aumento de capital ‑escribía Adam Smith‑, que hace subir los salarios, propende a disminuir el beneficio. Cuando los capitales de muchos comerciantes ricos se invierten en el mismo negocio, la natural competencia que se hacen entre ellos tiende a reducir su beneficio; y cuando tiene lugar un aumento del capital en las diferentes actividades que se desempeñan en la respectiva sociedad, la misma competencia producirá efectos similares en todas ellas.”4
Pero como la revolución industrial, en pleno apogeo, modificó las perspectivas, la cuestión comenzó a verse de modo distinto. El conflicto con los intereses de los terratenientes alcanzaba su fase más aguda en la controversia sobre la ley de granos. La ganancia, ingreso de la clase capitalista y, por consiguiente, fuente de la acumulación del capital e incentivo del progreso y de la invención, llegó a adquirir una importancia que no había tenido antes. Con Ricardo y su escuela la ganancia ocupó el centro de la escena. El problema se presentaba, naturalmente, así: ¿cómo puede ser favorable al progreso una reducción de aquel ingreso? Si el sistema, por su propio desarrollo, genera una tendencia decreciente de la ganancia ¿no hay en él algo de extrañamente contradictorio? Al generar la semilla de su propio retraso y decadencia ¿no resulta, de ese modo, un sistema transitorio?5 Semejantes cuestiones, implícitas más bien que explícitas, parecen haber sido el origen de la severa crítica a que dio lugar la interpretación de Adam Smith. Esa critica no negaba la tendencia, trataba simplemente de explicarla, no por una característica interna del sistema o del proceso de acumulación del capital, sino por un factor externo. Esa explicación se encontró en la famosa “ley de los rendimientos decrecientes”.
Este límite externo del progreso lo entrevió Sir James Steuart diez años antes de la aparición de la Riqueza de las naciones, quien había sostenido que el “aumento del valor de las subsistencias debe necesariamente elevar el precio de toda clase de trabajo… tan pronto como el progreso de la agricultura requiera un gasto adicional que no sea recompensado por el rendimiento natural a los precios ya indicados de las subsistencias.”6 En 1815, West usó estas ideas para criticar la teoría formulada por Adam Smith, tanto para explicar el hecho del poder productivo más limitado de la agricultura comparado con el de la industria (que Adam Smith había atribuido a las menores potencialidades de la división del trabajo en la agricultura), como la tendencia decreciente de la ganancia. Calificó de sofística la teoría de Adam Smith que atribuía la reducción del tipo de ganancia, no sólo en una industria, sino en todas, a la competencia del capital. Tampoco creía posible “explicar satisfactoriamente la disminución progresiva de las ganancias del capital por un aumento de los salarios”. La reducción no debía atribuirse principalmente a una elevación de salarios debida al progreso, sino a una reducida productividad del capital destinado a la agricultura. “El principio consiste simplemente en que debido al perfeccionamiento de los métodos de cultivo, la cosecha de los productos va siendo progresivamente más costosa; o, en otras palabras, que la proporción entre el producto neto de la tierra y el producto bruto disminuye continuamente… La proposición consiste en que a cada cantidad adicional de capital invertido corresponde un rendimiento menos que proporcional y, consecuentemente, a mayor capital invertido corresponde una menor proporción de ganancia.”7
Ricardo fue aún más explícito. Desarrolló de tal modo su razonamiento, que se convirtió en el punto de apoyo de su crítica de los intereses de los terratenientes. Como ya hemos visto, entre los principios básicos de su sistema se hallaba el de que el valor no dependía ni de la demanda ni de la abundancia de mercancías (a lo que llamaba “riqueza” por contraste con “valor”), sino de la “dificultad o facilidad de producción”. De esto infería que la ganancia, o valor del producto neto, no dependía ni de la magnitud del “producto bruto” ni de la productividad del capital, sino de la proporción del trabajo social requerido para procurar la subsistencia de los trabajadores, es decir, de la diferencia entre salarios y valor del producto.8 Por consiguiente, la afirmación de que “cuando los salarios suben, las ganancias bajan”,9 que a primera vista parecía una simple tautología, en todas sus implicaciones respecto de que la ganancia se determina por esas dos cantidades (el costo de producción de las subsistencias y el costo de producción de los productos en general), era mucho más que una tautología. Como, por otra parte, el capital era concebido fundamentalmente como “anticipos de salarios” a los trabajadores, la afirmación fue todavía interpretada en el sentido de que el tipo de ganancia (es decir, el volumen de ganancia en relación a la inversión original) debía depender únicamente de las mismas dos cantidades. Toda causa que influyera sobre el tipo de ganancia sólo podía hacerlo alterando la proporción entre salarios y el valor del producto bruto. “Ninguna acumulación de capital reducirá permanentemente esas utilidades, a menos que haya alguna causa permanente para la elevación de los salarios.”10
Al adoptar la ley de la población de Malthus, Ricardo no podía considerar una deficiente oferta de mano de obra como una causa suficiente para elevar el precio de la fuerza de trabajo, al menos como un factor permanente a la larga. La población trabajadora sólo está en espera de nuevas oportunidades de ocupación derivadas de cualquier incremento de capital. Le parecía, por consiguiente, que dentro de las relaciones de capital y trabajo no había razón para que las cantidades adicionales de capital, invertidas en ofertas adicionales de trabajo productivo y en ciclos de producción cada vez más amplios, dejaran de seguir extrayendo, por lo menos, el mismo tipo de ganancia que antes. Por tanto, la única causa eficiente de una caída del tipo de ganancia, mientras continúa el proceso de acumulación del capital, sólo puede consistir en la intervención de un factor con tendencia a elevar el precio de la fuerza de trabajo y, con ello, el valor de la subsistencia de los trabajadores. Ese factor, para él, era la ley de los rendimientos decrecientes de la tierra. En sus Principios escribía: “Si los artículos necesarios para el trabajador pudieran ser incrementados constantemente con la misma facilidad, no podría haber una alteración permanente en la tasa de utilidades o salarios, cualquiera que fuese la cuantía del capital acumulado… Adam Smith, al parecer no advierte que, al mismo tiempo que el capital aumenta, el trabajo a realizar por el capital aumenta en la misma proporción… Que estas producciones incrementadas, y la consiguiente demanda que ellas ocasionan, disminuyan o no las utilidades, depende únicamente de la elevación de los salarios; a su vez, esta elevación, excepto por un periodo limitado, depende de la facilidad de producir alimentos y artículos indispensables para el trabajador. Digo que excepto por un periodo limitado, porque ningún punto está mejor establecido que ése de que la oferta de trabajadores se hallará siempre, en último término, en proporción a los medios de sostenerlos.”11
En esta carta a Malthus, Ricardo le decía: “Sostengo que no existen causas que, durante cualquier periodo de tiempo, hagan disminuir la demanda de capital, por más abundante que éste pueda llegar a ser, excepto un precio comparativamente elevado de los alimentos y de la mano de obra. En otras palabras, que las ganancias no se reducen necesariamente debido a un aumento del volumen de capital, ya que la demanda de éste es infinita y se gobierna por la misma ley de la población. Ambas hallan un freno en la elevación de los precios de los alimentos y en la consecuente elevación del valor de la mano de obra. Si dicha elevación no existiera ¿qué podría impedir el aumento ilimitado de la población y del capital?12 De esto deducía la conclusión sobre la que descansaba la prueba de su ataque a los intereses terratenientes: “creo que puede comprobarse satisfactoriamente que en toda sociedad que aumenta su riqueza y su población …, las ganancias, en general, deben caer, a menos que progrese la agricultura o que el trigo pueda ser importado a un precio más reducido”.13 Como ambas condiciones son contrarias a los propietarios de la tierra, “se concluye que el interés del terrateniente siempre es contrario a los intereses de cada una de las otras clases sociales. Su situación nunca es tan próspera como cuando los artículos alimenticios son escasos y caros, no obstante todo el resto de la población se beneficia considerablemente con la baratura de los artículos alimenticios”.14
Fueron estas discusiones sobre los intereses de los terratenientes las que suscitaron la critica de su amigo Malthus, y la cuestión de la tendencia decreciente del tipo de ganancia lo que constituyó el centro principal de su desacuerdo.15 Malthus sostenía que la ganancia podía caer no a consecuencia de una elevación de salarios, sino de una reducción del precio de las mercancías como resultado de una demanda deficiente, y que esto tendría que ocurrir probablemente si la acumulación de capital era demasiado rápida, sobre todo si tenía lugar a expensas de una reducción del consumo. En contraste con la ley de los mercados de Say, Malthus sostenía que era posible que la producción dejara atrás al consumo, en el sentido de provocar una reducción de precios y ganancias y una consecuente “plétora” y depresión económica, si el equipo de producción se aumentaba a expensas del consumo. “La frugalidad, o conversión de ingresos en capital, puede darse sin ninguna disminución del consumo si el ingreso aumenta primero… [sin embargo], ninguna nación puede enriquecerse por una acumulación de capital que provenga de una disminución permanente del consumo porque, al acumularse más de lo que se necesita para satisfacer la demanda efectiva de productos, una parte perderá en seguida su utilidad y su valor y dejará de poseer el carácter de riqueza.”16 En contraste con Say y Ricardo, sostenía que la reducción de valor, en relación al trabajo, era una tendencia natural de todas las mercancías, supuesta una creciente acumulación, por más que no está muy claro cómo reconciliaba este punto de vista con su propia doctrina acerca de que la población tendía constantemente a aumentar hasta los límites de subsistencia. “Algunos escritores muy inteligentes han pensado que si bien no es difícil que se produzca un abarrotamiento de ciertas mercancías, no es posible que éste sea general… Sin embargo, me parece que, si se aplica esta doctrina con caracteres de generalidad, no tiene ningún fundamento… En realidad, no es cierto que las mercancías se cambien siempre por mercancías. Muchísimos productos se cambian directamente por trabajo productivo o por servicios personales; y no cabe duda que esa masa de mercancías, comparada con el trabajo por el que ha de cambiarse, puede bajar de valor como consecuencia de un abarrotamiento, igual que una sola mercancía baja de valor debido a un exceso de la oferta en comparación con el trabajo o el dinero.”17
Esto, junto con los escritos de Sismondi, que habían anticipado una crítica semejante,18 estaba destinado a ser el venero de donde habían de manar las diversas doctrinas del infraconsumo que hoy día son nuevamente el motivo central de las controversias. Con el triunfo de la tradición ricardiana en la Inglaterra victoriana, esta doctrina de Malthus se hundió por mucho tiempo en la oscuridad, y sólo se la recordaba como ejemplo del destacado sofisma de que el lujo crea oportunidades de ocupación y de que era mejor gastar que ahorrar. Unos treinta años después, en Alemania, Rodbertus le dio una nueva forma, y a través de él y de su influencia sobre Lassalle, Dühring y la naciente escuela del socialismo alemán llegó a implantarse firme y francamente en el pensamiento socialista. Por una ironía del tiempo, la doctrina aderezada originalmente para justificar a los terratenientes y a los tenedores de bonos en su calidad de “consumidores improductivos” se transformó en un arma en manos del proletariado que le servía para criticar un sistema que imponía la pobreza y restringía el consumo de la gran masa de productores. En los últimos años ha sido resucitada, y aun puede decirse que hoy día está en boga. Esto debe atribuirse, en gran parte, a la defensa que de ella ha hecho durante un buen número de años J. A. Hobson, exponiéndola en una forma novedosa, a pesar de que muchos de los aspectos son esencialmente tradicionales. Todavía más recientemente, G. D. H. Colé 19 ha salido a su defensa, en tanto que J. M. Keynes nos asegura que el “principio de la demanda efectiva” de Malthus es una contribución fundamental para el entendimiento de las cuestiones económicas que ha sido menospreciada.20 Repudiada por Marx y Engels,21 por lo menos en su forma rodbertiana, llegó a tener una considerable popularidad en círculos marxistas. Rosa Luxemburgo le dio una variante “marxista” especial y criticó a Marx por menospreciar indebidamente este aspecto.22
Es difícil que para el simple sentido común, libre de ilustradas complicaciones, pueda haber duda acerca de cuál de las doctrinas, la ricardiana o la del infraconsumo, se halla más cerca de la verdad. El propósito de la producción, hay que suponerlo, es el consumo. La realización de la ganancia del productor depende de la existencia de mercados donde poder vender. Si el desarrollo desproporcionado de unas industrias respecto de otras fuera posible, es decir, si la expansión de la capacidad productiva en ciertas direcciones resultara excesiva respecto de la demanda, parecería muy razonable sostener, como lo hizo Malthus, la posibilidad de una desproporción general entre todos los artículos de consumo en relación con la “demanda efectiva”. La doctrina, a la que ya nos hemos referido,23 de que la producción y el cambio, considerados como un todo, debiera ser correctamente tratada como un proceso continuo de trueque de bienes contra bienes y de que, por consiguiente, la demanda total tiene que aumentar parejamente a la oferta total porque son idénticas, parecía ser una evasión abstracta del problema real. El ingreso total podría ser suficiente para cubrir el costo total de todos los bienes de consumo producidos, si aquel ingreso fuera gastado realmente en artículos de consumo. Pero si se ahorra una parte, ésta tendría que invertirse, no en la compra de artículos de consumo, sino en la de bienes de producción, lo que contribuiría a aumentar aún más la corriente de bienes de consumo en el futuro. Si el ahorro continuara ¿dónde se podría hallar mercado para este flujo adicional de productos, si los precios no declinaran hasta un punto en que las ganancias no sólo comenzaran a caer, sino hasta desaparecer? ¿Acaso los bienes no se producen, en último análisis, para ser consumidos, por más “largo” y “prolongado” que sea el proceso de producción? ¿Acaso la ganancia del capital y los salarios del trabajo no se “derivan”, reconocidamente, del valor de los bienes de consumo? ¿Acaso la demanda final de los consumidores no se “deriva” del valor de esos mismos bienes de consumo? Sólo la fantasía de un economista puede considerar posible la existencia de un mundo (en la desafortunada frase de J. B. Clark)24 “en el que se construyan fábricas que sólo servirán para hacer más y más fábricas indefinidamente”, sin que llegue a haber plétora.
El punto de vista tradicional tenía para esto dos respuestas. La primera fue la de Ricardo, enderezada contra Malthus. En sus Notas a Malthus, comentando los párrafos que hemos citado, escribe: “Niego que las necesidades de los consumidores disminuyan por lo general con la frugalidad; son transferidas, con la capacidad de consumir, a otro sector de consumidores… Por acumulación de capital procedente del ingreso se entiende el aumento del consumo por trabajadores productivos en vez de por trabajadores improductivos.”25 En un famoso pasaje, Adam Smith había dicho que “lo que cada año se ahorra se consume regularmente, de la misma manera que lo que se gasta en el mismo periodo, y casi al mismo tiempo también, pero por una clase distinta de gente”.26 La fuerza de esta respuesta dependía claramente de la simplificada concepción del capital como “anticipos a los trabajadores”. Si un capitalista o un terrateniente “ahorraban”, ello podía concebirse como una entrega ‑en forma de salarios‑ de parte de su ingreso con el propósito de ampliar el proceso de producción: pero el consumo a que renunciaban lo realizaban, en su lugar, trabajadores adicionales. Por consiguiente, el ahorro no implicaba en absoluto una reducción de la demanda de los consumidores. Si una parte de la inversión tomaba la forma, no de “capital circulante”, sino de “capital fijo”, es decir, si no se utilizaba directamente en el pago de trabajadores, sino en la compra e instalación de maquinaria, el resultado indicado no se percibía ni tan clara ni tan directamente. Pero un análisis más cuidadoso permite aclarar que a este respecto no hay diferencia fundamental entre los dos casos: que la compra de una máquina es una transferencia de poder de compra ‑en este caso a los obreros que hacen la máquina y a los capitalistas que les dan ocupación‑, como lo es una inversión de capital que toma la forma de ocupación directa de mano de obra (aunque las circunstancias no son indiferentes, como veremos, para los efectos de la inversión sobre la demanda de mano de obra y sobre la ganancia).
La segunda respuesta estaba dirigida a la otra mitad del laberinto del infraconsumo: ¿qué sucedía con los bienes adicionales producidos por los nuevos trabajadores o por la nueva maquinaria? La contestación era que, o bien el ingreso de la sociedad aumentaba con la ampliación del mecanismo de la producción al contar con más trabajadores que antes (y, por consiguiente, aumentaba el ingreso distribuido en forma de salarios y de ganancias), o bien, si la inversión tomaba la forma de una transferencia de obreros para hacer máquinas, el aumento resultante de la producción de artículos, siendo el fruto de una mayor productividad del trabajo, venía acompañado de una reducción de costos de producción, de modo que, aunque más abundantes, los bienes podían venderse sin pérdida, a precios más reducidos.27
Lo que quizá pueda llamarse la forma rudimentaria de la teoría del infraconsumo (esto es, que la inversión, por sí misma, origine una plétora), tal como se halla formulada en los escritos de Sismondi y de Rodbertus, parece haber sido considerada por Marx como demasiado superficial para dar una respuesta adecuada a la clásica ley de los mercados. Considerando la demanda como si fuera un factor aislado, descuidaron la relación que mantiene con la producción: el hecho de que la sociedad como consumidora, con una determinada cantidad de poder de compra, es simplemente una faceta de la sociedad como productora. Refiriéndose a Sismondi, Marx decía que, “aunque enjuicia magníficamente las contradicciones de la producción capitalista, no comprende sus causas y, no comprendiéndolas, no puede comprender tampoco el camino para resolverlas”; pero lo que en particular ignora es el hecho de que “las condiciones de producción vigentes no son sino un aspecto distinto de las condiciones de producción imperantes”.28 Indicaba, además, la necesidad de un análisis mucho más riguroso del que se había hecho hasta entonces del proceso de la acumulación del capital. Desgraciadamente su propio análisis no quedó terminado, aunque su trazo esencial fue suficiente para marcar una época, adelantándose a los trabajos de economistas posteriores sobre el mismo problema, y supliéndolos a tal grado que el desprecio con que lo tratan los académicos resulta realmente asombroso.
Puede decirse que el punto de partida del examen que hizo Marx del problema descansa en dos nociones fundamentales olvidadas. La primera, una enmienda, y la segunda, una ampliación de la doctrina ricardiana. Aquélla consistía en la división del capital en “constante” y en “variable”, y la segunda en su concepción de un “aumento de la plusvalía relativa”. La primera era una importante calificativa de la noción de capital considerado como simples “anticipos a los trabajadores”. El uso que de esa noción hacían los primeros economistas, estaba lejos dé ser preciso. Es cierto que tenían una noción tolerablemente clara de la diferencia entre capital fijo y capital circulante (correspondiendo, como lo advirtió Marx, a los avances prímitives y a los avances annuelles de los fisiócratas), así como del hecho de que en las diferentes ramas de la producción estos dos elementos se hallaban combinados de modo diverso. Ricardo se había dado cuenta de la importancia de la durabilidad en el caso del capital fijo, habiendo observado que, “en la medida que el capital fijo es menos duradero, se aproxima a la naturaleza del capital circulante”, ya que “será consumido en un tiempo más corto”. Pero cuando los economistas pasaban de una industria aislada a la economía en su conjunto, daban la impresión, en general, de haber retornado a la noción de que todo el capital, en último análisis, se reducía a los “anticipos de salarios” a los trabajadores. Parece que el significado de este punto de vista no fue claramente definido. Es de presumirse que con ello no querían decir que todo el capital podía reducirse a esa forma en un ciclo dado de la producción. Sin embargo, condujo a Ricardo a identificar el tipo de ganancia (la relación entre capital total y ganancia) con la relación entre ganancia y salario, y a J. S. Mill a sostener que el tipo de ganancia dependía únicamente de la proporción de lo producido que correspondía al trabajo. (McCulloch, sin embargo, no había visto tan claramente como Longford que dependía de la proporción entre la ganancia y el capital total).
Marx hizo ver que la distinción entre capital fijo y circulante giraba propiamente no sobre el tiempo que requería el capital para circular, sino sobre la diferencia entre el papel concreto que desempeñan en la producción los instrumentos y los objetos del trabajo, los primeros circulando poco a poco durante el proceso de depreciación de las máquinas y los segundos incorporándose como un todo y en un solo acto al producto. (“El ganado considerado como ganado de labor, es capital fijo; considerado como ganado de matanza es materia prima, destinado en último resultado a entrar en la circulación y actúa, por tanto, no como capital fijo, sino como capital circulante”).29 Consideraba, sin embargo, que esta distinción era menos fundamental que la que existe entre trabajo “acumulado” o “muerto” de ambos tipos y trabajo activo o “viviente”, ya que esta última distinción para la economía en su conjunto corresponde a la que existe entre el poder productivo heredado del pasado y la producción corriente de valor neto o añadido. El capital invertido en equipo o en materias primas era, para Marx, el capital constante, y el destinado a la compra de fuerza de trabajo, considerado como un fondo corriente de salarios, capital variable. Esto lo condujo a sostener que el tipo de ganancia (relación entre la ganancia y el capital total, en un periodo dado) no dependía exclusivamente de lo que él, por contraste, llamaba “tipo de plusvalía” (la relación entre ganancia y salarios o entre la plusvalía y el capital variable).30 Si ocurría un cambio de la proporción en que el capital existente se hallaba dividido entre esas dos formas (lo que él llamaba la “composición orgánica del capital”), el tipo de ganancia podía cambiar aunque el tipo de plusvalía permaneciera constante. La influencia del progreso técnico tendía a alterar esta proporción general, aunque no invariablemente, en dirección de una elevación de la proporción del capital constante respecto al variable. Por consiguiente, la tendencia del progreso industrial se apuntaba en el sentido de reducir el tipo de ganancia, aun cuando el tipo de la plusvalía no declinara. Ésta fue su respuesta a la afirmación de Ricardo de que sólo el mecanismo de los rendimientos decrecientes de la tierra era capaz de explicar la tendencia decreciente del tipo de ganancia.
Pero Marx se apresuró a señalar la existencia de “tendencias opuestas” cuya influencia era en dirección contraria. Entre éstas se destacaba el “aumento de la plusvalía relativa”, al que ya nos hemos referido. Esto ocurre cuando un aumento de la productividad del trabajo, habiéndose extendido a la producción de las subsistencias, se traduce en una reducción del valor de la fuerza de trabajo y del valor de las mercancías en general. El resultado es un aumento del tipo de la plusvalía, debido al hecho de que se requiere una proporción más pequeña de la fuerza de trabajo social para producir las subsistencias del trabajador, de manera que “el producto neto” aumenta de forma pareja en valor y en cantidad. O, como lo expresó Marx más directamente, debido al hecho de que se requiere una porción más pequeña de la jornada de trabajo de cada obrero para reemplazar el valor de su propia fuerza de trabajo, quedando una parte mayor de la jornada para producir la plusvalía del capitalista. Ricardo había apuntado esta posibilidad, aunque no la analizó en detalle. Su obsesión por la amenaza de los rendimientos decrecientes de la tierra lo había conducido a menospreciar la importancia de aquella posibilidad, aunque se la daba tratándose de la apertura de mercados extranjeros y de la importación de trigo más barato. Pero este aumento de la productividad del trabajo era, en sí mismo, uno de los efectos del progreso técnico, y la posibilidad de su extensión a la agricultura, lo mismo que a la industria, era otra razón para que Marx negara que los rendimientos decrecientes fueran un factor importante con influencia sobre el tipo de ganancia y sobre las crisis económicas. Más adelante volveremos a examinar esta influencia y su relación con la “tendencia decreciente del tipo de ganancia”.
La noción de la “composición orgánica del capital”, expresando como expresaba una relación entre trabajo “acumulado” o pasado y trabajo “viviente” o presente, puede ser considerada como la precursora de las ulteriores nociones austriacas del “periodo de producción” o de la “intensidad del capital”.31 No obstante, Marx ha sido criticado frecuentemente por no haber tenido una concepción del papel del tiempo en la producción y por confundir el ritmo del flujo de capital con su volumen, como si la segunda parte del volumen II de El Capital, que se refiere a estas cuestiones, nunca hubiera sido escrita. Marx aclaró que “el ciclo de rotación del capital invertido” dependía de la amplitud del tiempo ocupado por el “proceso de trabajo” ‑el tiempo durante el cual el trabajo se aplica directamente a la fabricación de un producto‑ y también del tiempo durante el cual “los bienes en proceso” están madurando por razones técnicas. Cita como ejemplos los “granos de invierno [que] necesitan alrededor de nueve meses para madurar” y la explotación de maderas ya que en algunos casos “la semilla puede necesitar cien años para transformarse en un producto acabado, periodo durante el cual requiere muy pequeñas contribuciones de trabajo”. Por otra parte, no limita el concepto al “capital de trabajo” wickselliano, sino que también lo aplica explícitamente a los instrumentos de trabajo, indicando que como el capital fijo imparte su valor al producto “poco a poco”, generalmente tiene un ciclo más prolongado de rotación que el capital de operación, aunque no sucede así invariablemente, como lo demuestra el ejemplo de la explotación de maderas.32 El punto de divergencia con ulteriores economistas reside en el decidido apego al énfasis que puso en el volumen I para sostener que, no obstante la influencia del ciclo de rotación del capital sobre el tipo de ganancia, el agregado de plusvalía seguía determinándose únicamente por la relación entre el valor de la fuerza de trabajo y el valor del producto, la relación de explotación fundamental, que era la base de su estructura.
Pero éstos no eran más que los prolegómenos de la parte tercera del volumen II que consagró al análisis de los efectos de la acumulación del capital sobre la división de las fuerzas productivas entre las industrias de medios de producción y las de bienes de consumo. La demanda de las primeras dependía del ritmo ordinario de renovación del capital constante (“trabajo acumulado”) y del ritmo de aumento de su volumen existente, de manera que cualquier cambio súbito del ritmo de acumulación de capital o de las proporciones entre capital constante y variable tenía que traducirse, probablemente, en una desproporción entre esas dos ramas industriales. Marx atribuía una importancia fundamental al proceso de cambio entre los dos departamentos y el análisis que de él hizo representa otra notable contribución al pensamiento económico. Es indudable que lo que el Tableau Économique, de Quesnay, había sido para la agricultura y para el artesanado del siglo XVIII, lo fue el esquema departamental de Marx para el proceso económico más complejo introducido por la revolución industrial. Ambos eran un intento para dibujar un mapa del proceso real como base de un análisis y una generalización más desarrollados. Es indudable que para la formulación de su propio esquema Marx se inspiró, y mucho, en el Tableau Économique, Es interesante hacer notar a este respecto que en una carta dirigida a Engels en 1863 ya exhibía los lineamientos esenciales de este esquema como su propio Tableau Économique, aplicándolo primero a lo que él llamaba “la reproducción simple”, o las condiciones estáticas de la reposición del capital sin una nueva acumulación del mismo, con objeto de descubrir cuál sería el equilibrio necesario entre ambos departamentos y los diversos ingresos en cada uno, si el intercambio entre ellos debía tener lugar sin interrupción.33 En los últimos años de la década del setenta, cuando ya su salud declinaba, Marx desarrolló el tema; pero a su muerte sólo dejó algo más que notas y citas: “una presentación preliminar del tema”, como decía Engels, “fragmentaria” e “incompleta en diversos lugares”. Fue este manuscrito inconcluso el que Engels puso en orden en 1885, después de la muerte de Marx, el que había de constituir la tercera sección de El Capital, volumen II. Los manuscritos que fueron publicados más tarde en el volumen III y que se refieren a la tendencia decreciente del tipo de ganancia, fueron escritos antes, a mediados de la década del sesenta, aunque también no eran sino “un primer intento” y “muy incompleto”.
El propósito principal de estos esquemas era doble. En primer lugar mostraban claramente la diferencia entre el producto bruto y el neto, entre la suma total de transacciones con mercancías y el ingreso de los individuos. Desprendiéndose, como se desprendían, de la discusión de una proposición de Adam Smith acerca de que “el valor de cambio… de todas las mercancías que constituyen el producto anual del trabajo en cada país se resuelve en… tres partes que se dividen entre los diferentes habitantes del país, ya sea como salarios por su trabajo, como ganancias por su capital o como renta por su tierra”, Marx los ideó, en parte, para demostrar cómo podía ser verdad, al mismo tiempo, que el valor de cada mercancía era igual al valor de la fuerza de trabajo necesaria para su producción más la plusvalía más el valor del capital constante consumido, y que el valor neto producido por el sistema económico era igual, simplemente, a los salarios más la plusvalía.34 En segundo lugar postulaban las relaciones que debían mantenerse entre las industrias de bienes de producción y las de bienes de consumo por una parte y, por otra, entre la demanda de las industrias para la sustitución de equipos y de materias primas y la división del ingreso de los trabajadores y de los capitalistas entre el consumo y la inversión.35 Esto daba, implícitamente, una respuesta a la rudimentaria teoría del infraconsumo, demostrando que la acumulación del capital podía continuar sin provocar ningún problema dentro de la esfera del cambio, a condición de que esas relaciones fueran observadas.
Marx se apresuró a agregar, sin embargo, que bajo la producción individualista destinada al mercado, estas relaciones necesarias sólo podían mantenerse por “accidente”, aclarando que en una situación móvil el proceso de cambio quedaba sujeto continuamente al peligro de una interrupción debido a la ausencia de un mecanismo adecuado dentro de la economía capitalista que permitiera mantener las proporciones requeridas. Cualquier cambio de alguna importancia en el sistema económico y, en particular, un cambio de la técnica o del ritmo de la acumulación, tendería normalmente, y no por mero accidente, a una ruptura del equilibrio. Que esto es así se desprende del hecho de que la producción (interdependiente en sus diversas ramas) está sujeta a un control atomístico de un buen número de decisiones autónomas sin relación entre sí, cada una de las cuales se adopta con desconocimiento de las que simultáneamente se toman en otras partes.36 El mercado es impotente para coordinar estas decisiones antes de que el equilibrio se rompa y sólo puede coordinarlas después de que se ha roto, es decir, sólo puede hacerlo a través, precisamente, de la presión del cambio de precios que provoca la ruptura inicial del equilibrio. Una crisis opera como una catarsis y como un justo castigo, como el único mecanismo mediante el cual, dentro de esa economía, puede restablecerse el equilibrio una vez que ha sido roto.
Es evidente que las proporciones entre esos dos grandes departamentos de la industria se rompen de dos modos en el curso de una rápida acumulación de capital, y hay razón para pensar que Marx tenía en la cabeza esas dos formas cuando se refería a la “desproporción” del desarrollo de las dos ramas. Un aumento de la acumulación, si es un aumento discontinuo, supone un periodo de transición durante el cual la demanda de bienes de consumo (como una proporción del poder de compra ordinario) disminuye, en tanto que la mano de obra y otros recursos se desplazan hacia la fabricación de medios de producción. Esto tendrá que ser así a fortiori si la acumulación está acompañada por un cambio notable de la composición orgánica del capital. Como expresión de este hecho, las ganancias tenderán a disminuir en las industrias de bienes de consumo, apareciendo la desocupación. A primera vista podría parecer que ésta no es una razón para provocar una crisis general, y que la reducción de ganancias y del volumen de ocupación en uno de los departamentos se compensará por el aumento de las ganancias y de la ocupación en el otro, en el de bienes de producción. Puede preguntarse por qué un cambio de esta naturaleza habría de tener algo más que efectos transitorios y parciales, algo más que cambios de la demanda de los consumidores que continuamente ocurren trasladando el “peso” de las diferentes industrias dentro del grupo de las que producen bienes de consumo, cambios que implican un abandono del algodón por la seda artificial, de los ladrillos por el cemento, del gas por la electricidad. Sin embargo, una disminución de la actividad generalizada en las industrias de artículos de consumo tiene consecuencias especiales por la razón de que las industrias que fabrican instrumentos de producción dependen de las que producen artículos de consumo, y la demanda de aquéllas es, en cierto sentido, “derivada” de la de éstas. Esto constituye una importante calificativa de la afirmación de que la “demanda de mercancías no es una demanda de mano de obra”; e implica que, como lo ha subrayado recientemente Durbin,37 un cambio de la demanda de bienes de consumo comparativamente a la de medios de producción, tiene una significación más destacada que cualquier cambio de la demanda dentro de las industrias mismas de bienes de consumo. Cuando en éstas se registra una declinación de las ganancias, ello, probablemente, revela una disminución de la demanda de instrumentos de producción que puede llegar a traducirse en una crisis general. Tal es la parte de verdad que ha descubierto la teoría del infraconsumo. Este caso es un importante ejemplo de desarrollo desproporcionado que surge del hecho de que en cualquier situación concreta, en cualquier momento dado, el capital se halla cristalizado en formas más o menos durables, y adaptadas a usos particulares y sólo a esos usos. El cuadro pintado por J. B. Clark, respecto a la construcción “de fábricas que sólo servirán para hacer más y más fábricas indefinidamente”, nunca puede tener realidad, porque las fábricas se hallan siempre especializadas para satisfacer una corriente particular de demanda conectada con el consumo en un futuro inmediato y no una demanda que se proyecta hacia un futuro indefinido y remoto. Por consiguiente, cuando el consumo cambia, sus efectos repercuten hacia atrás a lo largo de la corriente de la demanda hasta llegar a todos los procesos intermedios conectados y adaptados a ella.38
Pero si bien esta forma de desproporción puede ser la causa que dé origen a una crisis general, no puede decirse que ésa sea la causa necesaria. La ruptura del equilibrio puede venir de un sector opuesto, mostrándose primeramente en una declinación de la ganancia y de la actividad en las industrias de bienes de producción. Existe, ciertamente, un buen número de pruebas de que ésta es la forma más frecuente en que se presenta una crisis. El profesor J. M. Clark, revisando los datos norteamericanos de que se dispone, nos dice que “hasta donde lo demuestran las observaciones, éstas nos conducen a la conclusión de que la demanda general de los consumidores no dirige, sino que obedece los movimientos de la producción de bienes de consumo, la cual se mueve hacia arriba o hacia abajo debido, principalmente, a que los cambios del ritmo de producción aumentan o disminuyen el poder de compra ordinario de los trabajadores… El movimiento inicial tiene lugar en un punto colocado más allá de donde está situado el consumidor, es decir, dentro de la etapa de la producción y no en la de la venta al menudeo».39 Las “nóminas” o “listas de raya” parecen aumentar más rápidamente en las últimas fases del auge que en las primeras, en tanto que la producción industrial, y particularmente la producción de bienes de producción, muestran un ritmo de aumento más flojo a medida que continúa la expansión.40
Pero volviendo al esquema de la “reproducción ampliada” de Marx, es instructivo destacar los supuestos implícitos en su manejo, puesto que un examen de ellos conduce inmediatamente a otros dos elementos de su teoría de las crisis económicas que, en cierto modo, son más importantes. En primer lugar parece que Marx suponía que las nuevas inversiones no introducen ningún cambio en la composición orgánica del capital, es decir, que aquéllas se destinaban exclusivamente a lo que Hawtrey ha llamado recientemente “ampliación”, por oposición a “profundización”, de la estructura del capital.41 Tal era el caso (en el que esta condición no se cumplía) que ocupó su atención en la parte inicial del volumen III. En segundo lugar, comienza por suponer que la “reproducción ampliada” (o inversión neta) se efectúa a un ritmo constante. Tan pronto como se abandona este supuesto, escogiéndose un ejemplo ya sea de reproducción a un ritmo creciente o de ahorro en escala general sin ningún acto concurrente de inversión,42 surge el llamado problema de la “realización” de la plusvalía, que fue el principal tema de Rosa Luxemburgo. Marx plantea la cuestión en esta forma: si los capitalistas deciden acumular (o ahorrar) parte de la plusvalía que antes gastaban en la adquisición de bienes de consumo, entonces los vendedores de estos bienes de consumo se quedan con artículos no vendidos. ¿De dónde adquieren, por consiguiente, estos vendedores de bienes de consumo el dinero para invertir? Si mediante la venta de estos bienes no se puede “sustraer dinero de la circulación para atesorar o para constituir un nuevo capital-dinero virtual”, no habrá demanda de nuevos bienes de producción y el proceso de acumulación quedará interrumpido. En las palabras de algunos economistas modernos, “el impulso de ahorrar habrá abortado”. Éste es “un nuevo problema cuya mera existencia tiene que resultar asombrosa para quienes comparten el punto de vista corriente de que se cambia [¿siempre?] mercancías de una clase por mercancías de otra clase”.43 Marx se reservó la solución de este laberinto hasta el último párrafo del volumen II. Dicha solución consistía en que las industrias de bienes de consumo podían encontrar mercado para sus artículos en los productores de oro, al realizar con ellos una transacción unilateral de bienes contra dinero. La “reproducción ampliada” con un ritmo creciente podía tener lugar suavemente en la medida, pero sólo en la medida, en que se introdujera nuevo dinero al sistema económico. Si bien esta respuesta puede tener un parecido superficial con la de Rosa Luxemburgo (quien sostenía que la acumulación requiere un mercado externo que permita “realizar” por un acto de venta la plusvalía acumulada por los capitalistas) difiere en dos puntos fundamentales. La dificultad sólo se refiere, como ya hemos dicho, al caso en que el ritmo de ahorros aumenta; y Marx habla de una venta de bienes contra oro como una solución del problema, en tanto que Rosa Luxemburgo se refiere a una exportación de bienes contra bienes, que no resuelve necesariamente el problema del excedente no vendido de bienes de consumo.44
Sin embargo, el supuesto de que la acumulación podía seguir por largo tiempo sin ningún cambio en la “composición orgánica del capital” era muy abstracto. Desde luego implicaba un ejército de reserva industrial inagotable, si el capital variable tenía que aumentar con el mismo ritmo con que se hacía la inversión total; y, en circunstancias normales, antes de que esta “ampliación” del capital fuera muy lejos, el agotamiento de la reserva de mano de obra crearía una acentuada tendencia ascendente de los salarios que acabaría por precipitar la caída del tipo de ganancia.45 Por consiguiente, la consecuencia habitual de la acumulación del capital es una elevación de su composición orgánica; y este cambio, a menos que sea neutralizado por un aumento del “tipo anual de la plusvalía”, precipitará una caída del tipo de ganancia. Parece claro que Marx consideraba esta tendencia decreciente del tipo de ganancia como una importante causa subyacente de las crisis periódicas y como un factor que configura la tendencia a largo plazo: como una razón fundamental de por qué el proceso de acumulación y expansión es, por sus efectos, destructor de sí mismo, teniendo que padecer, por consiguiente, una recaída inevitable.
Pero ¿qué decir de las tendencias en sentido contrario a que aludía el mismo Marx? Se ha dicho que el análisis de Marx no proporciona ninguna base lógica para decidir cuál de las dos tendencias acaba por prevalecer, que Marx no hizo sino enumerar las “tendencias en sentido contrario” colocándolas al lado de su análisis anterior como razones de por qué, en la realidad, “esta baja [del tipo de ganancia] no es mayor o más rápida”.46 No hay duda, pues, de que Marx tenía la seguridad de que el tipo de ganancia tendría que seguir cayendo en tanto que la acumulación del capital y los cambios técnicos tuvieran lugar. Pero el hecho de que no diera una prueba a priori acerca de cuál grupo de influencias tendría necesariamente que sobreponerse al otro, fue una omisión que, a mi modo de ver, se cometió deliberadamente y no porque el volumen III de El Capital haya quedado sin terminar. Decimos deliberadamente porque habría sido contrario a todo su método histórico sugerir que podía darse una solución en forma abstracta o que alguna conclusión de aplicación universal podía deducirse mecánicamente de los datos relativos a los cambios técnicos examinados in vacuo. Sin duda, Marx concibió una situación en la cual los cambios de valores que tenían lugar eran el resultado de la interacción de cambios técnicos y de la particular configuración de las relaciones de clase que prevalecían en un momento y fase determinados. Todo el énfasis de su análisis lo ponía en la influencia dominante de estas relaciones al dar forma a la “ley que mueve a la sociedad económica”. (Entre los factores destacados de estas relaciones de clase determinantes se hallaban las condiciones de la oferta de fuerza de trabajo, independientemente de que los obreros se hallaran organizados o no en sindicatos, etcétera). Esta ley motora no podía recibir una interpretación puramente tecnológica, es decir, no podía ser considerada como un simple corolario de una generalización relacionada con la naturaleza de los cambios de la técnica de producción. El resultado real de esta interacción de elementos en conflicto podía ser, en una situación concreta, diferente del que era en otra diversa. Con mucha frecuencia se tiende (y no creo que el último libro de John Strachey sobre el problema escape a la observación)47 a considerar el punto de vista de Marx sobre esta cuestión como demasiado mecánico, describiéndolo como si descansara en la predicción de que la ganancia decreciera en forma de una curva continuamente hacia abajo hasta alcanzar un punto en el que el sistema tendría que pararse bruscamente, como una máquina a la que faltara vapor. La verdadera interpretación parece ser que Marx consideró la tendencia y las fuerzas en sentido contrario como elementos en conflicto de los cuales surgía la dirección general del sistema. El conflicto de fuerzas acababa por hallar un equilibrio, y por tanto un movimiento uniforme sólo se daría “por accidente”, y daba lugar a esas bruscas sacudidas del equilibrio acompañadas de fluctuaciones que en las circunstancias concretas de la economía capitalista toman la forma de crisis. Quizá las condiciones técnicas sean el esqueleto, los canales por los que discurren los acontecimientos, exactamente como los huesos son el esqueleto del cuerpo humano, pero sin ser todo el cuerpo.
---continúa---
texto de Maurice Dobb (capítulo IV de su libro Political Economy and Capitalism. Some Essays in Economic Tradition) - año 1937
publicado en Revista de Economía Crítica, nº15, primer semestre 2013
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Para Marx, la aplicación más importante que puede hacerse de su teoría es, sin duda alguna, el análisis de la naturaleza de las crisis económicas. En su tiempo, el estudio de este fenómeno se hallaba todavía en su infancia. Sismondi había hecho algunas fecundas observaciones, aunque asistemáticas, en relación con los efectos perturbadores de la competencia y la producción para un vasto mercado. Malthus y Ricardo ya habían tenido, por entonces, su clásica discusión acerca de si la plétora y la depresión podían atribuirse a una deficiencia del consumo y, en Alemania, Rodbertus había formulado su teoría del infraconsumo para explicar el fenómeno de las crisis. Pero por lo que se refiere a la escuela ricardiana y a sus herederos, puede decirse que las crisis no ocuparon virtualmente lugar alguno dentro de su sistema: las depresiones debían atribuirse a interferencias del exterior que impedían el libre juego de las fuerzas económicas o el proceso de la acumulación de capital, más bien que a los efectos de un mal crónico interno de la sociedad capitalista. Los sucesores de esta escuela estaban lo suficientemente obsesionados con esta idea para buscar otra explicación fundada en causas naturales (como las fluctuaciones de las cosechas) o en “el velo monetario”. Pero para Marx era evidente que las crisis estaban asociadas a las características esenciales de la economía capitalista en sí misma. Esas dos características fundamentales eran lo que él llamaba “la anarquía de la producción”, esto es, la multiplicidad de productores que decidían autónomamente lo que debía producirse, y el hecho de ser un sistema de producción no con propósitos sociales conscientemente determinados, sino de lucro. Debido a la primera característica, tuvieron validez las leyes clásicas del mercado y, por ello, también adoptaron la forma particular que asumieron.1 A esta característica, según Marx, debía atribuirse la existencia, no sólo de las tendencias perturbadoras del equilibrio, sino también las tendencias hacia su restablecimiento, únicas a las que dieron importancia los economistas clásicos. Fue por la segunda característica de la sociedad capitalista por lo que la obtención de la plusvalía, y los factores que favorecían su incremento, adquirieron una importancia tan grande que se consideraba que una alteración de la ganancia ‑el ingreso de la clase dominante‑ estaba destinado a ejercer una influencia sobre los acontecimientos como no la podía ejercer ningún cambio en cualquier otra clase de ingreso. Por otra parte, era evidente que Marx consideraba las crisis, no como desviaciones incidentales de un equilibrio predeterminado, ni como el abandono veleidoso de un sendero establecido al que se debía retornar sumisamente, sino más bien como una forma dominante de movimiento que forjaba y modelaba el desarrollo de la sociedad capitalista. Estudiar las crisis significaba, por eso mismo, estudiar la dinámica del sistema; pero este estudio sólo podía emprenderse correctamente como una parte del examen de la evolución de las relaciones entre las clases sociales (lucha de clases) y de sus ingresos, que eran la expresión de aquellas relaciones en el mercado.
Un aspecto del problema agitó particularmente a los economistas por algún tiempo, suscitando un buen número de explicaciones rivales. Ese aspecto fue la tendencia decreciente del tipo de ganancia del capital. El cambio de circunstancias modificó la actitud frente a esta cuestión. En el siglo XVIII esa tendencia decreciente era recibida, en general, como un síntoma saludable, acaso porque los economistas habían examinado la cuestión fundamentalmente desde el punto de vista del prestatario de capital. Pero en el siglo XIX, con el florecimiento de la Economía Política burguesa por excelencia, la admiración se tornó en aprensión. Tan famosa llegó a ser la discusión, que Marx pudo decir que “el misterio en torno a cuya solución viene girando toda la economía política desde Adam Smith y que, desde este autor, es la diferencia existente entre las diversas escuelas consiste precisamente en los distintos intentos hechos para resolverlo”.2
Hume (que hablaba tanto del tipo de interés tratándose de un préstamo en dinero como del término más ampliamente genérico de ganancia) decía que “mientras exista dentro del Estado una clase media agrícola y campesina, los prestatarios serán numerosos y alto el interés”, a causa del desenfreno y “la ociosidad de los terratenientes”. En tales condiciones la industria se estanca y se progresa poco. Por el contrario, los comerciantes constituyen “una de las castas más útiles para estimular la industria y para llevarla a todos los confines del Estado… El comercio, haciendo producir en grandes cantidades, reduce el interés y la ganancia, y a la disminución de uno siempre contribuye el hundimiento proporcional de la otra. Podría agregar que como la reducción de ganancias se debe al crecimiento del comercio y de la industria, a su vez, sirven de estímulo para su aumento, al abaratar las mercancías, al fomentar el consumo y al impulsar la industria”.3 Para Adam Smith, como para Hume, un alto nivel de ganancias era un signo de retraso de la acumulación de capital, en tanto que una reducción del tipo de ganancia generalmente era considerada como resultado del progreso de esa acumulación. La explicación que daba, en términos de oferta y demanda, fue acaloradamente discutida por la escuela ricardiana, y quizá eso contribuyó no poco a alimentar su apasionado desdén por las simples explicaciones en términos de “oferta y demanda”. “El aumento de capital ‑escribía Adam Smith‑, que hace subir los salarios, propende a disminuir el beneficio. Cuando los capitales de muchos comerciantes ricos se invierten en el mismo negocio, la natural competencia que se hacen entre ellos tiende a reducir su beneficio; y cuando tiene lugar un aumento del capital en las diferentes actividades que se desempeñan en la respectiva sociedad, la misma competencia producirá efectos similares en todas ellas.”4
Pero como la revolución industrial, en pleno apogeo, modificó las perspectivas, la cuestión comenzó a verse de modo distinto. El conflicto con los intereses de los terratenientes alcanzaba su fase más aguda en la controversia sobre la ley de granos. La ganancia, ingreso de la clase capitalista y, por consiguiente, fuente de la acumulación del capital e incentivo del progreso y de la invención, llegó a adquirir una importancia que no había tenido antes. Con Ricardo y su escuela la ganancia ocupó el centro de la escena. El problema se presentaba, naturalmente, así: ¿cómo puede ser favorable al progreso una reducción de aquel ingreso? Si el sistema, por su propio desarrollo, genera una tendencia decreciente de la ganancia ¿no hay en él algo de extrañamente contradictorio? Al generar la semilla de su propio retraso y decadencia ¿no resulta, de ese modo, un sistema transitorio?5 Semejantes cuestiones, implícitas más bien que explícitas, parecen haber sido el origen de la severa crítica a que dio lugar la interpretación de Adam Smith. Esa critica no negaba la tendencia, trataba simplemente de explicarla, no por una característica interna del sistema o del proceso de acumulación del capital, sino por un factor externo. Esa explicación se encontró en la famosa “ley de los rendimientos decrecientes”.
Este límite externo del progreso lo entrevió Sir James Steuart diez años antes de la aparición de la Riqueza de las naciones, quien había sostenido que el “aumento del valor de las subsistencias debe necesariamente elevar el precio de toda clase de trabajo… tan pronto como el progreso de la agricultura requiera un gasto adicional que no sea recompensado por el rendimiento natural a los precios ya indicados de las subsistencias.”6 En 1815, West usó estas ideas para criticar la teoría formulada por Adam Smith, tanto para explicar el hecho del poder productivo más limitado de la agricultura comparado con el de la industria (que Adam Smith había atribuido a las menores potencialidades de la división del trabajo en la agricultura), como la tendencia decreciente de la ganancia. Calificó de sofística la teoría de Adam Smith que atribuía la reducción del tipo de ganancia, no sólo en una industria, sino en todas, a la competencia del capital. Tampoco creía posible “explicar satisfactoriamente la disminución progresiva de las ganancias del capital por un aumento de los salarios”. La reducción no debía atribuirse principalmente a una elevación de salarios debida al progreso, sino a una reducida productividad del capital destinado a la agricultura. “El principio consiste simplemente en que debido al perfeccionamiento de los métodos de cultivo, la cosecha de los productos va siendo progresivamente más costosa; o, en otras palabras, que la proporción entre el producto neto de la tierra y el producto bruto disminuye continuamente… La proposición consiste en que a cada cantidad adicional de capital invertido corresponde un rendimiento menos que proporcional y, consecuentemente, a mayor capital invertido corresponde una menor proporción de ganancia.”7
Ricardo fue aún más explícito. Desarrolló de tal modo su razonamiento, que se convirtió en el punto de apoyo de su crítica de los intereses de los terratenientes. Como ya hemos visto, entre los principios básicos de su sistema se hallaba el de que el valor no dependía ni de la demanda ni de la abundancia de mercancías (a lo que llamaba “riqueza” por contraste con “valor”), sino de la “dificultad o facilidad de producción”. De esto infería que la ganancia, o valor del producto neto, no dependía ni de la magnitud del “producto bruto” ni de la productividad del capital, sino de la proporción del trabajo social requerido para procurar la subsistencia de los trabajadores, es decir, de la diferencia entre salarios y valor del producto.8 Por consiguiente, la afirmación de que “cuando los salarios suben, las ganancias bajan”,9 que a primera vista parecía una simple tautología, en todas sus implicaciones respecto de que la ganancia se determina por esas dos cantidades (el costo de producción de las subsistencias y el costo de producción de los productos en general), era mucho más que una tautología. Como, por otra parte, el capital era concebido fundamentalmente como “anticipos de salarios” a los trabajadores, la afirmación fue todavía interpretada en el sentido de que el tipo de ganancia (es decir, el volumen de ganancia en relación a la inversión original) debía depender únicamente de las mismas dos cantidades. Toda causa que influyera sobre el tipo de ganancia sólo podía hacerlo alterando la proporción entre salarios y el valor del producto bruto. “Ninguna acumulación de capital reducirá permanentemente esas utilidades, a menos que haya alguna causa permanente para la elevación de los salarios.”10
Al adoptar la ley de la población de Malthus, Ricardo no podía considerar una deficiente oferta de mano de obra como una causa suficiente para elevar el precio de la fuerza de trabajo, al menos como un factor permanente a la larga. La población trabajadora sólo está en espera de nuevas oportunidades de ocupación derivadas de cualquier incremento de capital. Le parecía, por consiguiente, que dentro de las relaciones de capital y trabajo no había razón para que las cantidades adicionales de capital, invertidas en ofertas adicionales de trabajo productivo y en ciclos de producción cada vez más amplios, dejaran de seguir extrayendo, por lo menos, el mismo tipo de ganancia que antes. Por tanto, la única causa eficiente de una caída del tipo de ganancia, mientras continúa el proceso de acumulación del capital, sólo puede consistir en la intervención de un factor con tendencia a elevar el precio de la fuerza de trabajo y, con ello, el valor de la subsistencia de los trabajadores. Ese factor, para él, era la ley de los rendimientos decrecientes de la tierra. En sus Principios escribía: “Si los artículos necesarios para el trabajador pudieran ser incrementados constantemente con la misma facilidad, no podría haber una alteración permanente en la tasa de utilidades o salarios, cualquiera que fuese la cuantía del capital acumulado… Adam Smith, al parecer no advierte que, al mismo tiempo que el capital aumenta, el trabajo a realizar por el capital aumenta en la misma proporción… Que estas producciones incrementadas, y la consiguiente demanda que ellas ocasionan, disminuyan o no las utilidades, depende únicamente de la elevación de los salarios; a su vez, esta elevación, excepto por un periodo limitado, depende de la facilidad de producir alimentos y artículos indispensables para el trabajador. Digo que excepto por un periodo limitado, porque ningún punto está mejor establecido que ése de que la oferta de trabajadores se hallará siempre, en último término, en proporción a los medios de sostenerlos.”11
En esta carta a Malthus, Ricardo le decía: “Sostengo que no existen causas que, durante cualquier periodo de tiempo, hagan disminuir la demanda de capital, por más abundante que éste pueda llegar a ser, excepto un precio comparativamente elevado de los alimentos y de la mano de obra. En otras palabras, que las ganancias no se reducen necesariamente debido a un aumento del volumen de capital, ya que la demanda de éste es infinita y se gobierna por la misma ley de la población. Ambas hallan un freno en la elevación de los precios de los alimentos y en la consecuente elevación del valor de la mano de obra. Si dicha elevación no existiera ¿qué podría impedir el aumento ilimitado de la población y del capital?12 De esto deducía la conclusión sobre la que descansaba la prueba de su ataque a los intereses terratenientes: “creo que puede comprobarse satisfactoriamente que en toda sociedad que aumenta su riqueza y su población …, las ganancias, en general, deben caer, a menos que progrese la agricultura o que el trigo pueda ser importado a un precio más reducido”.13 Como ambas condiciones son contrarias a los propietarios de la tierra, “se concluye que el interés del terrateniente siempre es contrario a los intereses de cada una de las otras clases sociales. Su situación nunca es tan próspera como cuando los artículos alimenticios son escasos y caros, no obstante todo el resto de la población se beneficia considerablemente con la baratura de los artículos alimenticios”.14
Fueron estas discusiones sobre los intereses de los terratenientes las que suscitaron la critica de su amigo Malthus, y la cuestión de la tendencia decreciente del tipo de ganancia lo que constituyó el centro principal de su desacuerdo.15 Malthus sostenía que la ganancia podía caer no a consecuencia de una elevación de salarios, sino de una reducción del precio de las mercancías como resultado de una demanda deficiente, y que esto tendría que ocurrir probablemente si la acumulación de capital era demasiado rápida, sobre todo si tenía lugar a expensas de una reducción del consumo. En contraste con la ley de los mercados de Say, Malthus sostenía que era posible que la producción dejara atrás al consumo, en el sentido de provocar una reducción de precios y ganancias y una consecuente “plétora” y depresión económica, si el equipo de producción se aumentaba a expensas del consumo. “La frugalidad, o conversión de ingresos en capital, puede darse sin ninguna disminución del consumo si el ingreso aumenta primero… [sin embargo], ninguna nación puede enriquecerse por una acumulación de capital que provenga de una disminución permanente del consumo porque, al acumularse más de lo que se necesita para satisfacer la demanda efectiva de productos, una parte perderá en seguida su utilidad y su valor y dejará de poseer el carácter de riqueza.”16 En contraste con Say y Ricardo, sostenía que la reducción de valor, en relación al trabajo, era una tendencia natural de todas las mercancías, supuesta una creciente acumulación, por más que no está muy claro cómo reconciliaba este punto de vista con su propia doctrina acerca de que la población tendía constantemente a aumentar hasta los límites de subsistencia. “Algunos escritores muy inteligentes han pensado que si bien no es difícil que se produzca un abarrotamiento de ciertas mercancías, no es posible que éste sea general… Sin embargo, me parece que, si se aplica esta doctrina con caracteres de generalidad, no tiene ningún fundamento… En realidad, no es cierto que las mercancías se cambien siempre por mercancías. Muchísimos productos se cambian directamente por trabajo productivo o por servicios personales; y no cabe duda que esa masa de mercancías, comparada con el trabajo por el que ha de cambiarse, puede bajar de valor como consecuencia de un abarrotamiento, igual que una sola mercancía baja de valor debido a un exceso de la oferta en comparación con el trabajo o el dinero.”17
Esto, junto con los escritos de Sismondi, que habían anticipado una crítica semejante,18 estaba destinado a ser el venero de donde habían de manar las diversas doctrinas del infraconsumo que hoy día son nuevamente el motivo central de las controversias. Con el triunfo de la tradición ricardiana en la Inglaterra victoriana, esta doctrina de Malthus se hundió por mucho tiempo en la oscuridad, y sólo se la recordaba como ejemplo del destacado sofisma de que el lujo crea oportunidades de ocupación y de que era mejor gastar que ahorrar. Unos treinta años después, en Alemania, Rodbertus le dio una nueva forma, y a través de él y de su influencia sobre Lassalle, Dühring y la naciente escuela del socialismo alemán llegó a implantarse firme y francamente en el pensamiento socialista. Por una ironía del tiempo, la doctrina aderezada originalmente para justificar a los terratenientes y a los tenedores de bonos en su calidad de “consumidores improductivos” se transformó en un arma en manos del proletariado que le servía para criticar un sistema que imponía la pobreza y restringía el consumo de la gran masa de productores. En los últimos años ha sido resucitada, y aun puede decirse que hoy día está en boga. Esto debe atribuirse, en gran parte, a la defensa que de ella ha hecho durante un buen número de años J. A. Hobson, exponiéndola en una forma novedosa, a pesar de que muchos de los aspectos son esencialmente tradicionales. Todavía más recientemente, G. D. H. Colé 19 ha salido a su defensa, en tanto que J. M. Keynes nos asegura que el “principio de la demanda efectiva” de Malthus es una contribución fundamental para el entendimiento de las cuestiones económicas que ha sido menospreciada.20 Repudiada por Marx y Engels,21 por lo menos en su forma rodbertiana, llegó a tener una considerable popularidad en círculos marxistas. Rosa Luxemburgo le dio una variante “marxista” especial y criticó a Marx por menospreciar indebidamente este aspecto.22
Es difícil que para el simple sentido común, libre de ilustradas complicaciones, pueda haber duda acerca de cuál de las doctrinas, la ricardiana o la del infraconsumo, se halla más cerca de la verdad. El propósito de la producción, hay que suponerlo, es el consumo. La realización de la ganancia del productor depende de la existencia de mercados donde poder vender. Si el desarrollo desproporcionado de unas industrias respecto de otras fuera posible, es decir, si la expansión de la capacidad productiva en ciertas direcciones resultara excesiva respecto de la demanda, parecería muy razonable sostener, como lo hizo Malthus, la posibilidad de una desproporción general entre todos los artículos de consumo en relación con la “demanda efectiva”. La doctrina, a la que ya nos hemos referido,23 de que la producción y el cambio, considerados como un todo, debiera ser correctamente tratada como un proceso continuo de trueque de bienes contra bienes y de que, por consiguiente, la demanda total tiene que aumentar parejamente a la oferta total porque son idénticas, parecía ser una evasión abstracta del problema real. El ingreso total podría ser suficiente para cubrir el costo total de todos los bienes de consumo producidos, si aquel ingreso fuera gastado realmente en artículos de consumo. Pero si se ahorra una parte, ésta tendría que invertirse, no en la compra de artículos de consumo, sino en la de bienes de producción, lo que contribuiría a aumentar aún más la corriente de bienes de consumo en el futuro. Si el ahorro continuara ¿dónde se podría hallar mercado para este flujo adicional de productos, si los precios no declinaran hasta un punto en que las ganancias no sólo comenzaran a caer, sino hasta desaparecer? ¿Acaso los bienes no se producen, en último análisis, para ser consumidos, por más “largo” y “prolongado” que sea el proceso de producción? ¿Acaso la ganancia del capital y los salarios del trabajo no se “derivan”, reconocidamente, del valor de los bienes de consumo? ¿Acaso la demanda final de los consumidores no se “deriva” del valor de esos mismos bienes de consumo? Sólo la fantasía de un economista puede considerar posible la existencia de un mundo (en la desafortunada frase de J. B. Clark)24 “en el que se construyan fábricas que sólo servirán para hacer más y más fábricas indefinidamente”, sin que llegue a haber plétora.
El punto de vista tradicional tenía para esto dos respuestas. La primera fue la de Ricardo, enderezada contra Malthus. En sus Notas a Malthus, comentando los párrafos que hemos citado, escribe: “Niego que las necesidades de los consumidores disminuyan por lo general con la frugalidad; son transferidas, con la capacidad de consumir, a otro sector de consumidores… Por acumulación de capital procedente del ingreso se entiende el aumento del consumo por trabajadores productivos en vez de por trabajadores improductivos.”25 En un famoso pasaje, Adam Smith había dicho que “lo que cada año se ahorra se consume regularmente, de la misma manera que lo que se gasta en el mismo periodo, y casi al mismo tiempo también, pero por una clase distinta de gente”.26 La fuerza de esta respuesta dependía claramente de la simplificada concepción del capital como “anticipos a los trabajadores”. Si un capitalista o un terrateniente “ahorraban”, ello podía concebirse como una entrega ‑en forma de salarios‑ de parte de su ingreso con el propósito de ampliar el proceso de producción: pero el consumo a que renunciaban lo realizaban, en su lugar, trabajadores adicionales. Por consiguiente, el ahorro no implicaba en absoluto una reducción de la demanda de los consumidores. Si una parte de la inversión tomaba la forma, no de “capital circulante”, sino de “capital fijo”, es decir, si no se utilizaba directamente en el pago de trabajadores, sino en la compra e instalación de maquinaria, el resultado indicado no se percibía ni tan clara ni tan directamente. Pero un análisis más cuidadoso permite aclarar que a este respecto no hay diferencia fundamental entre los dos casos: que la compra de una máquina es una transferencia de poder de compra ‑en este caso a los obreros que hacen la máquina y a los capitalistas que les dan ocupación‑, como lo es una inversión de capital que toma la forma de ocupación directa de mano de obra (aunque las circunstancias no son indiferentes, como veremos, para los efectos de la inversión sobre la demanda de mano de obra y sobre la ganancia).
La segunda respuesta estaba dirigida a la otra mitad del laberinto del infraconsumo: ¿qué sucedía con los bienes adicionales producidos por los nuevos trabajadores o por la nueva maquinaria? La contestación era que, o bien el ingreso de la sociedad aumentaba con la ampliación del mecanismo de la producción al contar con más trabajadores que antes (y, por consiguiente, aumentaba el ingreso distribuido en forma de salarios y de ganancias), o bien, si la inversión tomaba la forma de una transferencia de obreros para hacer máquinas, el aumento resultante de la producción de artículos, siendo el fruto de una mayor productividad del trabajo, venía acompañado de una reducción de costos de producción, de modo que, aunque más abundantes, los bienes podían venderse sin pérdida, a precios más reducidos.27
Lo que quizá pueda llamarse la forma rudimentaria de la teoría del infraconsumo (esto es, que la inversión, por sí misma, origine una plétora), tal como se halla formulada en los escritos de Sismondi y de Rodbertus, parece haber sido considerada por Marx como demasiado superficial para dar una respuesta adecuada a la clásica ley de los mercados. Considerando la demanda como si fuera un factor aislado, descuidaron la relación que mantiene con la producción: el hecho de que la sociedad como consumidora, con una determinada cantidad de poder de compra, es simplemente una faceta de la sociedad como productora. Refiriéndose a Sismondi, Marx decía que, “aunque enjuicia magníficamente las contradicciones de la producción capitalista, no comprende sus causas y, no comprendiéndolas, no puede comprender tampoco el camino para resolverlas”; pero lo que en particular ignora es el hecho de que “las condiciones de producción vigentes no son sino un aspecto distinto de las condiciones de producción imperantes”.28 Indicaba, además, la necesidad de un análisis mucho más riguroso del que se había hecho hasta entonces del proceso de la acumulación del capital. Desgraciadamente su propio análisis no quedó terminado, aunque su trazo esencial fue suficiente para marcar una época, adelantándose a los trabajos de economistas posteriores sobre el mismo problema, y supliéndolos a tal grado que el desprecio con que lo tratan los académicos resulta realmente asombroso.
Puede decirse que el punto de partida del examen que hizo Marx del problema descansa en dos nociones fundamentales olvidadas. La primera, una enmienda, y la segunda, una ampliación de la doctrina ricardiana. Aquélla consistía en la división del capital en “constante” y en “variable”, y la segunda en su concepción de un “aumento de la plusvalía relativa”. La primera era una importante calificativa de la noción de capital considerado como simples “anticipos a los trabajadores”. El uso que de esa noción hacían los primeros economistas, estaba lejos dé ser preciso. Es cierto que tenían una noción tolerablemente clara de la diferencia entre capital fijo y capital circulante (correspondiendo, como lo advirtió Marx, a los avances prímitives y a los avances annuelles de los fisiócratas), así como del hecho de que en las diferentes ramas de la producción estos dos elementos se hallaban combinados de modo diverso. Ricardo se había dado cuenta de la importancia de la durabilidad en el caso del capital fijo, habiendo observado que, “en la medida que el capital fijo es menos duradero, se aproxima a la naturaleza del capital circulante”, ya que “será consumido en un tiempo más corto”. Pero cuando los economistas pasaban de una industria aislada a la economía en su conjunto, daban la impresión, en general, de haber retornado a la noción de que todo el capital, en último análisis, se reducía a los “anticipos de salarios” a los trabajadores. Parece que el significado de este punto de vista no fue claramente definido. Es de presumirse que con ello no querían decir que todo el capital podía reducirse a esa forma en un ciclo dado de la producción. Sin embargo, condujo a Ricardo a identificar el tipo de ganancia (la relación entre capital total y ganancia) con la relación entre ganancia y salario, y a J. S. Mill a sostener que el tipo de ganancia dependía únicamente de la proporción de lo producido que correspondía al trabajo. (McCulloch, sin embargo, no había visto tan claramente como Longford que dependía de la proporción entre la ganancia y el capital total).
Marx hizo ver que la distinción entre capital fijo y circulante giraba propiamente no sobre el tiempo que requería el capital para circular, sino sobre la diferencia entre el papel concreto que desempeñan en la producción los instrumentos y los objetos del trabajo, los primeros circulando poco a poco durante el proceso de depreciación de las máquinas y los segundos incorporándose como un todo y en un solo acto al producto. (“El ganado considerado como ganado de labor, es capital fijo; considerado como ganado de matanza es materia prima, destinado en último resultado a entrar en la circulación y actúa, por tanto, no como capital fijo, sino como capital circulante”).29 Consideraba, sin embargo, que esta distinción era menos fundamental que la que existe entre trabajo “acumulado” o “muerto” de ambos tipos y trabajo activo o “viviente”, ya que esta última distinción para la economía en su conjunto corresponde a la que existe entre el poder productivo heredado del pasado y la producción corriente de valor neto o añadido. El capital invertido en equipo o en materias primas era, para Marx, el capital constante, y el destinado a la compra de fuerza de trabajo, considerado como un fondo corriente de salarios, capital variable. Esto lo condujo a sostener que el tipo de ganancia (relación entre la ganancia y el capital total, en un periodo dado) no dependía exclusivamente de lo que él, por contraste, llamaba “tipo de plusvalía” (la relación entre ganancia y salarios o entre la plusvalía y el capital variable).30 Si ocurría un cambio de la proporción en que el capital existente se hallaba dividido entre esas dos formas (lo que él llamaba la “composición orgánica del capital”), el tipo de ganancia podía cambiar aunque el tipo de plusvalía permaneciera constante. La influencia del progreso técnico tendía a alterar esta proporción general, aunque no invariablemente, en dirección de una elevación de la proporción del capital constante respecto al variable. Por consiguiente, la tendencia del progreso industrial se apuntaba en el sentido de reducir el tipo de ganancia, aun cuando el tipo de la plusvalía no declinara. Ésta fue su respuesta a la afirmación de Ricardo de que sólo el mecanismo de los rendimientos decrecientes de la tierra era capaz de explicar la tendencia decreciente del tipo de ganancia.
Pero Marx se apresuró a señalar la existencia de “tendencias opuestas” cuya influencia era en dirección contraria. Entre éstas se destacaba el “aumento de la plusvalía relativa”, al que ya nos hemos referido. Esto ocurre cuando un aumento de la productividad del trabajo, habiéndose extendido a la producción de las subsistencias, se traduce en una reducción del valor de la fuerza de trabajo y del valor de las mercancías en general. El resultado es un aumento del tipo de la plusvalía, debido al hecho de que se requiere una proporción más pequeña de la fuerza de trabajo social para producir las subsistencias del trabajador, de manera que “el producto neto” aumenta de forma pareja en valor y en cantidad. O, como lo expresó Marx más directamente, debido al hecho de que se requiere una porción más pequeña de la jornada de trabajo de cada obrero para reemplazar el valor de su propia fuerza de trabajo, quedando una parte mayor de la jornada para producir la plusvalía del capitalista. Ricardo había apuntado esta posibilidad, aunque no la analizó en detalle. Su obsesión por la amenaza de los rendimientos decrecientes de la tierra lo había conducido a menospreciar la importancia de aquella posibilidad, aunque se la daba tratándose de la apertura de mercados extranjeros y de la importación de trigo más barato. Pero este aumento de la productividad del trabajo era, en sí mismo, uno de los efectos del progreso técnico, y la posibilidad de su extensión a la agricultura, lo mismo que a la industria, era otra razón para que Marx negara que los rendimientos decrecientes fueran un factor importante con influencia sobre el tipo de ganancia y sobre las crisis económicas. Más adelante volveremos a examinar esta influencia y su relación con la “tendencia decreciente del tipo de ganancia”.
La noción de la “composición orgánica del capital”, expresando como expresaba una relación entre trabajo “acumulado” o pasado y trabajo “viviente” o presente, puede ser considerada como la precursora de las ulteriores nociones austriacas del “periodo de producción” o de la “intensidad del capital”.31 No obstante, Marx ha sido criticado frecuentemente por no haber tenido una concepción del papel del tiempo en la producción y por confundir el ritmo del flujo de capital con su volumen, como si la segunda parte del volumen II de El Capital, que se refiere a estas cuestiones, nunca hubiera sido escrita. Marx aclaró que “el ciclo de rotación del capital invertido” dependía de la amplitud del tiempo ocupado por el “proceso de trabajo” ‑el tiempo durante el cual el trabajo se aplica directamente a la fabricación de un producto‑ y también del tiempo durante el cual “los bienes en proceso” están madurando por razones técnicas. Cita como ejemplos los “granos de invierno [que] necesitan alrededor de nueve meses para madurar” y la explotación de maderas ya que en algunos casos “la semilla puede necesitar cien años para transformarse en un producto acabado, periodo durante el cual requiere muy pequeñas contribuciones de trabajo”. Por otra parte, no limita el concepto al “capital de trabajo” wickselliano, sino que también lo aplica explícitamente a los instrumentos de trabajo, indicando que como el capital fijo imparte su valor al producto “poco a poco”, generalmente tiene un ciclo más prolongado de rotación que el capital de operación, aunque no sucede así invariablemente, como lo demuestra el ejemplo de la explotación de maderas.32 El punto de divergencia con ulteriores economistas reside en el decidido apego al énfasis que puso en el volumen I para sostener que, no obstante la influencia del ciclo de rotación del capital sobre el tipo de ganancia, el agregado de plusvalía seguía determinándose únicamente por la relación entre el valor de la fuerza de trabajo y el valor del producto, la relación de explotación fundamental, que era la base de su estructura.
Pero éstos no eran más que los prolegómenos de la parte tercera del volumen II que consagró al análisis de los efectos de la acumulación del capital sobre la división de las fuerzas productivas entre las industrias de medios de producción y las de bienes de consumo. La demanda de las primeras dependía del ritmo ordinario de renovación del capital constante (“trabajo acumulado”) y del ritmo de aumento de su volumen existente, de manera que cualquier cambio súbito del ritmo de acumulación de capital o de las proporciones entre capital constante y variable tenía que traducirse, probablemente, en una desproporción entre esas dos ramas industriales. Marx atribuía una importancia fundamental al proceso de cambio entre los dos departamentos y el análisis que de él hizo representa otra notable contribución al pensamiento económico. Es indudable que lo que el Tableau Économique, de Quesnay, había sido para la agricultura y para el artesanado del siglo XVIII, lo fue el esquema departamental de Marx para el proceso económico más complejo introducido por la revolución industrial. Ambos eran un intento para dibujar un mapa del proceso real como base de un análisis y una generalización más desarrollados. Es indudable que para la formulación de su propio esquema Marx se inspiró, y mucho, en el Tableau Économique, Es interesante hacer notar a este respecto que en una carta dirigida a Engels en 1863 ya exhibía los lineamientos esenciales de este esquema como su propio Tableau Économique, aplicándolo primero a lo que él llamaba “la reproducción simple”, o las condiciones estáticas de la reposición del capital sin una nueva acumulación del mismo, con objeto de descubrir cuál sería el equilibrio necesario entre ambos departamentos y los diversos ingresos en cada uno, si el intercambio entre ellos debía tener lugar sin interrupción.33 En los últimos años de la década del setenta, cuando ya su salud declinaba, Marx desarrolló el tema; pero a su muerte sólo dejó algo más que notas y citas: “una presentación preliminar del tema”, como decía Engels, “fragmentaria” e “incompleta en diversos lugares”. Fue este manuscrito inconcluso el que Engels puso en orden en 1885, después de la muerte de Marx, el que había de constituir la tercera sección de El Capital, volumen II. Los manuscritos que fueron publicados más tarde en el volumen III y que se refieren a la tendencia decreciente del tipo de ganancia, fueron escritos antes, a mediados de la década del sesenta, aunque también no eran sino “un primer intento” y “muy incompleto”.
El propósito principal de estos esquemas era doble. En primer lugar mostraban claramente la diferencia entre el producto bruto y el neto, entre la suma total de transacciones con mercancías y el ingreso de los individuos. Desprendiéndose, como se desprendían, de la discusión de una proposición de Adam Smith acerca de que “el valor de cambio… de todas las mercancías que constituyen el producto anual del trabajo en cada país se resuelve en… tres partes que se dividen entre los diferentes habitantes del país, ya sea como salarios por su trabajo, como ganancias por su capital o como renta por su tierra”, Marx los ideó, en parte, para demostrar cómo podía ser verdad, al mismo tiempo, que el valor de cada mercancía era igual al valor de la fuerza de trabajo necesaria para su producción más la plusvalía más el valor del capital constante consumido, y que el valor neto producido por el sistema económico era igual, simplemente, a los salarios más la plusvalía.34 En segundo lugar postulaban las relaciones que debían mantenerse entre las industrias de bienes de producción y las de bienes de consumo por una parte y, por otra, entre la demanda de las industrias para la sustitución de equipos y de materias primas y la división del ingreso de los trabajadores y de los capitalistas entre el consumo y la inversión.35 Esto daba, implícitamente, una respuesta a la rudimentaria teoría del infraconsumo, demostrando que la acumulación del capital podía continuar sin provocar ningún problema dentro de la esfera del cambio, a condición de que esas relaciones fueran observadas.
Marx se apresuró a agregar, sin embargo, que bajo la producción individualista destinada al mercado, estas relaciones necesarias sólo podían mantenerse por “accidente”, aclarando que en una situación móvil el proceso de cambio quedaba sujeto continuamente al peligro de una interrupción debido a la ausencia de un mecanismo adecuado dentro de la economía capitalista que permitiera mantener las proporciones requeridas. Cualquier cambio de alguna importancia en el sistema económico y, en particular, un cambio de la técnica o del ritmo de la acumulación, tendería normalmente, y no por mero accidente, a una ruptura del equilibrio. Que esto es así se desprende del hecho de que la producción (interdependiente en sus diversas ramas) está sujeta a un control atomístico de un buen número de decisiones autónomas sin relación entre sí, cada una de las cuales se adopta con desconocimiento de las que simultáneamente se toman en otras partes.36 El mercado es impotente para coordinar estas decisiones antes de que el equilibrio se rompa y sólo puede coordinarlas después de que se ha roto, es decir, sólo puede hacerlo a través, precisamente, de la presión del cambio de precios que provoca la ruptura inicial del equilibrio. Una crisis opera como una catarsis y como un justo castigo, como el único mecanismo mediante el cual, dentro de esa economía, puede restablecerse el equilibrio una vez que ha sido roto.
Es evidente que las proporciones entre esos dos grandes departamentos de la industria se rompen de dos modos en el curso de una rápida acumulación de capital, y hay razón para pensar que Marx tenía en la cabeza esas dos formas cuando se refería a la “desproporción” del desarrollo de las dos ramas. Un aumento de la acumulación, si es un aumento discontinuo, supone un periodo de transición durante el cual la demanda de bienes de consumo (como una proporción del poder de compra ordinario) disminuye, en tanto que la mano de obra y otros recursos se desplazan hacia la fabricación de medios de producción. Esto tendrá que ser así a fortiori si la acumulación está acompañada por un cambio notable de la composición orgánica del capital. Como expresión de este hecho, las ganancias tenderán a disminuir en las industrias de bienes de consumo, apareciendo la desocupación. A primera vista podría parecer que ésta no es una razón para provocar una crisis general, y que la reducción de ganancias y del volumen de ocupación en uno de los departamentos se compensará por el aumento de las ganancias y de la ocupación en el otro, en el de bienes de producción. Puede preguntarse por qué un cambio de esta naturaleza habría de tener algo más que efectos transitorios y parciales, algo más que cambios de la demanda de los consumidores que continuamente ocurren trasladando el “peso” de las diferentes industrias dentro del grupo de las que producen bienes de consumo, cambios que implican un abandono del algodón por la seda artificial, de los ladrillos por el cemento, del gas por la electricidad. Sin embargo, una disminución de la actividad generalizada en las industrias de artículos de consumo tiene consecuencias especiales por la razón de que las industrias que fabrican instrumentos de producción dependen de las que producen artículos de consumo, y la demanda de aquéllas es, en cierto sentido, “derivada” de la de éstas. Esto constituye una importante calificativa de la afirmación de que la “demanda de mercancías no es una demanda de mano de obra”; e implica que, como lo ha subrayado recientemente Durbin,37 un cambio de la demanda de bienes de consumo comparativamente a la de medios de producción, tiene una significación más destacada que cualquier cambio de la demanda dentro de las industrias mismas de bienes de consumo. Cuando en éstas se registra una declinación de las ganancias, ello, probablemente, revela una disminución de la demanda de instrumentos de producción que puede llegar a traducirse en una crisis general. Tal es la parte de verdad que ha descubierto la teoría del infraconsumo. Este caso es un importante ejemplo de desarrollo desproporcionado que surge del hecho de que en cualquier situación concreta, en cualquier momento dado, el capital se halla cristalizado en formas más o menos durables, y adaptadas a usos particulares y sólo a esos usos. El cuadro pintado por J. B. Clark, respecto a la construcción “de fábricas que sólo servirán para hacer más y más fábricas indefinidamente”, nunca puede tener realidad, porque las fábricas se hallan siempre especializadas para satisfacer una corriente particular de demanda conectada con el consumo en un futuro inmediato y no una demanda que se proyecta hacia un futuro indefinido y remoto. Por consiguiente, cuando el consumo cambia, sus efectos repercuten hacia atrás a lo largo de la corriente de la demanda hasta llegar a todos los procesos intermedios conectados y adaptados a ella.38
Pero si bien esta forma de desproporción puede ser la causa que dé origen a una crisis general, no puede decirse que ésa sea la causa necesaria. La ruptura del equilibrio puede venir de un sector opuesto, mostrándose primeramente en una declinación de la ganancia y de la actividad en las industrias de bienes de producción. Existe, ciertamente, un buen número de pruebas de que ésta es la forma más frecuente en que se presenta una crisis. El profesor J. M. Clark, revisando los datos norteamericanos de que se dispone, nos dice que “hasta donde lo demuestran las observaciones, éstas nos conducen a la conclusión de que la demanda general de los consumidores no dirige, sino que obedece los movimientos de la producción de bienes de consumo, la cual se mueve hacia arriba o hacia abajo debido, principalmente, a que los cambios del ritmo de producción aumentan o disminuyen el poder de compra ordinario de los trabajadores… El movimiento inicial tiene lugar en un punto colocado más allá de donde está situado el consumidor, es decir, dentro de la etapa de la producción y no en la de la venta al menudeo».39 Las “nóminas” o “listas de raya” parecen aumentar más rápidamente en las últimas fases del auge que en las primeras, en tanto que la producción industrial, y particularmente la producción de bienes de producción, muestran un ritmo de aumento más flojo a medida que continúa la expansión.40
Pero volviendo al esquema de la “reproducción ampliada” de Marx, es instructivo destacar los supuestos implícitos en su manejo, puesto que un examen de ellos conduce inmediatamente a otros dos elementos de su teoría de las crisis económicas que, en cierto modo, son más importantes. En primer lugar parece que Marx suponía que las nuevas inversiones no introducen ningún cambio en la composición orgánica del capital, es decir, que aquéllas se destinaban exclusivamente a lo que Hawtrey ha llamado recientemente “ampliación”, por oposición a “profundización”, de la estructura del capital.41 Tal era el caso (en el que esta condición no se cumplía) que ocupó su atención en la parte inicial del volumen III. En segundo lugar, comienza por suponer que la “reproducción ampliada” (o inversión neta) se efectúa a un ritmo constante. Tan pronto como se abandona este supuesto, escogiéndose un ejemplo ya sea de reproducción a un ritmo creciente o de ahorro en escala general sin ningún acto concurrente de inversión,42 surge el llamado problema de la “realización” de la plusvalía, que fue el principal tema de Rosa Luxemburgo. Marx plantea la cuestión en esta forma: si los capitalistas deciden acumular (o ahorrar) parte de la plusvalía que antes gastaban en la adquisición de bienes de consumo, entonces los vendedores de estos bienes de consumo se quedan con artículos no vendidos. ¿De dónde adquieren, por consiguiente, estos vendedores de bienes de consumo el dinero para invertir? Si mediante la venta de estos bienes no se puede “sustraer dinero de la circulación para atesorar o para constituir un nuevo capital-dinero virtual”, no habrá demanda de nuevos bienes de producción y el proceso de acumulación quedará interrumpido. En las palabras de algunos economistas modernos, “el impulso de ahorrar habrá abortado”. Éste es “un nuevo problema cuya mera existencia tiene que resultar asombrosa para quienes comparten el punto de vista corriente de que se cambia [¿siempre?] mercancías de una clase por mercancías de otra clase”.43 Marx se reservó la solución de este laberinto hasta el último párrafo del volumen II. Dicha solución consistía en que las industrias de bienes de consumo podían encontrar mercado para sus artículos en los productores de oro, al realizar con ellos una transacción unilateral de bienes contra dinero. La “reproducción ampliada” con un ritmo creciente podía tener lugar suavemente en la medida, pero sólo en la medida, en que se introdujera nuevo dinero al sistema económico. Si bien esta respuesta puede tener un parecido superficial con la de Rosa Luxemburgo (quien sostenía que la acumulación requiere un mercado externo que permita “realizar” por un acto de venta la plusvalía acumulada por los capitalistas) difiere en dos puntos fundamentales. La dificultad sólo se refiere, como ya hemos dicho, al caso en que el ritmo de ahorros aumenta; y Marx habla de una venta de bienes contra oro como una solución del problema, en tanto que Rosa Luxemburgo se refiere a una exportación de bienes contra bienes, que no resuelve necesariamente el problema del excedente no vendido de bienes de consumo.44
Sin embargo, el supuesto de que la acumulación podía seguir por largo tiempo sin ningún cambio en la “composición orgánica del capital” era muy abstracto. Desde luego implicaba un ejército de reserva industrial inagotable, si el capital variable tenía que aumentar con el mismo ritmo con que se hacía la inversión total; y, en circunstancias normales, antes de que esta “ampliación” del capital fuera muy lejos, el agotamiento de la reserva de mano de obra crearía una acentuada tendencia ascendente de los salarios que acabaría por precipitar la caída del tipo de ganancia.45 Por consiguiente, la consecuencia habitual de la acumulación del capital es una elevación de su composición orgánica; y este cambio, a menos que sea neutralizado por un aumento del “tipo anual de la plusvalía”, precipitará una caída del tipo de ganancia. Parece claro que Marx consideraba esta tendencia decreciente del tipo de ganancia como una importante causa subyacente de las crisis periódicas y como un factor que configura la tendencia a largo plazo: como una razón fundamental de por qué el proceso de acumulación y expansión es, por sus efectos, destructor de sí mismo, teniendo que padecer, por consiguiente, una recaída inevitable.
Pero ¿qué decir de las tendencias en sentido contrario a que aludía el mismo Marx? Se ha dicho que el análisis de Marx no proporciona ninguna base lógica para decidir cuál de las dos tendencias acaba por prevalecer, que Marx no hizo sino enumerar las “tendencias en sentido contrario” colocándolas al lado de su análisis anterior como razones de por qué, en la realidad, “esta baja [del tipo de ganancia] no es mayor o más rápida”.46 No hay duda, pues, de que Marx tenía la seguridad de que el tipo de ganancia tendría que seguir cayendo en tanto que la acumulación del capital y los cambios técnicos tuvieran lugar. Pero el hecho de que no diera una prueba a priori acerca de cuál grupo de influencias tendría necesariamente que sobreponerse al otro, fue una omisión que, a mi modo de ver, se cometió deliberadamente y no porque el volumen III de El Capital haya quedado sin terminar. Decimos deliberadamente porque habría sido contrario a todo su método histórico sugerir que podía darse una solución en forma abstracta o que alguna conclusión de aplicación universal podía deducirse mecánicamente de los datos relativos a los cambios técnicos examinados in vacuo. Sin duda, Marx concibió una situación en la cual los cambios de valores que tenían lugar eran el resultado de la interacción de cambios técnicos y de la particular configuración de las relaciones de clase que prevalecían en un momento y fase determinados. Todo el énfasis de su análisis lo ponía en la influencia dominante de estas relaciones al dar forma a la “ley que mueve a la sociedad económica”. (Entre los factores destacados de estas relaciones de clase determinantes se hallaban las condiciones de la oferta de fuerza de trabajo, independientemente de que los obreros se hallaran organizados o no en sindicatos, etcétera). Esta ley motora no podía recibir una interpretación puramente tecnológica, es decir, no podía ser considerada como un simple corolario de una generalización relacionada con la naturaleza de los cambios de la técnica de producción. El resultado real de esta interacción de elementos en conflicto podía ser, en una situación concreta, diferente del que era en otra diversa. Con mucha frecuencia se tiende (y no creo que el último libro de John Strachey sobre el problema escape a la observación)47 a considerar el punto de vista de Marx sobre esta cuestión como demasiado mecánico, describiéndolo como si descansara en la predicción de que la ganancia decreciera en forma de una curva continuamente hacia abajo hasta alcanzar un punto en el que el sistema tendría que pararse bruscamente, como una máquina a la que faltara vapor. La verdadera interpretación parece ser que Marx consideró la tendencia y las fuerzas en sentido contrario como elementos en conflicto de los cuales surgía la dirección general del sistema. El conflicto de fuerzas acababa por hallar un equilibrio, y por tanto un movimiento uniforme sólo se daría “por accidente”, y daba lugar a esas bruscas sacudidas del equilibrio acompañadas de fluctuaciones que en las circunstancias concretas de la economía capitalista toman la forma de crisis. Quizá las condiciones técnicas sean el esqueleto, los canales por los que discurren los acontecimientos, exactamente como los huesos son el esqueleto del cuerpo humano, pero sin ser todo el cuerpo.
---continúa---