Con el tío Ho
artículo de Joaquín Gutiérrez – año 1966
tomado del libro «Vietnam. Crónicas de Guerra» - Editorial Legado, año 2002
Totalmente concentrado escuchando al Primer Ministro, no presté atención a alguien que entraba. Lo vi con el rabillo del ojo y pensé que nos traía más té o cigarrillos. Y sólo cuando esa figura silenciosa ya estaba a pocos pasos de distancia me volví a mirar: ¡Era Ho Chi Minh!
Me descontrolé. Creo que lo mismo le pasaría a cualquiera que se encontrara de pronto con Simón Bolívar tendiéndole la mano. Di un salto y comencé a balbucear, que cómo... que ya era mucho honor que Pham Van Dong ... que yo era...
Me interrumpió, me tomó ambas manos, me condujo al sofá y se sentó a mi lado. -Pero si somos camaradas -me dice.
Aún sin poder dominar la excitación, le conté que yo lo leía desde 1936, en una revista de la Internacional que llegaba clandestina a Costa Rica, impresa en papel de seda... Que allí también leía artículos de Ercoli, Kuusinen, Dimitrov...
--Todos muertos -me dice, pero no con un tono pesaroso, sino como un hecho totalmente natural.
Y desde allí comenzó una plática suelta y libre. En cierto momento entremezcló, con el francés, un par de palabras en castellano. Yo sabía que él hablaba muchos idiomas -ruso, chino, inglés, japonés y otros- pero no español, por lo que le pregunté cómo y dónde lo había aprendido.
--En un barco, en la ruta de Marsella a Buenos Aires. En él trabajaban algunos marinos sudamericanos.
--¿Y eso cuándo?
--Tú no habías "nato" -me contestó textualmente.
Comentamos su libro de poemas y le pregunté por qué no había vuelto a escribirlos.
--Las musas sólo me visitaban en la cárcel -me contestó sonriendo
Pham Van Dong escuchaba atento, pero en silencio, en una actitud que me pareció, más que respetuosa, filial.
La plática dio un giro que me dejó "hueco" para hacerle una primera pregunta "seria". Esta era muy delicada, dirigida a saber si estaban dispuestos a hacer alguna concesión, por mínima que fuera, en los duros términos que habían puesto para iniciar conversaciones de paz con los norteamericanos. Y como era tan delicada, casi indiscreta, hice la pregunta del modo más oblicuo posible:
--Camarada Ho Chi Minh -le dije- dice un viejo proverbio español que: "A enemigo que huye, puente de plata".
La pescó al vuelo, me miró un instante con ojillos maliciosos y, batiendo palmas, me contestó: ¡Si se van los aplaudimos!
En dos platos, que los yanquis debían irse sin poner condición alguna, lo que reafirmaba que no estaban en condiciones de ponerlas. Y esa respuesta, tan propia de él, me trajo a la memoria otra de sus frases que había leído hacía poco: "A un pirata no se le paga rescate".
La conversación derivó luego hacia las perspectivas de la guerra.
--El plan Taylor ha fracasado -fue explicándome suavemente- y el Plan McNamara correrá la misma suerte. Aunque hagan venir la cantidad de soldados que quieran, nuestro pueblo está decidido a combatirlos hasta el fin. La guerra puede durar mucho, pero al final venceremos. Nadie puede doblegar a todo un pueblo que se decidió a morir o a conquistar su libertad, su independencia y su integridad territorial. Venceremos y entonces reconstruiremos el país y lo haremos diez veces más hermoso.
Para prolongar el rato con él lo más posible y viendo que fumaba mucho se lo dije.
--Sí -me contestó- siempre le digo a los jóvenes que hay dos cosas en que no me deben imitar: fumar tanto y haberme quedado soltero.
En ese momento entró en el salón un fotógrafo. Debían haber pasado unos diez o doce minutos desde que llegó el tío Ho. Comienzan los fogonazos y, mientras toman las fotos, pienso en el maravilloso regalo de su tiempo que me estaba haciendo.
Al despedirnos se excusó de habernos interrumpido y me pidió que saludara en su nombre, de su partido y de su pueblo, a todos los pueblos de América Latina, por cuyo destino sentía gran interés.
Seguí su figura delicada deslizándose con sus sandalias campesinas por el reluciente parquet, hasta que la puerta del salón se cerró tras él.
Al quedar de nuevo frente a Pham Van Dong éste comenzó a decirme algo, pero yo sólo seguía viéndolo a él, como si aún tuviera a mi lado su figura frágil y sus ojillos chispeantes y siguiera sintiendo su corazón esponjoso de bondad y cordialidad, pero al mismo tiempo, con el temple del mejor acero. Concentrado así totalmente, tratando además de grabarme en la memoria cada una de sus palabras y de sus gestos, no pude concentrarme en lo que el Primer Ministro me decía.
Pham Van Dong, naturalmente, se dio cuenta y me sonrió comprensivo. Nos levantamos, me dio un fuerte apretón de manos, le agradecí calurosamente que me hubiera recibido, y salí.
A la crónica anterior, escrita hace tanto tiempo, quiero agregar ahora unas pocas líneas.
El tío Ho murió en 1969, tres años después de nuestra conversación. Su testamento político, escrito pocas semanas antes de morir, dirigido a su pueblo y a su partido, contiene sus últimas observaciones y consejos, como síntesis de la sabiduría que alcanzó después de una vida tan larga e intensa, cuajada de aventuras, sacrificios y peligros, y dedicada por entero a la causa de la liberación de su pueblo. Y en ese documento hay sólo una frase muy breve sobre su pensamiento más íntimo, de lo que fue su vida y de la cercanía de su muerte: "Y muy pronto estaré platicando con Marx, Engels, y Lenin".
Ese "platicando", tan propio de su modo de ser, le quita a la frase toda solemnidad, y es la única ocasión en que mostró que sabía -¡y cómo podría ignorarlo!- el lugar que le tenía reservado la historia.
Además, al finalizar su testamento, pide que su entierro no tenga ninguna solemnidad o suntuosidad, pues su pueblo no podía gastar en eso cuando todo se necesitaba para el esfuerzo de continuar adelante la guerra.
En su entierro, en Hanoi, al que asistió un millón de personas, delante de su ataúd unos niños llevaban, en un almohadón rojo, sus sandalias. Y en su Mausoleo el único adorno es una inscripción, con letras doradas, de una de sus frases:
"Nada es más precioso que la independencia y la libertad".
artículo de Joaquín Gutiérrez – año 1966
tomado del libro «Vietnam. Crónicas de Guerra» - Editorial Legado, año 2002
Totalmente concentrado escuchando al Primer Ministro, no presté atención a alguien que entraba. Lo vi con el rabillo del ojo y pensé que nos traía más té o cigarrillos. Y sólo cuando esa figura silenciosa ya estaba a pocos pasos de distancia me volví a mirar: ¡Era Ho Chi Minh!
Me descontrolé. Creo que lo mismo le pasaría a cualquiera que se encontrara de pronto con Simón Bolívar tendiéndole la mano. Di un salto y comencé a balbucear, que cómo... que ya era mucho honor que Pham Van Dong ... que yo era...
Me interrumpió, me tomó ambas manos, me condujo al sofá y se sentó a mi lado. -Pero si somos camaradas -me dice.
Aún sin poder dominar la excitación, le conté que yo lo leía desde 1936, en una revista de la Internacional que llegaba clandestina a Costa Rica, impresa en papel de seda... Que allí también leía artículos de Ercoli, Kuusinen, Dimitrov...
--Todos muertos -me dice, pero no con un tono pesaroso, sino como un hecho totalmente natural.
Y desde allí comenzó una plática suelta y libre. En cierto momento entremezcló, con el francés, un par de palabras en castellano. Yo sabía que él hablaba muchos idiomas -ruso, chino, inglés, japonés y otros- pero no español, por lo que le pregunté cómo y dónde lo había aprendido.
--En un barco, en la ruta de Marsella a Buenos Aires. En él trabajaban algunos marinos sudamericanos.
--¿Y eso cuándo?
--Tú no habías "nato" -me contestó textualmente.
Comentamos su libro de poemas y le pregunté por qué no había vuelto a escribirlos.
--Las musas sólo me visitaban en la cárcel -me contestó sonriendo
Pham Van Dong escuchaba atento, pero en silencio, en una actitud que me pareció, más que respetuosa, filial.
La plática dio un giro que me dejó "hueco" para hacerle una primera pregunta "seria". Esta era muy delicada, dirigida a saber si estaban dispuestos a hacer alguna concesión, por mínima que fuera, en los duros términos que habían puesto para iniciar conversaciones de paz con los norteamericanos. Y como era tan delicada, casi indiscreta, hice la pregunta del modo más oblicuo posible:
--Camarada Ho Chi Minh -le dije- dice un viejo proverbio español que: "A enemigo que huye, puente de plata".
La pescó al vuelo, me miró un instante con ojillos maliciosos y, batiendo palmas, me contestó: ¡Si se van los aplaudimos!
En dos platos, que los yanquis debían irse sin poner condición alguna, lo que reafirmaba que no estaban en condiciones de ponerlas. Y esa respuesta, tan propia de él, me trajo a la memoria otra de sus frases que había leído hacía poco: "A un pirata no se le paga rescate".
La conversación derivó luego hacia las perspectivas de la guerra.
--El plan Taylor ha fracasado -fue explicándome suavemente- y el Plan McNamara correrá la misma suerte. Aunque hagan venir la cantidad de soldados que quieran, nuestro pueblo está decidido a combatirlos hasta el fin. La guerra puede durar mucho, pero al final venceremos. Nadie puede doblegar a todo un pueblo que se decidió a morir o a conquistar su libertad, su independencia y su integridad territorial. Venceremos y entonces reconstruiremos el país y lo haremos diez veces más hermoso.
Para prolongar el rato con él lo más posible y viendo que fumaba mucho se lo dije.
--Sí -me contestó- siempre le digo a los jóvenes que hay dos cosas en que no me deben imitar: fumar tanto y haberme quedado soltero.
En ese momento entró en el salón un fotógrafo. Debían haber pasado unos diez o doce minutos desde que llegó el tío Ho. Comienzan los fogonazos y, mientras toman las fotos, pienso en el maravilloso regalo de su tiempo que me estaba haciendo.
Al despedirnos se excusó de habernos interrumpido y me pidió que saludara en su nombre, de su partido y de su pueblo, a todos los pueblos de América Latina, por cuyo destino sentía gran interés.
Seguí su figura delicada deslizándose con sus sandalias campesinas por el reluciente parquet, hasta que la puerta del salón se cerró tras él.
Al quedar de nuevo frente a Pham Van Dong éste comenzó a decirme algo, pero yo sólo seguía viéndolo a él, como si aún tuviera a mi lado su figura frágil y sus ojillos chispeantes y siguiera sintiendo su corazón esponjoso de bondad y cordialidad, pero al mismo tiempo, con el temple del mejor acero. Concentrado así totalmente, tratando además de grabarme en la memoria cada una de sus palabras y de sus gestos, no pude concentrarme en lo que el Primer Ministro me decía.
Pham Van Dong, naturalmente, se dio cuenta y me sonrió comprensivo. Nos levantamos, me dio un fuerte apretón de manos, le agradecí calurosamente que me hubiera recibido, y salí.
A la crónica anterior, escrita hace tanto tiempo, quiero agregar ahora unas pocas líneas.
El tío Ho murió en 1969, tres años después de nuestra conversación. Su testamento político, escrito pocas semanas antes de morir, dirigido a su pueblo y a su partido, contiene sus últimas observaciones y consejos, como síntesis de la sabiduría que alcanzó después de una vida tan larga e intensa, cuajada de aventuras, sacrificios y peligros, y dedicada por entero a la causa de la liberación de su pueblo. Y en ese documento hay sólo una frase muy breve sobre su pensamiento más íntimo, de lo que fue su vida y de la cercanía de su muerte: "Y muy pronto estaré platicando con Marx, Engels, y Lenin".
Ese "platicando", tan propio de su modo de ser, le quita a la frase toda solemnidad, y es la única ocasión en que mostró que sabía -¡y cómo podría ignorarlo!- el lugar que le tenía reservado la historia.
Además, al finalizar su testamento, pide que su entierro no tenga ninguna solemnidad o suntuosidad, pues su pueblo no podía gastar en eso cuando todo se necesitaba para el esfuerzo de continuar adelante la guerra.
En su entierro, en Hanoi, al que asistió un millón de personas, delante de su ataúd unos niños llevaban, en un almohadón rojo, sus sandalias. Y en su Mausoleo el único adorno es una inscripción, con letras doradas, de una de sus frases:
"Nada es más precioso que la independencia y la libertad".
Última edición por RioLena el Jue Mar 09, 2017 8:06 pm, editado 1 vez