Prometeo desencadenado. Sobre la concepción marxista de la naturaleza
texto de Manuel Arias Maldonado
publicado en la Revista de Investigaciones Políticas y Sociológicas de la Universidad gallega de Santiago
tomado del blog Marx desde cero en julio de 2014
el el foro en 3 mensajes
1. DELIRIO Y VERDAD DE LA NATURALEZA: LA VIGENCIA DEL REALISMO MARXISTA.
Que desde su irrupción en el debate ideológico occidental durante la década de los sesenta del pasado siglo, la ofensiva desencadenada por el ecologismo haya ido más allá de la simple admonición catastrofista acerca del deterioro medioambiental, expresa no sólo la complejidad del pensamiento verde, sino, sobre todo, su deseo de trascender toda limitación conservacionista para afirmar la naturaleza como nuevo objeto político. Es cierto que, por una parte, la gravedad de la crisis ecológica global demanda una reconsideración de las relaciones de la sociedad con su entorno, orientada forzosamente en la dirección de un equilibrio sostenible entre el sistema social y su fundamento biofísico. Pero tan importante como esta dimensión material, es la dimensión simbólica y normativa de la crisis: para el pensamiento verde dominante, es síntoma de una fractura más honda, manifestación del colapso definitivo de los valores heredados de la modernidad occidental. La crisis ecológica es crisis de civilización. Son las raíces mismas de la cultura occidental las que han provocado esta situación. Sólo la modificación de aspectos centrales a la misma creará las condiciones para su superación. Y ninguno de mayor importancia aquí que la concepción de la naturaleza, por cuanto determina la índole de las relaciones individuales y sociales con el medio: la sociedad sustentable no puede edificarse en ausencia de una concepción del mundo natural distinta de la simplificación mecanicista todavía vigente. La politización de la naturaleza empieza, por tanto, en la guerra semántica por su concepto.
La ambivalencia que distingue al concepto de naturaleza es un reflejo de su elusiva complejidad. Pocos términos han acumulado tanta carga ideológica y residuos lingüísticos, dando lugar a niveles de significado cuya proliferación amenaza, de hecho, con privarle de todo resto de sentido. No hay paradoja alguna en la evidencia de que el concepto de naturaleza contiene un registro de la historia humana del pensamiento. Hablamos de todo aquello que existe de forma espontánea: la naturaleza es aquello que se opone a lo artificial, que no trae causa de creación o intervención humana. En la peculiaridad de su objeto encontramos una razón adicional para explicar la resistencia del concepto a ser fijado: emplear un único nombre para la totalidad de las cosas y procesos vivos difícilmente desembocará en una interpretación neutral, sino que más probablemente ofrecerá un tipo dominante de interpretación, de carácter idealista, metafísico o religioso (cfr. Williams, 1980: 69); de forma que hay inevitablemente “un sustrato metafísico bajo la mera existencia de la palabra naturaleza” (Evernden, 1992: 21). La designación del conjunto de la realidad termina convergiendo en un mismo concepto con el intento de explicarla. Naturaleza es todo aquello a lo que el hombre desea dar sentido: su historia lingüística expresa la permanente atribución de carga extralingüística. Esta polisemia le ha conferido, a su vez, un fuerte valor retórico (Wissenburg, 1993: 6). Legitimar valores o prácticas mediante la afirmación de su concordancia con ‘lo que es natural’ es una habitual estrategia del discurso político o filosófico, e incluso del cotidiano, que pretende situar la doctrina defendida en el ámbito de lo necesario y no susceptible de convención. El entramado normativo del ecologismo manifiesta, demasiado a menudo, esta inclinación naturalista: la politización de la naturaleza desemboca en la naturalización de lo político.
Para los verdes, la historia occidental es la historia de una progresiva separación del hombre y la naturaleza, separación pronto convertida en extrañamiento humano respecto de sus orígenes biológicos y de la pertenencia simbólica a una comunidad natural de la que es parte. Este proceso puede advertirse ya en la premodernidad, pero son las revoluciones cartesiana y científica, con su combinación de mecanicismo e instrumentalismo, las que consolidan definitivamente la visión occidental de la naturaleza y dan forma a una subjetividad alienada de su entorno. Naturalmente, esta escisión presupone una época de esplendor, de armonía en las relaciones del hombre con el mundo natural: no hay decadencia sin plenitud. Incurren con ello los verdes en una ensoñación arcádica, que no hace sino expresar la concepción de la naturaleza que está en el centro de sus postulados normativos. No hay que olvidar que, sobre ser críticos de la ciencia moderna y sus consecuencias, la visión verde de la naturaleza procede de una rama de las ciencias naturales, la ecología, que propone un paradigma holista que encuentra en la imagen reticular su mejor síntesis explicativa: no hay jerarquías, sino cooperación e interdependencia entre los distintos seres vivos. Este origen científico, sin embargo, no impide la defensa de un reencantamiento del mundo; la naturaleza como poseedora de una grandeza que el conocimiento no puede abarcar. Poseedor de un valor intrínseco e independiente de nuestro juicio, en fin, el mundo natural goza de una trascendencia y una fuerza significativa que demanda la fusión espiritual con él y su adopción como fuente axiológica.
Todo ello resulta en una naturaleza universal, objetiva y ahistórica, suspendida en el tiempo y susceptible de afirmación al margen de su contexto social. Esta falaz concepción del mundo natural repercute en todo el entramado normativo verde, dificultando la necesaria modernización que alguns corrientes de su teoría política está empeñada en culminar. La concepción verde de la naturaleza es una mistificación ideológica que sustituye la realidad de las relaciones sociedad-naturaleza por el mito de una sublimación pastoril que localiza, en un pasado originario, una situación de armonía susceptible de ser reproducida en el futuro: la utopía retrospectiva proyectada hacia adelante. Esta idealización esencialista incapacita al pensamiento verde para comprender el verdadero carácter de la relación del hombre con su entorno, y con ello la naturaleza de la presunta crisis ecológica. Y es aquí, en la reconstrucción de la política verde, necesariamente iniciada en la corrección de su concepción de la naturaleza, donde la exploración del pensamiento de Marx en torno a la misma demuestra su formidable utilidad. La vigencia de sus planteamientos proporciona, no sólo una explicación acerca del modo en que sociedad y naturaleza se han relacionado históricamente, sino también herramientas críticas con las que reconstruir una política de la naturaleza basada en una concepción realista de la misma.
Es conocida la afirmación de Alfred Schmidt, según la cual no hay en Marx una teoría sistemática de la naturaleza, consciente de sus propias implicaciones (cfr. Schmidt, 1971: 17). Sin embargo, la relación del hombre con la naturaleza ocupa en la obra marxista un papel, acaso no explicitado, pero desde luego central: la transformación de la naturaleza a través del proceso de trabajo es, a fin de cuentas, el origen y motor de la historia en el materialismo histórico marxista. Igualmente, su concepción materialista de la naturaleza y el hombre, heredera de la tradición dominante en la modernidad, pero refinada por él mediante el sesgo práctico que implica su concepción del trabajo, cimentan toda su obra. La ausencia, por tanto, de una articulación explícita de una concepción de la naturaleza no elimina su existencia. Aunque su teorización no es directa, se despliega de modo indirecto cuando aborda el proceso de trabajo como categoría decisiva, la diferenciación entre el hombre y los animales, la necesidad humana de conquistar la naturaleza y emanciparse de las constricciones del medio que impiden su realización como especie, o el metabolismo sociedad-naturaleza, como definitiva expresión conceptual de su teoría. Son éstos los elementos esenciales de tal concepción, que constituyen los distintos apartados de este trabajo; su epígrafe final es una breve reflexión final en torno a la necesidad de trascender todo rastro de idealismo esencialista en nuestra visión de la naturaleza, para mejor ajustarla a la realidad y construir una más adecuada política verde, más capaz también de dar forma a un equilibrio medioambiental alejado de toda fantasía arcádica.
Y aunque alberga una pluralidad de ideas de naturaleza, correspondientes a distintos actores y disciplinas sociales, la modernidad hace suya la concepción marxista de la naturaleza, desarrollo en sí misma de la idea ilustrada de lo natural y de sus relaciones con lo humano y lo social. Heredera de la concepción ilustrada y de su propósito de dominio, la concepción marxista de la naturaleza viene a completar aquella en un aspecto esencial: el trabajo. Trabajo mediante el que el hombre transforma la naturaleza, transformándose a sí mismo en ese proceso, y de donde resulta el metabolismo sociedadnaturaleza, cuya interdependencia elimina las barreras entre historia social e historia natural, para unirlas en un proceso de coevolución y recíproca influencia. Se encuentra el materialismo marxista en este punto con uno de sus principales sustentos, el evolucionismo darwinista. El hombre, parte de la naturaleza, se distingue a su vez de ésta por su capacidad para producir tanto sus medios de vida como sus fines, mediante la construcción consciente de su relación con una naturaleza a la que está irremediablemente enfrentado.
Ilustración, industrialismo, evolucionismo: tres grandes procesos característicos de la modernidad confluyen en el pensamiento marxista acerca de la relación sociedad-naturaleza y contribuyen a darle su carácter paradigmático. El giro práctico que Marx da a esa relación coincide con el de una modernidad que se empeña en transformar la naturaleza para humanizarla y hacerla suya. El triunfo de lo social, esto es, de lo convencional y libre, sobre lo natural, esto es, de lo dado e inmodificable, es el objetivo de la épica moderna: el destino impuesto ha de dejar paso a la soberanía de los hombres. El proyecto moderno es un proyecto de transformación del mundo, y la transformación de la naturaleza está por eso en su mismo centro. La reducción de la naturaleza a medio ambiente humano no es más que la culminación del proceso de humanización del mundo natural, cuya condición social queda así definitivamente puesta de manifiesto. Marx llega donde no lo hace la Ilustración: aprecia el carácter dinámico de las relaciones sociedad-naturaleza y detecta la irreversible interdependencia de lo social y lo natural, que la industrialización a gran escala sólo intensifica. La concepción marxista de la naturaleza es, por ello, una suerte de reflexión de la conciencia ilustrada acerca de sus propios principios y su plasmación práctica. Constituye una posición única y nueva, no obstante su indiscutible raigambre en las Luces, y es precisamente su condición arquetípica la que la convierte hoy, frente al discurso verde, en una piedra de toque de la integridad de la idea moderna de lo natural (cfr. Grundmann, 1991a: 109; 1991b: 91).
Difícilmente extrañará, a la luz de lo expuesto, que tal concepción de la naturaleza sea generalmente rechazada por el ecologismo. Existe una gran distancia entre la concepción esencialista y ahistórica de la naturaleza que distingue a los verdes, que la convierten en sujeto digno de consideración moral, y una concepción como la marxista, donde la naturaleza aparece como medio para la realización humana, histórica y socialmente definible, al margen de su permanencia última como poder causal. Frente a la independencia del hombre y el valor intrínseco, la naturaleza como parte de la sociedad, tras ser objeto de transformación y apropiación humanas: materialismo humanista frente a naturalismo antiantropocéntrico. Es la concepción agonista de la relación hombre- naturaleza, que en Marx se une a la confianza, típicamente decimonónica, en el conocimiento científico y la capacidad transformadora de la tecnología, heredada de la idea baconiana de ciencia, la que centra las críticas verdes a la concepción marxista de las relaciones sociedad-naturaleza. La naturaleza queda así inaceptablemente reducida a la condición de “medio de realización del desarrollo social humano” (Giddens, 1985: 59), en un alarde de antropocentrismo que no encuentra barreras morales para la destrucción del medio ni concibe límites al poder humano de manipulación de lo natural. Para los verdes, el delirio prometeico marxista acaba revelando su ingenuidad: la noción de que todos los procesos naturales están al alcance de la voluntad humana es otra forma de idealismo (Benton, 1992: 63). La sustentabilidad ecológica no puede alcanzarse con un modelo productivista que no reconoce más límites naturales que los derivados del conocimiento humano históricamente alcanzado. Y asimismo, contra Marx, los verdes no creen que la emancipación humana se alcance mediante la dominación de la naturaleza, sino más bien a través de una reformulación de las relaciones entre el hombre y el mundo natural capaz de poner fin a esa alienación que la modernidad ha convertido en principal característica de las mismas.
No obstante la aparente inconciliabilidad de los discursos verde y marxista acerca de la naturaleza, no han faltado intentos por aproximarlos y lograr una reformulación ecológica del marxismo, o marxista del ecologismo, realizados desde perspectivas muy diversas, pero reflejo tanto de los términos del debate, como de sus límites (cfr. Eckersley, 1992; Benton, 1989, 1992; Pepper, 1993; Burkett, 1999; Foster, 2000; y Salleh, 1997). Los intentos por reescribir la obra de Marx en clave verde, enfatizando aquellos aspectos de la misma que más se prestan a una lectura ecológicamente favorable, pueden tener una parcial validez, en la medida en que suponen la necesaria revisión de una obra con arreglo a las nuevas condiciones de lectura que un distinto horizonte social y hermenéutico impone, pero no suprimen la lejanía de los puntos de partida de marxismo y ecologismo.
2. MATERIALISMO MARXISTA Y VIDA GENÉRICA DEL HOMBRE
La concepción marxista de la naturaleza trae causa del materialismo que constituye el fundamento del entero sistema del filósofo alemán. Es, sin embargo, un materialismo ajeno al sesgo determinista que distinguiera al mecanicismo cartesiano, separación que cobra especial importancia cuando de abordar la naturaleza se trata. En este punto, la insuficiencia de la reacción feuerbachiana contra el idealismo hegeliano, que resulta en el carácter ahistórico, estático de su materialismo, contrastan con el énfasis que Marx pone en la cualidad dinámica y activa del suyo, en su carácter esencialmente práctico. Tal como señala la primera de las Tesis sobre Feuerbach, la realidad no es, como en el materialismo anterior, un objeto o materia de contemplación, sino “práctica” y “actividad sensorial humana” (en Marx y Engels, 1975: 426). El materialismo marxista adopta pues desde el principio un enfoque relacional, que no aprecia tanto la distancia entre el sujeto y el objeto como la interdependencia y conexión de ambos, e igualmente reconoce en el hombre a un ser orgánicamente embebido en la realidad práctica que constituye su entorno. Los materialismos precedentes son insuficientes, en la medida en que conciben pasivamente a la materia, y al hombre en relación a ella, negándose a extraer todas las consecuencias que sus premisas comportan, esto es: en la medida en que son meramente abstractos.
Desde el punto de vista epistemológico, Marx adopta así una postura realista que afirma la existencia independiente de la realidad externa, sin por ello incurrir en ninguna forma de esencialismo, ya que sería contradictorio con su énfasis en la dimensión transformadora de la historia y en la interconexión de historia social e historia natural. Para Foster, el de Marx es por ello “un materialismo práctico enraizado en el concepto de la praxis” (Foster, 2000: 15). Y de ahí que, junto a la afirmación de la primacía causal del modo de producción y reproducción del hombre en el desarrollo de su historia, la vertiente práctica del materialismo filosófico marxista comporte, al decir de Bhaskar, la afirmación de “el papel constitutivo de la mediación transformadora humana en la reproducción y transformación de las formas sociales” (Bhaskar, 1984: 520), de acuerdo con lo expresado también en la octava de las Tesis:
“La vida social es esencialmente práctica. Todos los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo, encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esta práctica” (en Marx y Engels, 1975: 428).
Pero el materialismo marxista tiene también importantes implicaciones ontológicas. En esta clave, de nuevo en palabras de Bhaskar, Marx “afirma la dependencia unilateral del ser social con respecto al ser biológico (y, de forma más general, físico) y la emergencia del primero a partir del segundo” (Bhaskar, 1984: 520). Recordemos la célebre sentencia de La Ideología Alemana: “No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia” (Marx y Engels, 1970: 26). En esta emergencia biológica de la conciencia individual y de la vida social puede detectarse la honda huella que el evolucionismo darwinista deja en Marx, quien de hecho consideró que la obra de Darwin le proporcionaba la base que su concepción demandaba en la historia natural (cfr. Foster, 2000: 197 ss.). La importancia del evolucionismo es particularmente clara en la obra de Engels (1974), que desarrolla un naturalismo dialéctico en el que el trabajo juega un papel decisivo en la evolución humana. Puede así decir, por ejemplo: “la mano no es sólo el órgano del trabajo; es también producto de él” (Engels, 1974: 62). Darwin es importante para la concepción marxista de la naturaleza porque constituye la prueba definitiva y mejor articulada de que la naturaleza no es una entidad inmutable dada de una vez por todas en el principio de los tiempos, sino una realidad dinámica en perpetua evolución, que incluye al hombre como parte de la misma, como producto y factor de ese mismo proceso, proporcionando con ello el punto de partida para una concepción dialéctica y coevolutiva de las relaciones sociedad-naturaleza. Sólo con estas premisas puede explicarse la emergencia humana del seno de la naturaleza.
Porque para Marx el hombre es parte de la naturaleza, pero a la vez se aparta de ella. Es en el joven Marx de los Manuscritos de 1844 donde encontramos un más detenido desarrollo de la cuestión, así como acentos que desaparecerán en el Marx maduro. Aquí afirma Marx la pertenencia humana al orden natural, pero procede a su vez a establecer las bases para su diferenciación: el naturalismo engendra un humanismo. Es precisamente a estos pasajes a los que con mayor frecuencia recurren aquellos autores interesados en destacar los aspectos de la obra de Marx más compatibles con los fundamentos del ecologismo. Sin embargo, la afirmación de la naturalidad del hombre que ahí encontramos no puede dar lugar a la abolición del dualismo hombre-naturaleza, como reclama Dickens (1992: 64), en el sentido en que los verdes la reclaman: porque la separación hombre-naturaleza no es en Marx originaria, dado el hondo arraigo natural del hombre y la incompatibilidad de semejante afirmación con el materialismo marxista, sino más bien derivada de cualidades emergentes conferidas por el desarrollo evolutivo humano. De forma que la plena pertenencia del hombre al orden natural no elimina el antagonismo hombre-naturaleza, que Marx reconoce; razón por la cual su utilidad para los verdes es muy limitada. El reconocimiento de la cualidad natural del hombre es especialmente patente en el siguiente pasaje, que merece la pena reproducir en toda su extensión:
“La vida genérica, tanto en el hombre como en el animal, consiste físicamente, en primer lugar, en que el hombre (como el animal) vive de la naturaleza inorgánica, y cuanto más universal es el hombre que el animal, tanto más universal es el ámbito de la naturaleza inorgánica de la que vive. (…) La universalidad del hombre aparece en la práctica justamente en la universalidad que hace de la naturaleza toda su cuerpo inorgánico, tanto por ser (1) un medio de subsistencia inmediato, como por ser (2) la materia, el objeto y el instrumento de su actividad vital. La naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre; la naturaleza, en cuanto ella misma, no es cuerpo humano. Que el hombre vive de la naturaleza quiere decir que la naturaleza es su cuerpo, con el cual ha de mantenerse en proceso continuo para no morir. Que la vida física y espiritual del hombre está ligada con la naturaleza no tiene otro sentido que el de que la naturaleza está ligada consigo misma, pues el hombre es una parte de la naturaleza” (Marx, 1980: 110-111).
El materialismo marxista adopta aquí forma naturalista, en la medida en que reconoce plenamente la condición natural del hombre. No obstante, es un naturalismo que no disuelve completamente la diferenciación hombre-naturaleza, ya que el hombre depende de la naturaleza como medio de subsistencia y esa misma naturaleza es el objeto insoslayable de su actividad vital, de su trabajo. El hombre es parte de la naturaleza, pero no es uno con ella; se nutre de ella y sobre ella actúa y obra, pero no se confunde con ella. La naturaleza, dice Marx, es el cuerpo inorgánico del hombre: la necesidad que de ella tiene para sobrevivir la convierte en parte de su cuerpo; sus procesos y estructuras se confunden, éstos sí, con los de su organismo. Pero es naturaleza no orgánica: “en cuanto ella misma, no es cuerpo humano”: no es el hombre mismo. Éste es parte de la naturaleza, es naturaleza. La naturalidad humana acaba implicando la humanización de la naturaleza, una vez que el hombre comienza a transformarla como parte de su actividad genérica, pero ello no implica una naturalización del hombre que anule su diferencia, nacida de la práctica, esto es, del proceso evolutivo, no de ninguna suerte de atribución divina que inscribe en el mundo un designio favorable a la especie humana. Es su vida genérica la que lo distingue del resto de animales, que carecen de ella: la actividad vital del hombre difiere de la actividad vital animal. Así,
“… el trabajo, la actividad vital, la vida productiva misma, aparece ante el hombre sólo como un medio para la satisfacción de una necesidad, de la necesidad de mantener la existencia física. La vida productiva es, sin embargo, la vida genérica. Es la vida que crea vida. En la forma de la actividad vital reside el carácter dado de una especie, su carácter genérico, y la actividad libre, consciente, es el carácter genérico del hombre. La vida misma aparece sólo como medio de vida” (Marx, 1980: 111).
Esto distingue el hombre del resto de especies: que en él el trabajo, la actividad productiva, es medio de vida, y no su fin. El carácter genérico del hombre es la actividad libre y consciente; el hombre, al contrario que los animales, se separa de su actividad, toma conciencia de la misma:
“El animal es inmediatamente uno con su actividad vital. No se distingue de ella. Es ella. El hombre hace de su actividad vital misma objeto de su voluntad y de su conciencia. Tiene actividad vital consciente. No es una determinación con la que el hombre se funda inmediatamente. La actividad vital consciente distingue inmediatamente al hombre de la actividad vital animal. Justamente, y sólo por ello, es él un ser genérico (Marx, 1980: 111-112).
La clave de la diferenciación reside, por tanto, en la conciencia que el hombre posee de su propia actividad vital. Por eso podemos leer dos años después, en La Ideología Alemana, que “… el hombre sólo se distingue del carnero por cuanto su conciencia sustituye al instinto o es el suyo un instinto consciente” (Marx y Engels, 1970: 32). El hombre es algo más que su propio impulso autoconservador. Es, si se quiere, el refinamiento evolutivo de ese impulso: su conciencia. Es esta conciencia la que, a juicio de Marx, lo distingue del animal y lo convierte en ser genérico. Consciente de su propia vida, ésta se convierte en su objeto. Conciencia y libertad producen así vida genérica, si bien resulta en principio algo oscuro ese componente de libertad referido a la actividad vital que permite al hombre su supervivencia, aunque podemos entenderlo referido al hecho de que el hombre produce más de lo que estrictamente necesita, algo que también lo diferencia del resto de animales:
“Es cierto que también el animal produce. Se construye un nido, viviendas, como las abejas, los castores, las hormigas, etc. Pero produce únicamente lo que necesita inmediatamente para sí o para su prole; produce unilateralmente, mientras que el hombre produce universalmente; produce únicamente por mandato de la necesidad física inmediata, mientras que el hombre produce incluso libre de la necesidad física y sólo produce realmente liberado de ella; el animal se produce sólo a sí mismo, mientras que el hombre reproduce la naturaleza entera; el producto del animal pertenece inmediatamente a su cuerpo físico, mientras que el hombre se enfrenta libremente a su producto” (Marx, 1980: 112).
Más aún: la existencia de una vida genérica, el hecho de que la actividad vital humana se desarrolle bajo el signo de la conciencia y la libertad, supone que las necesidades humanas, a diferencia de las animales, son “transformadas en el proceso de su satisfacción de forma distintivamente humana” (Foster, 2000: 77). La pertenencia humana a la naturaleza se resuelve en una dependencia material que no excluye la autoproducción de necesidades y la transformación de las condiciones materiales. Es el signo de la vida genérica. Los seres humanos no tienen un lugar natural en el ecosistema, sino que son capaces de adaptarse a muchos entornos: a diferencia de los animales, no cambian su carácter de especie en ese proceso de adaptación, sino que por el contrario lo ejercitan (Grundmann, 1991b: 100). La singularidad humana trae así causa de la existencia y rasgos de su vida genérica 1. Por último, Marx señala cómo, en el curso de su desarrollo, la transformación humana de la naturaleza mediante el trabajo da lugar a un nuevo mundo, a una segunda creación específicamente humana:
“La producción práctica de un mundo objetivo, la elaboración de la naturaleza inorgánica, es la afirmación del hombre como un ser genérico consciente (…). Por eso precisamente es sólo en la elaboración del mundo objetivo en donde el hombre se afirma realmente como un ser genérico. Esta producción es su vida genérica activa. Mediante ella aparece la naturaleza como su obra y su realidad. El objeto del trabajo es por eso la objetivación de la vida genérica del hombre, pues éste se desdobla no sólo intelectualmente, como en la conciencia, sino activa y realmente, y se contempla a sí mismo en un mundo creado por él” (Marx, 1980: 112).
Esta objetivación de la vida genérica del hombre se alcanza mediante la producción, por parte del hombre, de sus propios medios de vida. Con ello, el hombre produce su propia relación histórica con la naturaleza (Foster, 2000: 73). La realidad de la naturaleza es así objeto de apropiación y transformación por parte del hombre: es humanizada 2. En última instancia, la vida genérica a la que Marx una y otra vez se refiere expresa que el hombre es tanto un ser natural como, decisivamente, un ser social. La transformación de la naturaleza en medio ambiente es la culminación lógica del metabolismo sociedad-naturaleza en que en El Capital se resuelve la vida genérica del hombre y la autoproducción de los medios de vida mediante la intervención en la naturaleza de los Manuscritos.
3. TRABAJO, PRODUCCIÓN, APROPIACIÓN.
Como cabe suponer, el instrumento de la vida genérica, asimismo medio para la transformación de la naturaleza que permite su humanización, no es otro que el trabajo. El trabajo humano ocupa un lugar central en la concepción marxista de las relaciones del hombre y la sociedad con la naturaleza. Mediante el trabajo, la naturaleza es incorporada a la vida humana y social, transformando esa vida en el curso del proceso en el que ella misma es transformada. Actividad social además de individual, el trabajo permite establecer una relación metabólica con la naturaleza. Mediante el trabajo, el hombre se apropia de la naturaleza convirtiéndola en su medio ambiente. En este sentido, es una actividad dinámica y constante. El trabajo es la respiración de la sociedad, aquello que la mantiene viva. Esta categoría central en la obra de Marx expresa tanto la base materialista y evolucionista de su concepción de la naturaleza, como su dimensión práctica, en perjuicio, sin embargo, de las dimensiones cultural y simbólica del proceso de apropiación, dimensiones reducidas a la condición de epifenómenos del proceso material de trabajo. Manifiesta, igualmente, la interdependencia y honda interrelación que, inevitablemente, se establece entre el hombre y un medio físico en ininterrumpida transformación, cuya historia es de hecho incorporada a la historia social, lejos por ello de toda concepción ahistórica del mundo natural.
Condición eterna de la vida humana, el trabajo es, de hecho, su condición de posibilidad. Constituye el fundamento de la vida social, por cuanto es aquella actividad que permite su reproducción mediante la producción de sus medios materiales de vida y la satisfacción de sus necesidades, como tales permanentes, al margen de la historicidad de sus manifestaciones y su posible diversidad. En El Capital exponía así Marx la absoluta necesidad que del trabajo tienen el hombre y la sociedad en que se organiza
“El proceso de trabajo, tal y como lo hemos estudiado, es decir, fijándonos solamente en sus elementos simples y abstractos, es la actividad racional encaminada a la producción de valores de uso, la asimilación de las materias naturales al servicio de las necesidades humanas, la condición general del intercambio de materias entre la naturaleza y el hombre, la condición natural eterna de la vida humana, y por tanto, independiente de las formas y modalidades de esta vida y común a todas las formas sociales por igual” (Marx, 1978: 136).
Posee el hombre, por tanto, una necesidad primaria de apropiación de la naturaleza para asegurar su subsistencia: el trabajo es el proceso de tal apropiación transformadora. Aparece el trabajo, así, como fenómeno transhistórico, por más que sus manifestaciones concretas tengan, ciertamente, lugar en la historia. De hecho, es el trabajo el que hace posible la historia humana. Como escribe Engels en El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre [1876], cuyo título es ya suficientemente expresivo de la perspectiva evolucionista privilegiada por su autor, el trabajo es “la condición básica y fundamental de toda la vida humana. Y lo es en tal grado que, hasta cierto punto, debemos decir que el trabajo ha creado al propio hombre” (Engels, 1974: 59). Sugiere aquí Engels que es por medio del trabajo como el hombre se ha enfrentado a la naturaleza y la ha dominado, que mediante ese trabajo ha interactuado con ella y la ha transformado, y que es por tanto como consecuencia de ese trabajo que ha evolucionado naturalmente y ha desarrollado las cualidades y los rasgos que le permiten diferenciarse del resto de esa naturaleza a la que, despúés de todo, pertenece. Es por ello también el trabajo un mecanismo adaptativo del hombre al medio, compartido con el resto de organismos en tanto que adaptación, pero diferenciado en su alcance y consecuencias. Como escribe Bujarin en su Teoría del materialismo histórico [1921]:
“El proceso de producción social es una adaptación de la sociedad humana a la naturaleza externa. Pero es un proceso activo. Cuando una especie animal se adapta a la naturaleza, se somete, en realidad, a la acción constante de su medio ambiente. Cuando la sociedad humana se adapta a su medio, lo adapta a su vez a ella, y no es sólo objeto de la acción de la naturaleza, sino que a su vez y simultáneamente transforma a la naturaleza en objeto de trabajo humano” (Bujarin, 1972: 200).
No podía ser de otra forma: el entorno físico del hombre constituye el objeto del proceso de trabajo. La condición natural del hombre se ve así refrendada por el hecho de que es en la misma naturaleza donde encuentra sus medios de subsistencia. Más aún, el trabajo, como escribe Marx en la Crítica al Programa de Gotha, “no es más que la manifestación de una fuerza natural, de la fuerza de trabajo del hombre” (en Marx y Engels, 1975b: 10). También el trabajo es un proceso natural, que tiene lugar dentro de la naturaleza, si bien las especificidades de la vida genérica del hombre, distintas a las del resto de la naturaleza, lo convierten al tiempo en algo distintivamente humano. Porque la naturaleza es también el exterior del hombre, al ser aquello a lo que aplica su trabajo, trabajo que, sin ella, carecería por completo de objeto originario; tal como se expresa en los Manuscritos:
“El trabajador no puede crear nada sin la naturaleza, sin el mundo exterior sensible. Ésta es la materia en que su trabajo se realiza, en la que obra, en la que y con la que produce” (Marx, 1980: 107). En la terminología de El Capital, el medio ambiente físico constituye “el objeto general sobre que versa el trabajo humano” (Marx, 1978: 131).
Esta dependencia del trabajo respecto de su objeto no se manifiesta únicamente en el carácter preestablecido del mismo, sino también en la forma de las concretas condiciones naturales sobre las que ese trabajo, considerado ya concreta y no abstractamente, va a aplicarse (cfr. Marx, 1978: 428-429). Las características del entorno físico sobre las que el proceso de trabajo tiene lugar condicionan sus posibles resultados de éste. Las posibilidades sociales dependen, en parte, del medio natural correspondiente (Bujarin, 1972: 195). Marx es consciente, no obstante, de que el carácter dialéctico de la relación sociedad-naturaleza exige tener en cuenta los medios materiales o de trabajo de que esa sociedad se sirve para apropiarse de su medio natural, razón por la cual los rasgos de éste efectivamente condicionan, pero no determinan el curso del proceso de trabajo. De ahí que el valor no proceda del trabajo aisladamente considerado, ni únicamente de la naturaleza que constituye su objeto, sino de su combinación. Más concretamente, es la transformación de la naturaleza mediante el trabajo la que se constituye en fuente de valor y riqueza; más que la naturaleza en estado bruto, por tanto, la naturaleza transformada, adaptada a las necesidades humanas. Sólo la aplicación del trabajo a la naturaleza convierte a ésta en valiosa, igual que sólo su previa existencia hace posible toda transformación:
“En su producción, el hombre sólo puede proceder como procede la misma naturaleza, es decir, haciendo que la materia cambie de forma. Más aún. En este trabajo de conformación, el hombre se apoya constantemente en las fuerzas naturales. El trabajo no es, pues, la fuente única y exclusiva de los valores de uso que produce, de la riqueza material. El trabajo es, como ha dicho William Petty, el padre de la riqueza, y la tierra la madre” (Marx, 1978: 10).
El proceso de trabajo es, por tanto, proceso de transformación de la naturaleza sobre la ese trabajo se aplica. Trabajar es transformar para hacer útil, modificar el objeto de trabajo para adaptarlo a las necesidades humanas:
“Como vemos, en el proceso de trabajo la actividad del hombre consigue, valiéndose del instrumento correspondiente, transformar el objeto sobre el que versa el trabajo con arreglo al fin perseguido. Este proceso desemboca y se extingue en el producto. Su producto es un valor de uso, una materia dispuesta por la naturaleza y adaptada a las necesidades humanas mediante un cambio de forma. El trabajo se compenetra y confunde con su objeto” (Marx, 1978: 133).
La transformación en que el trabajo consiste humaniza la naturaleza, supone su apropiación por el hombre. Una vez más, el trabajo se revela como condición de posibilidad de la producción por el hombre de sus medios de vida, ya que la naturaleza en estado bruto no sirve a sus propósitos. Sólo a través de la transformación adquiere la naturaleza, que existe con independencia del hombre, sus cualidades y su significado social (Young, 1984: 563). Como brillantemente escribe Alfred Schmidt: “El trabajo es, en un solo acto, la destrucción de las cosas como inmediatas y su restauración como mediatas” (Schmidt, 1971: 195). El “instrumento correspondiente” al que Marx se refiere en el pasaje antecitado es la tecnología, herramienta humana para la transformación y el dominio de la naturaleza. La tecnología es, al tiempo, mundo objetivo creado por el hombre y medio para la objetivación de la vida genérica, y como tal, elemento diferenciador del hombre frente al resto de animales. En palabras de Bujarin:
“La ‘adaptación’ de los animales a la naturaleza consiste en una modificación de sus diferentes órganos: sus patas, quijadas, aletas, etc., todo lo cual constituye una adaptación biológica pasiva. Pero la sociedad humana no se adapta de modo biológico, sino activa, técnicamente, a la naturaleza. (…) Es así como la sociedad humana por medio de su tecnología, crea un sistema artificial de órganos que expresan su adaptación directa y activa a la naturaleza” (Bujarin, 1972: 205).
También el lenguaje empleado por Bujarin da cuenta de su enfoque materialista y evolucionista, que desarrolla en esto al propio Marx: la tecnología es una extensión del propio cuerpo del hombre, mediante la cual transforma y se apropia de su cuerpo inorgánico, esto es, de la naturaleza, razón por la cual la diferenciación y aun oposición sociedad-naturaleza, inexistente en origen y que sólo en el curso de la adaptación humana al medio tiene sentido, acaba disolviéndose cuando esa adaptación culmina 3.
Pero el proceso de trabajo no sólo da lugar a la transformación de su objeto: también su sujeto es transformado a lo largo de su desarrollo. Al transformar la naturaleza mediante el trabajo, el hombre se transforma igualmente. La transformación del entorno produce su efecto en quien la lleva a cabo, con lo que aquélla no es unidireccional, sino recíproca. Por estar ambos, sociedad y naturaleza, sometidos a un proceso evolutivo, y al existir la posibilidad misma del cambio, el proceso de trabajo no podía dejar de producir ese efecto. La transformación de la naturaleza por el hombre es asimismo la transformación del hombre por la naturaleza. Y el proceso de trabajo, que constituye el vínculo entre sociedad y naturaleza, es el desencadenante de esa recíproca transformación; es, si se prefiere, el punto de partida de su interrelación, el origen, como veremos enseguida, de la absorción de la historia natural por la historia social. En El Capital, Marx expresa así la índole del trabajo a estos efectos:
“El trabajo es, en primer término, un proceso entre la naturaleza y el hombre, proceso en que éste realiza, regula y controla mediante su propia acción su intercambio de materias con la naturaleza. En este proceso, el hombre se enfrenta como un poder natural con la materia de la naturaleza. Pone en acción las fuerzas naturales que forman su corporeidad, los brazos y las piernas, la cabeza y la mano, para de ese modo asimilarse, bajo una forma útil para su propia vida, las materias que la naturaleza le brinda. Y a la par que de ese modo actúa sobre la naturaleza exterior y la transforma, transforma su propia naturaleza, desarrollando las potencias que dormitan en él y sometiendo el juego de sus fuerzas a su propia disciplina” (Marx, 1978: 130)
Este carácter recíprocamente transformador del proceso de trabajo proporciona a la postre un argumento más en favor de la supresión de toda barrera entre sociedad y naturaleza, entendidos como ámbitos separados y mutuamente aislados. La naturaleza procesual del trabajo humano aplicado al medio físico, la existencia de un constante flujo material entre sociedad y naturaleza, permiten abundar en el carácter sobrevenido de la diferenciación sociedad- naturaleza, que conduce finalmente a la asimilación de la primera por la segunda y que resulta ser, también, el fin de la escisión provocada por la necesidad humana de dominar el mundo natural. La imposibilidad de separar tajantemente sujeto y objeto en el proceso de trabajo, por su recíproco efecto transformador, dan fe del enfoque relacional adoptado por Marx, en el que el ecologismo quiere reconocerse (cfr. Salleh, 1997: 71); pero esta relacionalidad no lleva aparejada ninguna orientación normativa en cuanto al tipo de relación que deba establecerse con la naturaleza que pueda satisfacer las exigencias verdes. Sí es cierto, en cambio, que no todo concreto proceso de trabajo es de la misma naturaleza: Marx habla del trabajo enajenado, forma del proceso de trabajo en la que no concurren aquellos elementos o factores que deben caracterizarlo. La enajenación en el trabajo no puede entenderse, a su vez, al margen del carácter social del mismo y de la distinción, apuntada ya pero no explicitada, entre trabajo y producción.
Tanto la relación del hombre con la naturaleza, como el proceso de trabajo, poseen un carácter eminentemente social. Por una parte, en la medida en que está ausente en Marx toda tentación de robinsonismo en el análisis, el proceso de producción es social en la medida en que las relaciones hombre-naturaleza corresponden a relaciones sociales definidas y a una división del trabajo ya dada, mientras que, por otra, el poder de trabajo es una fuerza social en el sentido de que contribuye a la reproducción social, y su reproducción y evolución son, en sí mismos, procesos sociales (cfr. Grundmann, 1988: 4; Burkett, 1999: 50; Marx y Engels, 1970: 30). Esta cualidad social del trabajo es la que abre la puerta a su enajenación individual. En su raíz se halla también la distinción entre trabajo y producción, que como el propio Burkett (1999: 27) recuerda, Marx no identifica. Efectivamente, el trabajo es una condición natural de la existencia humana independiente de la sociedad de que se trate; una cosa es el proceso de trabajo abstractamente considerado y otra “la forma social concreta que revista” (Marx, 1978: 130). La producción viene a coincidir, precisamente, con esa forma social concreta, es la plasmación históricamente variable del proceso de trabajo; como escribe Marx en el Grundrisse: “Toda producción es apropiación de la naturaleza por parte del individuo en el seno y por intermedio de una forma de sociedad determinada” (Marx, 1971: 7). De manera que, si el trabajo es la condición transhistórica de la existencia humana, la producción es la manifestación histórica del mismo, expresión por ello de su inevitable carácter social. La producción no extingue el trabajo, sino que constituye su forma de organización, que comprende tanto medios como relaciones sociales de producción.
Es en este contexto donde puede hablarse de la posibilidad, históricamente realizada, del trabajo enajenado. Es en los Manuscritos donde Marx se refiere al mismo de un modo más teórico y ligado a su discusión en torno a la naturaleza; y es revelador que lo haga allí donde su concepción del mundo natural se muestra más abierta a moderar su materialismo, en beneficio de una confusa forma de sensualismo perceptivo que, en realidad, posee carácter instrumental en relación a un proceso de apropiación y dominación que sigue siendo prevalente. La enajenación en el trabajo aparece, por otra parte, vinculada a una concepción humanista que deriva de la idea marxista de vida genérica humana: es su desviación. El trabajo es trabajo enajenado cuando el trabajador no siente como suyo el producto de su trabajo ni la misma actividad productiva. Es la desvinculación del trabajador respecto de su actividad de trabajo. Una primera consecuencia de esta enajenación es que la naturaleza se convierte en algo extraño al hombre, que deja de sentirla como parte de su cuerpo, como su cuerpo inorgánico. Pero, en segundo término, el trabajo enajenado hace al trabajador extraño a sí mismo, haciéndolo sentir ajeno a su propia función activa y a su actividad vital, con lo cual “también hace del género algo ajeno al hombre; hace que para él la vida genérica se convierta en medio de la vida individual” (Marx, 1980: 111), porque priva a la vida genérica humana de aquellos atributos que para Marx la cualifican: el ser libre, consciente y universal. Lo que se hace ajeno al hombre es así “su esencia espiritual, su esencia humana” (Marx, 1980: 113). No hay que olvidar que, para Marx, cuando el hombre transforma la naturaleza está realizando al mismo tiempo su esencia de especie, su naturaleza humana. Por eso mismo, el trabajo enajenado
“invierte la relación, de manera que el hombre, precisamente por ser un ser consciente, hace de su actividad vital, de su esencia, un simple medio para su existencia” (Marx, 1980: 112).
La enajenación del trabajo implica así su deshumanización: al perder los atributos que hacen del trabajo la manifestación de la vida genérica del hombre y suponen su realización como especie, la actividad vital humana viene a reintegrarse en el círculo del más ciego proceso reproductivo. Ya no es medio para la satisfacción de necesidades que están más allá de la emancipación humana de las constricciones naturales, sino que sólo sirve a esta última. Es un medio para existir, no un medio para ser. La idea marxista del trabajo encierra por tanto un componente claramente normativo, que las condiciones de producción propias del capitalismo industrial no permitirían desarrollar. Sólo su superación y la implantación del comunismo podrían proporcionar una solución. Porque el comunismo supone la “superación positiva de la propiedad privada en cuanto autoextrañamiento del hombre, y por ello como apropiación real de la esencia humana por y para el hombre” (Marx, 1980: 143). El comunismo es un naturalismo, que es igual a un humanismo, y viceversa. Constituye la solución al conflicto “entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre” (Marx, 1980: 143). En este contexto,
“La sociedad es, pues, la plena unidad esencial del hombre con la naturaleza, la verdadera resurrección de la naturaleza, el naturalismo realizado del hombre y el realizado humanismo de la naturaleza” (Marx, 1980: 146).
La consecución del comunismo puede así considerarse también la consecución de una relación sustentable con la naturaleza, y la de una justicia social que clausure el conflicto entre los hombres, que constituye la causa de la enajenación en el trabajo y respecto de la propia naturaleza (vid. Foster, 2000: 175-177). Lo que resulta, sin embargo, más dudoso, es que esa sustentabilidad que con el comunismo se alcanza pueda satisfacer a los verdes, ya que “la plena unidad esencial del hombre con la naturaleza” a que Marx se refiere no es la armónica reconciliación con el mundo natural que, con la preservación como objetivo central, postulan aquéllos. Porque, si la superación del capitalismo trae consigo la desaparición del trabajo enajenado, no supone por el contrario y en modo alguno la desaparición del trabajo, sino más bien su ejercicio acorde con los atributos de la vida genérica propia del hombre como especie: trabajo libre, consciente y universal, de nuevo. Por tanto, la naturaleza sigue siendo el objeto de un proceso de trabajo en cuyo curso se procede a su transformación.
La realización de la especie humana mediante la de su vida genérica sigue cifrándose en la progresiva transformación y apropiación del mundo natural, no en la realización de ninguna fantasía pastoril. La “plena unidad esencial”, como reconoce Benton (1993), no oculta la permanencia del proceso asimilativo de la naturaleza por el hombre. Resulta así que la naturalización de la humanidad a la que Marx alude se refiere no a ninguna clase de ‘ecologización’ del hombre, sino a la completa realización de su vida de especie o vida genérica, que consiste precisamente en la humanización de la naturaleza, envés de una moneda a la que los verdes preferirían no dar la vuelta.
—fin del mensaje nº 1—
texto de Manuel Arias Maldonado
publicado en la Revista de Investigaciones Políticas y Sociológicas de la Universidad gallega de Santiago
tomado del blog Marx desde cero en julio de 2014
el el foro en 3 mensajes
1. DELIRIO Y VERDAD DE LA NATURALEZA: LA VIGENCIA DEL REALISMO MARXISTA.
Que desde su irrupción en el debate ideológico occidental durante la década de los sesenta del pasado siglo, la ofensiva desencadenada por el ecologismo haya ido más allá de la simple admonición catastrofista acerca del deterioro medioambiental, expresa no sólo la complejidad del pensamiento verde, sino, sobre todo, su deseo de trascender toda limitación conservacionista para afirmar la naturaleza como nuevo objeto político. Es cierto que, por una parte, la gravedad de la crisis ecológica global demanda una reconsideración de las relaciones de la sociedad con su entorno, orientada forzosamente en la dirección de un equilibrio sostenible entre el sistema social y su fundamento biofísico. Pero tan importante como esta dimensión material, es la dimensión simbólica y normativa de la crisis: para el pensamiento verde dominante, es síntoma de una fractura más honda, manifestación del colapso definitivo de los valores heredados de la modernidad occidental. La crisis ecológica es crisis de civilización. Son las raíces mismas de la cultura occidental las que han provocado esta situación. Sólo la modificación de aspectos centrales a la misma creará las condiciones para su superación. Y ninguno de mayor importancia aquí que la concepción de la naturaleza, por cuanto determina la índole de las relaciones individuales y sociales con el medio: la sociedad sustentable no puede edificarse en ausencia de una concepción del mundo natural distinta de la simplificación mecanicista todavía vigente. La politización de la naturaleza empieza, por tanto, en la guerra semántica por su concepto.
La ambivalencia que distingue al concepto de naturaleza es un reflejo de su elusiva complejidad. Pocos términos han acumulado tanta carga ideológica y residuos lingüísticos, dando lugar a niveles de significado cuya proliferación amenaza, de hecho, con privarle de todo resto de sentido. No hay paradoja alguna en la evidencia de que el concepto de naturaleza contiene un registro de la historia humana del pensamiento. Hablamos de todo aquello que existe de forma espontánea: la naturaleza es aquello que se opone a lo artificial, que no trae causa de creación o intervención humana. En la peculiaridad de su objeto encontramos una razón adicional para explicar la resistencia del concepto a ser fijado: emplear un único nombre para la totalidad de las cosas y procesos vivos difícilmente desembocará en una interpretación neutral, sino que más probablemente ofrecerá un tipo dominante de interpretación, de carácter idealista, metafísico o religioso (cfr. Williams, 1980: 69); de forma que hay inevitablemente “un sustrato metafísico bajo la mera existencia de la palabra naturaleza” (Evernden, 1992: 21). La designación del conjunto de la realidad termina convergiendo en un mismo concepto con el intento de explicarla. Naturaleza es todo aquello a lo que el hombre desea dar sentido: su historia lingüística expresa la permanente atribución de carga extralingüística. Esta polisemia le ha conferido, a su vez, un fuerte valor retórico (Wissenburg, 1993: 6). Legitimar valores o prácticas mediante la afirmación de su concordancia con ‘lo que es natural’ es una habitual estrategia del discurso político o filosófico, e incluso del cotidiano, que pretende situar la doctrina defendida en el ámbito de lo necesario y no susceptible de convención. El entramado normativo del ecologismo manifiesta, demasiado a menudo, esta inclinación naturalista: la politización de la naturaleza desemboca en la naturalización de lo político.
Para los verdes, la historia occidental es la historia de una progresiva separación del hombre y la naturaleza, separación pronto convertida en extrañamiento humano respecto de sus orígenes biológicos y de la pertenencia simbólica a una comunidad natural de la que es parte. Este proceso puede advertirse ya en la premodernidad, pero son las revoluciones cartesiana y científica, con su combinación de mecanicismo e instrumentalismo, las que consolidan definitivamente la visión occidental de la naturaleza y dan forma a una subjetividad alienada de su entorno. Naturalmente, esta escisión presupone una época de esplendor, de armonía en las relaciones del hombre con el mundo natural: no hay decadencia sin plenitud. Incurren con ello los verdes en una ensoñación arcádica, que no hace sino expresar la concepción de la naturaleza que está en el centro de sus postulados normativos. No hay que olvidar que, sobre ser críticos de la ciencia moderna y sus consecuencias, la visión verde de la naturaleza procede de una rama de las ciencias naturales, la ecología, que propone un paradigma holista que encuentra en la imagen reticular su mejor síntesis explicativa: no hay jerarquías, sino cooperación e interdependencia entre los distintos seres vivos. Este origen científico, sin embargo, no impide la defensa de un reencantamiento del mundo; la naturaleza como poseedora de una grandeza que el conocimiento no puede abarcar. Poseedor de un valor intrínseco e independiente de nuestro juicio, en fin, el mundo natural goza de una trascendencia y una fuerza significativa que demanda la fusión espiritual con él y su adopción como fuente axiológica.
Todo ello resulta en una naturaleza universal, objetiva y ahistórica, suspendida en el tiempo y susceptible de afirmación al margen de su contexto social. Esta falaz concepción del mundo natural repercute en todo el entramado normativo verde, dificultando la necesaria modernización que alguns corrientes de su teoría política está empeñada en culminar. La concepción verde de la naturaleza es una mistificación ideológica que sustituye la realidad de las relaciones sociedad-naturaleza por el mito de una sublimación pastoril que localiza, en un pasado originario, una situación de armonía susceptible de ser reproducida en el futuro: la utopía retrospectiva proyectada hacia adelante. Esta idealización esencialista incapacita al pensamiento verde para comprender el verdadero carácter de la relación del hombre con su entorno, y con ello la naturaleza de la presunta crisis ecológica. Y es aquí, en la reconstrucción de la política verde, necesariamente iniciada en la corrección de su concepción de la naturaleza, donde la exploración del pensamiento de Marx en torno a la misma demuestra su formidable utilidad. La vigencia de sus planteamientos proporciona, no sólo una explicación acerca del modo en que sociedad y naturaleza se han relacionado históricamente, sino también herramientas críticas con las que reconstruir una política de la naturaleza basada en una concepción realista de la misma.
Es conocida la afirmación de Alfred Schmidt, según la cual no hay en Marx una teoría sistemática de la naturaleza, consciente de sus propias implicaciones (cfr. Schmidt, 1971: 17). Sin embargo, la relación del hombre con la naturaleza ocupa en la obra marxista un papel, acaso no explicitado, pero desde luego central: la transformación de la naturaleza a través del proceso de trabajo es, a fin de cuentas, el origen y motor de la historia en el materialismo histórico marxista. Igualmente, su concepción materialista de la naturaleza y el hombre, heredera de la tradición dominante en la modernidad, pero refinada por él mediante el sesgo práctico que implica su concepción del trabajo, cimentan toda su obra. La ausencia, por tanto, de una articulación explícita de una concepción de la naturaleza no elimina su existencia. Aunque su teorización no es directa, se despliega de modo indirecto cuando aborda el proceso de trabajo como categoría decisiva, la diferenciación entre el hombre y los animales, la necesidad humana de conquistar la naturaleza y emanciparse de las constricciones del medio que impiden su realización como especie, o el metabolismo sociedad-naturaleza, como definitiva expresión conceptual de su teoría. Son éstos los elementos esenciales de tal concepción, que constituyen los distintos apartados de este trabajo; su epígrafe final es una breve reflexión final en torno a la necesidad de trascender todo rastro de idealismo esencialista en nuestra visión de la naturaleza, para mejor ajustarla a la realidad y construir una más adecuada política verde, más capaz también de dar forma a un equilibrio medioambiental alejado de toda fantasía arcádica.
Y aunque alberga una pluralidad de ideas de naturaleza, correspondientes a distintos actores y disciplinas sociales, la modernidad hace suya la concepción marxista de la naturaleza, desarrollo en sí misma de la idea ilustrada de lo natural y de sus relaciones con lo humano y lo social. Heredera de la concepción ilustrada y de su propósito de dominio, la concepción marxista de la naturaleza viene a completar aquella en un aspecto esencial: el trabajo. Trabajo mediante el que el hombre transforma la naturaleza, transformándose a sí mismo en ese proceso, y de donde resulta el metabolismo sociedadnaturaleza, cuya interdependencia elimina las barreras entre historia social e historia natural, para unirlas en un proceso de coevolución y recíproca influencia. Se encuentra el materialismo marxista en este punto con uno de sus principales sustentos, el evolucionismo darwinista. El hombre, parte de la naturaleza, se distingue a su vez de ésta por su capacidad para producir tanto sus medios de vida como sus fines, mediante la construcción consciente de su relación con una naturaleza a la que está irremediablemente enfrentado.
Ilustración, industrialismo, evolucionismo: tres grandes procesos característicos de la modernidad confluyen en el pensamiento marxista acerca de la relación sociedad-naturaleza y contribuyen a darle su carácter paradigmático. El giro práctico que Marx da a esa relación coincide con el de una modernidad que se empeña en transformar la naturaleza para humanizarla y hacerla suya. El triunfo de lo social, esto es, de lo convencional y libre, sobre lo natural, esto es, de lo dado e inmodificable, es el objetivo de la épica moderna: el destino impuesto ha de dejar paso a la soberanía de los hombres. El proyecto moderno es un proyecto de transformación del mundo, y la transformación de la naturaleza está por eso en su mismo centro. La reducción de la naturaleza a medio ambiente humano no es más que la culminación del proceso de humanización del mundo natural, cuya condición social queda así definitivamente puesta de manifiesto. Marx llega donde no lo hace la Ilustración: aprecia el carácter dinámico de las relaciones sociedad-naturaleza y detecta la irreversible interdependencia de lo social y lo natural, que la industrialización a gran escala sólo intensifica. La concepción marxista de la naturaleza es, por ello, una suerte de reflexión de la conciencia ilustrada acerca de sus propios principios y su plasmación práctica. Constituye una posición única y nueva, no obstante su indiscutible raigambre en las Luces, y es precisamente su condición arquetípica la que la convierte hoy, frente al discurso verde, en una piedra de toque de la integridad de la idea moderna de lo natural (cfr. Grundmann, 1991a: 109; 1991b: 91).
Difícilmente extrañará, a la luz de lo expuesto, que tal concepción de la naturaleza sea generalmente rechazada por el ecologismo. Existe una gran distancia entre la concepción esencialista y ahistórica de la naturaleza que distingue a los verdes, que la convierten en sujeto digno de consideración moral, y una concepción como la marxista, donde la naturaleza aparece como medio para la realización humana, histórica y socialmente definible, al margen de su permanencia última como poder causal. Frente a la independencia del hombre y el valor intrínseco, la naturaleza como parte de la sociedad, tras ser objeto de transformación y apropiación humanas: materialismo humanista frente a naturalismo antiantropocéntrico. Es la concepción agonista de la relación hombre- naturaleza, que en Marx se une a la confianza, típicamente decimonónica, en el conocimiento científico y la capacidad transformadora de la tecnología, heredada de la idea baconiana de ciencia, la que centra las críticas verdes a la concepción marxista de las relaciones sociedad-naturaleza. La naturaleza queda así inaceptablemente reducida a la condición de “medio de realización del desarrollo social humano” (Giddens, 1985: 59), en un alarde de antropocentrismo que no encuentra barreras morales para la destrucción del medio ni concibe límites al poder humano de manipulación de lo natural. Para los verdes, el delirio prometeico marxista acaba revelando su ingenuidad: la noción de que todos los procesos naturales están al alcance de la voluntad humana es otra forma de idealismo (Benton, 1992: 63). La sustentabilidad ecológica no puede alcanzarse con un modelo productivista que no reconoce más límites naturales que los derivados del conocimiento humano históricamente alcanzado. Y asimismo, contra Marx, los verdes no creen que la emancipación humana se alcance mediante la dominación de la naturaleza, sino más bien a través de una reformulación de las relaciones entre el hombre y el mundo natural capaz de poner fin a esa alienación que la modernidad ha convertido en principal característica de las mismas.
No obstante la aparente inconciliabilidad de los discursos verde y marxista acerca de la naturaleza, no han faltado intentos por aproximarlos y lograr una reformulación ecológica del marxismo, o marxista del ecologismo, realizados desde perspectivas muy diversas, pero reflejo tanto de los términos del debate, como de sus límites (cfr. Eckersley, 1992; Benton, 1989, 1992; Pepper, 1993; Burkett, 1999; Foster, 2000; y Salleh, 1997). Los intentos por reescribir la obra de Marx en clave verde, enfatizando aquellos aspectos de la misma que más se prestan a una lectura ecológicamente favorable, pueden tener una parcial validez, en la medida en que suponen la necesaria revisión de una obra con arreglo a las nuevas condiciones de lectura que un distinto horizonte social y hermenéutico impone, pero no suprimen la lejanía de los puntos de partida de marxismo y ecologismo.
2. MATERIALISMO MARXISTA Y VIDA GENÉRICA DEL HOMBRE
La concepción marxista de la naturaleza trae causa del materialismo que constituye el fundamento del entero sistema del filósofo alemán. Es, sin embargo, un materialismo ajeno al sesgo determinista que distinguiera al mecanicismo cartesiano, separación que cobra especial importancia cuando de abordar la naturaleza se trata. En este punto, la insuficiencia de la reacción feuerbachiana contra el idealismo hegeliano, que resulta en el carácter ahistórico, estático de su materialismo, contrastan con el énfasis que Marx pone en la cualidad dinámica y activa del suyo, en su carácter esencialmente práctico. Tal como señala la primera de las Tesis sobre Feuerbach, la realidad no es, como en el materialismo anterior, un objeto o materia de contemplación, sino “práctica” y “actividad sensorial humana” (en Marx y Engels, 1975: 426). El materialismo marxista adopta pues desde el principio un enfoque relacional, que no aprecia tanto la distancia entre el sujeto y el objeto como la interdependencia y conexión de ambos, e igualmente reconoce en el hombre a un ser orgánicamente embebido en la realidad práctica que constituye su entorno. Los materialismos precedentes son insuficientes, en la medida en que conciben pasivamente a la materia, y al hombre en relación a ella, negándose a extraer todas las consecuencias que sus premisas comportan, esto es: en la medida en que son meramente abstractos.
Desde el punto de vista epistemológico, Marx adopta así una postura realista que afirma la existencia independiente de la realidad externa, sin por ello incurrir en ninguna forma de esencialismo, ya que sería contradictorio con su énfasis en la dimensión transformadora de la historia y en la interconexión de historia social e historia natural. Para Foster, el de Marx es por ello “un materialismo práctico enraizado en el concepto de la praxis” (Foster, 2000: 15). Y de ahí que, junto a la afirmación de la primacía causal del modo de producción y reproducción del hombre en el desarrollo de su historia, la vertiente práctica del materialismo filosófico marxista comporte, al decir de Bhaskar, la afirmación de “el papel constitutivo de la mediación transformadora humana en la reproducción y transformación de las formas sociales” (Bhaskar, 1984: 520), de acuerdo con lo expresado también en la octava de las Tesis:
“La vida social es esencialmente práctica. Todos los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo, encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esta práctica” (en Marx y Engels, 1975: 428).
Pero el materialismo marxista tiene también importantes implicaciones ontológicas. En esta clave, de nuevo en palabras de Bhaskar, Marx “afirma la dependencia unilateral del ser social con respecto al ser biológico (y, de forma más general, físico) y la emergencia del primero a partir del segundo” (Bhaskar, 1984: 520). Recordemos la célebre sentencia de La Ideología Alemana: “No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia” (Marx y Engels, 1970: 26). En esta emergencia biológica de la conciencia individual y de la vida social puede detectarse la honda huella que el evolucionismo darwinista deja en Marx, quien de hecho consideró que la obra de Darwin le proporcionaba la base que su concepción demandaba en la historia natural (cfr. Foster, 2000: 197 ss.). La importancia del evolucionismo es particularmente clara en la obra de Engels (1974), que desarrolla un naturalismo dialéctico en el que el trabajo juega un papel decisivo en la evolución humana. Puede así decir, por ejemplo: “la mano no es sólo el órgano del trabajo; es también producto de él” (Engels, 1974: 62). Darwin es importante para la concepción marxista de la naturaleza porque constituye la prueba definitiva y mejor articulada de que la naturaleza no es una entidad inmutable dada de una vez por todas en el principio de los tiempos, sino una realidad dinámica en perpetua evolución, que incluye al hombre como parte de la misma, como producto y factor de ese mismo proceso, proporcionando con ello el punto de partida para una concepción dialéctica y coevolutiva de las relaciones sociedad-naturaleza. Sólo con estas premisas puede explicarse la emergencia humana del seno de la naturaleza.
Porque para Marx el hombre es parte de la naturaleza, pero a la vez se aparta de ella. Es en el joven Marx de los Manuscritos de 1844 donde encontramos un más detenido desarrollo de la cuestión, así como acentos que desaparecerán en el Marx maduro. Aquí afirma Marx la pertenencia humana al orden natural, pero procede a su vez a establecer las bases para su diferenciación: el naturalismo engendra un humanismo. Es precisamente a estos pasajes a los que con mayor frecuencia recurren aquellos autores interesados en destacar los aspectos de la obra de Marx más compatibles con los fundamentos del ecologismo. Sin embargo, la afirmación de la naturalidad del hombre que ahí encontramos no puede dar lugar a la abolición del dualismo hombre-naturaleza, como reclama Dickens (1992: 64), en el sentido en que los verdes la reclaman: porque la separación hombre-naturaleza no es en Marx originaria, dado el hondo arraigo natural del hombre y la incompatibilidad de semejante afirmación con el materialismo marxista, sino más bien derivada de cualidades emergentes conferidas por el desarrollo evolutivo humano. De forma que la plena pertenencia del hombre al orden natural no elimina el antagonismo hombre-naturaleza, que Marx reconoce; razón por la cual su utilidad para los verdes es muy limitada. El reconocimiento de la cualidad natural del hombre es especialmente patente en el siguiente pasaje, que merece la pena reproducir en toda su extensión:
“La vida genérica, tanto en el hombre como en el animal, consiste físicamente, en primer lugar, en que el hombre (como el animal) vive de la naturaleza inorgánica, y cuanto más universal es el hombre que el animal, tanto más universal es el ámbito de la naturaleza inorgánica de la que vive. (…) La universalidad del hombre aparece en la práctica justamente en la universalidad que hace de la naturaleza toda su cuerpo inorgánico, tanto por ser (1) un medio de subsistencia inmediato, como por ser (2) la materia, el objeto y el instrumento de su actividad vital. La naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre; la naturaleza, en cuanto ella misma, no es cuerpo humano. Que el hombre vive de la naturaleza quiere decir que la naturaleza es su cuerpo, con el cual ha de mantenerse en proceso continuo para no morir. Que la vida física y espiritual del hombre está ligada con la naturaleza no tiene otro sentido que el de que la naturaleza está ligada consigo misma, pues el hombre es una parte de la naturaleza” (Marx, 1980: 110-111).
El materialismo marxista adopta aquí forma naturalista, en la medida en que reconoce plenamente la condición natural del hombre. No obstante, es un naturalismo que no disuelve completamente la diferenciación hombre-naturaleza, ya que el hombre depende de la naturaleza como medio de subsistencia y esa misma naturaleza es el objeto insoslayable de su actividad vital, de su trabajo. El hombre es parte de la naturaleza, pero no es uno con ella; se nutre de ella y sobre ella actúa y obra, pero no se confunde con ella. La naturaleza, dice Marx, es el cuerpo inorgánico del hombre: la necesidad que de ella tiene para sobrevivir la convierte en parte de su cuerpo; sus procesos y estructuras se confunden, éstos sí, con los de su organismo. Pero es naturaleza no orgánica: “en cuanto ella misma, no es cuerpo humano”: no es el hombre mismo. Éste es parte de la naturaleza, es naturaleza. La naturalidad humana acaba implicando la humanización de la naturaleza, una vez que el hombre comienza a transformarla como parte de su actividad genérica, pero ello no implica una naturalización del hombre que anule su diferencia, nacida de la práctica, esto es, del proceso evolutivo, no de ninguna suerte de atribución divina que inscribe en el mundo un designio favorable a la especie humana. Es su vida genérica la que lo distingue del resto de animales, que carecen de ella: la actividad vital del hombre difiere de la actividad vital animal. Así,
“… el trabajo, la actividad vital, la vida productiva misma, aparece ante el hombre sólo como un medio para la satisfacción de una necesidad, de la necesidad de mantener la existencia física. La vida productiva es, sin embargo, la vida genérica. Es la vida que crea vida. En la forma de la actividad vital reside el carácter dado de una especie, su carácter genérico, y la actividad libre, consciente, es el carácter genérico del hombre. La vida misma aparece sólo como medio de vida” (Marx, 1980: 111).
Esto distingue el hombre del resto de especies: que en él el trabajo, la actividad productiva, es medio de vida, y no su fin. El carácter genérico del hombre es la actividad libre y consciente; el hombre, al contrario que los animales, se separa de su actividad, toma conciencia de la misma:
“El animal es inmediatamente uno con su actividad vital. No se distingue de ella. Es ella. El hombre hace de su actividad vital misma objeto de su voluntad y de su conciencia. Tiene actividad vital consciente. No es una determinación con la que el hombre se funda inmediatamente. La actividad vital consciente distingue inmediatamente al hombre de la actividad vital animal. Justamente, y sólo por ello, es él un ser genérico (Marx, 1980: 111-112).
La clave de la diferenciación reside, por tanto, en la conciencia que el hombre posee de su propia actividad vital. Por eso podemos leer dos años después, en La Ideología Alemana, que “… el hombre sólo se distingue del carnero por cuanto su conciencia sustituye al instinto o es el suyo un instinto consciente” (Marx y Engels, 1970: 32). El hombre es algo más que su propio impulso autoconservador. Es, si se quiere, el refinamiento evolutivo de ese impulso: su conciencia. Es esta conciencia la que, a juicio de Marx, lo distingue del animal y lo convierte en ser genérico. Consciente de su propia vida, ésta se convierte en su objeto. Conciencia y libertad producen así vida genérica, si bien resulta en principio algo oscuro ese componente de libertad referido a la actividad vital que permite al hombre su supervivencia, aunque podemos entenderlo referido al hecho de que el hombre produce más de lo que estrictamente necesita, algo que también lo diferencia del resto de animales:
“Es cierto que también el animal produce. Se construye un nido, viviendas, como las abejas, los castores, las hormigas, etc. Pero produce únicamente lo que necesita inmediatamente para sí o para su prole; produce unilateralmente, mientras que el hombre produce universalmente; produce únicamente por mandato de la necesidad física inmediata, mientras que el hombre produce incluso libre de la necesidad física y sólo produce realmente liberado de ella; el animal se produce sólo a sí mismo, mientras que el hombre reproduce la naturaleza entera; el producto del animal pertenece inmediatamente a su cuerpo físico, mientras que el hombre se enfrenta libremente a su producto” (Marx, 1980: 112).
Más aún: la existencia de una vida genérica, el hecho de que la actividad vital humana se desarrolle bajo el signo de la conciencia y la libertad, supone que las necesidades humanas, a diferencia de las animales, son “transformadas en el proceso de su satisfacción de forma distintivamente humana” (Foster, 2000: 77). La pertenencia humana a la naturaleza se resuelve en una dependencia material que no excluye la autoproducción de necesidades y la transformación de las condiciones materiales. Es el signo de la vida genérica. Los seres humanos no tienen un lugar natural en el ecosistema, sino que son capaces de adaptarse a muchos entornos: a diferencia de los animales, no cambian su carácter de especie en ese proceso de adaptación, sino que por el contrario lo ejercitan (Grundmann, 1991b: 100). La singularidad humana trae así causa de la existencia y rasgos de su vida genérica 1. Por último, Marx señala cómo, en el curso de su desarrollo, la transformación humana de la naturaleza mediante el trabajo da lugar a un nuevo mundo, a una segunda creación específicamente humana:
“La producción práctica de un mundo objetivo, la elaboración de la naturaleza inorgánica, es la afirmación del hombre como un ser genérico consciente (…). Por eso precisamente es sólo en la elaboración del mundo objetivo en donde el hombre se afirma realmente como un ser genérico. Esta producción es su vida genérica activa. Mediante ella aparece la naturaleza como su obra y su realidad. El objeto del trabajo es por eso la objetivación de la vida genérica del hombre, pues éste se desdobla no sólo intelectualmente, como en la conciencia, sino activa y realmente, y se contempla a sí mismo en un mundo creado por él” (Marx, 1980: 112).
Esta objetivación de la vida genérica del hombre se alcanza mediante la producción, por parte del hombre, de sus propios medios de vida. Con ello, el hombre produce su propia relación histórica con la naturaleza (Foster, 2000: 73). La realidad de la naturaleza es así objeto de apropiación y transformación por parte del hombre: es humanizada 2. En última instancia, la vida genérica a la que Marx una y otra vez se refiere expresa que el hombre es tanto un ser natural como, decisivamente, un ser social. La transformación de la naturaleza en medio ambiente es la culminación lógica del metabolismo sociedad-naturaleza en que en El Capital se resuelve la vida genérica del hombre y la autoproducción de los medios de vida mediante la intervención en la naturaleza de los Manuscritos.
3. TRABAJO, PRODUCCIÓN, APROPIACIÓN.
Como cabe suponer, el instrumento de la vida genérica, asimismo medio para la transformación de la naturaleza que permite su humanización, no es otro que el trabajo. El trabajo humano ocupa un lugar central en la concepción marxista de las relaciones del hombre y la sociedad con la naturaleza. Mediante el trabajo, la naturaleza es incorporada a la vida humana y social, transformando esa vida en el curso del proceso en el que ella misma es transformada. Actividad social además de individual, el trabajo permite establecer una relación metabólica con la naturaleza. Mediante el trabajo, el hombre se apropia de la naturaleza convirtiéndola en su medio ambiente. En este sentido, es una actividad dinámica y constante. El trabajo es la respiración de la sociedad, aquello que la mantiene viva. Esta categoría central en la obra de Marx expresa tanto la base materialista y evolucionista de su concepción de la naturaleza, como su dimensión práctica, en perjuicio, sin embargo, de las dimensiones cultural y simbólica del proceso de apropiación, dimensiones reducidas a la condición de epifenómenos del proceso material de trabajo. Manifiesta, igualmente, la interdependencia y honda interrelación que, inevitablemente, se establece entre el hombre y un medio físico en ininterrumpida transformación, cuya historia es de hecho incorporada a la historia social, lejos por ello de toda concepción ahistórica del mundo natural.
Condición eterna de la vida humana, el trabajo es, de hecho, su condición de posibilidad. Constituye el fundamento de la vida social, por cuanto es aquella actividad que permite su reproducción mediante la producción de sus medios materiales de vida y la satisfacción de sus necesidades, como tales permanentes, al margen de la historicidad de sus manifestaciones y su posible diversidad. En El Capital exponía así Marx la absoluta necesidad que del trabajo tienen el hombre y la sociedad en que se organiza
“El proceso de trabajo, tal y como lo hemos estudiado, es decir, fijándonos solamente en sus elementos simples y abstractos, es la actividad racional encaminada a la producción de valores de uso, la asimilación de las materias naturales al servicio de las necesidades humanas, la condición general del intercambio de materias entre la naturaleza y el hombre, la condición natural eterna de la vida humana, y por tanto, independiente de las formas y modalidades de esta vida y común a todas las formas sociales por igual” (Marx, 1978: 136).
Posee el hombre, por tanto, una necesidad primaria de apropiación de la naturaleza para asegurar su subsistencia: el trabajo es el proceso de tal apropiación transformadora. Aparece el trabajo, así, como fenómeno transhistórico, por más que sus manifestaciones concretas tengan, ciertamente, lugar en la historia. De hecho, es el trabajo el que hace posible la historia humana. Como escribe Engels en El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre [1876], cuyo título es ya suficientemente expresivo de la perspectiva evolucionista privilegiada por su autor, el trabajo es “la condición básica y fundamental de toda la vida humana. Y lo es en tal grado que, hasta cierto punto, debemos decir que el trabajo ha creado al propio hombre” (Engels, 1974: 59). Sugiere aquí Engels que es por medio del trabajo como el hombre se ha enfrentado a la naturaleza y la ha dominado, que mediante ese trabajo ha interactuado con ella y la ha transformado, y que es por tanto como consecuencia de ese trabajo que ha evolucionado naturalmente y ha desarrollado las cualidades y los rasgos que le permiten diferenciarse del resto de esa naturaleza a la que, despúés de todo, pertenece. Es por ello también el trabajo un mecanismo adaptativo del hombre al medio, compartido con el resto de organismos en tanto que adaptación, pero diferenciado en su alcance y consecuencias. Como escribe Bujarin en su Teoría del materialismo histórico [1921]:
“El proceso de producción social es una adaptación de la sociedad humana a la naturaleza externa. Pero es un proceso activo. Cuando una especie animal se adapta a la naturaleza, se somete, en realidad, a la acción constante de su medio ambiente. Cuando la sociedad humana se adapta a su medio, lo adapta a su vez a ella, y no es sólo objeto de la acción de la naturaleza, sino que a su vez y simultáneamente transforma a la naturaleza en objeto de trabajo humano” (Bujarin, 1972: 200).
No podía ser de otra forma: el entorno físico del hombre constituye el objeto del proceso de trabajo. La condición natural del hombre se ve así refrendada por el hecho de que es en la misma naturaleza donde encuentra sus medios de subsistencia. Más aún, el trabajo, como escribe Marx en la Crítica al Programa de Gotha, “no es más que la manifestación de una fuerza natural, de la fuerza de trabajo del hombre” (en Marx y Engels, 1975b: 10). También el trabajo es un proceso natural, que tiene lugar dentro de la naturaleza, si bien las especificidades de la vida genérica del hombre, distintas a las del resto de la naturaleza, lo convierten al tiempo en algo distintivamente humano. Porque la naturaleza es también el exterior del hombre, al ser aquello a lo que aplica su trabajo, trabajo que, sin ella, carecería por completo de objeto originario; tal como se expresa en los Manuscritos:
“El trabajador no puede crear nada sin la naturaleza, sin el mundo exterior sensible. Ésta es la materia en que su trabajo se realiza, en la que obra, en la que y con la que produce” (Marx, 1980: 107). En la terminología de El Capital, el medio ambiente físico constituye “el objeto general sobre que versa el trabajo humano” (Marx, 1978: 131).
Esta dependencia del trabajo respecto de su objeto no se manifiesta únicamente en el carácter preestablecido del mismo, sino también en la forma de las concretas condiciones naturales sobre las que ese trabajo, considerado ya concreta y no abstractamente, va a aplicarse (cfr. Marx, 1978: 428-429). Las características del entorno físico sobre las que el proceso de trabajo tiene lugar condicionan sus posibles resultados de éste. Las posibilidades sociales dependen, en parte, del medio natural correspondiente (Bujarin, 1972: 195). Marx es consciente, no obstante, de que el carácter dialéctico de la relación sociedad-naturaleza exige tener en cuenta los medios materiales o de trabajo de que esa sociedad se sirve para apropiarse de su medio natural, razón por la cual los rasgos de éste efectivamente condicionan, pero no determinan el curso del proceso de trabajo. De ahí que el valor no proceda del trabajo aisladamente considerado, ni únicamente de la naturaleza que constituye su objeto, sino de su combinación. Más concretamente, es la transformación de la naturaleza mediante el trabajo la que se constituye en fuente de valor y riqueza; más que la naturaleza en estado bruto, por tanto, la naturaleza transformada, adaptada a las necesidades humanas. Sólo la aplicación del trabajo a la naturaleza convierte a ésta en valiosa, igual que sólo su previa existencia hace posible toda transformación:
“En su producción, el hombre sólo puede proceder como procede la misma naturaleza, es decir, haciendo que la materia cambie de forma. Más aún. En este trabajo de conformación, el hombre se apoya constantemente en las fuerzas naturales. El trabajo no es, pues, la fuente única y exclusiva de los valores de uso que produce, de la riqueza material. El trabajo es, como ha dicho William Petty, el padre de la riqueza, y la tierra la madre” (Marx, 1978: 10).
El proceso de trabajo es, por tanto, proceso de transformación de la naturaleza sobre la ese trabajo se aplica. Trabajar es transformar para hacer útil, modificar el objeto de trabajo para adaptarlo a las necesidades humanas:
“Como vemos, en el proceso de trabajo la actividad del hombre consigue, valiéndose del instrumento correspondiente, transformar el objeto sobre el que versa el trabajo con arreglo al fin perseguido. Este proceso desemboca y se extingue en el producto. Su producto es un valor de uso, una materia dispuesta por la naturaleza y adaptada a las necesidades humanas mediante un cambio de forma. El trabajo se compenetra y confunde con su objeto” (Marx, 1978: 133).
La transformación en que el trabajo consiste humaniza la naturaleza, supone su apropiación por el hombre. Una vez más, el trabajo se revela como condición de posibilidad de la producción por el hombre de sus medios de vida, ya que la naturaleza en estado bruto no sirve a sus propósitos. Sólo a través de la transformación adquiere la naturaleza, que existe con independencia del hombre, sus cualidades y su significado social (Young, 1984: 563). Como brillantemente escribe Alfred Schmidt: “El trabajo es, en un solo acto, la destrucción de las cosas como inmediatas y su restauración como mediatas” (Schmidt, 1971: 195). El “instrumento correspondiente” al que Marx se refiere en el pasaje antecitado es la tecnología, herramienta humana para la transformación y el dominio de la naturaleza. La tecnología es, al tiempo, mundo objetivo creado por el hombre y medio para la objetivación de la vida genérica, y como tal, elemento diferenciador del hombre frente al resto de animales. En palabras de Bujarin:
“La ‘adaptación’ de los animales a la naturaleza consiste en una modificación de sus diferentes órganos: sus patas, quijadas, aletas, etc., todo lo cual constituye una adaptación biológica pasiva. Pero la sociedad humana no se adapta de modo biológico, sino activa, técnicamente, a la naturaleza. (…) Es así como la sociedad humana por medio de su tecnología, crea un sistema artificial de órganos que expresan su adaptación directa y activa a la naturaleza” (Bujarin, 1972: 205).
También el lenguaje empleado por Bujarin da cuenta de su enfoque materialista y evolucionista, que desarrolla en esto al propio Marx: la tecnología es una extensión del propio cuerpo del hombre, mediante la cual transforma y se apropia de su cuerpo inorgánico, esto es, de la naturaleza, razón por la cual la diferenciación y aun oposición sociedad-naturaleza, inexistente en origen y que sólo en el curso de la adaptación humana al medio tiene sentido, acaba disolviéndose cuando esa adaptación culmina 3.
Pero el proceso de trabajo no sólo da lugar a la transformación de su objeto: también su sujeto es transformado a lo largo de su desarrollo. Al transformar la naturaleza mediante el trabajo, el hombre se transforma igualmente. La transformación del entorno produce su efecto en quien la lleva a cabo, con lo que aquélla no es unidireccional, sino recíproca. Por estar ambos, sociedad y naturaleza, sometidos a un proceso evolutivo, y al existir la posibilidad misma del cambio, el proceso de trabajo no podía dejar de producir ese efecto. La transformación de la naturaleza por el hombre es asimismo la transformación del hombre por la naturaleza. Y el proceso de trabajo, que constituye el vínculo entre sociedad y naturaleza, es el desencadenante de esa recíproca transformación; es, si se prefiere, el punto de partida de su interrelación, el origen, como veremos enseguida, de la absorción de la historia natural por la historia social. En El Capital, Marx expresa así la índole del trabajo a estos efectos:
“El trabajo es, en primer término, un proceso entre la naturaleza y el hombre, proceso en que éste realiza, regula y controla mediante su propia acción su intercambio de materias con la naturaleza. En este proceso, el hombre se enfrenta como un poder natural con la materia de la naturaleza. Pone en acción las fuerzas naturales que forman su corporeidad, los brazos y las piernas, la cabeza y la mano, para de ese modo asimilarse, bajo una forma útil para su propia vida, las materias que la naturaleza le brinda. Y a la par que de ese modo actúa sobre la naturaleza exterior y la transforma, transforma su propia naturaleza, desarrollando las potencias que dormitan en él y sometiendo el juego de sus fuerzas a su propia disciplina” (Marx, 1978: 130)
Este carácter recíprocamente transformador del proceso de trabajo proporciona a la postre un argumento más en favor de la supresión de toda barrera entre sociedad y naturaleza, entendidos como ámbitos separados y mutuamente aislados. La naturaleza procesual del trabajo humano aplicado al medio físico, la existencia de un constante flujo material entre sociedad y naturaleza, permiten abundar en el carácter sobrevenido de la diferenciación sociedad- naturaleza, que conduce finalmente a la asimilación de la primera por la segunda y que resulta ser, también, el fin de la escisión provocada por la necesidad humana de dominar el mundo natural. La imposibilidad de separar tajantemente sujeto y objeto en el proceso de trabajo, por su recíproco efecto transformador, dan fe del enfoque relacional adoptado por Marx, en el que el ecologismo quiere reconocerse (cfr. Salleh, 1997: 71); pero esta relacionalidad no lleva aparejada ninguna orientación normativa en cuanto al tipo de relación que deba establecerse con la naturaleza que pueda satisfacer las exigencias verdes. Sí es cierto, en cambio, que no todo concreto proceso de trabajo es de la misma naturaleza: Marx habla del trabajo enajenado, forma del proceso de trabajo en la que no concurren aquellos elementos o factores que deben caracterizarlo. La enajenación en el trabajo no puede entenderse, a su vez, al margen del carácter social del mismo y de la distinción, apuntada ya pero no explicitada, entre trabajo y producción.
Tanto la relación del hombre con la naturaleza, como el proceso de trabajo, poseen un carácter eminentemente social. Por una parte, en la medida en que está ausente en Marx toda tentación de robinsonismo en el análisis, el proceso de producción es social en la medida en que las relaciones hombre-naturaleza corresponden a relaciones sociales definidas y a una división del trabajo ya dada, mientras que, por otra, el poder de trabajo es una fuerza social en el sentido de que contribuye a la reproducción social, y su reproducción y evolución son, en sí mismos, procesos sociales (cfr. Grundmann, 1988: 4; Burkett, 1999: 50; Marx y Engels, 1970: 30). Esta cualidad social del trabajo es la que abre la puerta a su enajenación individual. En su raíz se halla también la distinción entre trabajo y producción, que como el propio Burkett (1999: 27) recuerda, Marx no identifica. Efectivamente, el trabajo es una condición natural de la existencia humana independiente de la sociedad de que se trate; una cosa es el proceso de trabajo abstractamente considerado y otra “la forma social concreta que revista” (Marx, 1978: 130). La producción viene a coincidir, precisamente, con esa forma social concreta, es la plasmación históricamente variable del proceso de trabajo; como escribe Marx en el Grundrisse: “Toda producción es apropiación de la naturaleza por parte del individuo en el seno y por intermedio de una forma de sociedad determinada” (Marx, 1971: 7). De manera que, si el trabajo es la condición transhistórica de la existencia humana, la producción es la manifestación histórica del mismo, expresión por ello de su inevitable carácter social. La producción no extingue el trabajo, sino que constituye su forma de organización, que comprende tanto medios como relaciones sociales de producción.
Es en este contexto donde puede hablarse de la posibilidad, históricamente realizada, del trabajo enajenado. Es en los Manuscritos donde Marx se refiere al mismo de un modo más teórico y ligado a su discusión en torno a la naturaleza; y es revelador que lo haga allí donde su concepción del mundo natural se muestra más abierta a moderar su materialismo, en beneficio de una confusa forma de sensualismo perceptivo que, en realidad, posee carácter instrumental en relación a un proceso de apropiación y dominación que sigue siendo prevalente. La enajenación en el trabajo aparece, por otra parte, vinculada a una concepción humanista que deriva de la idea marxista de vida genérica humana: es su desviación. El trabajo es trabajo enajenado cuando el trabajador no siente como suyo el producto de su trabajo ni la misma actividad productiva. Es la desvinculación del trabajador respecto de su actividad de trabajo. Una primera consecuencia de esta enajenación es que la naturaleza se convierte en algo extraño al hombre, que deja de sentirla como parte de su cuerpo, como su cuerpo inorgánico. Pero, en segundo término, el trabajo enajenado hace al trabajador extraño a sí mismo, haciéndolo sentir ajeno a su propia función activa y a su actividad vital, con lo cual “también hace del género algo ajeno al hombre; hace que para él la vida genérica se convierta en medio de la vida individual” (Marx, 1980: 111), porque priva a la vida genérica humana de aquellos atributos que para Marx la cualifican: el ser libre, consciente y universal. Lo que se hace ajeno al hombre es así “su esencia espiritual, su esencia humana” (Marx, 1980: 113). No hay que olvidar que, para Marx, cuando el hombre transforma la naturaleza está realizando al mismo tiempo su esencia de especie, su naturaleza humana. Por eso mismo, el trabajo enajenado
“invierte la relación, de manera que el hombre, precisamente por ser un ser consciente, hace de su actividad vital, de su esencia, un simple medio para su existencia” (Marx, 1980: 112).
La enajenación del trabajo implica así su deshumanización: al perder los atributos que hacen del trabajo la manifestación de la vida genérica del hombre y suponen su realización como especie, la actividad vital humana viene a reintegrarse en el círculo del más ciego proceso reproductivo. Ya no es medio para la satisfacción de necesidades que están más allá de la emancipación humana de las constricciones naturales, sino que sólo sirve a esta última. Es un medio para existir, no un medio para ser. La idea marxista del trabajo encierra por tanto un componente claramente normativo, que las condiciones de producción propias del capitalismo industrial no permitirían desarrollar. Sólo su superación y la implantación del comunismo podrían proporcionar una solución. Porque el comunismo supone la “superación positiva de la propiedad privada en cuanto autoextrañamiento del hombre, y por ello como apropiación real de la esencia humana por y para el hombre” (Marx, 1980: 143). El comunismo es un naturalismo, que es igual a un humanismo, y viceversa. Constituye la solución al conflicto “entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre” (Marx, 1980: 143). En este contexto,
“La sociedad es, pues, la plena unidad esencial del hombre con la naturaleza, la verdadera resurrección de la naturaleza, el naturalismo realizado del hombre y el realizado humanismo de la naturaleza” (Marx, 1980: 146).
La consecución del comunismo puede así considerarse también la consecución de una relación sustentable con la naturaleza, y la de una justicia social que clausure el conflicto entre los hombres, que constituye la causa de la enajenación en el trabajo y respecto de la propia naturaleza (vid. Foster, 2000: 175-177). Lo que resulta, sin embargo, más dudoso, es que esa sustentabilidad que con el comunismo se alcanza pueda satisfacer a los verdes, ya que “la plena unidad esencial del hombre con la naturaleza” a que Marx se refiere no es la armónica reconciliación con el mundo natural que, con la preservación como objetivo central, postulan aquéllos. Porque, si la superación del capitalismo trae consigo la desaparición del trabajo enajenado, no supone por el contrario y en modo alguno la desaparición del trabajo, sino más bien su ejercicio acorde con los atributos de la vida genérica propia del hombre como especie: trabajo libre, consciente y universal, de nuevo. Por tanto, la naturaleza sigue siendo el objeto de un proceso de trabajo en cuyo curso se procede a su transformación.
La realización de la especie humana mediante la de su vida genérica sigue cifrándose en la progresiva transformación y apropiación del mundo natural, no en la realización de ninguna fantasía pastoril. La “plena unidad esencial”, como reconoce Benton (1993), no oculta la permanencia del proceso asimilativo de la naturaleza por el hombre. Resulta así que la naturalización de la humanidad a la que Marx alude se refiere no a ninguna clase de ‘ecologización’ del hombre, sino a la completa realización de su vida de especie o vida genérica, que consiste precisamente en la humanización de la naturaleza, envés de una moneda a la que los verdes preferirían no dar la vuelta.
—fin del mensaje nº 1—
Última edición por Chus Ditas el Jue Jul 03, 2014 8:35 pm, editado 1 vez