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    El PTD, adulador del laborismo británico y del criminal Bernie Sanders

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    Mensaje por Capitán Arséniev Lun Oct 07, 2019 6:26 pm

    Esto es lo que se deduce de la lectura del artículo que figura en el siguiente enlace:

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    En este artículo se rinden a los pies de Jeremy Corbyn, social-traidor que ahora mismo está liderando la gran coalición laborista-conservadora para tumbar el Brexit, y a los pies del demócrata admirado por Soros Bernie Sanders, que ha votado a favor de todas las guerras imperialistas de EEUU desde 1999.

    Reproducimos a continuación el artículo, donde dicen abiertamente que ahora Estados Unidos y Gran Bretaña son los nuevos corazones del movimiento obrero a nivel mundial, porque ahí la socialdemocracia clásica está repuntando.

    Reproducimos a continuación el artículo. Disfruten:

    Redefiniendo la izquierda: de Sanders y Corbyn a Renzi y Macron… pasando por Sánchez

    Hubo una época en que el mundo anglosajón encabezaba la izquierda a nivel global. El Consejo General de la AIT se celebraba en Londres, y luego en Nueva York. El Capital fue escrito en la ciudad del Támesis. Durante el siglo XX, ese eje se desplazó hacia el este, que se convirtió sin duda en el corazón del movimiento obrero a nivel mundial. Pero las cosas han cambiado, para bien o para mal.

    ¿Y si estamos volviendo a los orígenes? Bernie Sanders en Estados Unidos, y Jeremy Corbyn en Reino Unido, son dos de los ejemplos más reconocibles de una revolución que redefine los paradigmas de la izquierda occidental contemporánea, revisitando precisamente sus orígenes políticos. En el otro extremo, los partidarios de la Tercera Vía se descubren abiertamente como liberales.

    ¿Y qué hay de España?

    Por Antonio García Rosas -26/09/2019

    La conferencia del Partido Laborista británico que está teniendo lugar en Brighton ha servido para constatar la profundidad del giro a la izquierda de la organización dirigida por Jeremy Corbyn. Entre las medidas que ya se han comprometido a aplicar en caso de llegar al Gobierno, los laboristas han incluido la semana laboral de cuatro días (32 horas), la eliminación del copago farmacéutico, el fortalecimiento de los sindicatos, el aumento del salario mínimo a 10 libras, la eliminación de la educación privada, la creación de un sistema gratuito de cuidados para mayores y niños… La lista de medidas podría continuar ocupando líneas. Fuera del Reino Unido, muchos se han hecho eco del nuevo programa laborista, que continúa la senda iniciada por el Manifiesto del Partido de 2017.

    Llama la atención la clara ruptura entre esta línea y la historia moderna del Partido Laborista del Reino Unido, uno de los baluartes europeos del social-liberalismo. Sin embargo, no es un fenómeno aislado. Al otro lado del Atlántico, Bernie Sanders es el candidato de moda entre los jóvenes y las familias trabajadoras. Ya estuvo a punto de dar la sorpresa en 2016, y las encuestas, al menos por ahora, le son favorables. El espacio de la social-democracia contemporánea está revuelto. Las contradicciones del capitalismo se agudizan, con más gravedad en aquellos países, como Reino Unido o Estados Unidos, donde triunfó la revolución neoconservadora allá por los años 80 que cuestionó la protección social conquistada por los trabajadores después de la Segunda Guerra Mundial. Y la gente, puesta entre la espada y la pared, exige soluciones. Muchos se quedan en casa. Algunos se pasan a las filas de la nueva extrema derecha. Pero otros tantos no se han resignado, y han empezado a organizarse.

    Hay una revolución en marcha en la izquierda, aunque aún debe llegar a España. Sanders y Corbyn, a pesar de provenir de una tradición más próxima a la social-democracia, pasan por la izquierda a Podemos, y no digamos ya al PSOE. Nuestra sociedad, sin embargo, está más escorada a la izquierda, según un informe publicado por BBVA. Somos, de hecho, el país más a la izquierda de las grandes economías europeas, muy por delante de Francia, Alemania, Italia o el propio Reino Unido. Y, a pesar de todo, la izquierda española no se encuentra entre las fuerzas que están dirigiendo esta revolución.

    Corbyn y la izquierda británica

    A principios del siglo XXI, el laborismo británico, que hoy abre portadas por su programa abiertamente socialista, llevaba unos derroteros muy diferentes bajo la dirección de Tony Blair.

    En Reino Unido se hizo evidente a finales del siglo XX el giro ideológico de la social-democracia europea, amparado por la «Tercera Vía», hacia el social-liberalismo. Los años de Thatcher habían supuesto un varapalo tan duro para la izquierda británica que algunos dirigentes laboristas llegaron a la conclusión de que la única opción de volver a gobernar era pasar por el aro y parecerse a Thatcher. Por supuesto, la brutalidad de la Dama de Hierro a la hora de dirigir el país era intolerable, pero muchas de sus políticas – o, al menos, la filosofía que las inspiraba – parecían convencer a los británicos. La victoria ideológica de Thatcher era irremediable a ojos de algunos, y no quedaba más remedio que dar el brazo a torcer. Así, el Partido Laborista renegó de la mayoría de las políticas socialistas. Volvió al gobierno, como quería, y se mantuvo en él durante 13 años, pero los ejecutivos del propio Blair y de su sucesor Gordon Brown, fieles a su promesa, no se diferenciaron demasiado de los gobiernos tories.

    En 2008, Reino Unido, como el resto del mundo occidental, se vio sumido en una crisis económica que aún colea. La austeridad europea y los dogmas económicos liberales encontraron eco en un Partido Laborista aún convencido de que debía parecerse a Thatcher. Se aplicaron las medidas de la Comisión Europea y del FMI igual que en el resto de Europa y, como era de esperar, esas medidas terminaron costando una derrota electoral a los laboristas en las elecciones de 2010. El nuevo gobierno de coalición entre conservadores y liberales continúo la senda de la austeridad y los recortes y acrecentó la fractura social del país. Los años de Thatcher habían laminado al movimiento obrero británico, tanto a nivel ideológico como práctico, de modo que las consecuencias de la desigualdad fueron especialmente sangrantes, y no se había producido una recuperación posterior a ese debilitamiento cuantitativo y cualitativo – a pesar de conservar cifras de afiliación sindical de en torno al 25%, por encima del 19% de España. Después del trauma de los años 80, las organizaciones sindicales y políticas de la izquierda británica aún seguían noqueadas.

    Los primeros síntomas de reacción llegaron con la elección de Ed Miliband, considerado un social-demócrata de izquierda entre los laboristas. En la conferencia de 2013, el partido defendió el aumento del salario mínimo, la construcción de 200.000 viviendas públicas, o el control de los precios del gas y la electricidad. En las elecciones de 2015, sin embargo, este leve giro a la izquierda no fue suficiente para devolver a los laboristas al Gobierno, y Miliband dimitió. Su sucesor, Jeremy Corbyn, siempre se había situado a la izquierda del Partido Laborista, con un pasado como sindicalista, activista anti-apartheid, militante antifascista… Pese a los esfuerzos por parte del aparato, encabezados por Blair, Brown o David Miliband – hermano del lider saliente -, la victoria de Corbyn fue aplastante, con casi un 60% de los votos… a pesar de que había tenido dificultades para contar con el apoyo suficiente (35 diputados) como para poder presentar una candidatura.

    Desde entonces, Corbyn ha sido consecuente con el programa que le llevó a dirigir el partido. Su elección ha revitalizado el partido, aumentando la cantidad de militantes y activistas de forma significativa y convirtiendo al Partido Laborista en la organización más grande del país, con alrededor de 485.000 miembros en 2019 – aunque alcanzó un pico de 564.443 en 2017. En 2014, antes de la elección de Corbyn, el partido contaba con 190.000 miembros; en 1997, cuando Tony Blair ganó las elecciones, la organización contaba con 405.000 miembros: la diferencia es abismal. En las elecciones de 2017, ese crecimiento organizativo se tradujo en un aumento del 10% en voto (hasta alcanzar el 40%, el porcentaje de voto más alto desde 2001) y de 30 escaños más para los laboristas (la primera vez que ganaban escaños desde 1997).

    A pesar de ello, las encuestas preveen un resultado mucho peor en las próximas elecciones, a causa, en gran medida, del difícil contexto británico, hegemonizado por el Brexit. Sin embargo, el crecimiento del Partido indica un claro aumento de su capacidad de influencia. Al amparo del músculo laborista, la caída de la afiliación sindical, constante desde hacía décadas, también parece haberse frenado, e incluso se ha registrado una leve mejora por segundo año consecutivo en las cifras, con 103.000 nuevos afiliados en el año 2018. Todo apunta a que la sangría de la izquierda británica se ha moderado, e incluso hay importantes signos de recuperación con consecuencias directas para los sindicatos y el propio Partido Laborista. La construcción de una organización de raíz de esas dimensiones sienta las bases para que, a pesar de todas las dificultades, los laboristas capeen el temporal del Brexit y, en el futuro, tengan muchas oportunidades de llegar al Gobierno.

    Lo que suceda entonces ya será harina de otro costal.

    Sanders y la izquierda estadounidense

    A pesar de la idea que tenemos a día de hoy de la política norteamericana, el socialismo no fue siempre un tabú para los trabajadores estadounidenses. A principios del siglo XX, el Partido Socialista dirigido por Eugene Debs registró porcentajes de voto nada despreciables en las elecciones de 1912 (901.551 votos, un 6%) y 1920 (913.693 , un porcentaje prácticamente idéntico) – a pesar de que el propio Debs, candidato presidencial socialista, había sido encarcelado, como otros muchos activistas de izquierda, por oponerse a la participación de su país en la Primera Guerra Mundial.

    Las divisiones del movimiento y el desarrollo económico de los años 20 impedirían que el socialismo americano se reforzara. A pesar de ello, la elección de Franklin D. Roosevelt como presidente en 1933, y la implementación de un sistema de intervención pública de la economía conocido como New Deal, son hitos a tener en cuenta en la evolución de la izquierda americana. Después de la guerra, el mundo bipolar convirtió el socialismo en sinónimo de ruso. Y eso, en los términos de la guerra fría, venía a significar que era anti-estadounidense. El estigma perduró, hasta el punto de convertirse en un componente más de la psicología colectiva americana. Reagan y los republicanos se sumaron a Thatcher y los tories en la revolución neocon que idearon conjuntamente, lanzando una guerra ideológica sin cuartel contra la izquierda. Unida al shock de 1991, este asedio dejó fuera de combate al socialismo americano, exhausto por la persecución y el legado del macartismo.

    Fueron los años de esplendor de la Tercera Vía, a ambas orillas del Atlántico. Al igual que los laboristas británicos, los demócratas americanos llevaban más de una década sin llegar al gobierno. La efímera legislatura de Carter, entre 1977 y 1981, apenas compensaba los veinte años de gobiernos republicanos de Nixon, Ford, Reagan y Bush padre. Para revertir la situación, el Partido Demócrata confió en un joven y carismático candidato: Bill Clinton. El prometedor candidato, que se daba un aire a la última estrella demócrata – JFK – ya contaba con experiencia como «matagigantes» después de arrebatar el estado de Arkansas al gobernador republicano JP Hammerschmidt después de cinco mandatos consecutivos. Su imagen fresca e innovadora, sumada a sus éxitos como gobernador estatal, le llevaron a ganar las elecciones presidenciales de 1993.

    Como Reagan y Thatcher, Clinton y Blair se conjugaron para enfrentarse a sus oponentes políticos. La década de los 90 era la década de la aplastante victoria del social-liberalismo frente a la social-democracia y, desde luego, frente al socialismo clásico europeo. La estrategia de parecerse tanto a los rivales que resultara difícil distinguir las fronteras entre unos y otros funcionó, al menos electoralmente. Clinton sumó ochos años al frente de la Casa Blanca, durante los cuales, incluso a pesar de los escándalos, mantuvo un ratio de aprobación consistentemente alto: al ser electo en 1993, el 58% de la población le valoraba positivamente; cuando dejó la Casa Blanca en 2001, ese ratio era del 66%, con un pico del 73% en 1999. A pesar de todo, los republicanos volvieron a hacerse con el ejecutivo en el año 2000 con la elección de George Bush hijo.

    Después vinieron el 11-S y las nuevas guerras (Afghanistán 2001, Iraq 2003), que distrajeron la atención de la población estadounidense situando el foco en la «guerra contra el terror» basada en la doctrina del shock. Durante los comienzos del siglo XXI, los norteamericanos estaba demasiado inmersos en su lucha «por la libertad», amenazada por el terrorismo, como para atender a los problemas incipientes (cambio climático, estancamiento económico, desindustrialización…) que han ido estallando posteriormente como bombas de relojería. Menos aún para atender a los viejos problemas que siempre habían perseguido a los Estados Unidos (desigualdad, racismo, violencia policial…), algunos de los cuales ni siquiera son considerados problemas por una parte nada despreciable de la población.

    La crisis de 2008 fue el detonante que rompió el monotema de la «guerra contra el terror». El Partido Demócrata confió en Hillary Clinton, esposa del expresidente Bill Clinton y miembro de confianza del establishment demócrata, para recuperar la Casa Blanca. Las bases tenían un plan diferente, y, como se demostró posteriormente, también la mayoría de la sociedad estadounidense: no querían más de lo mismo. Barack Obama, un senador de segunda línea, ganó las primarias, y después las presidenciales, convirtiéndose en el primer presidente negro de la historia norteamericana. Su perfil público era parecido al de sus predecesores: joven, carismático, familia perfecta… Pero, a diferencia de ellos, era afroamericano. Ese factor, unido a un programa más progresista que el de sus antecesores – encabezado, principalmente, por la reforma del sistema sanitario conocida como Obamacare – le permitió ganar holgadamente las elecciones de 2008, con casi 10.000.000 de votos más que su rival republicano. Aunque la diferencia se reduciría significativamente hasta los 5.000.000 de votos en 2012, Obama repetiría un segundo mandato.

    A pesar de las esperanzas depositadas en ella, la administración Obama no resultó tan rupturista como muchos esperaban. El Obamacare, su medida estrella, no resolvió la gravísima crisis sanitaria estadounidense, que ha seguido agravándose: cada treinta segundos, en palabras del propio Obama, un ciudadano americano tiene que declararse en bancarrota porque no puede asumir los costes de su atención sanitaria. En 2007, según un estudio, la bancarrota médica representaba el 62,7% de las bancarrotas declaradas por ciudadanos americanos. En 2019, el porcentaje había aumentado al 66,5%. La cuestión sanitaria es una de las más acuciantes, pero los indicadores sobre la grave crisis que sacude a Estados Unidos son interminables: la desaceleración económica ha llevado a ciudades enteras, como Detroit, a una situación de quiebra; entre los años 2000 y 2017, se perdieron 5,5 millones de puestos de trabajo en el sector industrial, según datos de la Oficina de Estadísticas del Trabajo; desde 2012, la vivienda se ha vuelto cada vez más inaccesible para los trabajadores estadounidenses1; la deuda estudiantil – préstamos que se ven obligados a pedir los estudiantes norteamericanos para ir a la Universidad – ha aumentado un 78% en la última década: 44.5 millones de personas acumulan una deuda total de 1.500.000 millones de dólares. Todo eso sin mencionar los viejos problemas del racismo estructural, la violencia policial, la posesión descontrolada de armas, la desorbitada deuda exterior del país…

    En las primarias demócratas de 2015, el establishment del partido apostó por alguien de la casa: Hillary Clinton, la esposa de Bill Clinton, secretaria de Estado con Barack Obama. Pero una vez más, el plan de las bases era muy diferente. Y, al igual que en 2007, un candidato inesperado iba a acabar convirtiéndose en una figura política de primer nivel.

    Bernie Sanders no ganó aquellas primarias, pero cambió profundamente la realidad del Partido Demócrata. Su campaña de 2015 sentó las bases para que las nuevas estrellas demócratas – Alexandria Ocasio-Cortez, Julia Salazar, Ilhan Omar, Rashida Tlaib… – se hayan convertido en primeras espadas de una izquierda renovada. Situó como eje del debate las condiciones de vida de las familias trabajadoras. Ofreció propuestas y respuestas al problema de la bancarrota médica, al de la deuda estudiantil, a la desaceleración económica, a la amenaza del cambio climático… Su campaña, construida prácticamente desde la nada, fue capaz de movilizar una espectacular fuerza social que le permitió competir de tú a tú con Clinton, ganando 23 estados y 1865 delegados para la Convención Nacional Demócrata, que representaban a más de 13.000.000 de simpatizantes y activistas de base.

    En 2019, Sanders ha vuelto a la carga. Aunque las encuestas difieren en los porcentajes exactos, lo que parece claro es que forma parte de la tríada que encabeza todos los pronósticos, junto a Joe Biden – vicepresidente de Obama, la apuesta del establishment demócrata – y Elizabeth Warren – una senadora progresista que comparte gran parte del programa de Sanders. Algunas encuestas, incluso, ya hablan de que podría ganar a Trump en 2020. Las cosas, sin embargo, pueden cambiar mucho en muy poco tiempo – si no, que le pregunten a Gary Hart, candidato demócrata en las primarias de 1987 que encabezaba todos los pronósticos para ser presidente de Estados Unidos en 1988 y terminó retirándose a las tres semanas de empezar su campaña al destaparse su affaire con una modelo.

    Ocurra lo que ocurra finalmente, Sanders, en cierto sentido, ya ha ganado. Ha obligado al establishment demócrata a asumir parte de sus posiciones, lo que ha desencadenado la candidatura de Warren – un intento pilotado por sectores de la dirección demócrata de disputar el espacio a Sanders y mantenerlo bajo control. Las ideas socialistas, convertidas en anatema durante la segunda mitad del siglo XX, parecen haberse normalizado, y son capaces de movilizar a millones de trabajadores estadounidenses, ya sea para organizarse en una campaña – la de Bernie Sanders ha sido la campaña que ha alcanzado más rápido el millón de donantes individuales, encabezados por profesores y trabajadores de Walmart -, en un partido – Socialistas Democráticos de America, una de las principales organizaciones de la izquierda socialista americana, ha pasado de 5.000 militantes en 2016 a más de 55.000 en 2019 -, o en un sindicato – casi 50.000 trabajadores de General Motors llevan ya 10 días en huelga, la mayor convocada por el sindicato United Auto Workers en la última década, mientras que la Federación Americana de Profesores ha recibido a 88.500 miembros más y creado 11 nuevas secciones.

    Algunos de los candidatos más prometedores y populares de entre los demócratas, encabezados por The Squad – el grupo de mujeres congresistas formado por Ocasio-Cortez, Tlaib, Omar y Pressley, que se ha enfrentado duramente a Trump – están vinculados con el movimiento socialista, y muchas de sus propuestas, como Medicare for All o el Green New Deal, se han convertido en banderas de un importante sector del partido. La organización en su conjunto ha experimentado un importante giro hacia la izquierda – al igual que los republicanos han girado a la derecha. No obstante, eso no implica que todo el partido comparta esta agenda. Aún quedan demócratas «moderados» y conservadores a los que sigue asustándoles el «socialismo», pero los datos parecen indicar que el giro a la izquierda no es un capricho, sino que responde a una demanda social. Bernie Sanders ha formado parte del panorama político estadounidense desde los años 80. Siempre había sido un rara avis, un tipo fuera de lugar que no acababa de encajar en el Partido Demócrata… hasta 2016.

    Muchas cosas han cambiado en estos últimos años.

    Un vistazo al resto de la izquierda europea

    La revolución en la izquierda no ha llegado a todos los países por igual; ni siquiera ha llegado a todos los países.

    En Alemania, el SPD no parece dispuesto a asumir políticas socialistas, aunque algunas voces – como la de Kevin Kühnert, dirigente de su rama juvenil – se hayan atrevido a poner la línea política del partido en tela de juicio. Sus resultados electorales se han desplomado, con el porcentaje de voto más bajo desde 1933 (20,5% frente a 18.3%) y la cantidad de escaños más baja desde 1949 (153 frente a 131), y el partido parece haberse convertido en una muleta de la CDU dentro de la Gran Coalición; pero lo peor para los socialdemócratas alemanes es que las encuestas predicen una caída aún mayor, situándose ya en un 15% de los votos. Los malos resultados electorales y la incapacidad de construir un proyecto de futuro llevaron a la dimisión de su presidenta, Andrea Nahles, y el partido quedó bajo una dirección interina hasta la celebración de nuevas elecciones primarias. Die Linke, la coalición de izquierda alternativa, tampoco ha sido capaz de capitalizar el descontento. Quien si ha conseguido pescar en río revueltos han sido Los Verdes, que se colocaron en segunda posición en las elecciones europeas con un 20% de los votos, muy cerca de los conservadores, con un 22,6%.

    En Italia, el populismo anti-establishment del Movimiento Cinco Estrellas se aleja cada vez más de lo que podría considerarse izquierda, y el Partido Demócrata se aferra desesperadamente a un social-liberalismo en descomposición – Renzi, ex-primer ministro y antiguo lider del partido, ha dirigido una escisión à la Macron – para hacer frente a la extrema derecha de la Liga. La situación en el país transalpino dio un giro inesperado cuando ambas organizaciones acordaron un gobierno conjunto para evitar ir a unas elecciones cuyo principal beneficiario habría sido Salvini, ya que a la formación de extrema derecha y a su lider las encuestas les auguraban una gran victoria, con más de un 30% de los votos. Un resultado así habría permitido que la Liga formara un gobierno de derecha radical con el apoyo de Forza Italia y Fratelli d’Italia. El acuerdo entre el M5S y el PD carece de un programa político serio y de un proyecto de futuro para el país, y sólo tiene sentido si lo consideramos un balón de oxígeno para ambas formaciones: unos y otros dejaron de lado sus diferencias para evitar que Salvini se saliera con la suya y ganar un tiempo precioso para intentar recuperar aliento de cara a unas inevitables elecciones a corto-medio plazo. La izquierda ni está ni se la espera.

    Las últimas elecciones presidenciales de Francia mostraron una tendencia similar: si la izquierda no se reorganiza, no clarifica su programa y su proyecto, y no actúa en consecuencia, se desangrará por la derecha. Macron, ex ministro de Economía del Partido Socialista, abandonó el barco cuando se hundía para fundar En Marcha, un movimiento/partido abiertamente liberal que ha terminado convirtiéndole en presidente de Francia ante el hundimiento de su antigua formación, que pasó de 18.000.000 votos (51,64%) a 2.300.000 (4,82%). En la otra esquina del ring, Marine Le Pen, que perdió este primer asalto, se prepara para asaltar el Elíseo en 2022 después de que su partido, Rassemblent National, ganara las elecciones europeas con un 23,5% de los votos. La France Insoumise, la coalición de izquierda alternativa encabezada por el veterano Mélénchon, tampoco ha podido convertirse en un actor de peso en el panorama político galo, a pesar de mejorar sus resultados en las últimas presidenciales.

    España, por su parte, es diferente – también en esto. Como señala el informe de BBVA, nuestra sociedad se sitúa ideológicamente a la izquierda de la media europea. Las elecciones del pasado día 28 de abril – cuyo resultado se ha visto malogrado posteriormente por la incapacidad de las fuerzas de izquierda de alcanzar un acuerdo – tuvieron la mayor participación de los últimos años, con un 75,75%, y corroboraron esos datos sociológicos con hechos políticos. Quizás precisamente porque nuestra sociedad ya se sitúa más a la izquierda que las que nos rodean, aquí no se ha producido ningún giro. Y a pesar de ello, hay un desfase importante entre las necesidades de la mayoría – las organizaciones sindicales y movimientos sociales advierten de la necesidad urgente de derogar las reformas laborales, revertir los recortes en servicios públicos, combatir la precariedad, seguir aumentando el salario mínimo, derogar la ley mordaza, garantizar las pensiones… -, y la realidad política del país – de todas esas medidas, sólo se ha aumentado el SMI, a una cantidad que, aunque mejor, sigue siendo insuficiente.

    A pesar de que Unidas Podemos es una de las fuerzas de izquierda alternativa más relevantes de nuestro entorno, no ha conseguido revertir la hegemonía del PSOE. Desde su espectacular entrada en el Parlamento, con 69 escaños y casi el 21% de los votos, sus resultados han ido descendiendo progresivamente, hasta llegar a los 42 y 14% actuales – a falta de ver qué resultado arrojan las elecciones del día 10 de noviembre. La fuerza de referencia en la izquierda sigue siendo el PSOE, y todo apunta a que esta situación no solo va a asentarse, sino que además es probable que se acentúe. A falta de conocer el programa y discurso de Más País, la fuerza encabezada por Íñigo Errejón que parece dispuesta a reclamar para sí el espacio del Partido Verde Europeo, lo más probable es que la izquierda española siga en tierra de nadie: sin un proyecto claro de país, sin una narrativa contundente, y viviendo de las rentas, del impulso y espíritu social-demócrata de la Transición. El problema es que esas rentas se agotarán en algún momento.

    El fin de ciclo del social-liberalismo y la izquierda que viene

    Los años 90 y principios de los 2000 fueron los años de oro del social-liberalismo. La dura crisis del socialismo en 1991 fue un golpe demasiado fuerte para la izquierda, después de una larga campaña de acoso y derribo desde todos los frentes por parte del gran capital, consciente de que estaba en juego su supervivencia. El resultado fue la victoria – contundente pero temporal – de la Tercera Vía, que asumía el libre mercado como único sistema viable y limitaba toda la política de izquierdas a controlar sus consecuencias más negativas e intentar darle una dimensión social. Blair, Clinton y los suyos hicieron propia la máxima de Fukuyama y asumieron que la Historia había terminado, nos gustara o no, con la victoria del capitalismo. La onda expansiva de 1991 generó un caldo de cultivo de derrotismo y pesimismo existencial en el que el oportunismo de la Tercera Vía pudo echar raíces, y las organizaciones históricas de la clase obrera desaparecieron o fueron coptadas por los paladines de la izquierda posibilista. Los trabajadores nos quedamos huérfanos, y hemos pagado un precio muy caro por esta travesía en el desierto.

    Pero el social-liberalismo está llegando a un fin de ciclo. El capitalismo exhausto lleva más de 30 años gripado, y cada vez con mayor frecuencia su motor se detiene en forma de crisis que sacuden la sociedad de punto a punto. Aún no nos hemos recuperado de la de 2008, y ya aparece en el horizonte la amenaza de una igual o peor, agravada por el hecho de que la mayoría social ya quemó entonces sus escasos colchones, y apenas ha tenido margen para recuperarse. El liberalismo ya no puede ser social. Políticamente, eso supone una ruptura del espacio de la iquierda mainstream tal y como se configuró en la historia reciente. Eso obliga a las fuerzas de la Tercera Vía a elegir un bando: o pasarse ya sin tapujos al campo del liberalismo, o transitar el camino de vuelta al punto del que salieron. O unir su presente y su futuro a un capitalismo agotado que boquea, intentando encontrar oxígeno en las conquistas sociales cada vez más escasas de la clase trabajadora, o recuperar un plan de futuro propio.

    Los bandos se van definiendo claramente. En Alemania, en Italia y en Francia, la izquierda mainstream ha abandonado ya el paraguas del movimiento obrero y se ha incorporado a las filas del gran capital. También hay ejemplos de lo contrario: aunque aún queda mucho camino por recorrer, en Sanders y Corbyn se atisba una brizna de esperanza, una posibilidad de una izquierda por venir que puede volver a ser vibrante, ilusionante, transformadora…

    Las consecuencias de tomar una u otra decisión son claras. La izquierda británica y la izquierda americana recuperan fuerza, recobran su vitalidad y atraen a sectores crecientes de la población trabajadora, en especial aquellos más golpeados por las consecuencias de la crisis (jóvenes, mujeres, migrantes, personas LGTB…). El SPD alemán, el PD italiano y el Partido Socialista Francés, en cambio, son organizaciones demasiado grandes y demasiado importantes para el sistema para caer, pero al mismo tiempo, completamente inútiles para la mayoría social. Esa contradicción está convirtiendo a estos partidos en gigantes con pies de barro, tan agotados como el sistema al que se aferran, monstruos de Frankenstein mantenidos artificialmente con vida. No ilusionan, no movilizan, no convencen. Si no fuera por la cantidad de dinero que reciben en subvenciones públicas y privadas, no serían capaces de mantener el ritmo de la sociedad.

    Redefiniendo la izquierda en España

    En España, el PSOE, agente principal de la izquierda, sí ha podido mantener el espacio social-liberal. No sin dificultades, ha conseguido evitar la desintegración que amenaza a otras formaciones de la izquierda mainstream europea. La ruptura que en Francia e Italia se ha producido hacia el centro, hacia el liberalismo, aquí ha tenido un origen diferente. Ciudadanos, que aspira a ocupar ese espacio en España, no sólo proviene de la derecha, sino que se escora cada vez más hacia ella, alejando de sí a los pocos cuadros y votantes liberales que hubiera podido captar en la esfera del PSOE.

    El intento de ruptura hacia la izquierda que pudo haber tenido lugar en el año 2014, con motivo de las primarias, fue hábilmente instrumentalizada por Pedro Sánchez en beneficio propio. José Antonio Pérez Tapias, el candidato de Izquierda Socialista en aquellas primarias, era el perfil más parecido a Corbyn y Sanders dentro del PSOE. Su elección podría haber dado inicio a un proceso para que el Partido Socialista, igual que el Partido Laborista británico, recuperara su identidad y pudiera sumarse a las fuerzas de la izquierda transformadora. Desgraciadamente, Pérez Tapias quedó en un modesto tercer lugar, con un 15% de los votos, y quien cabalgó la ola de la revolución en la izquierda fue Pedro Sánchez: un tipo aupado a su posición por el aparato del partido, un tipo que jamás había levantado la voz contra los muchos atentados que su propia organización había cometido contra los trabajadores. Pedro Sánchez jugó inteligentemente sus cartas, eso es innegable. Pero no las jugó en favor de la izquierda española, sino según sus propios intereses.

    ¿Puede el PSOE girar, como han girado laboristas y demócratas, a la izquierda? Resulta poco creíble. Tanto el Partido Laborista como el Partido Demócrata son organizaciones antiguas, con una larga tradición ideológica y política. En Reino Unido, Clement Attlee construyó un Estado del Bienestar que supuso una de las experiencias más avanzadas de socialización en Europa occidental. En los Estados Unidos, Franklin Roosevelt afrontó la crisis de 1929, la mayor de su historia, recurriendo a la intervención pública de la economía y con políticas sociales de redistribución, una línea política valiente y rupturista para el país del ultraliberalismo, que consiguió dejar una importante impronta en la sociedad americana. Ambas organizaciones han pasado por épocas, y en ocasiones se han pasado temporalmente al campo de la oligarquía – especialmente los demócratas americanos, sobre todo durante la segunda mitad del siglo XX. Pero han sido, de alguna u otra forma, partidos en disputa, en los que ha pervivido un alma diferente, un alma honestamente democrática y popular.

    La historia del PSOE es diferente, y es necesario comprenderla, como la mayor organización de la izquierda que es (nos guste o no), para entender a la propia izquierda española. La dictadura, desgraciadamente, supuso una ruptura del hilo histórico de nuestro país. Entre las muchas consecuencias tristes y graves del fascismo se encuentra la desaparición del Partido Socialista Obrero Español y de la Unión General de Trabajadores, reducidos a un puñado de viejas glorias exiliadas intrascendentes para la lucha democrática en España. Otras organizaciones, como la Confederación Nacional de Trabajadores o el Partido Comunista, sobrevivieron a duras penas. Muchos socialistas siguieron luchando contra Franco, organizándose de forma autónoma y creando nuevas organizaciones que pudieran ocupar el espacio del extinto PSOE, como el Partido Socialista del Interior – que luego se transformaría en el Partido Socialista Popular. En los años 70, con el franquismo dando síntomas de agotamiento, el futuro de España era incierto. La fuerza de la izquierda era una amenaza para el bloque capitalista en el contexto de la Guerra Fría, más aún cuando la península ibérica caía dentro de la esfera de influencia de los Estados Unidos, de modo que era necesario intervenir de alguna manera para evitar que el país pudiera eludir el control americano.

    Entre las muchas operaciones y movimientos que tuvieron en la Europa y la España de entonces se encontró la reorganización del Partido Socialista Obrero Español. No es ningún secreto que el Partido Social-Demócrata alemán financió y tuteló la reconstrucción de la organización. Tampoco lo es que la CIA siguió el proceso muy de cerca. A pesar de ello, los socialistas españoles se defendieron. Las diferencias entre renovadores e históricos llevaron, después del XXV Congreso, a la escisión del PSOE en dos organizaciones, la que terminaría quedándose con las siglas y la que acabaría dando lugar al Partido de Acción Socialista. En el XXXVIII Congreso la situación se enconaría aún más con la propuesta de la dirección de Felipe González de renunciar al marxismo, un enfrentamiento que desembocaría en el Congreso Extraordinario de 1979 en el que se consumaría el golpe: Felipe González se hacía con el control del partido, organizativa e ideológicamente.

    A partir de ahí, se inicia en 1982 una nueva época para el PSOE y para la izquierda española. Neutralizada la posibilidad de que España se escapara de la influencia americana, el nuevo PSOE se convirtió en el principal puntal del nuevo régimen, imprimiéndole su sello. La llegada al gobierno de Felipe Gonzalez es considerada por los historiadores como el indicador que ponía fin a la Transición y daba inicio a la España democrática. Esa misma España democrática, en su nacimiento, fue por tanto concebida, diseñada y – lo más importante – construida por González y los suyos. El PSOE es hoy el partido del régimen, pero a pesar de todo sigue concentrando – y neutralizando – a gran parte del espacio de izquierdas de nuestro país. Es esa contradicción la que explica el desfase entre la posición ideológica de la sociedad española, tendente a la izquierda, y la agenda política del país, que se escora cada vez más hacia la derecha.

    El PSOE ha conseguido salvar una bola de partido y mantener su espacio unido y con cierta cohesión ideológica interna, a pesar – o quizás precisamente por eso – de que en España el margen del liberalismo para ser social es más estrecho que en otros países de nuestro entorno. No podrá mantenerlo siempre. La incipiente crisis va a obligar al capitalismo a devorar los últimos rescoldos del Estado social y a presionar aún más en los centros de trabajo. Tarde o temprano, el PSOE tendrá que tomar la misma decisión que han tomado otras organizaciones de la izquierda mainstream atravesadas por la Tercera Vía. Y, a la vista de su historia y sus circunstancias, lo más probable es que todo lo que le quede de social se vaya desprendiendo hasta dejar, desnudo y crudo, el corazón puramente liberal del partido. Los acontecimientos recientes que hemos desgranado, y la historia moderna de una organización diseñada específicamente para convertirse en un bastión de la estabilidad, dejan poco o ningún margen para pensar que es posible un giro a la izquierda del PSOE. Pero, al mismo tiempo, el fracaso del sorpasso de Podemos ha demostrado que la posición de los herederos de Felipe Gonzalez es demasiado fuerte aún como para desintegrarse: es necesario un trabajo ideológico de fondo mucho más profundo para que llegue ese día.

    Hasta entonces, tengamos en mente las lecciones de la izquierda reloaded. Sanders y Corbyn levantan banderas que hacía tiempo que habíamos olvidado, y, aunque a algunos les sorprenda, parece que funcionan. Algunos podrían decir que, proviniendo del espacio social-demócrata, lo que promulga la izquierda anglosajona no es socialismo. Aferrarse a definiciones teóricas con ese fervor identitario sería un error. El nombre que le pongamos no es lo importante: lo importante es que nos preguntemos si permite que la izquierda avance, si consigue organizar y movilizar a la clase trabajadora, si confronta abiertamente con el proyecto del liberalismo y, al menos, lo pone en duda. Algunos hoy siguen situando la línea divisoria en qué tipo de proyecto alternativo tenemos, cuando la triste realidad es que, lejos del confort de la tribu urbana, no hay conciencia de que sea necesario un proyecto alternativo al del gran capital. La prioridad en esta fase de la lucha de clases no es discernir cómo vamos a sustituir al capitalismo, sino convencer a la gente de que es necesario sustituirlo. Y ahí, el ejemplo anglosajón debe ser tenido en cuenta.

    Aún así, Corbyn y Sanders no son los únicos trabajando en esta línea. En Portugal y en Bélgica también hay una izquierda viva, vibrante, que ilusiona y moviliza, y que viene de una tradición diferente. Inspirémonos en unos, en otros, y en nuestras propias fuerzas, para redefinir y renovar a la izquierda española.

    Notas
    Los indicadores profesionales del sector muestran que el índice de asequibilidad de la vivienda, que mide qué porcentaje de las viviendas en el mercado son asequibles para un comprador medio, ha caído en picado, desde un 78% en 2012 hasta un 56% en 2018, con la posibilidad de que en 2019 caiga por debajo del 50%
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    Mensaje por Claudio Forján Mar Oct 08, 2019 5:38 pm

    1) La Mayoría no es el PTD. Para sacar esas "deducciones" habría que citar un comunicado del PTD.

    2) El artículo lo que viene a decir es que el "giro a la izquierda" de laboristas y demócratas anglosajones favorece el trabajo de los comunistas.

    3) Más allá de "cruzadas personales" contra tal o cual organización, que cada cual saque sus propias conclusiones.
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    Mensaje por Capitán Arséniev Jue Oct 17, 2019 6:02 pm

    ¿Puedes indicarme dónde dice que Bernie Sanders y Jeremy Corbyn favorecen el trabajo de los comunistas?

    Gracias.
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    Mensaje por Claudio Forján Sáb Oct 19, 2019 12:22 am

    No lo dice textualmente. Ni siquiera yo he dicho que lo diga textualmente. Digo que "viene a decirlo". Y ciertamente, lo sugiere en pasajes como éste:

    Antonio García Rosas escribió:Sanders y Corbyn levantan banderas que hacía tiempo que habíamos olvidado, y, aunque a algunos les sorprenda, parece que funcionan. Algunos podrían decir que, proviniendo del espacio social-demócrata, lo que promulga la izquierda anglosajona no es socialismo. Aferrarse a definiciones teóricas con ese fervor identitario sería un error. El nombre que le pongamos no es lo importante: lo importante es que nos preguntemos si permite que la izquierda avance, si consigue organizar y movilizar a la clase trabajadora, si confronta abiertamente con el proyecto del liberalismo y, al menos, lo pone en duda.

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