La tragedia de Málaga
Ilya Ehrenburg
Ayuda nº 45 de 06/03/1937
En la primavera del año pasado Málaga se estremeció y despertó. Los hombres creyeron en una vida sin chozas, sin harapos, sin el llanto de niños hambrientos. Málaga envió comunistas a las Cortes. Los jornaleros, que habían cobrado siempre dos pesetas, empezaron a cobrar cinco. Comenzó a darse trabajo a los parados: la ciudad empezó a edificar escuelas, hogares de obreros. Los terratenientes y los guardias dejaron de beber Málaga: este nombre les parecía irresistible. Le añadieron la palabra “la Roja”. Con esto quisieron desprestigiar la ciudad. Pero los habitantes de Málaga, como todos los españoles, gustan del color rojo. Querían además la libertad y la vida. Y empezaron también a llamar a su ciudad “Málaga la Roja”.
Los reumáticos de Liverpool se marcharon: quizá temiesen al caluroso verano andaluz, o quizá a la “nueva vida” soñada por los habitantes de la extrema barriada del Norte.
En el mes de julio el general Queipo de Llano ordenó a los oficiales del 12º Regimiento, acuartelado en Málaga, que metieran en cintura a la desobediente ciudad. Los soldados engañaron al general: Málaga quedó roja. Seis meses ha luchado la ciudad. Independiente de los altos centros de mando del país, contra los ejércitos fascistas. En Málaga no había ni mando único ni ejército disciplinado. En el séptimo mes desembarcaron los italianos en Cádiz. Trajeron artillería y tanques. Los bandidos romanos soñaban con otra Abisinia. Los héroes de Kaporetto, a los que habían batido todos los ejércitos regulares del mundo y los que presumían por su victoria sobre los etíopes, descalzos y sin armas, se decidieron a dar la gran batalla a los descargadores y pescadores de Málaga. Pero además tuvieron un apoyo: los barcos alemanes navegaban cerca de la costa: aviones alemanes volaban sobre la ciudad. Los italianos enviaron por delante a los soldados marroquíes. Para tranquilizar al Comité de Londres, estaba en un tren de campaña el gobernador militar de Málaga, conde de Sevilla. Y dos secos falangistas sostenían la bandera de España monárquica. Cuando los italianos entraron en la ciudad colgaron al lado de la Virgen Santa su bandolera, cruzada por la esvástica negra de los aliados.
No se ha dejado entrar a los periodistas extranjeros. “Todavía se está haciendo allí una gran limpieza”. Les prepararon un magnífico palacio en las afueras de la ciudad. En el barco “Cánovas” los falangistas encontraron a sus amigos los presos fascistas. Los republicanos no mataron en su retirada a los presos. Seguramente por eso el general Queipo de Llano “ha ordenado castigar severamente a los asesinos rojos”. Pero ni los legionarios ni los italianos necesitan este consejo. Cantando la “Giovinezza”, los italianos pasaron por la Avenida del Marqués del Río. Los legionarios prefirieron las barriadas obreras. No cantaban un himno pomposo, sino que quemaban y rompían los muebles y utensilios, sacaban a los hombres a la calle para fusilarlos: los italianos habían traído balas de sobra. Apostaban para ver quién apuntaba mejor. El que ganaba cogía a la mujer o a la hija del fusilado. El río Guadalmolina rebosaba cadáveres. En Larios había que ir separando los cadáveres con el pie para poder andar por las calles. Después el conde de Sevilla ordenó barrer las calles principales: había entrado un crucero inglés en el puerto.
En la plaza de San Pedro los fascistas encendieron una inmensa hoguera, en donde quemaban apresuradamente los cadáveres. Inmediatamente se hicieron defensores de la justa condena: nada de fusilamientos sin juicio. En tres días apresaron a ocho mil personas.
Los luchadores se habían marchado de Málaga, con ellos cuarenta mil mujeres y niños. Los fascistas cogían al abuelo del secretario del Sindicato de Panaderos o a la sobrina de un miliciano muerto. Juzgaban hasta trescientas personas por día. No había tiempo para que los escribientes anotasen los nombres de los fusilados. En la primera sesión del Tribunal, una mujer, bañada en lágrimas, dijo: “Yo no tengo culpa de nada; yo estaba lavando ropa”.
Un viejo gritó: “¡Animales!” Los oficiales no discutieron: tenían prisa de fusilar. El presidente del Tribunal decía bostezando: “El siguiente”.
El corresponsal del Popolo d’Italia, señor Barzini, mandó el siguiente radiograma: “El Tribunal actúa de acuerdo con todos los principios humanos. No se aniquilará más que a los incitadores y criminales”.
Quizá se encontrase cuando iba a la oficina de Telégrafos a la lavandera Encarnación Jiménez, que llevaban a fusilar los falangistas por “incitadora y criminal”.
Entre las rocas se acumulaban los fugitivos. Iban mujeres, enfermos, viejos. Llevaban niños al brazo. Sobre los niños, muertos de terror, volaban los aeroplanos alemanes. Los aviadores del valiente general Faupel demostraron una valentía milagrosa: barrían a los niños. Estaban limpiando la España del pueblo español. De los niños pueden salir marxistas, y esto es molesto y peligroso…
El loco general Queipo de Llano decía por Radio: “Toda la población de Málaga nos recibió con entusiasmo. Las mujeres besaban las manos a sus bravos muchachos”.