Comentario a La bodega, de Vicente Blasco Ibañez.
tomado del blog Comprendiendo Espàña
En medio de la crisis profunda por la que atraviesa España, crece el número —esa impresión tengo—de los que se están animando al rescate o redescubrimiento de cualquier autor u obra de nuestro pasado que nos ayude a comprender la realidad actual de nuestro país.
Como las aceitunas que los jornaleros rebuscan en los campos tras la cosecha de cada temporada, muchos autores —intelectuales de diverso ámbito y signo— también fueron olvidados en el terreno al no casar bien la realidad que ellos describieron con las consignas que acabarían imponiéndose muchos años después.
Y como esos jornaleros andaluces y extremeños, somos muchos los que nos encontramos rebuscando por esos campos, dispuestos a aprovechar cualquier cosa aprovechable, por pequeña que sea.
Hace unos días llegó a mi correo del trabajo —reenviado por una compañera— una crítica sobre el bipartidismo de la Restauración escrita un siglo atrás por Benito Pérez Galdós (el correo se titulaba “IMPRESIONANTE- BENITO PÉREZ GALDÓS, 1912). Contaba el canario en aquellos años —según el correo que me enviaron— como “los dos partidos que se han concordado para turnarse pacíficamente en el Poder son dos manadas de hombres que no aspiran a más que a pactar el presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado los mueve; no mejorarán en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza, pobrísima y analfabeta. Pasarán unos tras otros dejando todo como hoy se halla, y llevarán a España a un estado de consunción que, de fijo, ha de acabar en muerte. No acometerán el problema religioso, ni el económico, ni el educativo; no harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones, favores a los amigotes…” Y el presagio de Galdós se hizo realidad: en muerte acabaría dos décadas después, porque no se había resuelto el problema religioso, ni el económico, ni el educativo…
Y me entraron ganas de leer —y lo hice— al republicano canario [había escrito “releer”, pero para ser sincero, nunca había leído ninguna de sus novelas; todo lo más algún escrito periodístico].
Luego una cosa llevó a la otra y recordé un comentario que en una ocasión leí sobre un libro de otro republicano, esta vez valenciano. La novela no era otra que La Bodega, de Vicente Blasco Ibáñez. Otra vez el rebusco dio resultados. IMPRESIONANTE- VICENTE BLASCO IBAÑEZ, 1905.
De literatura no entiendo, así que me limitaré a destacar los aspectos que más interés me suscitaron, desde la perspectiva del lector interesado por conocer la historia contemporánea de nuestro país.
Cuentan los historiadores que la idea sobre el atraso de España, plenamente extendida hasta los años setenta del pasado siglo, no debía ser interpretada más que como un mito. Con un porcentaje de desempleo cuatro veces más grande que el de aquella Alemania de la vía prusiana, lo que hoy se nos presenta claramente como un mito es esa idea de la España modernizada.
Hoy somos cada vez más los que nos reímos de esa “bobería” que intentaron hacernos tragar unos profesores “pagados por los ricos”. También Blasco Ibáñez, por boca de uno de sus principales personajes,
“…reía recordando lo que había oído sobre el progreso de su país. En los cortijos se veían máquinas agrícolas de los más recientes modelos, y los periódicos, pagados por los ricos, deshacíanse en elogios de las grandes iniciativas de sus protectores en pro del desarrollo agrícola. Mentira, todo mentira. La tierra se cultivaba peor que en tiempo de los moros. Los abonos no se conocían: se hablaba de ellos con desprecio, como invenciones modernas, contrarias a las buenas tradiciones. El cultivo intensivo de otros pueblos era considerado como un ensueño. Se araba a estilo bíblico; dejábase a la tierra que produjera a su capricho, compensando lo débil de la cosecha con la gran extensión de las propiedades y lo irrisorio del jornal.
Únicamente se habían aceptado los adelantos del progreso mecánico como un arma de combate contra el enemigo, contra el trabajador. En los cortijos no existía otro utensilio moderno que las trilladoras. Eran la artillería gruesa de la gran propiedad. La trilla al sistema antiguo, con sus manadas de yeguas rodando en la era, duraba meses enteros, y los gañanes escogían esta época para pedir algún mejoramiento, amenazando con la huelga, que dejaba las cosechas a la intemperie. La trilladora, que realizaba en dos semanas el trabajo de dos meses, daba al amo la seguridad de la recolección. Además, ahorraba brazos y equivalía a una venganza contra la gente levantisca y descontenta, que acosaba a las personas decentes con sus imposiciones (…)”
Ciertamente, relata Blasco como algunas familias de la vieja nobleza —representadas en la novela por un crápula Marqués de San Dionisio—se habían arruinado. Sin embargo, para el autor valenciano no quedaba duda de que la raíz del problema económico y social de Andalucía era el mantenimiento de la gran propiedad, una gran propiedad procedente, por un lado, del mantenimiento parcial de los viejos latifundios de la “rancia nobleza”, que luego se vería reforzado con la venta, durante el siglo XIX, de los bienes desamortizados, no faltando tampoco quienes debían sus extensos patrimonios inmobiliarios a los tejemanejes propios del sistema caciquil:
“La gran propiedad empobrecía el país, manteniéndolo anonadado bajo su brutal pesadumbre. La ciudad era la urbe del tiempo romano, rodeada de leguas y más leguas de terreno sin un pueblo, sin una aldea; sin otras aglomeraciones de vida que los cortijos, con sus siervos del jornal, mercenarios de la miseria…”
“El antiguo latifundio enseñoreado del suelo, poblaba la campiña de hordas cuando lo exigían las faenas. Al terminar éstas, un silencio de muerte caía sobre las inmensas soledades, retirándose las bandas de jornaleros a los pueblos de la sierra, para maldecir de lejos a la ciudad opresora”.
“La campiña dependiente de la ciudad, que abarcaba casi una provincia, era de ochenta propietarios. En el resto de Andalucía ocurría lo mismo. Muchas familias de rancia nobleza habían guardado la propiedad feudal, las grandes extensiones adquiridas por sus ascendientes, con sólo galopar, lanza en ristre, matando moros. Otras grandes propiedades habían sido formadas por los compradores de bienes nacionales, o los agitadores políticos del campo, que se cobraban sus servicios en las elecciones haciéndose regalar por el Estado los montes y los terrenos públicos, sobre los cuales vivían pueblos enteros. En ciertos sitios de la sierra encontrábanse poblaciones abandonadas, con las casas desplomándose, como si por ellas hubiese pasado una epidemia. El vecindario había huido lejos, en busca de la servidumbre del jornal, viendo convertirse en dehesa de un rico influyente los terrenos públicos que daban el pan a sus familias”.
Y en este punto, señala Blasco una matiz diferenciador entre dos realidades agrarias, ambas andaluzas, que resulta interesante retener:
“…esta pesadumbre de la propiedad desmesurada y bárbara, aun se hacía tolerable en ciertos lugares de Andalucía, por estar lejos los amos, por vivir en Madrid de las rentas que les enviaban aparceros y administradores, contentándose con el producto de unos bienes que no habían visto y que por su extensión rendían mucho de todas suertes.
Pero en Jerez, el rico estaba sobre el pobre a todas horas, para hacerle sentir su influencia. Era un centauro rudo, orgulloso de su fuerza, que buscaba el combate, se embriagaba en él y gozaba desafiando la cólera del hambriento, para domeñarle como a los potros salvajes en el herradero”.
Muy distinta era la realidad que caracterizaba el agro levantino. El personaje de Zarandilla, antiguo aperador en el cortijo de Matanzuela, lo explicaba —con cierta idealización— cuando evocaba
“el recuerdo de las campiñas de Levante, las vegas de Valencia y de Murcia, siempre verdes, pobladas como ciudades, viéndose de cada pueblo los campanarios de otros lugares vecinos; teniendo cada campo su vivienda rústica, y en ella una familia tranquila, y bien alimentada, sacando su alimentación de pedazos de terreno tan pequeños, que él, en su hipérbole andaluza, los comparaba con pañuelos de bolsillo. Los hombres trabajaban lo mismo de noche que de día, ayudados por sus familias, en un noble aislamiento, sin la emulación de grupo ni el miedo al aperador. El hombre no era un esclavo en cuadrilla: rara vez se conocía allí el bracero a jornal. Cada uno cultivaba lo suyo, y los vecinos se ayudaban en las faenas difíciles. El labrador trabajaba para él, y si el campo tenía un amo, éste limitábase a cobrar el arrendamiento, procurando por la fuerza de la costumbre y por miedo al compañerismo de los pobres, no aumentar los antiguos precios”.
La realidad agraria de la huerta del Levante contrastaba con aquella Andalucía de
“inmensos campos cuyo término perdíase en el horizonte; surcos que se juntaban y confundían a lo lejos como las varillas de un abanico, sin que ningún límite los cortase. Cuanto se abarcaba con la vista, tierras llanas o colinas, bancales labrados o manchones para el pasto, todo era de un amo. Podía un hombre caminar horas enteras sin salir de la propiedad de un solo dueño (….) Y la soledad por todas partes; ni un pueblo, ni otras viviendas que el cortijo. Había que caminar horas y más horas hasta el límite de otras propiedades.
Provincias enteras eran en Andalucía de un centenar de amos.
(…) El amo de la tierra se resignaba a aceptar lo que esta quisiera darle. La extensión suplía la debilidad de un cultivo rutinario. Si la cosecha era mala, se hacían economías sobre el trabajo de los braceros y sobre los gazpachos que los alimentaban. Nunca faltaban esclavos que ofreciesen sus brazos. A bandadas bajaban de la sierra las mujeres y los gañanes pidiendo trabajo”.
Y Blasco se hace eco de la aspiración al “reparto” de la tierra, que latía con fuerza en el corazón de los jornaleros andaluces, pese a la dificultad que los líderes anarquistas de la época —representados por el personaje de Salvatierra— tenían para comprenderla:
“Que aquella inmensidad de tierra se repartiese entre los que la trabajaban, que los pobres supieran que del surco podían sacar algo más que un puñado de céntimos y los tres gazpachos, ¡y ya se vería si los del país eran holgazanes!
Resultaban malos trabajadores porque trabajaban para otros; porque tenían la obligación de defender su vida miserable unos años más, huyendo el cuerpo a la faena, prolongando los ratos de descanso concedidos para fumar un cigarro, llegando al tajo lo más tarde posible y retirándose cuanto antes. ¡Para lo que les daban!… Pero que tuviesen su parte de tierra, y la cuidarían, peinándola y acicalándola a todas horas como una hija, y antes de que clarease el día estarían ya en ella con la herramienta en la mano. En medio de la noche se levantarían para las faenas urgentes; aquellas llanuras serían un paraíso, y cada pobre tendría su casita, y los lagartos no irían arrastrando su lomo rugoso y polvoriento días y días sin tropezar con una vivienda humana”.
Pero no se limita Blasco Ibáñez en La Bodega a señalar simplemente la subsistencia del latifundio, sino que aporta multitud de detalles que nos permiten caracterizar las relaciones sociales que se establecían sobre tal régimen de propiedad.
El conocimiento que tenía de la realidad agraria jerezana provenía de los viajes que realizó a la ciudad vinícola y a la provincia gaditana a partir de 1902, bien por motivos políticos o privados. En estas visitas Blasco tuvo la oportunidad de informarse con cierto detalle de las condiciones opresivas en que se encontraban los gañanes y viñateros de los cortijos; unas veces pudo hacerlo directamente, a través de las visitas a las más importantes bodegas jerezanas (como la de González Byass) y a los diversos cortijos en los que se cultivaban las apreciadas vides (Jedulilla, Casa Blanca), cortijos como los que luego describirá con cierto detalle en la novela. Otras veces se informaría a través de sus contactos en la provincia, entre los que se contaban destacados republicanos jerezanos y dirigentes obreros. Con unas y otras fuentes pudo Blasco vislumbrar, cuando menos, el sometimiento semiservil del campesino andaluz, “que aún parece vivir en la época feudal, siervo del amo, aplastado por la gran propiedad, sin esa independencia enfurruñada del pequeño labrador que tiene la tierra por suya”.
Se detiene Blasco en varios momentos de la novela a describir la subalimentación a la que estaban condenados los gañanes de sus cortijos, prematuramente envejecidos:
“Su miseria física era el resultado de una fatiga prolongada años y más años, de una alimentación insípida de pan, sólo de pan”.
Es interesante, también, el relato que hace de algunas de las formas mediante las cuales los aperadores y manijeros les hacían trabajar hasta la extenuación: “eran holgazanes, había que azuzarlos como si fuesen esclavos”:
“Se buscaba a los braceros más fuertes y rápidos en la faena y se les prometía un real de aumento poniéndolos a la cabeza de la fila. Este era el que se llamaba hombre de mano. El jayán, para agradecer el aumento de jornal, trabajaba como un desesperado, acometiendo la tierra con su azadón, sin respirar apenas entre golpe y golpe, y los otros infelices tenían que imitarle para no quedarse atrás, manteniéndose, con esfuerzos sobrehumanos, al nivel del compañero que servía de acicate.
Por las noches, rendidos de fatiga, entretenían la espera del último rancho jugando a los naipes o canturreando. Don Pablo les había prohibido severamente que leyesen periódicos…”
Unos “amos” que despotricaban del “maldito liberalismo” y que prohibían a sus trabajadores leer periódicos o que les obligaban a asistir a las celebraciones religiosas organizadas por “la casa”, quedan perfectamente retratados en La Bodega como auténticos terratenientes semifeudales, que exigían la “supeditación absoluta” de sus “servidores”:
“Para Dupont el amo lo era por derecho divino, como los antiguos reyes. Dios quería que existiesen pobres y ricos, y los de abajo debían obedecer a los de arriba porque así lo ordenaba una jerarquía social de origen celeste”.
“Algunas veces, al encontrar en la calle a obreros despedidos de sus bodegas, indignábase porque no le saludaban. «¡Tú! –decía imperiosamente; – aunque no estés en mi casa, tu deber es saludarme siempre, porque fui tu amo»”.
«Primero la Fe; después la Ciencia, que algunas veces hace grandes cosas, pero es porque se lo permite Dios».
“¿Puede haber cosa más santa? La resurrección de los buenos tiempos, de las sencillas costumbres; el señor comulgando con sus servidores. Ahora ya no hay señores como en otros tiempos; pero el rico, el gran industrial , el comerciante, debe imitar el antiguo ejemplo y presentarse ante Dios seguido de todos aquellos a quienes da el pan”.
“Un amo cristiano debe preocuparse no sólo de la vida de sus dependientes, sino de su alma”.
El esfuerzo de los terratenientes para controlar el “alma” de sus braceros se hacía más importante en aquellos momentos de aguda convulsión social, cuando la servidumbre estaba vivamente cuestionada, produciéndose de vez en cuando levantamientos jornaleros como el que tendría lugar en Jerez en 1892, que se relata en una parte de la novela. Para sujetar las ansias de rebelión de los jornaleros, los terratenientes instauran un “régimen de terror que reducía al silencio toda la campiña. La ciudad rica, odiada por los siervos del campo…”:
“Para sostener sus injusticias y la servidumbre tradicional, necesitaban del estado de guerra, fingir que vivían entre peligros, quejándose de los gobiernos porque no les protegían bastante. Si los braceros pedían que les diesen de comer como a seres humanos, que les dejasen fumar un cigarro más en las horas veraniegas de sol abrasador, que les aumentasen los dos reales en unos cuantos céntimos, todos gritaban desde arriba recordando a La Mano Negra, afirmando que iba a resucitar.”
“!La Mano Negra! ¡Siempre aquel fantasma, agrandado por la exuberante imaginación andaluza, que los ricos cuidaban de conservar vivo y en pie para moverlo así que los gañanes formulaban la más insignificante petición!…”
“Por la más leve falta se apaleaba a un hombre en el campo; el gañán era un ser sospechoso contra el cual todo era lícito”.
Varias décadas después este régimen de terror entraría en crisis, junto con el sistema caciquil de la Restauración, y las ansias de rebelión de los jornaleros andaluces y extremeños no podrán ser sujetadas sino mediante la guerra abierta.
Esta novela de Blasco Ibáñez nos sirve para comprender mejor las causas profundas de la dramática confrontación que marcará a sangre y fuego la historia contemporánea de España. Todo ello a pesar de las limitaciones ideológicas del autor, capaz de compadecerse del sufrimiento inmenso de los braceros pero incapaz de sentirse uno más entre ellos. De esta forma, en la novela se advierte que el autor no puede evitar mirar a los jornaleros desde arriba. Se solidariza con ellos, denuncia las injusticias que sufren, pero al mismo tiempo los retrata como seres inferiores, como miembros de un “rebaño”, de la forma en que el pequeño burgués republicano de la ciudad miraba a los pobres del campo:
“y el amontonamiento de estos infelices exhalaba un olor agrio, de sudor hambriento, de ropa adherida al cuerpo durante meses, de alientos fétidos: toda la respiración apestante de la miseria”.
“… todos aparecían embrutecidos, repugnantes, sin voluntad para salir de su estado”… “si seguían el impulso de las huelgas, era por el ruido y el desorden que éstas traían”.
“La bodega era la moderna fortaleza feudal que mantenía a las masas en la servidumbre y la abyección”.
Y a pesar de estas limitaciones ideológicas de Blasco —que, todo sea dicho, no son otras que las limitacioneblascobodega1s del republicanismo histórico español— me parece admirable su esfuerzo, entusiasta y sincero, por acercarse a los pobres del campo andaluz y retratar su sufrimiento, denunciando la opresión semifeudal a la que estaban sometidos, recogiendo —y haciendo suya— la histórica aspiración al reparto de la tierra como base para la superación del problema agrario en el Sur de España.
Fue por eso por lo que La Bodega —como el investigador José Luis Jiménez García ha expuesto—nunca pudo llegar a las librerías jerezanas: “de forma misteriosa se esfumaron las remesas de ejemplares que iban a ponerse a la venta”. Y la película que Benito Perojo dirigiera en 1930 basándose en la novela de Blasco se mantuvo en cartel un solo día. El Teatro Eslava —en el que se proyectó en noviembre de 1931, en plena República— tuvo que cerrar al día siguiente para hacer algunas mejoras en la sala. Y La Bodega nunca más se proyectó[i].
[i] Juan P. Simó Pérez: “Vino, tragedia y polémica en ‘La Bodega’”, diariodejerez.es, 20-1-2013.