La toma de la Bastilla - Piotr Kropotkin - capítulo del libro Episodios de la Revolución Francesa - editado en castellano en los años 40 del siglo XX
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Piotrk Kropotkin (**) escribió una obra llamada Episodios de la Revolución Francesa, en la que unía su reconocida erudición científica con un lenguaje atractivo y, sobre todo, una visión netamente libertaria con el objetivo de analizar la Revolución Francesa de 1789, el estallido de cólera popular que enterró el Antiguo Régimen en Europa y que dio paso a una nueva etapa histórica. Con una perspectiva popular y claramente antiburguesa, Kropotkin nos muestra otra visión de los acontecimientos y nos da la medida de la participación de las clases populares en ese proceso revolucionario.
Aquí se reproduce íntegro el capítulo La toma de la Bastilla, siguiendo la edición que la CNT publicó en su exilio francés en la década de los años 40 del siglo XX.
Preparativos del golpe de Estado
La versión corriente sobre el 14 de julio se reduce poco más o menos a lo siguiente: funcionaba la Asamblea Nacional. A fin de junio, después de dos meses de negociaciones y vacilaciones, los tres órdenes se hallaban al fin reunidos. El poder se caía de las manos de la corte. Entonces ésta se puso a preparar un golpe de Estado. Las tropas se agruparon alrededor de Versalles, con objeto de dispersar la Asamblea y dominar París.
El 11 de julio, continúa dicha versión, la corte se decidió a obrar: Necker fue despedido del ministerio y desterrado. París los supo el día 12, y unos ciudadanos formaron una manifestación que recorrió las calles ostentando un busto del ministro caído. En el Palacio Real, Camilo Desmoulins lanzó el grito: ¡A las armas! Los suburbios se insurreccionaron y forjaron 50.000 picas en treinta y seis horas; el 14, el pueblo marchó contra la Bastilla, que pronto bajo sus puentes levadizos y se entregó… La Revolución ganó su primera victoria.
Tal es la versión usual, que se repite en las fiestas de la República. Exacta sólo a medias. Verdadera en el seco enunciado de los principales hechos, no dice lo que ha de decirse sobre el verdadero carácter del pueblo en la insurrección, ni sobre las verdaderas relaciones entre los elementos del movimiento: el pueblo y la burguesía. Porque en la insurrección de París, en la proximidad del 14 de julio, hubo, como en toda la Revolución, dos corrientes separadas, de origen diverso; el movimiento político de la burguesía y el movimiento popular. Ambos se dieron la mano en ciertos momentos, en las grandes jornadas de la Revolución, por una alianza temporal, y obtuvieron las grandes victorias sobre el antiguo régimen. Pero la burguesía desconfiaba siempre de su aliado del día, el pueblo. Así se caracteriza lo ocurrido en julio de 1879. La alianza fue concluida sin buena voluntad por la burguesía, y por lo mismo ésta se apresuró desde el día 15, y aun durante el movimiento, a organizarse para sujetar al pueblo rebelde.
Desde el proceso Réveillon, el pueblo de París, hambriento, y viendo que el pan escaseaba cada vez más, engañado por vanas promesas, trataba de rebelarse; pero, no sintiéndose apoyado ni siquiera por aquellos mismos burgueses a quienes la lucha contra la autoridad real había puesto en primera fila, no hacía mas que tascar el freno. Entretanto, el partido de la corte, reunido alrededor de la reina y de los príncipes, se decidió a dar un gran golpe para acabar con la Asamblea y la fermentación popular, y al efecto reunió las tropas, excitó su entusiasmo realista y preparó abiertamente un golpe de Estado contra la Asamblea y contra París. Entonces la Asamblea, sintiéndose amenazada, dejó hacer a aquellos de sus miembros y amigos de París lo que quedan, “el llamamiento al pueblo”, o sea la excitación a la insurrección popular. Y como el pueblo de los suburbios no deseaba otra cosa, respondió al llamamiento; no esperó la caída de Necker, sino que había comenzado ya a rebelarse el 8 de julio y aun el 27 de junio. De ese movimiento se aprovechó la burguesía y, lanzando al pueblo a la insurrección abierta, se armó ella misma para dominar la ola popular e impedirla “ir demasiado lejos”. En su marcha ascendente el pueblo insurrecto se apoderó, contra la voluntad de los burgueses, de la Bastilla, emblema y sostén del poder real. Después, habiendo organizado su milicia, la burguesía se apresuró a hacer que entraran en orden los “hombres de las picas”. Ese doble movimiento es lo que se trata de relatar.
Hemos visto que la sesión regia de 23 de junio tuvo por objeto declarar a los Estados Generales que no eran el poder que querían ser; que el poder absoluto del rey quedaba subsistente; que los Estados Generales nada habían cambiado respecto de ese poder, y que los dos órdenes privilegiados, la nobleza y el clero, establecerían por si mismos las concesiones que juzgasen útiles para un reparto mas justo de los impuestos. Los beneficios que iban a ser concedidos al pueblo procederían así del rey en persona, y esos beneficios serian: la abolición del trabajo servil (ya practicada en gran parte), de la mano muerta y del pago de la tasa al señor feudal; la restricción del derecho de caza; la sustitución del sorteo por el alistamiento regular en la milicia; la supresión de la palabra taille (pecho, tributo), y la organización de los poderes provinciales. Todo leso, por lo demás, en estado de vanas promesas o, por mejor decir, de simples títulos de reformas; porque todo el contenido de esas reformas, toda la sustancia de esos cambios, habían de buscarse aún, ¿y cómo hallarlos sin dar hachazos a los privilegios de los dos órdenes superiores? Pero el punto más importante del real discurso -ya que toda la Revolución iba a girar pronto sobre ese asunto-, era la declaración del rey acerca de la inviolabilidad de los derechos feudales: ¡declaraba propiedades absolutamente y para siempre inviolables los diezmos, los tributos, las rentas y los derechos señoriales y feudales! Con esta promesa, el rey ponía evidentemente la nobleza de su parte contra el Tercero; pero una promesa de esta extensión reducía la Revolución a la impotencia de toda reforma en la hacienda del Estado y en toda la organización interior de Francia equivalía a conservar integra la vieja Francia, el antiguo régimen. Ya veremos después que en todo el curso de la Revolución, la monarquía y la conservación de los derechos feudales -la vieja forma política y la vieja forma económica- fueron asociadas en la mentalidad de la nación.
Hay que reconocer que la maniobra de la corte tuvo cierto éxito. Después de la sesión regia la nobleza hizo una ovación al rey y principalmente a la reina, en palacio, y al día siguiente sólo cuarenta y siete nobles se reunieron a los otros dos órdenes. La gran mayoría de los nobles no fue a unirse al clero y a los burgueses del Tercero, hasta que pocos días después circuló el rumor de que cien mil parisienses marchaban contra Versalles, y la presentación de los nobles se debió a la consternación que la noticia produjo en palacio y a una orden del rey, confirmada por las lagrimas de la reina, mas acatada por la nobleza que el rey, y acudieron no disimulando su esperanza de ver pronto dispersos por la fuerza a aquellos rebeldes.
Todas las maniobras de la corte, todas sus conspiraciones y hasta las palabras de tal o cual príncipe o noble, todo se sabía en seguida entre los revolucionarios; todo llegaba a París por mil canales secretos que se habían establecido cuidadosamente, y los rumores llegados de Versalles alimentaban la fermentación en la capital. Hay momentos en que los poderosos no pueden contar con sus criados, y así sucedía en Versalles. De ese modo, mientras la nobleza celebraba el éxito de la sesión regia, algunos revolucionarios burgueses fundaban en Versalles el club Bretón, que pronto llegó a ser un gran centro de unión y después fue el club de los .Jacobinos; a aquel club acudían los mismos criados del rey y de la reina a referir lo que a puerta cerrada se decía en la corte. Algunos diputados de Bretaña, entre otros Le Chapelier, Glezen y Lanjuinais, fueron los fundadores de aquel club Bretón, y de él formaron parte Mirabeau, el duque de Aiguillon, Sieyes, Barnave, Petion, el clérigo Gregoire y Robespierre.
Desde la reunión en Versalles de los Estados Generales reinaba en París la mayor animación. El Palacio Real, con su jardín y sus cafés, se había convertido en club al aire libre, donde diez mil personas de todas condiciones acudían a comunicarse las noticias, a discutir los folletos del día, a inspirarse en la multitud para la acción futura, a conocerse, a entenderse. Todos los rumores, todas las noticias recogidas en Versalles por el club Bretón, eran inmediatamente comunicadas a ese agitado club de la multitud parisiense; desde allí se extendían a los suburbios, y si a veces se agregaba de paso la leyenda a la realidad, la leyenda era la preferida, como sucede siempre con las leyendas populares, que resultan más verdaderas que la verdad misma, puesto que se anticipa, hace resaltar bajo forma legendaria los motivos secretos de las acciones y, por intuición, suele juzgar a los hombres y las cosas más justamente que los sabios. ¿Quién, mejor que las masas desconocidas de los barrios bajos y de los suburbios, juzgó a María Antonieta, a la Polignac, al rey maula y a los príncipes? ¿Quién los adivinó mejor que el pueblo?
Desde el día siguiente a la sesión regia, la gran ciudad respiraba ya la rebeldía. El Ayuntamiento felicitó a la Asamblea, y el Palacio Real le dirigió un mensaje redactado en un lenguaje guerrero. Para el pueblo, hambriento, despreciado hasta entonces, el triunfo de la Asamblea resplandecía con la esperanza, y la insurrección representaba a sus ojos el único medio de procurarse el pan que la faltaba. Cuando la escasez era mayor y faltaban continuamente las harinas malas y quemadas destinadas a los pobres, el pueblo sabía que en París y en sus contornos había pan de sobra para alimentar a todos, y los pobres se decían que, sin una insurrección, los monopolizadores logreros no cesarían nunca de matar de hambre al pueblo.
A medida que los pobres protestaban con mayor energía en los sombríos callejones, la burguesía parisiense y los representantes del pueblo temían cada vez más el motín. El mismo día de la reunión de los tres órdenes, el 27 de junio, después de la victoria del Tercero, Mirabeau, que hasta entonces se dirigía al pueblo, se separó de él claramente y habló para separar de él a los representantes, advirtiéndoles que se guardaran de los “auxiliares sediciosos”. Veíase ya el programa futuro de la Gironda que se dibujaba en la Asamblea. Mirabeau queda que ésta contribuyera “al sostenimiento del orden, a la tranquilidad pública, a la autoridad de las leyes y de sus ministros”. Va incluso más lejos: quiere que se agrupe alrededor del rey, porque el rey quiere el bien; si alguna vez hace el mal, es por engañado y mal aconsejado.
Y la Asamblea aplaudió
“La verdad es -dice Luis Blanc- que, lejos de aspirar a derribar el trono, la burguesía trataba ya de servirse de él como de un refugio. Humillada por la nobleza, en el seno de los Municipios, antes tan severos, Luis XVI halló en ella sus servidores mas fieles. Cesó de ser el rey de los aristócratas, se convirtió en el rey de los propietarios”.
Ese vicio de origen de la Revolución había de pesar sobre ella -como veremos- todo el tiempo, hasta la reacción.
La miseria aumentaba de día en día en la capital. Necker había tomado bien sus medidas para hacer frente a los peligros de una escasez: había suspendido el 7 de septiembre de 1788 la exportación de los trigos y protegía la importación por medio de primas; setenta millones se emplearon en la compra de trigos extranjeros, y al mismo tiempo daba gran publicidad al decreto del Consejo del rey, de 23 abril de 1789, que permitía a los jueces y a los oficiales de policía visitar los graneros particulares, inventariar sus granos y enviar, en caso necesario, esos granos a los mercados. Pero la ejecución de esas medidas estaba confiada a las viejas autoridades, que es cuanto puede decirse. El gobierno daba primas a los que traían trigo a París; pero el trigo importado era reexportado secretamente, para ser reimportado y percibir la prima una segunda vez. En las provincias, los monopolizadores y usureros compraban el trigo en vista de esas especulaciones: hasta se compraban sobre el terreno las futuras cosechas.
En aquellas circunstancias apareció el verdadero carácter de la Asamblea Nacional. Se manifestó admirable en el juramento del Juego de Pelota, pero ante el pueblo permaneció burguesa. El 4 de julio, a la presentación del dictamen del Comité de subsistencias, la Asamblea discutió las medidas que habían de tomarse para garantir el pan y el trabajo al pueblo; se habló horas enteras, se presentaron proposiciones; Petion propuso un empréstito; otros propusieron autorizar a las asambleas provinciales, para tomar las medidas necesarias, pero no se resolvió nada, no se emprendió nada; todo se redujo a compadecerse del pueblo. Y cuando un diputado suscitó la cuestión de los usureros y denunció algunos, tuvo en su contra toda la Asamblea. Dos días después, el 6 de julio, Bouche anunció que los culpables eran conocidos y que al día siguiente se presentaría la denuncia; “un espanto general se apoderó de la Asamblea”, dice Gorsas, en el Correo de Versalles y de París, que acababa de fundar, pero llegó el día siguiente, y ni una palabra más se pronunció sobre aquel asunto, que quedó ahogado entre dos sesiones. ¿Por qué? Por miedo -los acontecimientos lo probaron- a revelaciones comprometedoras.
En todo caso, de tal modo temía la Asamblea la rebelión popular, que cuando se produjo el motín de París, el 30 de junio, a consecuencia del arresto de once guardias franceses que no quisieron hacer fuego contra el pueblo, la Asamblea votó un mensaje al rey, concebido en términos en extremo serviles, y manifestó su “profunda adhesión a la autoridad real”.
Para que el rey consintiera en dar a la burguesía una parte mínima en el gobierno, se agrupaba en su rededor y le ayudaba con todo su poder de organización a dominar al pueblo. Pero -y sirva de advertencia en las revoluciones futuras- hay en la vida de los individuos, de los partidos y también de las instituciones, una lógica que no puede alterarse por la voluntad de nadie. El despotismo real no podía pactar con la burguesía, que le pedía su parte del poder. Lógica y fatalmente había de combatirla, y una vez empezada la batalla, había de sucumbir y ceder la plaza al gobierno representativo, forma que mejor conviene a la burguesía. Tampoco podía, sin hacer traición a su apoyo natural, la nobleza, pactar con la democracia popular, e hizo cuanto pudo para defender a los nobles y sus privilegios, so pena de verse traicionado por esos mismos privilegiados de nacimiento.
Sin embargo, de todas partes llegaban informes de las conspiraciones de la corte, a los partidarios del duque de Orleans, que se reunían en Montrouge, y a los revolucionarios que frecuentaban el club Bretón. Las tropas se concentraban en Versalles y sobre el camino de Versalles a París. En París mismo tomaban posesión de los puntos más importantes, en la dirección de Versalles. Se hablaba de 35.000 hombres repartidos en los sitios indicados, a los cuales pronto se unirían 20.000 hombres más. Los príncipes y la reina se concertaban entre si para disolver la Asamblea, dominar París en caso de insurrección, detener y matar, no sólo a los principales instigadores y al duque de Orleans, sino también a aquellos diputados como Mirabeau, Mounier y Lally-Tolendal, que querían hacer de Luis XVI un rey constitucional. Doce diputados -decía después Lafayette- habían de ser inmolados. El barón de Breteuil y el mariscal de Broglie hablan sido llamados para ejecutar el proyecto, y ambos estaban dispuestos a obrar. “Si es necesario que arda París, París arderá” decía el primero. El mariscal de Broglie había escrito al príncipe de Condé que “una salva de cañones hubiera dispersado pronto a esos argumentadores y reinstaurado el poder absoluto que se extingue, en lugar del espíritu republicano que se forma”.
Y no se crea, como han supuesto algunos historiadores reaccionarios, que se trataba sólo de simples rumores. La carta de la duquesa de Polignac, hallada después, dirigida el 12 de julio al preboste de los mercaderes, Fleselles, y en la que todas las personas notables estaban designadas bajo nombres convenidos, prueba suficientemente el complot urdido por la corte para el 16 de julio. Si todavía pudiera haber duda sobre el particular, la desvanecen las palabras dirigidas el 10 de julio a Dumouriez, en Caen, por la duquesa de Beuvron, en presencia de más de sesenta nobles triunfantes.
“¿No sabe usted la gran noticia, Dumouriez?-decía la duquesa-. Su amigo Necker ha sido despedido; por lo pronto el rey vuelve a ser rey de veras, la Asamblea queda disuelta; vuestros amigos, los cuarenta y siete, quizá a estas horas están en la Bastilla con Mirabeau, Target y un centenar de esos insolentes del Tercero, y seguramente el mariscal de Broglie está en París con treinta mil hombres”. (Memorias de Dumouriez, T. II, p. 35). La duquesa se engañaba: Necker no fue despedido hasta el día 11, y de Broglie se guardó de entrar en París.
¿Pero qué hacia entonces la Asamblea? Lo que han hecho y harán siempre todas las asambleas en tal situación. Nada.
El mismo día en que el pueblo de París comenzaba a rebelarse, el 8 de julio, la Asamblea encargaba a Mirabeau, su tribuna, la redacción de una humilde súplica al rey; y, suplicando a Luis XVI que retirase los soldados, llenaba la súplica de adulaciones; le hablaba de un pueblo que quería a su rey, que bendecía al cielo por el don que le había hecho con su amor. ¡Y esas mismas palabras, esas mismas adulaciones, fueron todavía más de una vez dirigidas al rey por los representantes del pueblo en el curso de la Revolución!
La Revolución no era comprendida, y todo el empeño de las clases poseedoras consistía en atraerse la monarquía, convirtiéndola en escudo contra el pueblo. Todos los dramas de 1793 en la Convención, están ya en germen en aquella súplica de la Asamblea Nacional, firmada algunos días antes del 14 de julio.
París en vísperas del 14 de Julio
La atención de los historiadores esta generalmente absorbida por la Asamblea Nacional. Los representantes del pueblo, reunidos en Versalles, parece que personifican la Revolución, y sus menores palabras o actitudes son recogidas con piadosa devoción. Sin embargo, el corazón y el sentimiento de la Revolución no estaban allí, estaban en París.
Sin París, sin su pueblo, la Asamblea no era nada. Si el temor a París rebelde no hubiera retenido a la corte, ésta hubiera seguramente disuelto la Asamblea, como se ha visto tantas veces después: el 18 brumario y el 2 de diciembre en Francia, y recientemente aún en Hungría y en Rusia. Sin duda, los diputados hubieran protestado; algunos hubieran pronunciado bellas palabras, y otros hubieran intentado quizá sublevar las provincias... pero sin el pueblo dispuesto a sublevarse, sin un trabajo revolucionario realizado en las masas, sin un llamamiento al pueblo para la rebeldía, hecho directamente de hombre a hombre y no por manifiestos, una asamblea de representantes es poca cosa para un gobierno establecido, con su red de funcionarios y su ejército.
Gracias a que París velaba, mientras la Asamblea Nacional dormía en una seguridad imaginaria y el 10 de julio volvía a ocuparse tranquilamente del proyecto de Constitución, el pueblo de París, al que los más audaces y perspicaces burgueses habían recurrido, se preparaba a la insurrección. En los barrios populares se repetían los detalles del golpe militar que la corte preparaba para el día 16; se sabía todo, hasta la amenaza del rey de retirarse a Soissons y de entregar París al ejército, y la gran agitación se organizaba en sus distritos para responder a la fuerza por la fuerza. Los “auxiliares sediciosos” con que Mirabeau había amenazado a la corte, habían sido llamados, en efecto, y en las sombrías tabernas de las afueras, el París pobre y andrajoso discutía los medios de “salvar a la patria” y se armaba como podía.
Centenares de agitadores patriotas, “desconocidos”, por supuesto, hacían todo lo posible para conservar la agitación y atraer el pueblo a la calle: los petardos y los fuegos artificiales, dice Arthur Young, eran uno de los medios en boga; se vendían a mitad de precio, y cuando se reunía una multitud para contemplar un fuego artificial en una encrucijada callejera, uno comenzaba a arengar al pueblo refiriendo las noticias de los complots de la corte. Para disolver esas agrupaciones, “antes hubiera bastado una compañía de suizos; hoy se necesitaría un regimiento; dentro de quince días sería necesario un ejército», decía Arthur Young en vísperas del 14 de julio.
En efecto, desde fin de junio, el pueblo de París estaba en ebullición plena y constante y se preparaba para la insurrección. Ya a principios de junio se esperaban motines, a causa de la carestía de los trigos, dice el librero inglés Hardy, y si París se contuvo hasta el 25 de junio, débese a que hasta la sesión regia esperaba que la Asamblea haría algo; pero el 25, París comprendió que no le quedaba más esperanza que la insurrección.
Una multitud tumultuosa de parisienses se dirigió a Versalles dispuesta a provocar un conflicto con las tropas. En París mismo se formaban por todas partes grupos “dispuestos a llegar a los más horribles extremos”, se lee en las Notas secretas dirigidas al ministro de negocios extranjeros, publicadas por Chassin (Les Elections et les cahiers de París, París, 1889, t. III, p. 453). “El pueblo ha estado en movimiento toda la noche, ha hecho luminarias y ha tirado innumerables cohetes ante el Palacio Real y la Contaduría General”. Se gritaba: “¡Viva el duque de Orleans!”
Aquel mismo día, el 25, los soldados de la Guardia francesa fraternizaban bebiendo con el pueblo, que los atraía a diversos barrios, y recorrían las calles gritando: ¡Abajo el solideo!
Entretanto, los “distritos” de París, es decir, las asambleas primarias de los electores, sobre todo las de los barrios obreros, se constituían regularmente y tomaban sus medidas para organizar la resistencia en París. Los “distritos” estaban en relaciones constantes entre si, y sus representantes hacían esfuerzos continuados para constituirse en cuerpo municipal independiente. El 25, Bonneville lanzó ya el llamamiento a las armas en la asamblea de los electores e hizo la proposición de constituirse en Commune, fundándose en la historia para motivar su proposición. Al día siguiente, después de haberse reunido previamente en el museo de la calle Dauphine, los representantes de los distritos se dirigieron al Hótel de Ville. El 1 de julio celebraron su segunda sesión, cuya acta publica Chassin, (t. III, paginas 439-444, 458, 460). Constituían así el Comité permanente que funcionó durante la jornada del 14 de julio.
El 30 de junio, un simple incidente, el arresto de once soldados de la Guardia francesa, que habían sido encerrados en la cárcel de la Abadía por haberse negado a cargar con bala sus fusiles, bastó para producir un motín en París. Cuando Loustalot, redactor de las Revoluciones de París, en el Palacio Real subió sobre una silla frente al café Foy y arengó a la multitud sobre ese asunto, cuatro mil hombres se dirigieron inmediatamente a la Abadía y libertaron a los soldados detenidos. Cuando vieron los carceleros llegar aquella multitud, comprendieron que la resistencia seria inútil, y entregaron los presos al pueblo, y cuando acudieron a escape los dragones, dispuestos a lanzarse contra el pueblo, vacilaron, envainaron sus sables y fraternizaron con la multitud, incidente que hizo temblar a la Asamblea cuando supo al día siguiente que la tropa había pactado con el motín. “¿Hemos de convertirnos en los tribunos de un pueblo desenfrenado?” se preguntaban aquellos señores.
Pero el motín rugía ya en los contornos de París. En Nangis se había negado el pueblo a pagar los impuestos mientras no fueran fijados por la Asamblea; faltaba el pan, y como no vendían más de dos celemines de trigo a cada comprador, el mercado estaba rodeado de dragones. Sin embargo, a pesar de la presencia de la tropa, hubo varios motines en Nangis y en otras villas de las inmediaciones. A cada paso surgía una querella entre el pueblo y los tahoneros, y entonces se tomaba todo el pan sin pagar, dice Young (p. 225). El 27 de junio, el Mercurio de Francia habla hasta de tentativas hechas en diversos puntos, pero especialmente en San Quentin, de segar las cosechas sin madurar: tan grande era la escasez de este preciado cereal.
En París, los patriotas se inscribían ya el 30 de junio en el café de Caveau para la insurrección, y el día siguiente, cuando se supo que de Broglie había tomado el mando del ejército -dicen los informes secretos-, se decía ostensiblemente en todas partes que “si la tropa disparaba un solo tiro se pondría todo a sangre y fuego... Se dicen otras cosas mucho peores, mucho más fuertes... Las gentes prudentes no se atreven ya a salir a la calle”, añade el confidente.
El 2 de julio estalló el furor popular contra el duque de Artois y los Polignac. Se habló de matarlos, de saquear sus palacios; se pensó también en apoderarse de todos los cañones instalados en distintos sitios de París. Los grupos eran cada vez más numerosos y “el furor del pueblo era incontenible”, dicen los mismos informes. Aquel mismo día, dice el librero Hardy en su diario, estuvo a punto de salir “hacia las ocho, de la noche, una multitud de furiosos, del jardín del Palacio Real”, para librar a los diputados del Tercero, que se decía estaban expuestos a ser asesinados por los nobles. Desde aquel día se hablaba de apoderarse de las armas existentes en los Inválidos.
El furor contra la corte marchaba a la par con los furores inspirados por la escasez. En efecto, los días 4 y 6, en previsión del saqueo de las tahonas, circulaban patrullas de guardias francesas por las calles, dice Hardy y vigilaban la distribución del pan.
El 8 de julio estalló en el mismo París un preludio de la insurrección entre los veinte mil obreros sin trabajo que ocupaba el gobierno en hacer excavaciones y terraplenes en Montmartre. Dos días después, el 10, corría ya la sangre, y aquel mismo día comenzaron a arder las puertas de la ciudad; incendiaron la de la Chaussée-d'Antin, y el pueblo se aprovechaba para hacer entrar provisiones y vino sin pagar derecho de consumos.
¿Habría hecho Camilo Desmoulins el día 12 su llamamiento a las armas si no hubiera estado seguro de que sería aceptado, si no hubiera sabido que París se sublevaba ya, y que doce días antes Loustalot sublevó la multitud por un hecho de menor importancia, y que a la sazón el París de los suburbios y de los barrios bajos sólo esperaba la señal, la iniciativa, para insurreccionarse?
La fuga de los príncipes, seguros del éxito, precipitó el golpe de Estado, preparado para el día 16, y el rey se vio obligado a obrar antes que llegaran los refuerzos de Versalles.
Necker fué despedido el día 11, el duque de Artois le dio una puñada en la nariz cuando el ministro se dirigía a la sala del Consejo, y el rey, con su picardía ordinaria, fingía no saber nada cuando ya había firmado la destitución. Necker se sometió, sin la menor réplica, a las órdenes de su amo; hasta entró en sus planes y supo arreglar su partida a Bruselas sin suscitar sospechas en Versalles.
París no lo supo hasta el día siguiente, el 12, hacia el mediodía. Su destitución era esperada; debía ser considerada como el principio del golpe de Estado. Repetíase la frase del duque de Broglie que, con sus treinta mil soldados situados entre París y Versalles, “respondía de París”, y como circulaban rumores siniestros desde la mañana acerca de las matanzas preparadas por la corte, el “todo París revolucionario” se dirigió en masa al Palacio Real. Allí llegó el correo anunciando la noticia del destierro de Necker: la corte se había decidido, pues, a romper las hostilidades ... Entonces Camilo Desmoulins salió de uno de los cafés del Palacio Real, del café Foy, con una espada en una mano y una pistola en la otra, subió sobre una silla y lanzó su llamamiento a las armas; desgajó una rama de árbol, tomó, como se sabe, una hoja verde como escarapela y signo de unión, y su grito: “No hay que perder un momento: a las armas”, se repitió en los suburbios y en los barrios populares.
Por la tarde se organizó una inmensa manifestación ostentando los bustos del duque de Orleans y de Necker velados con un crespón (se decía que el duque de Orleans había sido también desterrado), atravesó el Palacio Real, siguió la calle de Richelieu y se dirigió hacia la plaza de Luis XV (hoy Plaza de la Concordia), ocupada por la tropa: suizos, infantería francesa, húsares y dragones, al mando del marqués de Besenval. Las tropas se vieron pronto envueltas por el pueblo; trataron de rechazarle a sablazos, y se mantuvieron firmes; pero ante aquella multitud innumerable que empujaba, envolvía y oprimía rompiendo sus filas, se vieron forzadas a retirarse. Por otra parte, se supo que los Guardias franceses habían disparado algunos tiros contra “el Real Alemán”, regimiento fiel al rey, y que los suizos se negaban a hacer fuego contra el pueblo. Entonces Besenval, que al parecer no tenía gran confianza en la corte, se retiró ante la ola ascendente del pueblo y fue a acampar en el Campo de Marte.
La lucha se había entablado ya. ¿Cuál sería el resultado final, si la tropa, fiel al rey, hubiera recibido la orden de marchar sobre París? En tal situación, los revolucionarios burgueses se decidieron a aceptar, aunque con repugnancia, el medio supremo, el llamamiento al pueblo. El toque de rebato sonó en todo París, y en los suburbios y los barrios bajos se empezaron a forjar picas. Poco a poco comenzaron a salir a la calle hombres armados, que durante toda la noche obligaban a los transeúntes a dar dinero para comprar pólvora. Todas las oficinas de consumos de las puertas, desde el Faubourg Saint Antoine hasta el de Saint Honoré, lo mismo que las de Saint Marceau y Santiago, fueron incendiadas: las provisiones y el vino entraban libremente en París. El toque de rebato no cesó en toda la noche, y la burguesía tembló por sus propiedades, porque hombres armados de picas y de palos, se esparcieron por las calles y saquearon las casas de algunos enemigos del pueblo, de los usureros, y llamaban a las puertas de los ricos en demanda de pan y de armas.
El día siguiente, el 13, el pueblo se dirigió ante todo adonde había pan, especialmente al monasterio de San Lázaro, que fue asaltado a los gritos de ¡Pan, Pan! Cincuenta carros cargados de harina, no tomados en forma de saqueo, sino para ser conducidos al Mercado, donde el pan sirve para todo el mundo. Del mismo modo dirigió el pueblo todas las provisiones entradas en París sin pagar el impuesto de consumos.
Al mismo tiempo el pueblo se apoderó de la cárcel de la Force, donde entonces se detenía por deudas, y los libertados atravesaron la ciudad dando gracias al pueblo; pero un motín de los presos del Chatelet fue apaciguado, aparentemente, por los burgueses, que se armaban apresuradamente y lanzaban sus patrullas a las calles. A las seis, las milicias burguesas, ya formadas, se dirigían, en efecto, al Hótel de Ville, y a las diez de la noche, dice Chassin, entraban en servicio.
Taine y consortes, ecos fieles de los temores de la burguesía, tratan de hacer creer que el 13 “París estaba en poder de los bandidos”; pero esta aserción es negada por todos los testimonios de la época. Hubo, sin duda, transeúntes detenidos por hombres portadores de picas que les pedían dinero para armarse; hubo también, en las noches del 12 al 14, hombres armados que llamaban a las puertas de los ricos para pedirles comida y bebida o armas y dinero; está averiguado también que hubo tentativas de saqueo, puesto que testigos de fe hablan de gentes ejecutadas en la noche del 13 al 14 por tentativas de este género, pero en esto, como en otras cosas, Taine exagera.
Aunque el hecho desagrade a los modernos republicanos burgueses, los revolucionarios de 1789 recurrieron a los “auxiliares comprometedores” de que hablaba Mirabeau, yendo a buscarlos a los tugurios de extramuros, e hicieron muy bien, porque si es verdad que hubo algunos casos de pillaje, en general, aquellos auxiliares, comprendiendo la gravedad de la situación, pusieron sus armas al servicio de la causa general y apenas se sirvieron de ellas para saciar sus odios personales o para aliviar su miseria.
Es también cierto que los casos de saqueo fueron muy escasos. Por el contrario, el espíritu de las multitudes armadas se elevó grandemente cuando supieron el compromiso que se había contraído entre las tropas y los burgueses. Los hombres de las picas se consideraron evidentemente como defensores de la ciudad, sobre quienes pesaba gravísima responsabilidad. Marmontel, enemigo declarado de la Revolución, expone, no obstante, este rasgo interesante: “Los mismos bandidos poseídos del terror (¿?) común, no cometieron ningún atropello. Las tiendas de los armeros fueron las únicas que se hicieron abrir, y en ellas no se tomó mas que armas”, dice en sus Memorias. Y cuando el pueblo condujo a la plaza de la Greve el coche del príncipe de Lambese para quemarle, entregó la maleta y todos los efectos hallados en el coche al Hótel de Ville. En el convento de los Lazaristas, el pueblo rehusó el dinero y no se apoderó más que de las harinas, las armas y el vino, todo lo cual fue transportado a la plaza de la Greve. Nada se toco aquel día, ni en el Tesoro ni en la Caja de Descuentos, observa el embajador inglés en su relación.
Lo que si es cierto es el miedo de la burguesía a la vista de aquellos hombres y aquellas mujeres haraposos, hambrientos, armados de palos y de picas “de todas clases”; el terror producido por aquellos espectros del hambre sueltos por las calles se apoderó por completo de la burguesía. Después, en 1791 y 1792, aquellos mismos burgueses que querían acabar con la monarquía, preferirían la reacción antes que recurrir otra vez a la revolución popular. El recuerdo del pueblo hambriento y armado, entrevisto en los días 12, 13 Y 14 de julio de 1789, era para la burguesía una obsesión.
“¡Armas!” tal era el grito del pueblo después de haber hallado un poco de pan. Buscábase por todas partes, sin hallarlas, y entretanto, día y noche se forjaban en los barrios populares picas de todas las formas imaginables con el hierro que se hallaba a mano.
La burguesía tampoco perdía el tiempo; a toda prisa constituía su autoridad: su municipalidad en el Hótel de Ville y su milicia.
Sabido es que las elecciones para la Asamblea Nacional habíanse verificado en dos grados; pero hechas las elecciones, los electores del Tercero, a quienes se unieron algunos sectores del clero y de la nobleza, habían continuado reuniéndose en el Hotel de Ville, a partir del 27 de junio, con autorización de la Oficina de la Ciudad y del ministro de París. De esos electores partió la iniciativa de organizar la milicia burguesa. El 1 de julio ya les vimos celebrar su segunda sesión.
El 12 de julio instituyeron un Comité permanente, presidido por .el preboste de los mercaderes, Flesselles, y decidieron que cada uno de los sesenta distritos eligiera doscientos ciudadanos conocidos y en estado de llevar armas, que formarían un cuerpo de 12.000 hombres dedicados a velar por la seguridad pública. Esta milicia había de elevarse en cuatro días a la cifra total de 48.000 hombres, mientras el mismo Comité buscaba el medio de desarmar al pueblo.
“De ese modo, dice muy bien Luis Blanc, la burguesía se daba una guardia pretoriana de 12.000 hombres. A riesgo de someterse a la corte, se quería desarmar al pueblo”.
En lugar del color verde de los primeros días, aquella milicia llevaría la escarapela roja y azul, y el Comité permanente tomo medidas para que el pueblo, al armarse, no invadiera las filas de la nueva milicia. Ordeno que todo el que llevara armas y la escarapela ropa y azul, sin haber sido inscripto en uno de los distritos, fuese entregado a la justicia del Comité. El comandante general de esta guardia nacional fue nombrado por el Comité permanente en la noche del 13 al 14 de julio: fue un noble, el duque de Aumont. No aceptó, y entonces, en su defecto, otro noble, el marqués de la Salle, nombrado segundo comandante, tomo el mando.
En resumen, mientras el pueblo forjaba las picas y se armaba, mientras tomaba medidas para que no saliera la pólvora de París, mientras se apoderaba de las harinas y las conducía al mercado central o a la plaza de la Greve, mientras el día 14 construía las barricadas para impedir la entrada de la tropa en París, se apoderaba de las armas de los Inválidos y se dirigía en masa hacia la Bastilla para obligarla a capitular, la burguesía velaba por que el poder no se le escapase de las manos. La burguesía constituía, pues la Commune, el Municipio burgués de París, que trató de reducir el movimiento popular, y a la cabeza de ese Municipio puso a Flesselles, el preboste de los mercaderes, que estaba en correspondencia con la Polignac para impedir o dificultar el levantamiento de París. Se sabe que el día 13, cuando se presentó el pueblo a pedirle armas, se hizo enviar cajones de ropa vieja en vez de fusiles, y al día siguiente puso en juego toda su influencia para impedir que el pueblo tomara la Bastilla.
Así es cómo, por parte de los diestros directores de la burguesía comenzaba el sistema de traiciones que veremos producirse durante toda la Revolución.
Aquí se reproduce íntegro el capítulo La toma de la Bastilla, siguiendo la edición que la CNT publicó en su exilio francés en la década de los años 40 del siglo XX.
Preparativos del golpe de Estado
La versión corriente sobre el 14 de julio se reduce poco más o menos a lo siguiente: funcionaba la Asamblea Nacional. A fin de junio, después de dos meses de negociaciones y vacilaciones, los tres órdenes se hallaban al fin reunidos. El poder se caía de las manos de la corte. Entonces ésta se puso a preparar un golpe de Estado. Las tropas se agruparon alrededor de Versalles, con objeto de dispersar la Asamblea y dominar París.
El 11 de julio, continúa dicha versión, la corte se decidió a obrar: Necker fue despedido del ministerio y desterrado. París los supo el día 12, y unos ciudadanos formaron una manifestación que recorrió las calles ostentando un busto del ministro caído. En el Palacio Real, Camilo Desmoulins lanzó el grito: ¡A las armas! Los suburbios se insurreccionaron y forjaron 50.000 picas en treinta y seis horas; el 14, el pueblo marchó contra la Bastilla, que pronto bajo sus puentes levadizos y se entregó… La Revolución ganó su primera victoria.
Tal es la versión usual, que se repite en las fiestas de la República. Exacta sólo a medias. Verdadera en el seco enunciado de los principales hechos, no dice lo que ha de decirse sobre el verdadero carácter del pueblo en la insurrección, ni sobre las verdaderas relaciones entre los elementos del movimiento: el pueblo y la burguesía. Porque en la insurrección de París, en la proximidad del 14 de julio, hubo, como en toda la Revolución, dos corrientes separadas, de origen diverso; el movimiento político de la burguesía y el movimiento popular. Ambos se dieron la mano en ciertos momentos, en las grandes jornadas de la Revolución, por una alianza temporal, y obtuvieron las grandes victorias sobre el antiguo régimen. Pero la burguesía desconfiaba siempre de su aliado del día, el pueblo. Así se caracteriza lo ocurrido en julio de 1879. La alianza fue concluida sin buena voluntad por la burguesía, y por lo mismo ésta se apresuró desde el día 15, y aun durante el movimiento, a organizarse para sujetar al pueblo rebelde.
Desde el proceso Réveillon, el pueblo de París, hambriento, y viendo que el pan escaseaba cada vez más, engañado por vanas promesas, trataba de rebelarse; pero, no sintiéndose apoyado ni siquiera por aquellos mismos burgueses a quienes la lucha contra la autoridad real había puesto en primera fila, no hacía mas que tascar el freno. Entretanto, el partido de la corte, reunido alrededor de la reina y de los príncipes, se decidió a dar un gran golpe para acabar con la Asamblea y la fermentación popular, y al efecto reunió las tropas, excitó su entusiasmo realista y preparó abiertamente un golpe de Estado contra la Asamblea y contra París. Entonces la Asamblea, sintiéndose amenazada, dejó hacer a aquellos de sus miembros y amigos de París lo que quedan, “el llamamiento al pueblo”, o sea la excitación a la insurrección popular. Y como el pueblo de los suburbios no deseaba otra cosa, respondió al llamamiento; no esperó la caída de Necker, sino que había comenzado ya a rebelarse el 8 de julio y aun el 27 de junio. De ese movimiento se aprovechó la burguesía y, lanzando al pueblo a la insurrección abierta, se armó ella misma para dominar la ola popular e impedirla “ir demasiado lejos”. En su marcha ascendente el pueblo insurrecto se apoderó, contra la voluntad de los burgueses, de la Bastilla, emblema y sostén del poder real. Después, habiendo organizado su milicia, la burguesía se apresuró a hacer que entraran en orden los “hombres de las picas”. Ese doble movimiento es lo que se trata de relatar.
Hemos visto que la sesión regia de 23 de junio tuvo por objeto declarar a los Estados Generales que no eran el poder que querían ser; que el poder absoluto del rey quedaba subsistente; que los Estados Generales nada habían cambiado respecto de ese poder, y que los dos órdenes privilegiados, la nobleza y el clero, establecerían por si mismos las concesiones que juzgasen útiles para un reparto mas justo de los impuestos. Los beneficios que iban a ser concedidos al pueblo procederían así del rey en persona, y esos beneficios serian: la abolición del trabajo servil (ya practicada en gran parte), de la mano muerta y del pago de la tasa al señor feudal; la restricción del derecho de caza; la sustitución del sorteo por el alistamiento regular en la milicia; la supresión de la palabra taille (pecho, tributo), y la organización de los poderes provinciales. Todo leso, por lo demás, en estado de vanas promesas o, por mejor decir, de simples títulos de reformas; porque todo el contenido de esas reformas, toda la sustancia de esos cambios, habían de buscarse aún, ¿y cómo hallarlos sin dar hachazos a los privilegios de los dos órdenes superiores? Pero el punto más importante del real discurso -ya que toda la Revolución iba a girar pronto sobre ese asunto-, era la declaración del rey acerca de la inviolabilidad de los derechos feudales: ¡declaraba propiedades absolutamente y para siempre inviolables los diezmos, los tributos, las rentas y los derechos señoriales y feudales! Con esta promesa, el rey ponía evidentemente la nobleza de su parte contra el Tercero; pero una promesa de esta extensión reducía la Revolución a la impotencia de toda reforma en la hacienda del Estado y en toda la organización interior de Francia equivalía a conservar integra la vieja Francia, el antiguo régimen. Ya veremos después que en todo el curso de la Revolución, la monarquía y la conservación de los derechos feudales -la vieja forma política y la vieja forma económica- fueron asociadas en la mentalidad de la nación.
Hay que reconocer que la maniobra de la corte tuvo cierto éxito. Después de la sesión regia la nobleza hizo una ovación al rey y principalmente a la reina, en palacio, y al día siguiente sólo cuarenta y siete nobles se reunieron a los otros dos órdenes. La gran mayoría de los nobles no fue a unirse al clero y a los burgueses del Tercero, hasta que pocos días después circuló el rumor de que cien mil parisienses marchaban contra Versalles, y la presentación de los nobles se debió a la consternación que la noticia produjo en palacio y a una orden del rey, confirmada por las lagrimas de la reina, mas acatada por la nobleza que el rey, y acudieron no disimulando su esperanza de ver pronto dispersos por la fuerza a aquellos rebeldes.
Todas las maniobras de la corte, todas sus conspiraciones y hasta las palabras de tal o cual príncipe o noble, todo se sabía en seguida entre los revolucionarios; todo llegaba a París por mil canales secretos que se habían establecido cuidadosamente, y los rumores llegados de Versalles alimentaban la fermentación en la capital. Hay momentos en que los poderosos no pueden contar con sus criados, y así sucedía en Versalles. De ese modo, mientras la nobleza celebraba el éxito de la sesión regia, algunos revolucionarios burgueses fundaban en Versalles el club Bretón, que pronto llegó a ser un gran centro de unión y después fue el club de los .Jacobinos; a aquel club acudían los mismos criados del rey y de la reina a referir lo que a puerta cerrada se decía en la corte. Algunos diputados de Bretaña, entre otros Le Chapelier, Glezen y Lanjuinais, fueron los fundadores de aquel club Bretón, y de él formaron parte Mirabeau, el duque de Aiguillon, Sieyes, Barnave, Petion, el clérigo Gregoire y Robespierre.
Desde la reunión en Versalles de los Estados Generales reinaba en París la mayor animación. El Palacio Real, con su jardín y sus cafés, se había convertido en club al aire libre, donde diez mil personas de todas condiciones acudían a comunicarse las noticias, a discutir los folletos del día, a inspirarse en la multitud para la acción futura, a conocerse, a entenderse. Todos los rumores, todas las noticias recogidas en Versalles por el club Bretón, eran inmediatamente comunicadas a ese agitado club de la multitud parisiense; desde allí se extendían a los suburbios, y si a veces se agregaba de paso la leyenda a la realidad, la leyenda era la preferida, como sucede siempre con las leyendas populares, que resultan más verdaderas que la verdad misma, puesto que se anticipa, hace resaltar bajo forma legendaria los motivos secretos de las acciones y, por intuición, suele juzgar a los hombres y las cosas más justamente que los sabios. ¿Quién, mejor que las masas desconocidas de los barrios bajos y de los suburbios, juzgó a María Antonieta, a la Polignac, al rey maula y a los príncipes? ¿Quién los adivinó mejor que el pueblo?
Desde el día siguiente a la sesión regia, la gran ciudad respiraba ya la rebeldía. El Ayuntamiento felicitó a la Asamblea, y el Palacio Real le dirigió un mensaje redactado en un lenguaje guerrero. Para el pueblo, hambriento, despreciado hasta entonces, el triunfo de la Asamblea resplandecía con la esperanza, y la insurrección representaba a sus ojos el único medio de procurarse el pan que la faltaba. Cuando la escasez era mayor y faltaban continuamente las harinas malas y quemadas destinadas a los pobres, el pueblo sabía que en París y en sus contornos había pan de sobra para alimentar a todos, y los pobres se decían que, sin una insurrección, los monopolizadores logreros no cesarían nunca de matar de hambre al pueblo.
A medida que los pobres protestaban con mayor energía en los sombríos callejones, la burguesía parisiense y los representantes del pueblo temían cada vez más el motín. El mismo día de la reunión de los tres órdenes, el 27 de junio, después de la victoria del Tercero, Mirabeau, que hasta entonces se dirigía al pueblo, se separó de él claramente y habló para separar de él a los representantes, advirtiéndoles que se guardaran de los “auxiliares sediciosos”. Veíase ya el programa futuro de la Gironda que se dibujaba en la Asamblea. Mirabeau queda que ésta contribuyera “al sostenimiento del orden, a la tranquilidad pública, a la autoridad de las leyes y de sus ministros”. Va incluso más lejos: quiere que se agrupe alrededor del rey, porque el rey quiere el bien; si alguna vez hace el mal, es por engañado y mal aconsejado.
Y la Asamblea aplaudió
“La verdad es -dice Luis Blanc- que, lejos de aspirar a derribar el trono, la burguesía trataba ya de servirse de él como de un refugio. Humillada por la nobleza, en el seno de los Municipios, antes tan severos, Luis XVI halló en ella sus servidores mas fieles. Cesó de ser el rey de los aristócratas, se convirtió en el rey de los propietarios”.
Ese vicio de origen de la Revolución había de pesar sobre ella -como veremos- todo el tiempo, hasta la reacción.
La miseria aumentaba de día en día en la capital. Necker había tomado bien sus medidas para hacer frente a los peligros de una escasez: había suspendido el 7 de septiembre de 1788 la exportación de los trigos y protegía la importación por medio de primas; setenta millones se emplearon en la compra de trigos extranjeros, y al mismo tiempo daba gran publicidad al decreto del Consejo del rey, de 23 abril de 1789, que permitía a los jueces y a los oficiales de policía visitar los graneros particulares, inventariar sus granos y enviar, en caso necesario, esos granos a los mercados. Pero la ejecución de esas medidas estaba confiada a las viejas autoridades, que es cuanto puede decirse. El gobierno daba primas a los que traían trigo a París; pero el trigo importado era reexportado secretamente, para ser reimportado y percibir la prima una segunda vez. En las provincias, los monopolizadores y usureros compraban el trigo en vista de esas especulaciones: hasta se compraban sobre el terreno las futuras cosechas.
En aquellas circunstancias apareció el verdadero carácter de la Asamblea Nacional. Se manifestó admirable en el juramento del Juego de Pelota, pero ante el pueblo permaneció burguesa. El 4 de julio, a la presentación del dictamen del Comité de subsistencias, la Asamblea discutió las medidas que habían de tomarse para garantir el pan y el trabajo al pueblo; se habló horas enteras, se presentaron proposiciones; Petion propuso un empréstito; otros propusieron autorizar a las asambleas provinciales, para tomar las medidas necesarias, pero no se resolvió nada, no se emprendió nada; todo se redujo a compadecerse del pueblo. Y cuando un diputado suscitó la cuestión de los usureros y denunció algunos, tuvo en su contra toda la Asamblea. Dos días después, el 6 de julio, Bouche anunció que los culpables eran conocidos y que al día siguiente se presentaría la denuncia; “un espanto general se apoderó de la Asamblea”, dice Gorsas, en el Correo de Versalles y de París, que acababa de fundar, pero llegó el día siguiente, y ni una palabra más se pronunció sobre aquel asunto, que quedó ahogado entre dos sesiones. ¿Por qué? Por miedo -los acontecimientos lo probaron- a revelaciones comprometedoras.
En todo caso, de tal modo temía la Asamblea la rebelión popular, que cuando se produjo el motín de París, el 30 de junio, a consecuencia del arresto de once guardias franceses que no quisieron hacer fuego contra el pueblo, la Asamblea votó un mensaje al rey, concebido en términos en extremo serviles, y manifestó su “profunda adhesión a la autoridad real”.
Para que el rey consintiera en dar a la burguesía una parte mínima en el gobierno, se agrupaba en su rededor y le ayudaba con todo su poder de organización a dominar al pueblo. Pero -y sirva de advertencia en las revoluciones futuras- hay en la vida de los individuos, de los partidos y también de las instituciones, una lógica que no puede alterarse por la voluntad de nadie. El despotismo real no podía pactar con la burguesía, que le pedía su parte del poder. Lógica y fatalmente había de combatirla, y una vez empezada la batalla, había de sucumbir y ceder la plaza al gobierno representativo, forma que mejor conviene a la burguesía. Tampoco podía, sin hacer traición a su apoyo natural, la nobleza, pactar con la democracia popular, e hizo cuanto pudo para defender a los nobles y sus privilegios, so pena de verse traicionado por esos mismos privilegiados de nacimiento.
Sin embargo, de todas partes llegaban informes de las conspiraciones de la corte, a los partidarios del duque de Orleans, que se reunían en Montrouge, y a los revolucionarios que frecuentaban el club Bretón. Las tropas se concentraban en Versalles y sobre el camino de Versalles a París. En París mismo tomaban posesión de los puntos más importantes, en la dirección de Versalles. Se hablaba de 35.000 hombres repartidos en los sitios indicados, a los cuales pronto se unirían 20.000 hombres más. Los príncipes y la reina se concertaban entre si para disolver la Asamblea, dominar París en caso de insurrección, detener y matar, no sólo a los principales instigadores y al duque de Orleans, sino también a aquellos diputados como Mirabeau, Mounier y Lally-Tolendal, que querían hacer de Luis XVI un rey constitucional. Doce diputados -decía después Lafayette- habían de ser inmolados. El barón de Breteuil y el mariscal de Broglie hablan sido llamados para ejecutar el proyecto, y ambos estaban dispuestos a obrar. “Si es necesario que arda París, París arderá” decía el primero. El mariscal de Broglie había escrito al príncipe de Condé que “una salva de cañones hubiera dispersado pronto a esos argumentadores y reinstaurado el poder absoluto que se extingue, en lugar del espíritu republicano que se forma”.
Y no se crea, como han supuesto algunos historiadores reaccionarios, que se trataba sólo de simples rumores. La carta de la duquesa de Polignac, hallada después, dirigida el 12 de julio al preboste de los mercaderes, Fleselles, y en la que todas las personas notables estaban designadas bajo nombres convenidos, prueba suficientemente el complot urdido por la corte para el 16 de julio. Si todavía pudiera haber duda sobre el particular, la desvanecen las palabras dirigidas el 10 de julio a Dumouriez, en Caen, por la duquesa de Beuvron, en presencia de más de sesenta nobles triunfantes.
“¿No sabe usted la gran noticia, Dumouriez?-decía la duquesa-. Su amigo Necker ha sido despedido; por lo pronto el rey vuelve a ser rey de veras, la Asamblea queda disuelta; vuestros amigos, los cuarenta y siete, quizá a estas horas están en la Bastilla con Mirabeau, Target y un centenar de esos insolentes del Tercero, y seguramente el mariscal de Broglie está en París con treinta mil hombres”. (Memorias de Dumouriez, T. II, p. 35). La duquesa se engañaba: Necker no fue despedido hasta el día 11, y de Broglie se guardó de entrar en París.
¿Pero qué hacia entonces la Asamblea? Lo que han hecho y harán siempre todas las asambleas en tal situación. Nada.
El mismo día en que el pueblo de París comenzaba a rebelarse, el 8 de julio, la Asamblea encargaba a Mirabeau, su tribuna, la redacción de una humilde súplica al rey; y, suplicando a Luis XVI que retirase los soldados, llenaba la súplica de adulaciones; le hablaba de un pueblo que quería a su rey, que bendecía al cielo por el don que le había hecho con su amor. ¡Y esas mismas palabras, esas mismas adulaciones, fueron todavía más de una vez dirigidas al rey por los representantes del pueblo en el curso de la Revolución!
La Revolución no era comprendida, y todo el empeño de las clases poseedoras consistía en atraerse la monarquía, convirtiéndola en escudo contra el pueblo. Todos los dramas de 1793 en la Convención, están ya en germen en aquella súplica de la Asamblea Nacional, firmada algunos días antes del 14 de julio.
París en vísperas del 14 de Julio
La atención de los historiadores esta generalmente absorbida por la Asamblea Nacional. Los representantes del pueblo, reunidos en Versalles, parece que personifican la Revolución, y sus menores palabras o actitudes son recogidas con piadosa devoción. Sin embargo, el corazón y el sentimiento de la Revolución no estaban allí, estaban en París.
Sin París, sin su pueblo, la Asamblea no era nada. Si el temor a París rebelde no hubiera retenido a la corte, ésta hubiera seguramente disuelto la Asamblea, como se ha visto tantas veces después: el 18 brumario y el 2 de diciembre en Francia, y recientemente aún en Hungría y en Rusia. Sin duda, los diputados hubieran protestado; algunos hubieran pronunciado bellas palabras, y otros hubieran intentado quizá sublevar las provincias... pero sin el pueblo dispuesto a sublevarse, sin un trabajo revolucionario realizado en las masas, sin un llamamiento al pueblo para la rebeldía, hecho directamente de hombre a hombre y no por manifiestos, una asamblea de representantes es poca cosa para un gobierno establecido, con su red de funcionarios y su ejército.
Gracias a que París velaba, mientras la Asamblea Nacional dormía en una seguridad imaginaria y el 10 de julio volvía a ocuparse tranquilamente del proyecto de Constitución, el pueblo de París, al que los más audaces y perspicaces burgueses habían recurrido, se preparaba a la insurrección. En los barrios populares se repetían los detalles del golpe militar que la corte preparaba para el día 16; se sabía todo, hasta la amenaza del rey de retirarse a Soissons y de entregar París al ejército, y la gran agitación se organizaba en sus distritos para responder a la fuerza por la fuerza. Los “auxiliares sediciosos” con que Mirabeau había amenazado a la corte, habían sido llamados, en efecto, y en las sombrías tabernas de las afueras, el París pobre y andrajoso discutía los medios de “salvar a la patria” y se armaba como podía.
Centenares de agitadores patriotas, “desconocidos”, por supuesto, hacían todo lo posible para conservar la agitación y atraer el pueblo a la calle: los petardos y los fuegos artificiales, dice Arthur Young, eran uno de los medios en boga; se vendían a mitad de precio, y cuando se reunía una multitud para contemplar un fuego artificial en una encrucijada callejera, uno comenzaba a arengar al pueblo refiriendo las noticias de los complots de la corte. Para disolver esas agrupaciones, “antes hubiera bastado una compañía de suizos; hoy se necesitaría un regimiento; dentro de quince días sería necesario un ejército», decía Arthur Young en vísperas del 14 de julio.
En efecto, desde fin de junio, el pueblo de París estaba en ebullición plena y constante y se preparaba para la insurrección. Ya a principios de junio se esperaban motines, a causa de la carestía de los trigos, dice el librero inglés Hardy, y si París se contuvo hasta el 25 de junio, débese a que hasta la sesión regia esperaba que la Asamblea haría algo; pero el 25, París comprendió que no le quedaba más esperanza que la insurrección.
Una multitud tumultuosa de parisienses se dirigió a Versalles dispuesta a provocar un conflicto con las tropas. En París mismo se formaban por todas partes grupos “dispuestos a llegar a los más horribles extremos”, se lee en las Notas secretas dirigidas al ministro de negocios extranjeros, publicadas por Chassin (Les Elections et les cahiers de París, París, 1889, t. III, p. 453). “El pueblo ha estado en movimiento toda la noche, ha hecho luminarias y ha tirado innumerables cohetes ante el Palacio Real y la Contaduría General”. Se gritaba: “¡Viva el duque de Orleans!”
Aquel mismo día, el 25, los soldados de la Guardia francesa fraternizaban bebiendo con el pueblo, que los atraía a diversos barrios, y recorrían las calles gritando: ¡Abajo el solideo!
Entretanto, los “distritos” de París, es decir, las asambleas primarias de los electores, sobre todo las de los barrios obreros, se constituían regularmente y tomaban sus medidas para organizar la resistencia en París. Los “distritos” estaban en relaciones constantes entre si, y sus representantes hacían esfuerzos continuados para constituirse en cuerpo municipal independiente. El 25, Bonneville lanzó ya el llamamiento a las armas en la asamblea de los electores e hizo la proposición de constituirse en Commune, fundándose en la historia para motivar su proposición. Al día siguiente, después de haberse reunido previamente en el museo de la calle Dauphine, los representantes de los distritos se dirigieron al Hótel de Ville. El 1 de julio celebraron su segunda sesión, cuya acta publica Chassin, (t. III, paginas 439-444, 458, 460). Constituían así el Comité permanente que funcionó durante la jornada del 14 de julio.
El 30 de junio, un simple incidente, el arresto de once soldados de la Guardia francesa, que habían sido encerrados en la cárcel de la Abadía por haberse negado a cargar con bala sus fusiles, bastó para producir un motín en París. Cuando Loustalot, redactor de las Revoluciones de París, en el Palacio Real subió sobre una silla frente al café Foy y arengó a la multitud sobre ese asunto, cuatro mil hombres se dirigieron inmediatamente a la Abadía y libertaron a los soldados detenidos. Cuando vieron los carceleros llegar aquella multitud, comprendieron que la resistencia seria inútil, y entregaron los presos al pueblo, y cuando acudieron a escape los dragones, dispuestos a lanzarse contra el pueblo, vacilaron, envainaron sus sables y fraternizaron con la multitud, incidente que hizo temblar a la Asamblea cuando supo al día siguiente que la tropa había pactado con el motín. “¿Hemos de convertirnos en los tribunos de un pueblo desenfrenado?” se preguntaban aquellos señores.
Pero el motín rugía ya en los contornos de París. En Nangis se había negado el pueblo a pagar los impuestos mientras no fueran fijados por la Asamblea; faltaba el pan, y como no vendían más de dos celemines de trigo a cada comprador, el mercado estaba rodeado de dragones. Sin embargo, a pesar de la presencia de la tropa, hubo varios motines en Nangis y en otras villas de las inmediaciones. A cada paso surgía una querella entre el pueblo y los tahoneros, y entonces se tomaba todo el pan sin pagar, dice Young (p. 225). El 27 de junio, el Mercurio de Francia habla hasta de tentativas hechas en diversos puntos, pero especialmente en San Quentin, de segar las cosechas sin madurar: tan grande era la escasez de este preciado cereal.
En París, los patriotas se inscribían ya el 30 de junio en el café de Caveau para la insurrección, y el día siguiente, cuando se supo que de Broglie había tomado el mando del ejército -dicen los informes secretos-, se decía ostensiblemente en todas partes que “si la tropa disparaba un solo tiro se pondría todo a sangre y fuego... Se dicen otras cosas mucho peores, mucho más fuertes... Las gentes prudentes no se atreven ya a salir a la calle”, añade el confidente.
El 2 de julio estalló el furor popular contra el duque de Artois y los Polignac. Se habló de matarlos, de saquear sus palacios; se pensó también en apoderarse de todos los cañones instalados en distintos sitios de París. Los grupos eran cada vez más numerosos y “el furor del pueblo era incontenible”, dicen los mismos informes. Aquel mismo día, dice el librero Hardy en su diario, estuvo a punto de salir “hacia las ocho, de la noche, una multitud de furiosos, del jardín del Palacio Real”, para librar a los diputados del Tercero, que se decía estaban expuestos a ser asesinados por los nobles. Desde aquel día se hablaba de apoderarse de las armas existentes en los Inválidos.
El furor contra la corte marchaba a la par con los furores inspirados por la escasez. En efecto, los días 4 y 6, en previsión del saqueo de las tahonas, circulaban patrullas de guardias francesas por las calles, dice Hardy y vigilaban la distribución del pan.
El 8 de julio estalló en el mismo París un preludio de la insurrección entre los veinte mil obreros sin trabajo que ocupaba el gobierno en hacer excavaciones y terraplenes en Montmartre. Dos días después, el 10, corría ya la sangre, y aquel mismo día comenzaron a arder las puertas de la ciudad; incendiaron la de la Chaussée-d'Antin, y el pueblo se aprovechaba para hacer entrar provisiones y vino sin pagar derecho de consumos.
¿Habría hecho Camilo Desmoulins el día 12 su llamamiento a las armas si no hubiera estado seguro de que sería aceptado, si no hubiera sabido que París se sublevaba ya, y que doce días antes Loustalot sublevó la multitud por un hecho de menor importancia, y que a la sazón el París de los suburbios y de los barrios bajos sólo esperaba la señal, la iniciativa, para insurreccionarse?
La fuga de los príncipes, seguros del éxito, precipitó el golpe de Estado, preparado para el día 16, y el rey se vio obligado a obrar antes que llegaran los refuerzos de Versalles.
Necker fué despedido el día 11, el duque de Artois le dio una puñada en la nariz cuando el ministro se dirigía a la sala del Consejo, y el rey, con su picardía ordinaria, fingía no saber nada cuando ya había firmado la destitución. Necker se sometió, sin la menor réplica, a las órdenes de su amo; hasta entró en sus planes y supo arreglar su partida a Bruselas sin suscitar sospechas en Versalles.
París no lo supo hasta el día siguiente, el 12, hacia el mediodía. Su destitución era esperada; debía ser considerada como el principio del golpe de Estado. Repetíase la frase del duque de Broglie que, con sus treinta mil soldados situados entre París y Versalles, “respondía de París”, y como circulaban rumores siniestros desde la mañana acerca de las matanzas preparadas por la corte, el “todo París revolucionario” se dirigió en masa al Palacio Real. Allí llegó el correo anunciando la noticia del destierro de Necker: la corte se había decidido, pues, a romper las hostilidades ... Entonces Camilo Desmoulins salió de uno de los cafés del Palacio Real, del café Foy, con una espada en una mano y una pistola en la otra, subió sobre una silla y lanzó su llamamiento a las armas; desgajó una rama de árbol, tomó, como se sabe, una hoja verde como escarapela y signo de unión, y su grito: “No hay que perder un momento: a las armas”, se repitió en los suburbios y en los barrios populares.
Por la tarde se organizó una inmensa manifestación ostentando los bustos del duque de Orleans y de Necker velados con un crespón (se decía que el duque de Orleans había sido también desterrado), atravesó el Palacio Real, siguió la calle de Richelieu y se dirigió hacia la plaza de Luis XV (hoy Plaza de la Concordia), ocupada por la tropa: suizos, infantería francesa, húsares y dragones, al mando del marqués de Besenval. Las tropas se vieron pronto envueltas por el pueblo; trataron de rechazarle a sablazos, y se mantuvieron firmes; pero ante aquella multitud innumerable que empujaba, envolvía y oprimía rompiendo sus filas, se vieron forzadas a retirarse. Por otra parte, se supo que los Guardias franceses habían disparado algunos tiros contra “el Real Alemán”, regimiento fiel al rey, y que los suizos se negaban a hacer fuego contra el pueblo. Entonces Besenval, que al parecer no tenía gran confianza en la corte, se retiró ante la ola ascendente del pueblo y fue a acampar en el Campo de Marte.
La lucha se había entablado ya. ¿Cuál sería el resultado final, si la tropa, fiel al rey, hubiera recibido la orden de marchar sobre París? En tal situación, los revolucionarios burgueses se decidieron a aceptar, aunque con repugnancia, el medio supremo, el llamamiento al pueblo. El toque de rebato sonó en todo París, y en los suburbios y los barrios bajos se empezaron a forjar picas. Poco a poco comenzaron a salir a la calle hombres armados, que durante toda la noche obligaban a los transeúntes a dar dinero para comprar pólvora. Todas las oficinas de consumos de las puertas, desde el Faubourg Saint Antoine hasta el de Saint Honoré, lo mismo que las de Saint Marceau y Santiago, fueron incendiadas: las provisiones y el vino entraban libremente en París. El toque de rebato no cesó en toda la noche, y la burguesía tembló por sus propiedades, porque hombres armados de picas y de palos, se esparcieron por las calles y saquearon las casas de algunos enemigos del pueblo, de los usureros, y llamaban a las puertas de los ricos en demanda de pan y de armas.
El día siguiente, el 13, el pueblo se dirigió ante todo adonde había pan, especialmente al monasterio de San Lázaro, que fue asaltado a los gritos de ¡Pan, Pan! Cincuenta carros cargados de harina, no tomados en forma de saqueo, sino para ser conducidos al Mercado, donde el pan sirve para todo el mundo. Del mismo modo dirigió el pueblo todas las provisiones entradas en París sin pagar el impuesto de consumos.
Al mismo tiempo el pueblo se apoderó de la cárcel de la Force, donde entonces se detenía por deudas, y los libertados atravesaron la ciudad dando gracias al pueblo; pero un motín de los presos del Chatelet fue apaciguado, aparentemente, por los burgueses, que se armaban apresuradamente y lanzaban sus patrullas a las calles. A las seis, las milicias burguesas, ya formadas, se dirigían, en efecto, al Hótel de Ville, y a las diez de la noche, dice Chassin, entraban en servicio.
Taine y consortes, ecos fieles de los temores de la burguesía, tratan de hacer creer que el 13 “París estaba en poder de los bandidos”; pero esta aserción es negada por todos los testimonios de la época. Hubo, sin duda, transeúntes detenidos por hombres portadores de picas que les pedían dinero para armarse; hubo también, en las noches del 12 al 14, hombres armados que llamaban a las puertas de los ricos para pedirles comida y bebida o armas y dinero; está averiguado también que hubo tentativas de saqueo, puesto que testigos de fe hablan de gentes ejecutadas en la noche del 13 al 14 por tentativas de este género, pero en esto, como en otras cosas, Taine exagera.
Aunque el hecho desagrade a los modernos republicanos burgueses, los revolucionarios de 1789 recurrieron a los “auxiliares comprometedores” de que hablaba Mirabeau, yendo a buscarlos a los tugurios de extramuros, e hicieron muy bien, porque si es verdad que hubo algunos casos de pillaje, en general, aquellos auxiliares, comprendiendo la gravedad de la situación, pusieron sus armas al servicio de la causa general y apenas se sirvieron de ellas para saciar sus odios personales o para aliviar su miseria.
Es también cierto que los casos de saqueo fueron muy escasos. Por el contrario, el espíritu de las multitudes armadas se elevó grandemente cuando supieron el compromiso que se había contraído entre las tropas y los burgueses. Los hombres de las picas se consideraron evidentemente como defensores de la ciudad, sobre quienes pesaba gravísima responsabilidad. Marmontel, enemigo declarado de la Revolución, expone, no obstante, este rasgo interesante: “Los mismos bandidos poseídos del terror (¿?) común, no cometieron ningún atropello. Las tiendas de los armeros fueron las únicas que se hicieron abrir, y en ellas no se tomó mas que armas”, dice en sus Memorias. Y cuando el pueblo condujo a la plaza de la Greve el coche del príncipe de Lambese para quemarle, entregó la maleta y todos los efectos hallados en el coche al Hótel de Ville. En el convento de los Lazaristas, el pueblo rehusó el dinero y no se apoderó más que de las harinas, las armas y el vino, todo lo cual fue transportado a la plaza de la Greve. Nada se toco aquel día, ni en el Tesoro ni en la Caja de Descuentos, observa el embajador inglés en su relación.
Lo que si es cierto es el miedo de la burguesía a la vista de aquellos hombres y aquellas mujeres haraposos, hambrientos, armados de palos y de picas “de todas clases”; el terror producido por aquellos espectros del hambre sueltos por las calles se apoderó por completo de la burguesía. Después, en 1791 y 1792, aquellos mismos burgueses que querían acabar con la monarquía, preferirían la reacción antes que recurrir otra vez a la revolución popular. El recuerdo del pueblo hambriento y armado, entrevisto en los días 12, 13 Y 14 de julio de 1789, era para la burguesía una obsesión.
“¡Armas!” tal era el grito del pueblo después de haber hallado un poco de pan. Buscábase por todas partes, sin hallarlas, y entretanto, día y noche se forjaban en los barrios populares picas de todas las formas imaginables con el hierro que se hallaba a mano.
La burguesía tampoco perdía el tiempo; a toda prisa constituía su autoridad: su municipalidad en el Hótel de Ville y su milicia.
Sabido es que las elecciones para la Asamblea Nacional habíanse verificado en dos grados; pero hechas las elecciones, los electores del Tercero, a quienes se unieron algunos sectores del clero y de la nobleza, habían continuado reuniéndose en el Hotel de Ville, a partir del 27 de junio, con autorización de la Oficina de la Ciudad y del ministro de París. De esos electores partió la iniciativa de organizar la milicia burguesa. El 1 de julio ya les vimos celebrar su segunda sesión.
El 12 de julio instituyeron un Comité permanente, presidido por .el preboste de los mercaderes, Flesselles, y decidieron que cada uno de los sesenta distritos eligiera doscientos ciudadanos conocidos y en estado de llevar armas, que formarían un cuerpo de 12.000 hombres dedicados a velar por la seguridad pública. Esta milicia había de elevarse en cuatro días a la cifra total de 48.000 hombres, mientras el mismo Comité buscaba el medio de desarmar al pueblo.
“De ese modo, dice muy bien Luis Blanc, la burguesía se daba una guardia pretoriana de 12.000 hombres. A riesgo de someterse a la corte, se quería desarmar al pueblo”.
En lugar del color verde de los primeros días, aquella milicia llevaría la escarapela roja y azul, y el Comité permanente tomo medidas para que el pueblo, al armarse, no invadiera las filas de la nueva milicia. Ordeno que todo el que llevara armas y la escarapela ropa y azul, sin haber sido inscripto en uno de los distritos, fuese entregado a la justicia del Comité. El comandante general de esta guardia nacional fue nombrado por el Comité permanente en la noche del 13 al 14 de julio: fue un noble, el duque de Aumont. No aceptó, y entonces, en su defecto, otro noble, el marqués de la Salle, nombrado segundo comandante, tomo el mando.
En resumen, mientras el pueblo forjaba las picas y se armaba, mientras tomaba medidas para que no saliera la pólvora de París, mientras se apoderaba de las harinas y las conducía al mercado central o a la plaza de la Greve, mientras el día 14 construía las barricadas para impedir la entrada de la tropa en París, se apoderaba de las armas de los Inválidos y se dirigía en masa hacia la Bastilla para obligarla a capitular, la burguesía velaba por que el poder no se le escapase de las manos. La burguesía constituía, pues la Commune, el Municipio burgués de París, que trató de reducir el movimiento popular, y a la cabeza de ese Municipio puso a Flesselles, el preboste de los mercaderes, que estaba en correspondencia con la Polignac para impedir o dificultar el levantamiento de París. Se sabe que el día 13, cuando se presentó el pueblo a pedirle armas, se hizo enviar cajones de ropa vieja en vez de fusiles, y al día siguiente puso en juego toda su influencia para impedir que el pueblo tomara la Bastilla.
Así es cómo, por parte de los diestros directores de la burguesía comenzaba el sistema de traiciones que veremos producirse durante toda la Revolución.
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Última edición por pedrocasca el Miér Ene 25, 2012 11:41 am, editado 3 veces