Pequeño homenaje a Labriola 110 años después
artículo de Juan Manuel Olarieta Alberdi - junio de 2014
Es una excusa tan buena como cualquier otra, aunque no sea una cifra redonda: se cumplen 110 años de la muerte del marxista italiano Antonio Labriola que -supongo- seguirá pasando desapercibido para que la manipulación de su obra, lo mismo que la del marxismo, continue su camino.
¿Se dejarían algo en el tintero los clásicos del marxismo? Si podemos transitar de Marx y Engels a Lenin, ¿para qué queremos a Labriola? Lo tenemos casi todo ya cocinado, no hay más que repetir las citas de unas obras muy completas...
Con el pensamiento de Labriola ocurre lo mismo que con el cálculo infinitesimal 150 años antes: existían todas las condiciones necesarias que apareciera una nueva ciencia y, naturamente, apareció de forma paralela e independiente en la obra de dos científicos como Newton y Lebniz. Siempre ha ocurrido así en cualquier tipo de disciplina científica. En palabras de Marx se puede decir que la tarea del científico no es la de una parturienta sino la del partero: sacar a la luz algo que está en pleno proceso de gestación.
Es algo que confirma el carácter científico del marxismo: en el siglo XIX existían las condiciones materiales e intelectuales suficientes para alumbrar una nueva ciencia, la historia, a la que Marx y Engels llamaron materialismo histórico. Tenía que aparecer otra ciencia y apareció, no por obra exclusivamente de Marx y Engels sino de ellos y de otros autores de manera paralela e independiente.
Uno de ellos fue Labriola, un autor que es casi una generación más joven que Marx y Engels y que tuvo la fortuna de encontrar en ellos lo que personalmente andaba buscando tiempo atrás: una explicación científica de la historia, que era la asignatura que impartía en las universidades de Nápoles y Roma. Labriola nunca fue un filósofo ni un historiador sino un científico de la historia, alguien que buscaba una explicación a la historia.
Hasta el siglo XIX los historiadores eran como hoy los periodistas: coleccionistas de hechos, más o menos fantásticos, atribuidos a personajes que también eran más o menos del tipo del Cid Campeador en el poema épico. Desde un principio todo el esfuerzo de Marx y Engels estuvo volcado en acabar con ese tipo de relatos que, como Hollywood, "se basaban en hechos reales", pero ahí acababa todo parecido con la realidad. Marx y Engels llevaron a cabo una "revolución intelectual", escribe Labriola. Su gigantesco esfuerzo por desentrañar los resortes del capitalismo, el mayor que ha conocido la historia del pensamiento humano, con diferencia, no tiene otro sentido que el de explicar la historia, lo cual encierra dos descubrimientos decisivos. El primero es que vivimos en la historia, es decir, que toda la realidad es histórica, cambiante. El segundo es que si el hombre es capaz de entender la historia también es capaz de dirigirla, lo cual -como siempre- hay que entender a la inversa: sólo podemos dirigir la historia si la entendemos.
Lo histórico se opone a lo natural, si esto se concibe -erróneamente- algo como fijo e inmutable, otro viejo esquema que también se había derrumbado en el siglo XIX, la "segunda revolución intelectual", dice Labriola. Es un punto en el que resulta imprescindible recordar aquello que Marx escribe en El Capital: la diferencia entre la naturaleza y la historia es que podemos actuar sobre la segunda pero no sobre la primera.
Es la esencia misma del materialismo, que ahora los seudomarxistas combaten. El marxismo defiende el materialismo y, por consiguiente, no sólo pone en el centro a la materia (y no a la práctica) sino que la pone al principio. Para que haya madera antes tiene que haber un árbol. El trabajo, dice Marx, metaboliza las condiciones naturales y las convierte en condiciones sociales. Eso signifca que hay lugares a los que el ser humano no ha llegado, y ni siquiera conoce de su existencia, aunque cada vez llega más lejos y conoce más. Lo que está al principio, pues, no es la práctica sino la materia. No es casualidad que la economía hable de materia "prima", o sea, de la primera materia.
La historia empieza cuando los seres humanos transforman el árbol en madera con su trabajo. Después la práctica no acaba nunca, de tal modo que sigue transformando unas condiciones sociales en otras diferentes, mejores, más favorables. Por eso Labriola pone a la práctica en el centro no sólo de la historia sino de la ciencia de la historia.
La filosofía de la praxis, que es la esencia del materialismo histórico, todo lo pone a ras de suelo. En una comparación muy típica del siglo XIX Labriola pone el ejemplo de la fisiología, cuyo objeto no es el estudio de la vida sino de los seres vivos. De ahí que la historia no sea otra cosa que "la historia del trabajo", entendiendo que eso "abarca a todo el hombre histórico y social" y que no es una pura actividad sino "conocer en tanto obramos". Podríamos decir que no es tanto la vida sino las condiciones de vida, que se componen de pequeñas cosas, no de hazañas ni grandes aventuras. La historia y la ciencia de la historia empiezan cuando alguien como Engels escribe acerca de algo que a nadie le había interesado jamás: la situación de clase obrera en Inglaterra.
El problema de la historia es que padece el pernicioso influjo de la actualidad, que nos arrastra con el espejismo de toda esa inmundicia de personajes y personajillos a los que ponen en primera plana de las noticias. La historia se escribirá en contra de todas esas noticias y no recordará a ninguno de esos energúmenos que aparecen en ellas.
La historia empieza a convertirse en ciencia cuando busca a los verdaderos protagonistas de la misma, que son las masas, o sea, esos millones de trabajadores anónimos que están haciendo la historia ahora mismo en las oficinas del paro, en los polígonos industriales, en los desahucios, en las pequeñas reuniones, en las minúsculas concentraciones... en todas esas cosas, en fin, a las que nadie presta ninguna importancia, salvo los marxistas.