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    Simone de Beauvoir, una estupidez encumbrada por el sistema

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    Simone de Beauvoir, una estupidez encumbrada por el sistema Empty Simone de Beauvoir, una estupidez encumbrada por el sistema

    Mensaje por nunca Sáb Ene 16, 2016 8:05 pm


    Simone de Beauvoir, una estupidez encumbrada por el sistema

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    "la feminista" celebrada por los bolcheviques de GOOGLE.

    “La mujer no se nace, se hace. Ningún destino biológico, físico o económico define la figura que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; la civilización es quien elabora ese producto intermedio entre el macho y el castrado al que se califica como femenino”. Reflexión extraída del libro ‘El segundo sexo’, de la filósofa existencialista y novelista comprometida con la causa del mujer Simone de Beauvoir (París, 1908-1986), obra a la que se ha denominado como “la biblia del feminismo”. Fuente: [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
    Merece especial atención la obra cumbre del feminismo, “El segundo sexo”, de Simone de Beauvoir, publicada en 1949, fecha a retener para comprender su propósito y significación. Lo primero que resalta en ella es su intención totalizante, al ofrecer una interpretación completa y definitiva del asunto considerado, y su pretensión de omnisciencia, principios comunes a todo el pensamiento religioso. Examina la condición femenina desde la biología, el psicoanálisis, el materialismo histórico, la historia, los mitos, la política, la economía y algunas disciplinas, o pseudo-disciplinas, más. Es una lástima que ese ejercicio se realice con materiales intelectuales de segunda y tercera categoría, por lo general tomados de obras de divulgación, pues la autora lo ignora casi todo de los asuntos que trata (esto es obvio especialmente en la parte que dedica al análisis histórico, un rudimentario texto escolar elaborado con lugares comunes), aferrándose además a modas intelectuales de su tiempo ajenas al saber cierto, hoy justamente olvidadas, como son el freudismo.

    En realidad, lo que hace es literaturizar de forma fácil, simple y ramplona los asuntos tratados, sin voluntad de verdad y, por ello, sin alcanzar ninguna consecuencia apreciable que, en tanto que certidumbre imparcial y objetiva, pueda ser considerada con respeto.
    A pesar de la simpleza argumentativa del texto, las instituciones académicas y políticas lo han convertido en un dogma teórico, esto es, un sistema de creencias obligatorias, una religión política en suma, que se impone por aleccionamiento a la multitud (a los hombres tanto como a las mujeres) para que en las mentes de las clases populares prevalezca lo que interesa al poder constituido. La obra, amontonando anécdotas, datos y citas banales junto con reflexiones elementales, parece querer intimidar al lector o lectora. Dado que el método es el habitual en el campo de lo teorético, el axiomático-deductivo, hay que indagar en los axiomas o primeras “verdades” fundantes de la autora. Se observa que su ideología básica es el odio a lo femenino, y que desde ella trata parcial y especulativamente el asunto de la mujer con el deseo de alcanzar conclusiones de tipo feminista. Tal hace del texto la obra cumbre en la combinación de misoginia y feminismo.
    Lo primero se manifiesta en el desprecio y rencor con que concibe el cuerpo femenino, negativo en sí, por ejemplo, cuando dice que “todo el organismo de la hembra está adaptado a la servidumbre de la maternidad”, pues ésta, por sí misma, entendida al margen de sus determinantes o condicionantes políticos, económicos y culturales, no es tal, sólo una experiencia humana magnífica, y envidiable, reservada a una parte de la especie, la mujer. Desde luego, considerar la maternidad como una “servidumbre” es situarse en el terreno del machismo más bronco y cuartelero presentando las particularidades de la biología de la mujer como causa de su supuesta inferioridad[1]. Esa literata y sus seguidoras consideran de hecho, con Averroes, que “la mujer es hombre imperfecto”, por lo que ha de dedicar su existencia a hacerse un varón perfecto, negándose sin tregua, imitando en todo a aquél.
    Leyendo con espíritu crítico se concluye que Simone de Beauvoir se avergüenza de ser mujer, mientras admira y ambiciona entre líneas la biología del “macho”, expresión que suele usar para referirse al varón, probablemente porque no comprende qué es lo humano esencial y concreto, expresado en la feminidad tanto como en la masculinidad, dado que su cosmovisión es el sexismo zoologista del determinismo biológico, una perversa ideología ilustrada y burguesa urdida en los siglos XVIII y XIX. Un interesante estudio crítico del patológico rechazo fóbico de aquella autora al cuerpo femenino puede encontrarse en J.B. Elshtain, quien recuerda que su compañero intelectual, el pseudo-filósofo J.P. Sartre, haciendo gala de una misoginia aún más repulsiva que la de la autora examinada, lo denomina “infortunada anatomía”: tales son los averiados fundamentos doctrinales del Estado feminista, que tiene en De Beauvoir su santa patrona.
    Lo que más resalta, y repugna, en dicho texto, pero que muy pocas y pocos logran aprehender, dada la promoción de la voluntad de creer que hace la modernidad en el sujeto medio, es la descomunal carga de machismo que contiene, la manera tan rencorosa como descalifica el cuerpo de la mujer, a la que con un lenguaje relamido y tortuoso presenta como inferior biológicamente al ser víctima desventurada de unas taras terribles que la naturaleza le ha impuesto al hacerla mujer. Esa misoginia implacable se manifiesta incluso en el desprecio con que describe a las hembras de los mamíferos, cuya actividad sexual presenta de modo equivocado, conforme a prejuicios sin fundamento que muestran a los machos como “superiores” y a las hembras como “inferiores”, falseando la realidad de su vida reproductiva. Es éste uno de los textos más misóginos de la historia de la humanidad, cuya admisión por las y los feministas manifiesta la carga atroz de machismo que tienen interiorizada y que les lleva, como no podía ser por menos, a implorar al Estado y a la clase propietaria que les tutele y proteja, única forma, al parecer, de aliviar su inferioridad congénita. Dicha aversión a la mujer es lo que tanto gustó a las militantes de la Falange y de la Sección Femenina que ya desde los años 40 hicieron del libro comentado uno de sus textos más apreciados, cuestión que más adelante se tratará.
    La autora se odia a sí misma en tanto que mujer y al varón con el impreciso e inexacto argumento de que la fémina “ha sido, si no la esclava del hombre, al menos su vasalla (sic)”, de manera que en ella todo es biliosa animadversión, omnipresencia del odio y envidia enfermiza de lo masculino. En realidad no es así, pues la rendida devoción de S. de Beauvoir al orden constituido le lleva a ocultar la realidad, que es bastante simple: la discriminación patriarcal no es cosa biológica: está en las leyes positivas, estatales, y proviene de ellas, encontrándose sus causa en el terreno de la política, la economía, las exigencias militares, la biopolítica, la emigración, la religión y otras formas de experiencia social. Pero, ¿quién hace esas leyes? ¿Todos los varones en general? Es obvio que no.
    Como ciudadana gala, habría de conocer que no fue obra de todos los varones el Código Civil francés de 1804, que imponía a las mujeres un patriarcado perfeccionado y a los desventurados hombres de las clases populares terribles prestaciones militares (cientos de miles de ellos, probablemente millones, murieron en las guerras napoleónicas, y otros tantos resultaron heridos o quedaron mutilados), laborales, fiscales y de otra naturaleza.
    Tampoco fueron los varones en general quienes edificaron el sistema legal patriarcal del franquismo, sino los jerarcas del régimen, con la decisiva ayuda de la Sección Femenina (donde estaban organizadas las mujeres del aparato estatal y de la burguesía, con más de medio millón de afiliadas, defensoras acérrimas en ese tiempo del patriarcado), tras vencer en una guerra y posguerra en la que más del 90% de sus víctimas fueron hombres y menos de un 10% mujeres. Notable desproporción que debe ser explicada, porque significa que el fascismo fue resistido mucho más por los varones que por las féminas, a pesar su supuesta sobre-opresión[2]. Todo esto es elemental, así pues, ¿por qué esta autora, y con ella tantos y tantas, lo niegan y ocultan? De esa forma se culpa a la otra víctima, el varón, y se exculpa al victimario de unos y otras, el aparato estatal. El hombre de las clases populares queda como chivo expiatorio de lo que es obra de las elites gobernantes y la burguesía.
    Donde el error se transforma en enormidad ideológica y doctrinal es en su crítica del embarazo, cuando expone, por ejemplo, que “la gestación es un trabajo fatigoso que no ofrece a la mujer ningún beneficio individual y le exige, por el contrario, pesados sacrificios”. Es evidente que para la autora el amor, sobre todo el amor heroico practicado por la gran mayoría de las mujeres cuando son madres, en forma, al mismo tiempo, de práctica, convicción, volición y emoción del desinterés, la generosidad, la magnanimidad, el sacrificio y el esfuerzo longánimo, no sólo no cuenta, sino que además es repudiable. Así, al tratar de la maternidad sólo logra articular salmodias marcadas por un extremado egotismo y solipsismo, cien por cien burgueses en su descarnada búsqueda del interés individual, o lo que el poder constituido presenta como tal.
    Destruir el amor en la mujer (y en el hombre) es imperioso para que pueda ser reducida a mano de obra, que es el único objetivo considerado en el texto, lo que es señalado con acierto por Sylviane Agacinski. Es esclarecedor que la escritora exponga tales atrocidades acerca de la gestación y guarde silencio sobre los padecimientos, humillaciones y degradaciones casi infinitas que el trabajo asalariado provoca a la mujer (y al varón) día tras día, incluidas las violaciones de mujeres que tienen lugar en las empresas capitalistas, sobre las que el feminismo guarda un silencio sepulcral, como expresión política que es de los intereses fundamentales del gran capital. De ese modo estamos obligados a creer que son las hijas e hijos los que dañan y expolian a las mujeres, no sus verdaderos explotadores, la clase empresarial y el cada día más poderoso y ávido aparato fiscal.
    El atroz desamor a los niños y niñas, por consiguiente, a la maternidad y paternidad, preconizado por De Beauvoir, lo diremos una vez más, manifiesta su respaldo a un programa para la completa deshumanización, para la conversión del género humano en bestias y engendros; en él se revela con claridad el credo feminista actual como lo que es: una expresión señera de lo monstruoso. El desamor a la infancia es la total extirpación del amor en la persona, ya que quien no ama a los niños es incapaz de amar a ningún otro individuo, animal o cosa, siendo, por tanto, un ente aberrante e infrahumano. Ello encierra un componente de machismo, pues la antipatía hacia la infancia es, inevitablemente, animadversión a las niñas, mujeres en ciernes, lo que va unido en el feminismo oficial a su conocida malquerencia por las ancianas, pues tal ideología sólo considera a las féminas aptas para ser mano de obra y carne de cañón en los aparatos militares. De esa manera divide a las mujeres, enfrentándolas entre sí, poniendo en claro lo demagógico de la tantas veces invocada “solidaridad femenina”, cuya concreción práctica es que las mujeres trabajadoras han de venerar a las mujeres empresarias.
    Las causas materiales de tantos y tales desatinos, que nos rebajan desde la condición de seres humanos a la de monstruos, son obvias. Tras la I Guerra Mundial los millones de bajas masculinas que había padecido Francia fueron cubiertas por la emigración de polacos, españoles, portugueses, armenios, italianos y gentes de otros países, de modo que las francesas podían ser “liberadas” parcialmente de sus funciones maternales futuras, lo que demandaba que el viejo orden patriarcal jacobino impuesto a viva fuerza en la revolución francesa, una explosión de misoginia como pocas veces se ha visto en la historia de la humanidad, fuera sometido a una reinterpretación práctica y doctrinal. Con ello se conseguían tres metas cardinales en lo económico:
    1) trasladar a los países más pobres, de donde procedía la emigración, los gastos de crianza de los seres humanos, ahorrándoselos a Francia;
    2) disponer de mano de obra inmigrante a gran escala, más barata que la autóctona, y
    3) destinar a millones de mujeres a la producción, “emancipándolas” de la tutela marital sólo para ponerlas bajo la despiadada tutela del patrón y del aparato estatal.

    Todo esto creó una fase de transición, de dudas, que se manifestó en la naturaleza de las decisiones adoptadas acerca de las decisivas cuestiones de la biopolítica por los poderhabientes franceses y que alcanzó hasta el final de la II Guerra Mundial. Terminada ésta y recuperada la normalidad de la vida económica hacia 1948, aquéllos escogieron marchar por una vía expeditiva, la del desarrollismo económico más desenfrenado, con la mujer lo más apartada posible (¿y qué distancia más que el odio?) de la maternidad y la familia, de su pareja y del amor, volcada ciegamente en la producción, el salario, el dinero, el medro profesional, la empresa y el logro de las grandes magnitudes macroeconómicas que “la nación francesa” fijaba.
    Un vendaval de insanía economicista y desarrollista sacudió al país. Todos y todas, con escasas excepciones, estaban a favor de librar “la batalla de la producción”, desde la derecha del general De Gaulle hasta la izquierda que seguía al PCF (Partido Comunista Francés), que conminaba, con su estilo zafio y despiadado, al proletariado a producir más y más, sin tregua ni reposo. La consigna era “todo por la producción” y a ella debían subordinarse las mujeres tanto como los hombres. Para hacer que las féminas fueran permeables a dicho lema perverso, libros como “El segundo sexo” fueron providenciales. De ahí salieron los “treinta gloriosos”, es decir, los tres decenios en los que el capitalismo francés se desarrolló como nunca lo había hecho antes.
    Conviene enfatizar que, según de Beauvoir, el varón, en tanto que pareja o hijo, es sólo un “macho”, un ser diabólico a combatir, mientras que en tanto que capitalista es el que provee a la mujer de los instrumentos (el trabajo asalariado) para su emancipación por lo que es tratado con mesiánico fervor. Su ideario ha convertido a millones de mujeres en las esclavas de los jefes, de la producción, el beneficio y la ganancia empresarial; las mantiene en situación de ser consideradas como un objeto, un cuerpo destinado a ser sacrificado a los intereses políticos del Estado, antaño bajo las condiciones del patriarcado, sometida por la ley, y hoy en las condiciones del neo-patriarcado, atadas igualmente a las necesidades del sistema como fuerza de trabajo y convertidas en seres nadificados en su existencia personal. En ambos casos les es negada la vida como seres humanos integrales que se realizan a través del uso regular del entendimiento, la voluntad, el sentimiento, la sociabilidad, la libertad y el amor, igual que los varones.
    Cuando se publicó “El Segundo Sexo”, en el año 1949, Simone de Beauvoir poseía una biografía bien curiosa. Junto a J.P. Sartre, el guía por excelencia de la conciencia francesa de posguerra, que se creía profunda y exquisita pero que era sólo trivial y adocenada, se presentaba como miembro de la Resistencia contra la ocupación nazi y el fascismo autóctono, condición necesaria para ser, en ese tiempo, respetada y considerada, aunque los estudiosos de la Resistencia no encontraron pruebas de ello y excluyeron a ambos de las listas de resistentes y luchadores. Así lo hizo el historiador más prestigioso, Henri Noguères, aunque posteriormente, dados los fundamentales servicios que la pareja intelectual de moda estaba prestando a “la nación”, la cosa fue olvidada permitiéndose que aparecieran públicamente con una distinción que no les pertenecía por su actuación. En realidad, como expone ella misma en algunos textos y cartas de tono autobiográfico, mientras otras y otros luchaban contra los nazis y eran encarcelados, torturados y fusilados por eso, la futura autora de “El segundo sexo” dedicaba su tiempo a viajar plácidamente, a disfrutar de la vida, dar rienda suelta a su insaciable hedonismo y pensar en lo único que le movió siempre, la propia carrera como intelectual muy bien remunerada y sobremanera famosa, cosmovisión egotista que se expone sin sentimientos de culpa ni pudor en su extensa obra escrita[3]. La meticulosa investigación que realiza Gilbert Joseph sobre la alegre y cómoda vida de ambos ideócratas en los años de la ocupación nazi, expuesta en un libro de sugerente título, “Une si douce Occupation… Simone de Beauvoir et Jean-Paul Sartre, 1940-1944”, muestra que mintieron al presentarse como miembros de la Resistencia.
    Faltar a la verdad en tan importante cuestión constituye una muy grave inmoralidad y muestra su desdén por la verdad en general, ésto aflora en la obra que examinamos, que es un fallo intelectual. Ambos tipos de verdad, tanto la moral como el rigor y la exactitud en el acercamiento a lo real, son negados de manera vehemente. El sexismo político, en tanto que cosmovisión de la modernidad, es mero pragmatismo, vulgar amoralismo y maquiavelismo, una aplicación práctica del adagio de que el fin justifica los medios. Tal es la concepción de la existencia que esta autora transmite a las mujeres, y a los varones.
    Su libro no sólo ha servido para promover la creación de mano de obra asalariada femenina, sino que la culminación y materialización de su discurso va bastante más allá. S. de Beauvoir fue lectora entregada de Nietzsche, el ideólogo por excelencia del fascismo en lo ideológico, junto con Mussolini, lo que la estimuló a aplicar a la teoría feminista la noción del “superhombre”, sin importar que en ella se asentara la concepción del militante fascista, matón, desalmado y machote, que desprecia a las mujeres y vive para aborrecer, matar y destruir. De ahí nació la ideología de la “supermujer” que ha de ser una patética imitación del hombre fascista, tan agresiva e insolente, tan ajena a toda noción de afecto y convivencialidad, tan cruel, sexista e inhumana como él. La masculinidad es, en su imaginario, una noción depravada que no se corresponde con la existencia de la gran mayoría de los hombres, sino que expresa la recreación de la nietzscheana moral de los señores materializada en los fascismos del siglo XX, y que la autora enuncia sin rubor en “El segundo sexo” así: “En cada esquina puede empezar una pelea (…) para el hombre es suficiente sentir en sus puños la voluntad de afirmación de sí para que se sienta confirmado en su soberanía… la violencia es la prueba auténtica de la adhesión de cada cual a sí mismo, a sus pasiones, a su propia voluntad”. Se duele asimismo de que a las niñas “las peleas, las riñas les están prohibidas”.
    Hay que entender esta devoción hacia la violencia camorrista y pendenciera de cuarteles y tabernas, poniéndola al lado de la actitud que la autora tuvo cuando se presentó la ocasión de luchar, de emplear la violencia y de arriesgar la vida por una causa justa, entonces se evadió de tal carga en la que, por contra, sí participaron muchas mujeres que tal vez no eran aficionadas a las riñas y la conductas dañinas gratuitas, pero estaban dispuestas a luchar y dar la vida en muchos casos por una causa justa.
    La meta práctica de tal construcción teórica era crear mujeres capaces de ascender en el bárbaro mundo de la política a las altas esferas del Estado y empresarias agresivas y amorales dispuestas a todo con tal de medrar y enriquecerse, lo que debía reforzar el poder del estado francés y su empresariado como clase en el mercado mundial, acelerando la acumulación y concentración del capital. Por lo demás, hay que tener en cuenta que Nietzsche forma parte del elenco de los grandes misóginos del pensamiento, o pseudo-pensamiento, occidental, junto a San Agustín, Rousseau, Kant, Hegel, Bentham, Schopenhauer y otros, para los que la mujer no es un ser humano. A dicha lista se debe añadir, con justicia, Simone de Beauvoir, la ideóloga por excelencia del feminismo productivista, tecnoentusiasta y desarrollista, responsable de cooperar en la creación del mundo actual, en que el capitalismo privado y estatal han encaminado al planeta a un futuro aciago de devastación medioambiental, cambio climático, contaminación general y colapso de la biodiversidad, lo que hace más insensato que cierto híbrido denominado ecofeminismo siga dando irracional apoyo a “El segundo sexo”.
    ………………………………………………………………………
    [1] La anti-feminidad y virulenta misoginia de Simone de Beauvoir es denostada por Sylviane Agacinski en “Política de sexos”. Esta autora reivindica la excelencia de ser mujer en su totalidad y en tanto que ser humano-mujer, no como copia o imitación del varón, no como criatura subhumana tutelada por el Estado y protegida por el nuevo “pater familias”, el feminismo. Por ende enaltece la maternidad, rompiendo con la vergüenza y desprecio de lo femenino propia de la autora gala y de todo el feminismo, cuya esencia, como expone Sylviane, es una forma específica de machismo apta para ser “consumida” por las mujeres. Por tanto, podría decirse que lo peculiar de la ideología feminista es el aborrecimiento a todo lo humano, a los varones por medio de la androfobia y a las féminas a través del neo-machismo feminista. En eso demuestra ser una ideología de la modernidad, marcada como todas ellas por la destructividad, el odio a todo y a todos, la apología de la barbarie, el nihilismo y la aniquilación de lo humano, que en este caso adopta la forma de feminicidio.
    [2] Según datos tomados del libro de Ángeles Egido León, “El perdón de Franco. La represión de las mujeres en el Madrid de la posguerra”, de las 2.663 personas fusiladas en el cementerio del Este de la capital, en 1939-1944, sólo 87 fueron mujeres, aproximadamente el 3,3%. El porcentaje de féminas ejecutadas fue superior en Aragón, casi el 9%, probablemente por la mayor combatividad y conciencia de la mujer rural, menos influenciada por el ideario feminista. Al examinar las cifras de personas condenadas a muerte por el franquismo, pero finalmente no ejecutadas, a las que se conmutó esa pena por la inmediatamente inferior, únicamente el 5% eran féminas. Estos datos necesitan ser evaluados con objetividad, no es posible pasar sobre ellos sin más, y en particular las mujeres deben utilizarlos para un sano y necesario ejercicio de auto-crítica. En efecto, no es el paternalismo, que trata a las féminas como menores de edad, con una condescendencia que todo lo “comprende” y todo lo “disculpa”, el enfoque que necesita la causa de la emancipación de la mujer, sino el rigor, la auto-severidad y la auto-exigencia. Un texto que en nada ayuda a tener una imagen verdadera de lo que fue el franquismo como patriarcado es “La enseñanza de la sumisión. La escuela de niñas en el primer franquismo”, Mª Jesús Matilla y Esperanza Frax, en “El origen histórico de la violencia contra las mujeres”, Varios Autores, obra institucional de diverso tipo, al ser promovida por el Instituto Universitario de Estudios de la Mujer y haber sido “subvencionada por el Instituto de la Mujer, Ministerio de Igualdad”, según se lee en la solapa de la obra. El contrarracional sexismo del texto se manifiesta en su mensaje implícito, a saber: las mujeres eran educadas en la sumisión por el régimen de Franco, pero ¿los varones no? En la escuela a los niños se les enseñaba igualmente a ser dóciles, aunque de otra forma y con otros contenidos. A la vez, la educación en el sometimiento se impartía en cuartelillos y comisarías, donde eran llamados los varones mucho más que las féminas para recibir amenazas y palizas, que en algunos casos ocasionaban la muerte, sin ignorar las cárceles y campos de trabajo, en los que había más de nueve hombres por cada mujer internada. Un tercer lugar de educación para la sumisión masculina era el servicio militar, del que las mujeres estaban absolutamente excluidas, por suerte para ellas, en el cual se combinaba el adoctrinamiento con el amaestramiento y el uso de la fuerza por la oficialidad y sus cabos de varas. Finalmente, en la fábrica, más visitada por los varones que por las mujeres, todos, sin distinción de sexos, estaban obligados a entregarse a una de las peores formas de habituación a la subordinación, la disciplina fabril. En el hogar el hombre era obligado a hacer de “pater familias” por ley, y la mujer a someterse a él, por la misma ley. Tales textos no sólo enfrentan a los varones con las féminas sino que, sobre todo, faltan a la verdad.
    [3] Desde luego, esta autora, dominada por un egocentrismo, hedonismo y arribismo ilimitados, no hizo lo que otras tantas mujeres anónimas de su época, que lucharon contra el nazi-fascismo y padecieron cárcel, tortura y muerte por ello. La epopeya de tales féminas se encuentra narrada en “Partisanas: la mujer en la resistencia armada contra el fascismo y la ocupación alemana (1936-1945)”, de Ingrid Strobl. Algunos textos, sobremanera emotivos, de fusiladas se encuentran en “Cartas de condenados a muerte víctimas del nazismo”, con prólogo de T. Mann. Que Simone de Beauvoir no estuviera en la Resistencia la descalifica, más en lo moral que en lo político, a lo que se añade que luego mintió, fabricándose una falsa biografía, cuando la realidad es que dedicó los años de la guerra al goce personal, como la totalidad de su existencia, dado que era una intelectual del sistema que siempre llevó y defendió una vida decadente y depravada.

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