Ahora se reivindica la diferencia sin darnos cuenta de que se puede estar defendiendo la desigualdad
Acaba de ser publicado el libro del periodista Daniel Bernabé La trampa de la diversidad. Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora. Es de rabiosa actualidad, e incluso, Alberto Garzón ha escrito un artículo criticándolo de una manera furibunda y acusándolo de que tras su lectura no ha llegado a entender la tesis defendida. Yo discrepo de Garzón. La tesis es tan clara como el agua cristalina. La diversidad, la cuestión identitaria, las diferencias han servido como camuflaje de la desigualdad. ¿De qué escriben los columnistas de la izquierda? De la ideología de género. Leemos denuncias y análisis sobre feminismo, acoso, machismo y temas similares. De animalismo, los toros, y los derechos de las mascotas. De los derechos de los gays, lesbianas, transexuales y bisexuales. De la memoria histórica. De temas medioambientales. Todas estas luchas son totalmente legítimas, necesarias e imprescindibles aduce Daniel Bernabé, pero ese activismo, esas luchas por cosas concretas y diversas han eclipsado la lucha por la emancipación de la clase obrera o la mejora de las condiciones de la mayoría de la población, que es una labor colectiva. Estas reivindicaciones por la diversidad tienen a veces el grave problema de competir entre ellas, además de algunas contradicciones, como, por ejemplo, sucumbir ante el modelo neoliberal, tal como acabamos de constatar con la Jornada por el Orgullo Gay en Madrid, que es un gran negocio.
Mas, todo tiene un porqué. Desde los años 60 se produjo un repliegue ideológico, que supuso el abandono de la lucha colectiva para entregarnos con auténtico frenesí a la individualidad. La gran trampa o invento de la diversidad es convertir nuestra individualidad en aparente lucha política, activismo social y movilización. La lucha deja de ser colectiva para ser manifestación de diversidad, pero una diversidad llevada hasta el límite, es decir, individualidad. En inglés, unequal quiere decir «desigual». Antes, quienes luchaban por una sociedad más justa combatían la desigualdad. El nuevo giro, denunciado por Daniel Bernabé, es que unequal también significa «diferente». Ahora se reivindica la diferencia sin darnos cuenta de que tras ella se puede estar defendiendo lo que antes se combatió: la desigualdad, unequal. Esto supo hacerlo muy bien el neoliberalismo, y una de sus más genuinas representantes, Margaret Thatcher, destruyendo la lucha colectiva y fomentando el individualismo. Esa ha sido y sigue siendo la gran trampa del neoliberalismo: el haber fragmentado la identidad de la clase obrera.
Este viraje ideológico de reivindicación del individualismo frente a lo colectivo en las décadas de los 60 y 70 lo expresa muy bien Tony Judt en su libro Algo va mal. La nueva izquierda y su base mayoritariamente joven, rechazaba el colectivismo de sus predecesores. Para estos había sido muy evidente que justicia, igualdad de oportunidades y seguridad económica eran objetivos comunes, que sólo podían alcanzarse por medio de la acción colectiva. La generación siguiente veía las cosas de manera muy diferente. Lo que unió a la generación de los 60 no fue el interés de todos, sino las necesidades y derechos de cada uno. El individualismo se convirtió en la consigna izquierdista del momento. «Prohibido prohibir», «haz lo que quieras» son objetivos muy atractivos, pero son fines exclusivamente privados, no de bienes públicos. Todo desembocó en una suma de reivindicaciones individuales a la sociedad y al Estado. La identidad empezó a colonizar el discurso público: la identidad individual, la sexual, la cultural. Estaba abierto el camino a la fragmentación de la política radical. Reconociendo la legitimidad de las reivindicaciones individuales y la importancia de sus derechos, darles prioridad tiene un precio: se debilita el sentido de un propósito colectivo.
Ernesto Laclau, Chantal Mouffe advirtieron ya en 1985 del peligro de la imposición de esta hegemonía neoliberal en su libro Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Si la lucha política es siempre la confrontación de diferentes proyectos hegemónicos, el proyecto de la izquierda si quiere alcanzar la hegemonía es la «democracia radical y plural», una radicalización de las instituciones democráticas existentes para hacer efectivas la libertad y la igualdad. El gran reto para la izquierda, dijeron, era articular las nuevas reivindicaciones de los movimientos feministas, antirracistas, homosexuales, ecologistas… con las de clase. De ahí el concepto de «cadena de equivalencias». Frente a la separación total entre movimientos defendida por algunos filósofos posmodernos, la izquierda debe establecer una cadena de equivalencias entre esas luchas diferentes para que, cuando los trabajadores definan sus reivindicaciones, no olviden las de los otros movimientos. Y a la inversa. Las advertencias de Laclau y Mouffe de nada sirvieron y por eso estamos donde estamos.
La conclusión es clara. La clase trabajadora no está enojada porque la izquierda reivindique cosas. Está enojada porque tiene la sensación de que se presta demasiada atención a estas demandas, mientras que las suyas no reciben ninguna. Por ello, una buena parte cada vez más se inclina hacia otras opciones políticas.
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Acaba de ser publicado el libro del periodista Daniel Bernabé La trampa de la diversidad. Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora. Es de rabiosa actualidad, e incluso, Alberto Garzón ha escrito un artículo criticándolo de una manera furibunda y acusándolo de que tras su lectura no ha llegado a entender la tesis defendida. Yo discrepo de Garzón. La tesis es tan clara como el agua cristalina. La diversidad, la cuestión identitaria, las diferencias han servido como camuflaje de la desigualdad. ¿De qué escriben los columnistas de la izquierda? De la ideología de género. Leemos denuncias y análisis sobre feminismo, acoso, machismo y temas similares. De animalismo, los toros, y los derechos de las mascotas. De los derechos de los gays, lesbianas, transexuales y bisexuales. De la memoria histórica. De temas medioambientales. Todas estas luchas son totalmente legítimas, necesarias e imprescindibles aduce Daniel Bernabé, pero ese activismo, esas luchas por cosas concretas y diversas han eclipsado la lucha por la emancipación de la clase obrera o la mejora de las condiciones de la mayoría de la población, que es una labor colectiva. Estas reivindicaciones por la diversidad tienen a veces el grave problema de competir entre ellas, además de algunas contradicciones, como, por ejemplo, sucumbir ante el modelo neoliberal, tal como acabamos de constatar con la Jornada por el Orgullo Gay en Madrid, que es un gran negocio.
Mas, todo tiene un porqué. Desde los años 60 se produjo un repliegue ideológico, que supuso el abandono de la lucha colectiva para entregarnos con auténtico frenesí a la individualidad. La gran trampa o invento de la diversidad es convertir nuestra individualidad en aparente lucha política, activismo social y movilización. La lucha deja de ser colectiva para ser manifestación de diversidad, pero una diversidad llevada hasta el límite, es decir, individualidad. En inglés, unequal quiere decir «desigual». Antes, quienes luchaban por una sociedad más justa combatían la desigualdad. El nuevo giro, denunciado por Daniel Bernabé, es que unequal también significa «diferente». Ahora se reivindica la diferencia sin darnos cuenta de que tras ella se puede estar defendiendo lo que antes se combatió: la desigualdad, unequal. Esto supo hacerlo muy bien el neoliberalismo, y una de sus más genuinas representantes, Margaret Thatcher, destruyendo la lucha colectiva y fomentando el individualismo. Esa ha sido y sigue siendo la gran trampa del neoliberalismo: el haber fragmentado la identidad de la clase obrera.
Este viraje ideológico de reivindicación del individualismo frente a lo colectivo en las décadas de los 60 y 70 lo expresa muy bien Tony Judt en su libro Algo va mal. La nueva izquierda y su base mayoritariamente joven, rechazaba el colectivismo de sus predecesores. Para estos había sido muy evidente que justicia, igualdad de oportunidades y seguridad económica eran objetivos comunes, que sólo podían alcanzarse por medio de la acción colectiva. La generación siguiente veía las cosas de manera muy diferente. Lo que unió a la generación de los 60 no fue el interés de todos, sino las necesidades y derechos de cada uno. El individualismo se convirtió en la consigna izquierdista del momento. «Prohibido prohibir», «haz lo que quieras» son objetivos muy atractivos, pero son fines exclusivamente privados, no de bienes públicos. Todo desembocó en una suma de reivindicaciones individuales a la sociedad y al Estado. La identidad empezó a colonizar el discurso público: la identidad individual, la sexual, la cultural. Estaba abierto el camino a la fragmentación de la política radical. Reconociendo la legitimidad de las reivindicaciones individuales y la importancia de sus derechos, darles prioridad tiene un precio: se debilita el sentido de un propósito colectivo.
Ernesto Laclau, Chantal Mouffe advirtieron ya en 1985 del peligro de la imposición de esta hegemonía neoliberal en su libro Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Si la lucha política es siempre la confrontación de diferentes proyectos hegemónicos, el proyecto de la izquierda si quiere alcanzar la hegemonía es la «democracia radical y plural», una radicalización de las instituciones democráticas existentes para hacer efectivas la libertad y la igualdad. El gran reto para la izquierda, dijeron, era articular las nuevas reivindicaciones de los movimientos feministas, antirracistas, homosexuales, ecologistas… con las de clase. De ahí el concepto de «cadena de equivalencias». Frente a la separación total entre movimientos defendida por algunos filósofos posmodernos, la izquierda debe establecer una cadena de equivalencias entre esas luchas diferentes para que, cuando los trabajadores definan sus reivindicaciones, no olviden las de los otros movimientos. Y a la inversa. Las advertencias de Laclau y Mouffe de nada sirvieron y por eso estamos donde estamos.
La conclusión es clara. La clase trabajadora no está enojada porque la izquierda reivindique cosas. Está enojada porque tiene la sensación de que se presta demasiada atención a estas demandas, mientras que las suyas no reciben ninguna. Por ello, una buena parte cada vez más se inclina hacia otras opciones políticas.
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