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    Comprender Venezuela, pensar la Democracia (El colapso moral de los intelectuales occidentales) - Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero - Caracas, Venezuela 2006 - reseñas del libro en los mensajes

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    Mensaje por RioLena Mar Ene 17, 2017 6:50 pm

    Comprender Venezuela, pensar la Democracia (El colapso moral de los intelectuales occidentales)

    Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero
    - Caracas, Venezuela 2006

    •formato pdf - 118 páginas

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    Lo que ha ocurrido y está ocurriendo en Venezuela tiene una inmensa importancia por razones muy distintas. Una de ellas, y no la menor, es la de haber dejado en evidencia a la gran mayoría de los intelectuales del mundo, de los que habría sido lógico esperar que lo entendieran y lo explicaran. Pocas veces se ha demostrado una nulidad tan tozuda o una mala fe tan insistente en tantos filósofos, académicos, periodistas, columnistas o comentaristas. No se entiende lo que se está demostrando en Venezuela y, cuando se entiende, no se entiende suficientemente. Y no es extraño. Porque los acontecimientos de la revolución bolivariana tienen algo de insólito, algo que a muchos intelectuales bienintencionados de izquierda les ha venido demasiado grande y que al resto, a los intelectuales orgánicos de todo el planeta, neoliberales o progresistas, les resulta hartamente peligroso. Tan peligroso, en efecto, que en Venezuela se están desenmascarando las mentiras más incuestionadas y más exitosas de todo el siglo XX, la gran mentira con la que, en el fondo, todos ellos se ganan la vida.


    Última edición por RioLena el Mar Ene 17, 2017 8:24 pm, editado 1 vez
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    Mensaje por RioLena Mar Ene 17, 2017 6:52 pm

    Reseña del periodista Pascual Serrano acerca del libro «Comprender Venezuela, pensar la democracia», cuando se editó en España, en 2010:

    Hay autores cuyo mérito principal es lograr comunicar muy bien determinadas tesis o teorías políticas, otros facilitan información que ayuda a entender algunas cuestiones, pero existen algunos que descubren, inventan, llegan a conclusiones absolutamente nuevas y brillantes. Yo creo que Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero han hecho esto último en su libro Comprender Venezuela, pensar la democracia. Mediante la reflexión del caso venezolano, llegan a varias conclusiones, tan sorprendentes como convincentes. Entre ellas, que en Venezuela por primera vez se está convirtiendo en realidad eso que se denomina Estado de Derecho o la tesis de que el capitalismo y la democracia son incompatibles, puesto que “las leyes que dan libertad al dinero se imponen sobre aquellas que regulan los asuntos humanos”.

    Una de las contundentes afirmaciones de nuestros autores es que “en este mundo no ha habido Estado de Derecho o Democracia más que en los estrechos límites en los que la llamada instancia política se ha plegado a unos intereses sobre los que el Parlamento tenía vedado discutir o legislar. Así, la Democracia ha sido siempre el paréntesis entre dos golpes de Estado. Un paréntesis que ha durado tanto como la voluntad política de no legislar sobre nada de importancia (al menos en el terreno económico), de modo que, a fin de cuentas, lo que se celebraba y se ha celebrado como Democracia no ha sido, en realidad, más que superfluidad y la impotencia de la instancia política.”

    Nos recuerdan con gran lucidez que, en todo el siglo XX, no hay ni un solo ejemplo de victoria electoral anticapitalista que no haya sido seguida de un golpe de Estado o de una interrupción violenta del orden democrático, ni un solo ejemplo en el que se haya demostrado que los comunistas tenían derecho a ganar las elecciones.” Véase Guatemala en 1954, Indonesia en 1965, Brasil en 1964, Chile en 1973, Irán en 1953, Dominicana en 1963, Haití en 1990 y de nuevo en 2004, Nicaragua en 1990, Argelia en 1992, España en 1936, o la red Gladio en Italia y parte de Europa.

    De modo que “en una democracia parlamentaria, es benéfico, útil y saludable que las izquierdas tengan entera libertad y perfecto derecho pasarse la vida intentando ganar las elecciones, pero no que puedan ganarlas”. Algo que explica muy bien, cómo los rojos caemos simpáticos y pintorescos a los poderosos cuando somos minoría y cómo comienzan a odiarnos –cuando no a matarnos- al empezar a sumar demasiados apoyos. Por eso los comunistas españoles les parecemos tipos bienintencionados y simpáticos, pero los comunistas cubanos son para ellos unos tiranos.

    Es decir, los sistemas que se denominan democráticos se han demostrado sin poder para corregir legalmente las malas leyes y ahí es donde Fernández Liria y Alegre Zahonero empiezan a acusar de complicidad en la farsa a intelectuales, filósofos, historiadores, periodistas e incluso catedráticos de ética, puesto que apenas ninguno de todos ellos se atreve a denunciar esa incompatibilidad histórica entre capitalismo y democracia. Según los autores, la historia del siglo XX nos ha demostrado que, en el capitalismo, “el derecho puede obrar con entera libertad mientras sea superfluo, pero lo que le está vedado, al menos bajo condiciones capitalistas de producción, es meterse en nada que afecte a cuestiones económicas relevantes”.

    “Vivimos en una sociedad hasta tal punto chantajeada por sus estructuras económicas que el margen de actuación de la política es, probablemente, uno de los más irrisorios que haya conocido la historia de la humanidad”, afirman. “Lo que no se advertía –añaden- es que lo que la política conquistaba por un lado, el mercado lo robaba por el otro”. Si nos paramos a pensar son constantes los frenos al bienestar que encuentran nuestras sociedades ante su incapacidad o su ausencia de voluntad para poner en tela de juicio principios sacrosantos capitalistas que se consideran intocables e incuestionables para la voluntad popular. Es elocuente el ejemplo de la vivienda en un país como España, donde una generación entera no puede acceder a ella mientras dos millones de viviendas se encuentran vacías, propiedad de personas que ya tienen otra y no las utilizan ni alquilan. El capitalismo está escandalizado con el gobierno de Venezuela por acciones como, por ejemplo, la de nacionalizar un aeropuerto privado. El principal aeropuerto público de acceso a la capital tras el derrumbe de un viaducto ha pasado de encontrarse a una distancia de media hora por carretera a cerca de tres horas, mientras más cerca del centro existía otro privado e infrautilizado. La opción de nacionalizar el aeropuerto privado es a todas luces la que obedece al bien común y colectivo, si embargo, es impensable en un modelo capitalista donde, se supone, es esa colectividad la que tiene el poder. Nuestros autores explican magistralmente esa contradicción de capitalismo y democracia en este antológico párrafo: “El capitalismo es un sistema en el que, por ejemplo, la sobreproducción de riqueza (algo que siempre fue para el hombre motivo de fiesta) supone una falta de mercado y una amenaza de crisis. Un sistema en el que el progreso tecnológico no acorta la jornada laboral, sino que la alarga y precariza. Un sistema en el que la posibilidad de descansar se transforma en el desastre del paro. En el que la guerra, la peor de las calamidades para el ser humano, es el mejor estimulante económico. En el que la producción de armamento supone la más pesada carga para los hombres y el mejor negocio para la economía. En el que a la dilapidación sistemática de recursos y riqueza se le llama consumo y estimulación de la demanda, y a la destrucción del planeta, crecimiento. Bajo condiciones capitalistas, todo aquello que para los seres humanos es un problema, resulta que para la economía es una solución. Y lo que para ellos es una solución, para la economía es un problema”. Es por eso que las autoridades de la Unión Europea multan al ganadero de vacas cuando produce mucha leche y paga dinero al campesino que arranca viñas.

    En el panorama actual, el control económico es tan abrumador que de nada sirve la libertad en la medida que es el dinero el que impide que no sean equiparables la libertad de expresión, reunión, organización o de presentarse a presidente de un pobre y de un rico. Por eso no hace falta que haya prisioneros políticos, “no tiene nada de asombroso que no haya presos políticos en un mundo en el que el poder no circula por cauces políticos”.

    Y puestos a ser irreverentes y a pensar por sí solos, también nuestros autores critican ese discurso de la izquierda –la no integrada se entiende- que afirma que la idea de un Estado de Derecho es un elemento de la superestructura ideológica de la sociedad burguesa, junto con esos conceptos de derecho, parlamentarismo, división de poderes, ciudadanía, etc… Y por eso, ellos siguen reivindicando las palabras que las Leyes dirigieron a Sócrates: “o nos persuades o nos obedeces”. Sólo que en el capitalismo no hay persuasión posible contra las leyes que cobijan a los poderosos poderes económicos.

    Es más, los autores plantean la hipótesis de que “el comunismo sea efectivamente, en sí mismo, mucho más compatible con la democracia y el Estado de Derecho que el capitalismo”. Y si no, véanse los ocho objetivos de Desarrollo del Milenio establecidos por la ONU: 1º Erradicar la pobreza extrema y el hambre, 2º Lograr la enseñanza primaria universal, 3º Promover la igualdad entre géneros y la autonomía de la mujer, 4º Reducir la mortalidad de los niños menores de 5 años, 5º Mejorar la salud materna, 6º Combatir el VIH/Sida, el paludismo y otras enfermedades, 7º Garantizar la sostenibilidad del Medio Ambiente y 8º Fomentar una alianza mundial para el desarrollo. A poco que reflexionemos observamos que esos objetivos son los alcanzados por el socialismo cubano a pesar de todas sus dificultades y acoso y son, precisamente, los no logrados por el capitalismo en el resto del mundo.

    Pero para conseguir que esa idea de comunismo como ejemplo máximo de democracia no avanzara entre las sociedades, el capitalismo siempre ha procurado que los intentos comunistas viviesen siempre una situación de asedio, de guerra, y que, como en todas las guerras, se sacrificasen determinados principios que lograran desprestigiar el proyecto comunista. Como dicen Fernández Liria y Alegre, “no hay libertades civiles en tiempos de guerra. Ni bajo condiciones capitalistas, ni bajo condiciones comunistas”.

    La izquierda, según los autores, ha cometido el histórico error de regalar el concepto de Estado de derecho al enemigo, en lugar de trabajar por demostrar que “semejante proyecto es imposible bajo condiciones capitalistas producción”. Por ello, hemos sufrido una tradición marxista que “no diagnosticó bien el problema cuando, demasiado a menudo, cargó las tintas contra el parlamentarismo, como si éste pudiera tener algo de malo por sí mismo”.

    ¿Y qué aporta Venezuela a este panorama? Para los autores, Venezuela es el reto que nos demuestra que las leyes “pueden servir para algo”: “No sólo la izquierda, la humanidad entera debería estar boquiabierta y expectante frente al proceso bolivariano en Venezuela. Lo que se está celebrando en Venezuela es la fiesta del Estado de Derecho. Y hay motivos para creer que en esta ocasión, por una vez en la historia de la humanidad, la fiesta puede salir bien”. Es allí donde la ciudadanía encuentra que tiene la capacidad de influir en su vida política, en las leyes que se aprueban y, por tanto, se siente comprometida en su defensa como en ningún lugar. Sólo entonces se puede entender que un grupo social hasta hace poco, armado e insurreccional como los tupamaros procedentes de un barrio pobre y hacinado de Caracas tengan una pintada en las paredes que rece: “Tupamaros con la Constitución”. En nuestras ricas sociedades, los colectivos reivindican derechos y libertades, pero no las leyes aprobadas en su Parlamento porque saben que ni se cumplen ni les representan. Por ello, como dice el título de este libro, “comprender Venezuela es pensar la democracia”.



    Última edición por RioLena el Mar Ene 17, 2017 6:56 pm, editado 2 veces
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    Mensaje por RioLena Mar Ene 17, 2017 6:55 pm

    La pedagogía del millón de muertos

    Santiago Alba Rico


    Prólogo al libro Comprender Venezuela, pensar la democracia - publicado en Rebelion en 2006


    Hace unos días tuve ocasión de ver una vieja y extraordinaria película, Sierra de Teruel, rodada durante la guerra civil española en los escenarios mismos de las batallas que una parte del mundo seguía entonces con la respiración suspendida. Basada en una novela de André Malraux y dirigida por él mismo, narra en un tono casi documental las dificultades de una escuadrilla de aviadores internacionalistas llegados a España desde todos los rincones de la tierra y la muerte heroica de algunos de ellos en una última acción que logra detener provisionalmente el avance fascista. Hay tres escenas particularmente elocuentes y conmovedoras. En la primera, las mujeres y viejitos de Teruel, ante la falta de armas de fuego para defender la ciudad, acarrean enseres domésticos –cisternas, botellas, cajas y latas- que puedan ser rellenados de dinamita y convertidos en bombas. En la segunda, un campesino republicano que ha localizado la base aérea del enemigo y que no sabe interpretar un mapa, decide acompañar en el avión al comandante de la escuadrilla para señalarle desde el aire su ubicación; atónito y un poco mareado, esa visión desde lo alto de los campos en los que siempre ha vivido se le presenta como un jeroglifo o un enigma, de manera que, cuando el comandante le indica en un tono casi filosófico a través de la ventanilla “ésa es la tierra”, el campesino no acaba de creérselo: “¿la nuestra?”, perplejidad apoyada en un pronombre ambiguo que saca de pronto al aviador de su ensoñación metafísica y le devuelve al solar de la confrontación política: “no, la suya”, responde refiriéndose ahora, no ya a la casa un poco abstracta de la Humanidad, sino a las tierras concretas que los fascistas se quieren apropiar. En la tercera escena, homenaje épico a la solidaridad internacionalista, cientos y cientos de campesinos acuden a la vera del camino por el que trasladan montaña abajo, en ataúdes o en parihuelas, a los aviadores caídos en combate; las viejitas quieren saber de dónde son esos hombres que han venido desde tan lejos a defenderlas (un árabe, un italiano, un alemán) y los serranos, cocidos al sol, se quitan la boina y levantan el puño cerrado al paso de la comitiva. Rodada en 1939, cuando las últimas esperanzas españolas adelgazaban rápidamente, Sierra de Teruel se estrenó en Francia en 1945, cuando las esperanzas de victoria mundial sobre el fascismo parecían mejor fundadas, y quizás por eso la película de Malraux recibió el título con el que desde entonces se la conoce, el mismo que la famosa novela que la inspiró, L’espoir, la esperanza, un nombre que, sesenta años después, sólo sirve para agravar la melancolía del que la contempla y la insatisfacción del que no se contenta.

    He dicho muchas veces que lo que llamamos “transición democrática” en España es en realidad el paradójico y obsceno proceso en virtud del cual, tras un golpe de Estado fascista, una guerra civil que restó brutalmente un millón de vivos y una dictadura de cuarenta años –con sus cadáveres enterrados en las cunetas, sus desaparecidos, sus represaliados, sus miles de exiliados y torturados- los vencedores condescendieron por fin a perdonar a los vencidos, los verdugos se avinieron a ser generosos con sus víctimas. Por contraste con otras latitudes, donde las víctimas son obligadas a perdonar a los verdugos, el caso de España es particularmente ejemplar y quizás por eso se propone una y otra vez como artículo de exportación: los españoles aceptamos mansa y alborozadamente el perdón de Franco y su sucesores y, a cambio, se nos permitió tener la vida nocturna más alocada de Europa, hacer el cine más irreverente y comprar el mayor número de automóviles. No digo esto contra mí mismo y mis compatriotas –o no sólo- sino para iluminar la violencia terrible que los pueblos de España soportaron durante cuarenta años, una cifra que tiene algo al mismo tiempo simbólico y reglamentario. Durante cuarenta años vagaron los judíos por el desierto tras su salida de Egipto y el gran historiador árabe Ibn Jaldún, muerto a principios del siglo XV, atribuía esta concreta duración a una estrategia de Dios, el cual habría querido eliminar de esta forma la generación más vieja a fin de que en la tierra nueva entrase también un pueblo enteramente nuevo, liberado del recuerdo de la esclavitud. En España, de la misma manera pero al contrario, fueron necesarios cuarenta años de dictadura para que los sucesores de Franco gobernasen un pueblo enteramente nuevo que había olvidado –o aprendido a temer- la libertad. Hubo que matar a los viejitos de Teruel que acarreaban sus latas de aceite y enterrar a sus hijos valientes en las cunetas de los caminos y expulsar, encarcelar y aterrorizar a sus nietos para que finalmente, tras hacer de España un desierto, los sucesores de Franco pudiesen permitirse convocar elecciones, a sabiendas de que los españoles habían aprendido ya a votar correctamente; y legalizar incluso al Partido Comunista, con la certeza de que la pluralidad de partidos no iba a poner en peligro la soberanía natural del capitalismo y la gestión del imperialismo estadounidense.

    Porque lo que no se explica en nuestras escuelas es que la “transición democrática” comenzó en España el 18 de julio de 1936, cinco meses después de la victoria electoral del Frente Popular, y que la guerra civil española no fue, como se dice, un “ensayo de la Segunda Guerra Mundial” sino más bien un episodio más, dificultado por la resistencia democrática de los pueblos, en la colosal e inescrupulosa obra ortopédica del capitalismo, en su minuciosa, versátil y finalmente sangrienta iniciativa pedagógica destinada a enseñar a votar juiciosamente; es decir, destinada a ajustar la voluntad de los ciudadanos a la reproducción automática de los grandes intereses económicos. Es comprensible, y desgraciadamente inevitable, que en un mundo en el que la Democracia invade países, bombardea ciudades y construye campos de concentración, el sistema mismo de elecciones nos parezca solamente una trampa concebida y fabricada por los poderosos. Pero olvidamos que el derecho al voto, extendido muy recientemente a las mujeres, fue una conquista popular duramente arrancada a los gobernantes; y que la democracia, incluso en su modelo representativo y sufragista, fue ganada en una lucha a muerte con un altísimo coste en vidas humanas; y que el capitalismo, como demuestra el helenista italiano Luciano Canfora, se limita a manejarla mediante una estrategia pedagógica que no excluye ningún método, según las circunstancias y los países: manipulación legal, propaganda, soborno y, llegado el caso, fascismo. Si de algo fue un “ensayo” la guerra civil española fue de las intervenciones estadounidenses en Latinoamérica a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, según un principio que ya he enunciado en otras ocasiones: cada treinta años se mata a casi todo el mundo y después se deja votar a los supervivientes. Cien años de levantamientos y revoluciones en Francia acabaron en 1871 con el establecimiento de una república democrática: los 30.000 fusilados de la Comuna de París constituyen el modelo “democratizador” que sesenta años más tarde dará al traste con la República española y que todavía hoy se sigue aplicando en muchas regiones del globo.

    La “guerra civil” española, pues, no fue sino una manifestación más de esa “pedagogía del voto” capitalista que la recurrencia estadística ha acabado por asociar a América Latina. No está de más, por tanto, recordar algunos datos de todos conocidos.

    En Argentina, entre 1976 y 1983, la dictadura militar produce 30,000 muertos y desaparecidos, como consecuencia del principio establecido en 1977 por el general de brigada Manuel Saint Jean, gobernador de Buenos Aires: “Primero vamos a matar a todos los subversivos, después a sus colaboradores; después a los simpatizantes; después a los indiferentes, y por último, a los tímidos”.

    En Chile, entre 1973 y 1988, Pinochet hace desaparecer al menos a 3197 personas y tortura a más de 35.000. Los propósitos “pedagógicos” del dictador, y los límites de la democracia restaurada por él mismo, fueron explícitamente expresados en una famosa declaración en vísperas de las elecciones de 1989: “Estoy dispuesto a aceptar el resultado de las elecciones, con tal de que no gane ninguna opción de izquierdas”.

    En El Salvador, entre 1980 y 1991, la guerra civil ocasiona 75.000 muertos y desaparecidos.

    Al régimen del general Strossner, que zapateó Paraguay entre 1954 y 1989, se le imputan alrededor de 11 mil desaparecidos y asesinados, además de centenares de presos políticos y exilios forzados.

    Según el informe de la Comisión por la Verdad y la Reconciliación, entre 1980 y el año 2000 el balance en Perú es de 70.000 muertos y 4.000 desaparecidos. El general Luis Cisneros Vizquerra, presidente del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas declara en octubre de 1983: "Para que las Fuerzas policiales puedan tener éxito, tienen que comenzar a matar senderistas y no senderistas. Matan a 60 personas y a lo mejor entre ellos hay tres senderistas. Esta es la única forma de ganar a la subversión".

    En Guatemala, entre 1960 y 1996 se registran 50.000 desaparecidos y 200.000 muertos, según la comisión de Esclarecimiento Histórico de 1999, que atribuye el 93% de las víctimas a los militares.

    En Uruguay, entre Junio de 1973 a Febrero de 1985, uno de cada cinco ciudadanos pasó por las cárcel; uno de cada diez fue torturado; una quinta parte de la poblacion (unas 600.000 personas) se vio obligada a emigrar, cientos desaparecieron; otros sencillamente fueron asesinados.

    En Haití, bajo la dinastía de los Duvalier entre 1957 y 1986, son asesinadas más de 200.000 personas, a las que hay que añadir las miles de víctimas del golpe de Estado de Raoul Cedras contra Aristide y las que se han producido en los dos últimos años tras el nuevo derrocamiento violento del presidente electo y antes de la victoria electoral de René Preval.

    En Nicaragua, la dictadura de los Somoza produce al menos 50.000 muertos, a los que hay que sumar otras 38.000 víctimas mortales como consecuencia de la guerra de baja intensidad sostenida en la década de los 80, con el apoyo y financiamiento estadounidense, contra el gobierno democrático sandinista.

    El caso de Colombia adquiere dimensiones casi dantescas. La magnitud del exterminio es tal que no hay cifras totales, ni siquiera aproximadas, para los últimos 40 años de “pedagogía del voto” capitalista. A partir de los años 80 se calcula en torno a los 20.000 muertos todos los años, 4.000 de ellos relacionados con la violencia política (lo que, extrapolando abusivamente los datos, daría un cómputo global de unos 200.000 muertos desde 1965). Sólo en los últimos años, las Asociaciones de Familiares Desaparecidos han denunciado 7.000 desapariciones; el número de desplazados internos en los últimos 20 años es de 3.500.000. Colombia registra el único caso conocido de un verdadero y sistemático “genocidio” político ejecutado contra una fuerza legal, la Unión Patriótica, 5.000 de cuyos miembros –diputados, senadores, afiliados- fueron asesinados en 10 años, haciendo ciertas las declaraciones de un miembro del ELN, según el cual en Colombia “es mucho más peligroso hacer política que luchar en la guerrilla”.

    A los muertos de la “pedagogía del voto” capitalista en los países mencionados, habría que añadir las miles de víctimas en la República Dominicana, Honduras, Brasil, México, Bolivia o la propia Venezuela, ortopédicamente dirigida durante décadas por las dos tenazas del cangrejo adeco-copeyano y cuyo último episodio sangriento fue el llamado “caracazo” de 1989 con sus entre 400 y 2000 civiles asesinados, según las fuentes.

    La “pedagogía del voto” capitalista, con sus millones de muertos, ha pretendido que los latinoamericanos supervivientes acudiesen a las urnas, cuando eso se les ha permitido, bajo la amenaza oligárquica de esta alternativa terrible: el voto o la vida. Pero precisamente Venezuela ha demostrado que se puede votar libremente y, del mismo modo que el miedo es contagioso, también lo es la audacia. Los latinoamericanos, a pesar de los muertos, los torturados y los desaparecidos, a pesar del desierto inducido en el que sólo crecen el olvido y el terror, ha perdido el miedo a votar incorrectamente. Es decir, democráticamente. La nueva democracia latinoamericana, como nos lo recuerdan las jornadas de abril del 2002 en Venezuela, expone a un peligro adicional a sus pueblos: cuanto más incorrectamente voten más recurrirán los EEUU (y sus aliados europeos) a “pedagogías” clásicas y extremas. Cuanto más aislados estén sus pueblos, más tentados se sentirán los EEUU (y sus aliados europeos) de recurrir a la violencia “educativa”. Por eso la defensa de Venezuela debe ser epidémica; es decir, bolivariana; es decir, depende del contagio irresistible de la audacia –que ya se anuncia- al mayor número de países, de manera que, como quería Bolívar, una vasta confederación latinoamericana sea capaz, mediante ALBAS o auroras, de disuadir de momento (a la espera del despertar de su propio pueblo) al imperialismo estadounidense y a las fuerzas que lo apoyan.

    Pero la “pedagogía del voto” capitalista, con sus horribles cifras de cadáveres, debe ser evocada también a favor de Cuba, obstinada anomalía que se sustrajo al siniestro balance de “la educación para el capitalismo”. El pueblo de Cuba se autodeterminó mediante una revolución armada y desde entonces se ha defendido sola, con las dificultades y deformaciones que de un milagro semejante se derivan. En comparación con lo que ha sido la situación del resto de Latinoamérica, podemos no tener en cuenta, si despreciamos la humanidad, las vidas que ha salvado la revolución gracias a su medicina pública, la eliminación de la desnutrición o la desaparición de la marginalidad y la violencia mafiosa –por citar apenas tres factores de letal eficacia en todo el mundo. De hecho, estos logros inapreciables son habitualmente silenciados o menospreciados, desde los medios de comunicación, por los que consideran que el riesgo (para los otros) es inseparable de la (propia) libertad; y que más vale que se mueran de hambre (o de gripe o baleados) los demás a morir uno mismo de aburrimiento. Pero lo que no se puede de ninguna manera menospreciar, y sin embargo nunca lo mencionamos, ni siquiera desde la izquierda, es que la revolución cubana, durante más de cuarenta años, ha mantenido al pueblo cubano protegido de la “pedagogía del voto” capitalista que ha devastado, con la regularidad de una marea y la precisión de un esquema, uno por uno y todos a la vez, todos los países de América Latina. Si nos atenemos a los datos citados y hacemos una media ajustada hacia abajo, podemos concluir muy prudentemente que, cuarenta años después, la revolución cubana ha salvado por lo menos a 30.000 personas de morir brutalmente asesinadas. En este mismo período, digámoslo así, en Cuba no sólo se ha vivido mejor que en el resto de Latinoamérica sino que han vivido muchas más personas, todos esos miles de ciudadanos que habrían sido torturados y asesinados por ejércitos, paramilitares, escuadrones de la muerte, dictadores y demócratas afascistados a fin de que los supervivientes votasen al candidato de los EEUU en las intermitencias electorales. Cuba se ha ahorrado 30.000 muertos y sólo por esto valdría la pena apoyarse en su revolución y seguir su ejemplo; y porque este incalculable ahorro de violencia y de cadáveres, después de cuarenta años, ha constituido para los cubanos una verdadera pedagogía cotidiana que, después de cuarenta años y con un resultado exactamente contrario al de España, ha fecundado un pueblo nuevo liberado de la esclavitud mental y material. Por eso Cuba es, al mismo tiempo, fuerte e ingenua; por eso Cuba no ha cedido y difícilmente cederá. Fidel Castro advertía recientemente sobre los peligros de un fracaso endógeno de la revolución; pero entre la reversibilidad desde dentro de la revolución cubana y la irreversibilidad desde dentro del capitalismo español, la diferencia sigue siendo enorme y es la diferencia de dos pedagogías y dos pueblos diferentes, productos respectivamente de una victoria y una derrota: la victoria de la Cuba socialista, con sus límites y sus deformaciones, y la derrota de la España republicana, con sus viejitos firmes, sus campesinos valientes y sus intelectuales despiertos enterrados en las cunetas.
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    Mensaje por RioLena Mar Ene 17, 2017 7:00 pm

    El libro se puede leer on-line en el link:

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    también se puede descargar, teniendo cuenta en slideshare.


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