Cuelgo este articulo de Eduardo Sartelli (RyR) para instalar la discusión de porque el FIT retrocedió a nivel nacional en los resultados electorales.
La batracomiomaquia de la neopaleocracia
Publicado el 17/05/2019
19/05/2019
La crisis del Partido Obrero como síntoma del fracaso del trostkismo y la emergencia de una nueva élite de izquierda
Por Eduardo Sartelli
La crisis
Por estos días ha salido a la luz pública el enfrentamiento más o menos solapado que se vivía en el Partido Obrero desde hace tiempo, en especial, desde la derrota de Jorge Altamira a manos de Nicolás del Caño para las presidenciales que encumbraron a Mauricio Macri. Desde ese momento se intensifica una línea, ya visible para entonces, que maneja un discurso bien alejado del clasismo tradicional, que acepta la subordinación al PTS, que caracteriza la situación actual como de retroceso y derrota (en la que no encaja, entonces, la consigna “asamblea constituyente”), y que, finalmente, hace énfasis en la necesidad de “rejuvenecer” y “feminizar” el partido. Esta fracción tendría como caras visibles a Gabriel Solano y Néstor Pitrola, mientras que en el polo opuesto se encontrarían Marcelo Ramal y Altamira. No queda claro, sin embargo, qué tanta es la distancia ideológica entre ambas líneas, pues se ha visto a sendos bandos defender una mirada condescendiente hacia el kirchnerismo (que es, en última instancia, la base de la caracterización general de la línea “jóven”), que se proyecta internacionalmente con la defensa del madurismo y de Lula da Silva. De hecho, militantes de la facción adolescente acusan al “Viejo” de simple resentimiento personal: “antes hacía lo que quería y ahora no acepta ser uno más en un partido que ya no es el de cuatro o cinco”.
En el congreso recién finalizado, la facción mayoritaria dejó fuera del CC del partido a ambos, que quedaron como suplentes a mucha distancia de los titulares. Entre las quejas de los partidarios de los derrotados, figuran acusaciones de grueso calibre, como la de practicar, por parte de la “juventud”, una política sistemática de expulsión de disidentes y un régimen de espionaje interno. Argumentos fuertes contra la dirección de un partido que hace gala de anti-stalinismo. Como sea, es cierto que buena parte de los “altamiristas” se encuentra fuera de la organización y que un drenaje constante de militantes es visible en muchas regionales. Es muy visible, también, la alianza subterránea que parece existir entre la actual dirección y el PTS, en tanto éste se ha abstenido de todo comentario frente a la debacle de su “eterno” rival, en torno a hechos que, en otros tiempos, no habrían sido pasados por alto. Esto último tal vez tenga una consecuencia positiva: en tanto el acercamiento ideológico y personal entre la nueva dirección del PO y el PTS continúe, no sería descabellado pensar en un proceso de fusión de ambas organizaciones, bien que con un programa que constituye un retroceso político.
Jóvenes/Viejos
“Paso a la juventud y a la mujer trabajadora”, un lema caro a un León Trotsky que nunca abandonó la dirección personal de su tropa, desde su más temprana juventud a la no menos temprana vejez que culminó en su asesinato, parece ser el lema de la dirección actual del PO. En esto no hay diferencias con el resto de la izquierda. Todos los partidos se pelean por renovar caras y, en lo posible, con rostros femeninos. Así crecieron las figuras de Miriam Bregman y Natalia González Seligra en el PTS, las de Romina del Pla en el PO, Manuela Castañeira en el NMAS o “Cele” Fierro en el MST. Se llega al punto de incumplirse con la ley electoral por exceso de candidatas mujeres, exageración típica de recién llegados a un ámbito (el feminismo) en el que se ven obligados a sobreactuar. Sin embargo, los puestos “expectantes” no son ocupados por “imberbes”, precisamente. Mientras se reclama la defensa de los “trabajadores, las mujeres y la juventud”, los cargos son reservados a gente que no pasa por esa triple determinación, en particular, la de la edad. No hay veinteañeros en los puestos de relevancia, ni en las listas ni en los partidos, no solo porque gente como Pitrola (65), Celotto, (63) o Heller (64), de fuerte peso en la nueva dirección del PO y candidatos a cargos con probabilidades ciertas, están ya más cerca del arpa que de la guitarra (ni hablar de Emilio Albamonte, el verdadero capo di tutti capi en el PTS, que no está lejos de Altamira, temporalmente hablando), sino porque las caras públicas tampoco cumplen con esos criterios.
En efecto, por más que se hable de “juventud”, los nuevos dirigentes son importantes cuarentones: si Nicolás Del Caño (39), Guillermo Kane (37), Laura Vilches (37) y González Seligra (40) están al borde, Miriam Bregman (47), Gabriel Solano (44) y Romina Del Pla (47) superan claramente la marca de las “cuatro décadas”. Más cerca de una adolescencia tardía se encuentran, ciertamente, Manuela Castañeira (32), Celeste Fierro (33) y Soledad Sosa (32), aunque habría que ser generosos para no considerar “adulta” a esta gente. Encajan, más bien en una categoría que popularizó, hace mucho tiempo un peculiar personaje televisivo, Raúl Portal: pendeviejos. Es esta generación la que ha llegado al poder en la izquierda argentina y no es una cualquiera. Se trata de la primera de la izquierda parlamentaria y este es un hecho relevante para la explicación de la deriva actual del trotskismo argento. En efecto, en los años ’90, llegar al Congreso era casi una utopía, una hazaña solo realizable por un Luis Zamora. Desde el 2001 para acá, en particular, desde la creación del FIT, se ha convertido en hecho normal el tener una cantidad nada despreciable de cargos electivos en todos los niveles y a lo largo de casi todo el país (más de 40 bancas a partir de 2018, contando diputados provinciales, nacionales y concejales). Esta generación, que se acercó a la lucha a comienzos del presente siglo reclutada entre estudiantes universitarios, con alguna que otra excepción, carece de la formación de sus mayores (en parte, como consecuencia del tradicional anti-intelectualismo o del intelectualismo de secta de sus partidos) y mide todo éxito o fracaso con la vara electoral. En general, otra vez, con alguna excepción, ninguno proviene del movimiento obrero ni tiene una trayectoria de lucha mostrable (los casos más extremos son, quizás, Del Caño y Solano, ignoto uno, apparatchik eterno el otro). Tienen más bien una trayectoria interna al partido o en todo caso mediática (el caso más sorprendente, en este punto, es Castañeira, a quien le bastó con dar el physique du role del programa de Del Moro).
Discurso K sí, socialismo no
Esta generación es la que está ahora al comando del neo-oportunismo trotskista. Decimos “neo”, porque ha habido siempre, en Argentina, un oportunismo “viejo”, el morenismo. Ahora, todo el trotskismo, no solo aquellos que se reivindican abiertamente como “morenistas”, se ha convertido a dicha política, empujado por la sed de “escaños”. Se trata, entonces, de un neo-morenismo. El paso decisivo lo produjo el PTS, pero fue rápidamente seguido por el PO. En nombre de tal política, se trata de no “asustar” al electorado y de “acercarse” a su “estado de conciencia”. El colmo de esta deriva que lleva a confluir incluso con Moyano, es el levantamiento del acto por el 1º de Mayo, un hecho inédito en la historia argentina. Desde el NMAS hasta el PO, pasando por el MST, IS y el PTS, todo el arco trotskista argentino prefirió transformar esa fecha clave en un feriado dominguero con la excusa del paro de transporte. Todo para no confesar que solo les interesa la consigna que el camionero lanzó en la ocasión del acto al que el FIT concurrió en pleno en su momento: hay que esperar a octubre y esperar que la gente “vote bien”…
El punto más importante es, sin embargo, el abandono de toda perspectiva socialista, hasta el grado de una prolija y sistemática elusión de la palabra misma, de toda mención del socialismo. En su lugar, en vez del lenguaje clasista que le corresponde, se reducen las clases sociales a sus equivalentes fenoménicos posmodernos: la “juventud”, las “mujeres”, los “trabajadores”. Categorías en las que entran desde Peter Robledo hasta Matías Garfunkel, pasando por Mirtha Legrand. Con la excusa de que la gente no está a la altura, se abandona la función intelectual del partido, que consiste, básicamente, en elevar esa “altura”. Las campañas reflejan la ausencia de toda perspectiva de poder de esta “nueva generación”, que solo atina a apelar a la lástima: “la izquierda tiene que estar”; “ayudanos a superar la censura de las PASO”; etc., etc. Por otra parte, se conquistan cargos para no hacer nada, ni siquiera cuando la ocasión lo amerita con urgencia, como durante el affaire Maldonado, en la que una comisión independiente de diputados de izquierda podría haber jugado un papel relevante en desenmascarar las mentiras paralelas del gobierno y del kirchnerismo. En el medio, una feroz disputa por cargos, y por la rotación de cada uno en la banca, calculada en meses, semanas, días y horas.
Una debacle general (del trotskismo)
Bien vista, la perspectiva cordobesa, es reflejo de una situación más general. Comparando la elección anterior en la provincia mediterránea con la presente, se registra una caída del 11% de los votos. En Chubut se pasó de 10.856 votos en 2017 a 8.709 hoy, una caída del 20%. En Río Negro, de 14.586 a 11.041, casi un 25%. En Neuquén, de 24.333 a 19.034, un 22%. En Santa Fe, de 39.848 a 24.557, un 38%. Si nos remontamos más atrás, el desplome es aún mayor. El caso cordobés es particularmente importante, porque desmiente brutalmente la tesis del “trasvase” de votos del kirchnerismo a la izquierda, supuesto que está detrás de la estrategia electoral de todos los agrupamientos trotskistas. Por el contrario, ese “trasvase” fue hacia el Macri cordobés.
En lo sustantivo, Altamira repite argumentos que el lector de El Aromo está acostumbrado a leer, productos de esta pluma o de otros miembros de RyR. Sus denostadores, además de acusarlo de faccioso e inorgánico, por el carácter público de su intervención, reivindican como “revolucionaria” su campaña y explican la caída por el atraso político del electorado y la derrota de la clase obrera. La posición del PTS es similar. Para IS, el problema es que el MST criticó a Olivero, aunque parece que el responsable mayor fue Máximo Kirchner, que viajó a la provincia evitar que el voto K se fuera hacia la izquierda… Por su parte, el NMAS repudia el seguidismo del FIT mientras Castañeira anda por Brasil apoyando a Lula, y el MST festeja ser el menos machucado de la carnicería.
Estas elecciones han probado el fracaso del trotskismo en general, no solo del FIT. ¿En qué consiste ese fracaso? En la incapacidad de superar al peronismo. Aclaremos: en un sentido, el peronismo es insuperable, porque expresa en forma directa las condiciones de existencia de la clase obrera argentina, es decir, su sumisión a la burguesía mercado-internista (que es casi toda) en defensa de la apropiación de renta y, en su ausencia, del endeudamiento. De modo que no pretendemos que el trotskismo se transforme, de la noche a la mañana, en algo así como el “tercer movimiento histórico” sin que se produzca una crisis orgánica. Tal cosa sería absurda. Lo que se pretende es mucho más modesto: que el trotskismo no regale el lugar de la lucha al peronismo. Expliquémonos.
Cuando el macrismo desplazó del poder a Cristina, la incógnita era si la izquierda (en Argentina, eso es sinónimo de trotskismo) podría ocupar el lugar de la oposición al macrismo. Una oposición en la calle, sobre todo, evitando que el kirchnerismo se apropiara de ese lugar. Dicho de otro modo: si el principal enemigo de la izquierda, de cara a la lucha social, era el macrismo, el principal enemigo político era el kirchnerismo. El llamado “peronismo no K” no es un rival político de la izquierda, por la misma razón que no lo es el macrismo: ninguno de los dos aspira a ocupar el lugar de oposición social. Luego, la batalla política central de la izquierda, mientras se constituía en oposición social al macrismo, pasaba por la delimitación tajante con el kirchnerismo. La izquierda, ya sea agrupada como FIT, como IFS o como sea, no solo no sacó esa conclusión, sino la inversa, repitiendo lo que hemos llamado muchas veces, el “síndrome 17 de octubre”.
El lector nos perdonará la repetición, pero fue así que en toda ocasión en que la izquierda pudo realizar actividades independientes y en disputa, se plegó al kirchnerismo y le reconoció un lugar de oposición social que ni siquiera hoy tiene, llenándole las marchas con una audiencia de la que la Cámpora carece (Marcha del 2×1, movilizaciones por Maldonado, por el 24 de marzo), cayó en todas las maniobras que el kirchnerismo intentó contra el macrismo (caso Maldonado, acto de Moyano), defendió a funcionarios corruptos kirchneristas con excusas pueriles (voto a De Vido), otorgó a Cristina un lugar de validadora de la lucha (encuentro con los despedidos de Pepsico), adoptó el lenguaje y la agenda ideológica K (feminismo queer, lenguaje inclusivo, conciliación con el lobby prostituyente de AMMAR y el Ni una menos, definición de Macri como “fascismo”), compró los alineamientos internacionales kirchneristas (defensa de Dilma con la excusa de un “golpe de Estado parlamentario”, de Lula como “preso político” y voto al PT en segunda vuelta por temor al “fascismo” de Bolsonaro, en Brasil; defensa de Maduro contra el imperialismo yanqui en Venezuela, sin alusión alguna al imperialismo ruso o chino), expresó un nacionalismo ramplón (como los, a esta altura, ya famosos tuits de Solano), se alió al kirchnerismo (en la FUBA, regalándole la dirección de los estudiantes) y borró de sus campañas electorales toda mención al socialismo y la clase obrera (“vamos con la juventud, las mujeres y los trabajadores).
Dejamos aquí de lado posiciones extremas, como las de la TPR, pero todo el arco trotskista, con más o menos reticencias, se plegó a esta estrategia cuya función era la seducción del electorado K que, como lo demuestra Córdoba, no quiso la copia, pudiendo tener el original. Dicho de otro modo, la izquierda es tan responsable como Macri de la resurrección de Cristina y, por lo tanto, de su propia debacle. No se trata de una mala elección más, sino de un fracaso histórico. Se trata de la incapacidad para aprovechar una vacancia que no puede ser sino momentánea, porque la política, igual que la naturaleza, repudia el vacío.
Cuando se organizó el FIT, muchos nos entusiasmamos con que esta unión forzada por las PASO podría ser el inicio de un instrumento poderoso para ocupar ese espacio que tarde o temprano se abriría. Solo con la unidad de un trotskismo que, en general, salió bien parado del 2001 (desde el lugar del PTS en las fábricas recuperadas, hasta el PO y su presencia dirigente en el movimiento piquetero, pasando por todo el resto, que logró algún grado de inserción sindical), se habría conseguido un volumen notable de intervención territorial. De allí nuestra propuesta de partido unificado de la izquierda, con derecho de fracción y tendencias. ¿La respuesta? Nuestra expulsión de la Asamblea de Intelectuales del FIT en 2013. El PO llegó a jactarse de ello en un congreso del partido. Solano señaló en debate público con quien esto escribe, que no creía en partidos con fracciones y tendencias. El PTS hizo alharaca con anuncios que cambiarían el escenario de la izquierda, solo para exigir un congreso de unidad partidaria al que nunca quiso ponerle fecha. Hasta los más conciliadores, los del MST, lanzaron su propia “copia de la copia” con el NMAS, al punto de provocar una disputa por derechos de cartel (Izquierda al Frente vs Frente de Izquierda), engendro que no superó una elección. Es decir, el trotskismo no solo se equivocó de estrategia, sino que ni siquiera fue capaz de construir un instrumento adecuado a la etapa. Por qué, partidos que se supone tienen el mismo programa, son incapaces de actuar en conjunto y se desparraman en miríadas de expresiones minúsculas, es todo un misterio, cuya solución se encuentra en la naturaleza del trotskismo mismo.
El trotskismo, enfermedad senil de la izquierda argentina
En efecto, ¿por qué no hay unidad de los trotskistas? Por la misma razón que no hay unidad de los guevaristas: porque ninguno de los dos tiene existencia real, al menos en Argentina. En efecto, si uno preguntara a cuanto guevarista encontrara, en qué consiste el guevarismo, se encontraría con un silencio apenas roto por apelaciones a la moral revolucionaria, a la necesidad de la lucha armada y vacuidades por el estilo. Por el contrario, si hiciera la misma pregunta a los trotskistas se sorprendería de la unanimidad de las respuestas: el Programa de Transición, la Revolución permanente y la Asamblea Constituyente, vehiculizados por una estrategia insurreccional. Pero por debajo de esta homogénea palinodia, se asoma otra verdad: que los partidos trotskistas (al menos los argentinos) son partidos sin programa ni estrategia.
En efecto, tales propuestas constituirían un programa si se acomodaran a la realidad argentina y contuvieran una estrategia de poder. Sin embargo, la Revolución permanente solo se aplica a países atrasados, donde las tareas nacionales no se han concluido. Argentina no es el caso, claramente. La alianza estratégica que propugna (obreros y campesinos) es imposible porque falta uno de los términos necesarios, salvo que creamos que la pampa es el campo polaco del siglo XIX. El Programa de Transición carece de consignas de poder, es un simple recetario de acciones obvias (porque la clase tiende espontáneamente a seguirlas) por las cuales la izquierda puede encarnar en las masas. Es decir, se detiene en un paso anterior al proceso revolucionario. No es inútil, pero no es un programa para hacer la revolución sino para ligarse a la clase obrera. Cercano a ello está la Asamblea constituyente, pero esgrimida ante cualquier crisis, solo puede resultar en un mecanismo de salvataje de la propia burguesía, en tanto que, sin influencia en las masas, el partido revolucionario le entrega un arma a su enemigo. Ya Lenin tuvo que manejarse con las contradicciones que se producen cuando se moviliza a toda la clase y no solo a la vanguardia, hecho que no puede sino terminar con el triunfo de la retaguardia. En verdad, el partido necesita no solo encarnar en la clase obrera “económicamente” (en la defensa de sus intereses inmediatos), como prescribe el Programa de transición, sino políticamente. Para ello, antes de la Asamblea Constituyente es más importante el soviet (hecho ya descubierto por el proletariado argentino, bajo la forma de Asamblea Nacional de Trabajadores Ocupados y Desocupados). Es a esta tradición local a la que habría que apelar, antes que a una abstracta y burguesa “constituyente”. Por último, el insurreccionalismo es simplemente un eco anarquista de la huelga general.
Debe quedar claro, entonces, que el trotskismo no conoce el país en el que quiere hacer una revolución, porque no deriva, de ese conocimiento, una guía para la acción. Como consecuencia, no tiene un programa real, sino una máscara “programática”. Que podría llamarse también comunismo, maoísmo o guevarismo, porque en todos los casos se trata de lo mismo: de la compra, a ciegas, de una máquina cuyo enchufe no encaja en el tomacorriente ni produce lo que queremos fabricar. En este vacío programático, entonces, el trotskismo se dedica a lo que se le ofrece en forma inmediata: la lucha sindical y la agitación electoral, con un programa que es, a la postre, campesinista, nacionalista, reformista, sindicalista y parlamentarista. Según el grado de conciencia que del desfasaje entre el programa “teórico” y la realidad concreta se tenga, cada partido trotskista se encontrará más cerca del polo “obrerista” o del “parlamentarista”, del sectarismo más rabioso o el conciliacionismo más extremo. Queda, sin embargo, delimitado el campo del “debate” trotskista: al agrupamiento que le vaya bien en las elecciones, sus oponentes lo acusarán de parlamentarismo en nombre de las “tradiciones revolucionarias”; la crítica de la estrechez sindicalera será la base de la defensa de los acusados. Pero el asunto es superficial, por lo cual, a poco cambie levemente la fortuna en las urnas, se verá a unos y otros ocupar las posiciones contrarias. No hay verdadero debate más que episódicamente. Lo mismo vale para con la formación de tendencias dentro de los partidos trotskistas. No es raro, entonces, que veamos hoy a Altamira criticando posiciones por las que era criticado años atrás por nosotros.
Pequeñas batallas sin perspectiva
Librada a esta verdadera batalla por minucias, la izquierda le regala el campo a Cristina, que lleva adelante las acciones reales de una guerra que nosotros deberíamos encabezar. El capitalismo argentino está entrando, de nuevo, en un 2001, no importa quién gane en octubre. No hay un ascenso de masas, como pretende Altamira (y no fueron estas las que produjeron la crisis del gobierno, sino el fin del dinero fácil). Pero tampoco es cierto que el clima sea derrotista como desean los neo-morenistas. Por el contrario, hay un músculo contraído y atento en el seno del proletariado argentino. Todas las alternativas burguesas saben eso y no están interesadas en que se despierte el gigante dormido. Por eso la CGT no moviliza, Cristina tampoco y mucho menos cualquier cosa que se llame peronismo. Por eso el Papa concilia con el gobierno vía Grabois y por eso, también, todos esperan a octubre. No importa cuántos votos se saque. De lo que se trata es de darle cuerda al despertador. La izquierda debería ir a las elecciones con la consigna “Que se vayan todos” y con un contenido de agitación socialista. No alcanza el “Fuera Macri” ni tiene sentido tampoco llamar a una redundante “constituyente con poder” o cualquier forma por el estilo. Por el contrario, habría que explicar a las masas la necesidad de tomar el destino en sus manos reanudando la experiencia asamblearia. Se trata de relanzar las ANT e incluso las asambleas populares. Poniendo en primer plano demandas ligadas a los derechos civiles (la “ampliación de derechos” K), la izquierda apela a la ciudadanía, no a la clase obrera. Se trata, por el contrario, de reaccionar contra el clima dominante en las escasas masas movilizadas, que por ahora es abrumadoramente kirchnerista.
Así, no resulta extraño que esta estrategia de adaptación no dé los resultados esperados, sino más bien lo contrario. Otra vez: ¿para qué votar la copia, si puedo elegir el original? Los magros resultados electorales que se avecinan muestran que se ha entregado todo para nada. El crecimiento en la lucha parlamentaria tiene que ser la consecuencia del crecimiento en la lucha extra-parlamentaria, no el resultado del abandono del programa para llegar al Congreso. Esta generación de neopaleócratas (una pendeviejocracia, en criollo) va camino a entrar en la historia por haber transformado el trotskismo en socialdemocracia por un banquito. Ciertamente, resolvería las ambigüedades de la corriente política que dice encarnar, pero por la vía de tirar al niño con el agua sucia. Ya no veremos arrebatos obreristas, estaremos lisa y llanamente, en el mundo de Juan B. Justo. Me preguntaron si esto tenía arreglo, es decir, si podía “rescatarse” el “viejo PO”, y creo que no. Indudablemente, sería para festejar una victoria del “Viejo” sobre los neo-morenistas, pero, no nos cansamos de repetirlo, el problema está en el trotskismo mismo, una corriente que tiene más de setenta años de existencia en el mundo y que comete los mismos errores una y otra vez. Dicho de otro modo, el trotskismo mismo es “viejo” y cualquier intento de renovarlo no lleva más que a insistir en las mismas taras que lo llevan del sectarismo aislacionista al oportunismo parlamentario y, cuando éste fracasa, a repetir el ciclo. Más que una izquierda “joven”, entonces, hace falta una nueva izquierda.
https://razonyrevolucion.org/la-batracomiomaquia-de-la-neopaleocracia/
La batracomiomaquia de la neopaleocracia
Publicado el 17/05/2019
19/05/2019
La crisis del Partido Obrero como síntoma del fracaso del trostkismo y la emergencia de una nueva élite de izquierda
Por Eduardo Sartelli
La crisis
Por estos días ha salido a la luz pública el enfrentamiento más o menos solapado que se vivía en el Partido Obrero desde hace tiempo, en especial, desde la derrota de Jorge Altamira a manos de Nicolás del Caño para las presidenciales que encumbraron a Mauricio Macri. Desde ese momento se intensifica una línea, ya visible para entonces, que maneja un discurso bien alejado del clasismo tradicional, que acepta la subordinación al PTS, que caracteriza la situación actual como de retroceso y derrota (en la que no encaja, entonces, la consigna “asamblea constituyente”), y que, finalmente, hace énfasis en la necesidad de “rejuvenecer” y “feminizar” el partido. Esta fracción tendría como caras visibles a Gabriel Solano y Néstor Pitrola, mientras que en el polo opuesto se encontrarían Marcelo Ramal y Altamira. No queda claro, sin embargo, qué tanta es la distancia ideológica entre ambas líneas, pues se ha visto a sendos bandos defender una mirada condescendiente hacia el kirchnerismo (que es, en última instancia, la base de la caracterización general de la línea “jóven”), que se proyecta internacionalmente con la defensa del madurismo y de Lula da Silva. De hecho, militantes de la facción adolescente acusan al “Viejo” de simple resentimiento personal: “antes hacía lo que quería y ahora no acepta ser uno más en un partido que ya no es el de cuatro o cinco”.
En el congreso recién finalizado, la facción mayoritaria dejó fuera del CC del partido a ambos, que quedaron como suplentes a mucha distancia de los titulares. Entre las quejas de los partidarios de los derrotados, figuran acusaciones de grueso calibre, como la de practicar, por parte de la “juventud”, una política sistemática de expulsión de disidentes y un régimen de espionaje interno. Argumentos fuertes contra la dirección de un partido que hace gala de anti-stalinismo. Como sea, es cierto que buena parte de los “altamiristas” se encuentra fuera de la organización y que un drenaje constante de militantes es visible en muchas regionales. Es muy visible, también, la alianza subterránea que parece existir entre la actual dirección y el PTS, en tanto éste se ha abstenido de todo comentario frente a la debacle de su “eterno” rival, en torno a hechos que, en otros tiempos, no habrían sido pasados por alto. Esto último tal vez tenga una consecuencia positiva: en tanto el acercamiento ideológico y personal entre la nueva dirección del PO y el PTS continúe, no sería descabellado pensar en un proceso de fusión de ambas organizaciones, bien que con un programa que constituye un retroceso político.
Jóvenes/Viejos
“Paso a la juventud y a la mujer trabajadora”, un lema caro a un León Trotsky que nunca abandonó la dirección personal de su tropa, desde su más temprana juventud a la no menos temprana vejez que culminó en su asesinato, parece ser el lema de la dirección actual del PO. En esto no hay diferencias con el resto de la izquierda. Todos los partidos se pelean por renovar caras y, en lo posible, con rostros femeninos. Así crecieron las figuras de Miriam Bregman y Natalia González Seligra en el PTS, las de Romina del Pla en el PO, Manuela Castañeira en el NMAS o “Cele” Fierro en el MST. Se llega al punto de incumplirse con la ley electoral por exceso de candidatas mujeres, exageración típica de recién llegados a un ámbito (el feminismo) en el que se ven obligados a sobreactuar. Sin embargo, los puestos “expectantes” no son ocupados por “imberbes”, precisamente. Mientras se reclama la defensa de los “trabajadores, las mujeres y la juventud”, los cargos son reservados a gente que no pasa por esa triple determinación, en particular, la de la edad. No hay veinteañeros en los puestos de relevancia, ni en las listas ni en los partidos, no solo porque gente como Pitrola (65), Celotto, (63) o Heller (64), de fuerte peso en la nueva dirección del PO y candidatos a cargos con probabilidades ciertas, están ya más cerca del arpa que de la guitarra (ni hablar de Emilio Albamonte, el verdadero capo di tutti capi en el PTS, que no está lejos de Altamira, temporalmente hablando), sino porque las caras públicas tampoco cumplen con esos criterios.
En efecto, por más que se hable de “juventud”, los nuevos dirigentes son importantes cuarentones: si Nicolás Del Caño (39), Guillermo Kane (37), Laura Vilches (37) y González Seligra (40) están al borde, Miriam Bregman (47), Gabriel Solano (44) y Romina Del Pla (47) superan claramente la marca de las “cuatro décadas”. Más cerca de una adolescencia tardía se encuentran, ciertamente, Manuela Castañeira (32), Celeste Fierro (33) y Soledad Sosa (32), aunque habría que ser generosos para no considerar “adulta” a esta gente. Encajan, más bien en una categoría que popularizó, hace mucho tiempo un peculiar personaje televisivo, Raúl Portal: pendeviejos. Es esta generación la que ha llegado al poder en la izquierda argentina y no es una cualquiera. Se trata de la primera de la izquierda parlamentaria y este es un hecho relevante para la explicación de la deriva actual del trotskismo argento. En efecto, en los años ’90, llegar al Congreso era casi una utopía, una hazaña solo realizable por un Luis Zamora. Desde el 2001 para acá, en particular, desde la creación del FIT, se ha convertido en hecho normal el tener una cantidad nada despreciable de cargos electivos en todos los niveles y a lo largo de casi todo el país (más de 40 bancas a partir de 2018, contando diputados provinciales, nacionales y concejales). Esta generación, que se acercó a la lucha a comienzos del presente siglo reclutada entre estudiantes universitarios, con alguna que otra excepción, carece de la formación de sus mayores (en parte, como consecuencia del tradicional anti-intelectualismo o del intelectualismo de secta de sus partidos) y mide todo éxito o fracaso con la vara electoral. En general, otra vez, con alguna excepción, ninguno proviene del movimiento obrero ni tiene una trayectoria de lucha mostrable (los casos más extremos son, quizás, Del Caño y Solano, ignoto uno, apparatchik eterno el otro). Tienen más bien una trayectoria interna al partido o en todo caso mediática (el caso más sorprendente, en este punto, es Castañeira, a quien le bastó con dar el physique du role del programa de Del Moro).
Discurso K sí, socialismo no
Esta generación es la que está ahora al comando del neo-oportunismo trotskista. Decimos “neo”, porque ha habido siempre, en Argentina, un oportunismo “viejo”, el morenismo. Ahora, todo el trotskismo, no solo aquellos que se reivindican abiertamente como “morenistas”, se ha convertido a dicha política, empujado por la sed de “escaños”. Se trata, entonces, de un neo-morenismo. El paso decisivo lo produjo el PTS, pero fue rápidamente seguido por el PO. En nombre de tal política, se trata de no “asustar” al electorado y de “acercarse” a su “estado de conciencia”. El colmo de esta deriva que lleva a confluir incluso con Moyano, es el levantamiento del acto por el 1º de Mayo, un hecho inédito en la historia argentina. Desde el NMAS hasta el PO, pasando por el MST, IS y el PTS, todo el arco trotskista argentino prefirió transformar esa fecha clave en un feriado dominguero con la excusa del paro de transporte. Todo para no confesar que solo les interesa la consigna que el camionero lanzó en la ocasión del acto al que el FIT concurrió en pleno en su momento: hay que esperar a octubre y esperar que la gente “vote bien”…
El punto más importante es, sin embargo, el abandono de toda perspectiva socialista, hasta el grado de una prolija y sistemática elusión de la palabra misma, de toda mención del socialismo. En su lugar, en vez del lenguaje clasista que le corresponde, se reducen las clases sociales a sus equivalentes fenoménicos posmodernos: la “juventud”, las “mujeres”, los “trabajadores”. Categorías en las que entran desde Peter Robledo hasta Matías Garfunkel, pasando por Mirtha Legrand. Con la excusa de que la gente no está a la altura, se abandona la función intelectual del partido, que consiste, básicamente, en elevar esa “altura”. Las campañas reflejan la ausencia de toda perspectiva de poder de esta “nueva generación”, que solo atina a apelar a la lástima: “la izquierda tiene que estar”; “ayudanos a superar la censura de las PASO”; etc., etc. Por otra parte, se conquistan cargos para no hacer nada, ni siquiera cuando la ocasión lo amerita con urgencia, como durante el affaire Maldonado, en la que una comisión independiente de diputados de izquierda podría haber jugado un papel relevante en desenmascarar las mentiras paralelas del gobierno y del kirchnerismo. En el medio, una feroz disputa por cargos, y por la rotación de cada uno en la banca, calculada en meses, semanas, días y horas.
Una debacle general (del trotskismo)
Bien vista, la perspectiva cordobesa, es reflejo de una situación más general. Comparando la elección anterior en la provincia mediterránea con la presente, se registra una caída del 11% de los votos. En Chubut se pasó de 10.856 votos en 2017 a 8.709 hoy, una caída del 20%. En Río Negro, de 14.586 a 11.041, casi un 25%. En Neuquén, de 24.333 a 19.034, un 22%. En Santa Fe, de 39.848 a 24.557, un 38%. Si nos remontamos más atrás, el desplome es aún mayor. El caso cordobés es particularmente importante, porque desmiente brutalmente la tesis del “trasvase” de votos del kirchnerismo a la izquierda, supuesto que está detrás de la estrategia electoral de todos los agrupamientos trotskistas. Por el contrario, ese “trasvase” fue hacia el Macri cordobés.
En lo sustantivo, Altamira repite argumentos que el lector de El Aromo está acostumbrado a leer, productos de esta pluma o de otros miembros de RyR. Sus denostadores, además de acusarlo de faccioso e inorgánico, por el carácter público de su intervención, reivindican como “revolucionaria” su campaña y explican la caída por el atraso político del electorado y la derrota de la clase obrera. La posición del PTS es similar. Para IS, el problema es que el MST criticó a Olivero, aunque parece que el responsable mayor fue Máximo Kirchner, que viajó a la provincia evitar que el voto K se fuera hacia la izquierda… Por su parte, el NMAS repudia el seguidismo del FIT mientras Castañeira anda por Brasil apoyando a Lula, y el MST festeja ser el menos machucado de la carnicería.
Estas elecciones han probado el fracaso del trotskismo en general, no solo del FIT. ¿En qué consiste ese fracaso? En la incapacidad de superar al peronismo. Aclaremos: en un sentido, el peronismo es insuperable, porque expresa en forma directa las condiciones de existencia de la clase obrera argentina, es decir, su sumisión a la burguesía mercado-internista (que es casi toda) en defensa de la apropiación de renta y, en su ausencia, del endeudamiento. De modo que no pretendemos que el trotskismo se transforme, de la noche a la mañana, en algo así como el “tercer movimiento histórico” sin que se produzca una crisis orgánica. Tal cosa sería absurda. Lo que se pretende es mucho más modesto: que el trotskismo no regale el lugar de la lucha al peronismo. Expliquémonos.
Cuando el macrismo desplazó del poder a Cristina, la incógnita era si la izquierda (en Argentina, eso es sinónimo de trotskismo) podría ocupar el lugar de la oposición al macrismo. Una oposición en la calle, sobre todo, evitando que el kirchnerismo se apropiara de ese lugar. Dicho de otro modo: si el principal enemigo de la izquierda, de cara a la lucha social, era el macrismo, el principal enemigo político era el kirchnerismo. El llamado “peronismo no K” no es un rival político de la izquierda, por la misma razón que no lo es el macrismo: ninguno de los dos aspira a ocupar el lugar de oposición social. Luego, la batalla política central de la izquierda, mientras se constituía en oposición social al macrismo, pasaba por la delimitación tajante con el kirchnerismo. La izquierda, ya sea agrupada como FIT, como IFS o como sea, no solo no sacó esa conclusión, sino la inversa, repitiendo lo que hemos llamado muchas veces, el “síndrome 17 de octubre”.
El lector nos perdonará la repetición, pero fue así que en toda ocasión en que la izquierda pudo realizar actividades independientes y en disputa, se plegó al kirchnerismo y le reconoció un lugar de oposición social que ni siquiera hoy tiene, llenándole las marchas con una audiencia de la que la Cámpora carece (Marcha del 2×1, movilizaciones por Maldonado, por el 24 de marzo), cayó en todas las maniobras que el kirchnerismo intentó contra el macrismo (caso Maldonado, acto de Moyano), defendió a funcionarios corruptos kirchneristas con excusas pueriles (voto a De Vido), otorgó a Cristina un lugar de validadora de la lucha (encuentro con los despedidos de Pepsico), adoptó el lenguaje y la agenda ideológica K (feminismo queer, lenguaje inclusivo, conciliación con el lobby prostituyente de AMMAR y el Ni una menos, definición de Macri como “fascismo”), compró los alineamientos internacionales kirchneristas (defensa de Dilma con la excusa de un “golpe de Estado parlamentario”, de Lula como “preso político” y voto al PT en segunda vuelta por temor al “fascismo” de Bolsonaro, en Brasil; defensa de Maduro contra el imperialismo yanqui en Venezuela, sin alusión alguna al imperialismo ruso o chino), expresó un nacionalismo ramplón (como los, a esta altura, ya famosos tuits de Solano), se alió al kirchnerismo (en la FUBA, regalándole la dirección de los estudiantes) y borró de sus campañas electorales toda mención al socialismo y la clase obrera (“vamos con la juventud, las mujeres y los trabajadores).
Dejamos aquí de lado posiciones extremas, como las de la TPR, pero todo el arco trotskista, con más o menos reticencias, se plegó a esta estrategia cuya función era la seducción del electorado K que, como lo demuestra Córdoba, no quiso la copia, pudiendo tener el original. Dicho de otro modo, la izquierda es tan responsable como Macri de la resurrección de Cristina y, por lo tanto, de su propia debacle. No se trata de una mala elección más, sino de un fracaso histórico. Se trata de la incapacidad para aprovechar una vacancia que no puede ser sino momentánea, porque la política, igual que la naturaleza, repudia el vacío.
Cuando se organizó el FIT, muchos nos entusiasmamos con que esta unión forzada por las PASO podría ser el inicio de un instrumento poderoso para ocupar ese espacio que tarde o temprano se abriría. Solo con la unidad de un trotskismo que, en general, salió bien parado del 2001 (desde el lugar del PTS en las fábricas recuperadas, hasta el PO y su presencia dirigente en el movimiento piquetero, pasando por todo el resto, que logró algún grado de inserción sindical), se habría conseguido un volumen notable de intervención territorial. De allí nuestra propuesta de partido unificado de la izquierda, con derecho de fracción y tendencias. ¿La respuesta? Nuestra expulsión de la Asamblea de Intelectuales del FIT en 2013. El PO llegó a jactarse de ello en un congreso del partido. Solano señaló en debate público con quien esto escribe, que no creía en partidos con fracciones y tendencias. El PTS hizo alharaca con anuncios que cambiarían el escenario de la izquierda, solo para exigir un congreso de unidad partidaria al que nunca quiso ponerle fecha. Hasta los más conciliadores, los del MST, lanzaron su propia “copia de la copia” con el NMAS, al punto de provocar una disputa por derechos de cartel (Izquierda al Frente vs Frente de Izquierda), engendro que no superó una elección. Es decir, el trotskismo no solo se equivocó de estrategia, sino que ni siquiera fue capaz de construir un instrumento adecuado a la etapa. Por qué, partidos que se supone tienen el mismo programa, son incapaces de actuar en conjunto y se desparraman en miríadas de expresiones minúsculas, es todo un misterio, cuya solución se encuentra en la naturaleza del trotskismo mismo.
El trotskismo, enfermedad senil de la izquierda argentina
En efecto, ¿por qué no hay unidad de los trotskistas? Por la misma razón que no hay unidad de los guevaristas: porque ninguno de los dos tiene existencia real, al menos en Argentina. En efecto, si uno preguntara a cuanto guevarista encontrara, en qué consiste el guevarismo, se encontraría con un silencio apenas roto por apelaciones a la moral revolucionaria, a la necesidad de la lucha armada y vacuidades por el estilo. Por el contrario, si hiciera la misma pregunta a los trotskistas se sorprendería de la unanimidad de las respuestas: el Programa de Transición, la Revolución permanente y la Asamblea Constituyente, vehiculizados por una estrategia insurreccional. Pero por debajo de esta homogénea palinodia, se asoma otra verdad: que los partidos trotskistas (al menos los argentinos) son partidos sin programa ni estrategia.
En efecto, tales propuestas constituirían un programa si se acomodaran a la realidad argentina y contuvieran una estrategia de poder. Sin embargo, la Revolución permanente solo se aplica a países atrasados, donde las tareas nacionales no se han concluido. Argentina no es el caso, claramente. La alianza estratégica que propugna (obreros y campesinos) es imposible porque falta uno de los términos necesarios, salvo que creamos que la pampa es el campo polaco del siglo XIX. El Programa de Transición carece de consignas de poder, es un simple recetario de acciones obvias (porque la clase tiende espontáneamente a seguirlas) por las cuales la izquierda puede encarnar en las masas. Es decir, se detiene en un paso anterior al proceso revolucionario. No es inútil, pero no es un programa para hacer la revolución sino para ligarse a la clase obrera. Cercano a ello está la Asamblea constituyente, pero esgrimida ante cualquier crisis, solo puede resultar en un mecanismo de salvataje de la propia burguesía, en tanto que, sin influencia en las masas, el partido revolucionario le entrega un arma a su enemigo. Ya Lenin tuvo que manejarse con las contradicciones que se producen cuando se moviliza a toda la clase y no solo a la vanguardia, hecho que no puede sino terminar con el triunfo de la retaguardia. En verdad, el partido necesita no solo encarnar en la clase obrera “económicamente” (en la defensa de sus intereses inmediatos), como prescribe el Programa de transición, sino políticamente. Para ello, antes de la Asamblea Constituyente es más importante el soviet (hecho ya descubierto por el proletariado argentino, bajo la forma de Asamblea Nacional de Trabajadores Ocupados y Desocupados). Es a esta tradición local a la que habría que apelar, antes que a una abstracta y burguesa “constituyente”. Por último, el insurreccionalismo es simplemente un eco anarquista de la huelga general.
Debe quedar claro, entonces, que el trotskismo no conoce el país en el que quiere hacer una revolución, porque no deriva, de ese conocimiento, una guía para la acción. Como consecuencia, no tiene un programa real, sino una máscara “programática”. Que podría llamarse también comunismo, maoísmo o guevarismo, porque en todos los casos se trata de lo mismo: de la compra, a ciegas, de una máquina cuyo enchufe no encaja en el tomacorriente ni produce lo que queremos fabricar. En este vacío programático, entonces, el trotskismo se dedica a lo que se le ofrece en forma inmediata: la lucha sindical y la agitación electoral, con un programa que es, a la postre, campesinista, nacionalista, reformista, sindicalista y parlamentarista. Según el grado de conciencia que del desfasaje entre el programa “teórico” y la realidad concreta se tenga, cada partido trotskista se encontrará más cerca del polo “obrerista” o del “parlamentarista”, del sectarismo más rabioso o el conciliacionismo más extremo. Queda, sin embargo, delimitado el campo del “debate” trotskista: al agrupamiento que le vaya bien en las elecciones, sus oponentes lo acusarán de parlamentarismo en nombre de las “tradiciones revolucionarias”; la crítica de la estrechez sindicalera será la base de la defensa de los acusados. Pero el asunto es superficial, por lo cual, a poco cambie levemente la fortuna en las urnas, se verá a unos y otros ocupar las posiciones contrarias. No hay verdadero debate más que episódicamente. Lo mismo vale para con la formación de tendencias dentro de los partidos trotskistas. No es raro, entonces, que veamos hoy a Altamira criticando posiciones por las que era criticado años atrás por nosotros.
Pequeñas batallas sin perspectiva
Librada a esta verdadera batalla por minucias, la izquierda le regala el campo a Cristina, que lleva adelante las acciones reales de una guerra que nosotros deberíamos encabezar. El capitalismo argentino está entrando, de nuevo, en un 2001, no importa quién gane en octubre. No hay un ascenso de masas, como pretende Altamira (y no fueron estas las que produjeron la crisis del gobierno, sino el fin del dinero fácil). Pero tampoco es cierto que el clima sea derrotista como desean los neo-morenistas. Por el contrario, hay un músculo contraído y atento en el seno del proletariado argentino. Todas las alternativas burguesas saben eso y no están interesadas en que se despierte el gigante dormido. Por eso la CGT no moviliza, Cristina tampoco y mucho menos cualquier cosa que se llame peronismo. Por eso el Papa concilia con el gobierno vía Grabois y por eso, también, todos esperan a octubre. No importa cuántos votos se saque. De lo que se trata es de darle cuerda al despertador. La izquierda debería ir a las elecciones con la consigna “Que se vayan todos” y con un contenido de agitación socialista. No alcanza el “Fuera Macri” ni tiene sentido tampoco llamar a una redundante “constituyente con poder” o cualquier forma por el estilo. Por el contrario, habría que explicar a las masas la necesidad de tomar el destino en sus manos reanudando la experiencia asamblearia. Se trata de relanzar las ANT e incluso las asambleas populares. Poniendo en primer plano demandas ligadas a los derechos civiles (la “ampliación de derechos” K), la izquierda apela a la ciudadanía, no a la clase obrera. Se trata, por el contrario, de reaccionar contra el clima dominante en las escasas masas movilizadas, que por ahora es abrumadoramente kirchnerista.
Así, no resulta extraño que esta estrategia de adaptación no dé los resultados esperados, sino más bien lo contrario. Otra vez: ¿para qué votar la copia, si puedo elegir el original? Los magros resultados electorales que se avecinan muestran que se ha entregado todo para nada. El crecimiento en la lucha parlamentaria tiene que ser la consecuencia del crecimiento en la lucha extra-parlamentaria, no el resultado del abandono del programa para llegar al Congreso. Esta generación de neopaleócratas (una pendeviejocracia, en criollo) va camino a entrar en la historia por haber transformado el trotskismo en socialdemocracia por un banquito. Ciertamente, resolvería las ambigüedades de la corriente política que dice encarnar, pero por la vía de tirar al niño con el agua sucia. Ya no veremos arrebatos obreristas, estaremos lisa y llanamente, en el mundo de Juan B. Justo. Me preguntaron si esto tenía arreglo, es decir, si podía “rescatarse” el “viejo PO”, y creo que no. Indudablemente, sería para festejar una victoria del “Viejo” sobre los neo-morenistas, pero, no nos cansamos de repetirlo, el problema está en el trotskismo mismo, una corriente que tiene más de setenta años de existencia en el mundo y que comete los mismos errores una y otra vez. Dicho de otro modo, el trotskismo mismo es “viejo” y cualquier intento de renovarlo no lleva más que a insistir en las mismas taras que lo llevan del sectarismo aislacionista al oportunismo parlamentario y, cuando éste fracasa, a repetir el ciclo. Más que una izquierda “joven”, entonces, hace falta una nueva izquierda.
https://razonyrevolucion.org/la-batracomiomaquia-de-la-neopaleocracia/