Las modistas y las costureras
Extracto de «La situación de la clase obrera en Inglaterra» - Federico Engels - año 1845
[...] Es verdaderamente significativo, precisamente, que la confección de artículos que sirven para el adorno de las damas de la burguesía, tenga las consecuencias más tristes para la salud de los obreros ocupados en este trabajo. Ya lo hemos visto en el caso de la confección de encajes, y ahora tenemos, como nueva prueba de ello, las tiendas de modistos de Londres. Esos establecimientos dan ocupación a un gran número de muchachas jóvenes -unas 15 mil en total- que viven y comen en la misma casa donde trabajan, la mayoría procede del campo y de este modo son completamente esclavas de sus patronos.
Durante la estación fashionable (de moda), que se extiende unos cuatro meses del año, la duración del trabajo, incluso en los mejores establecimientos, llega a 15 horas diarias, y cuando el trabajo urge, 18 horas. Sin embargo, en la mayoría de las tiendas se trabaja durante ese período sin que sea claramente fijada la duración del trabajo, de modo que las muchachas en el día sólo disponen de 6 horas a lo sumo, a menudo solamente 3 ó 4, a veces incluso 2 horas de 24 para dormir y descansar, cuando no son obligadas a trabajar toda la noche, ¡cosa que ocurre con frecuencia! El único límite a su trabajo es la incapacidad física absoluta de manejar la aguja un minuto más.
Ha ocurrido que una de esas criaturas indefensas, permanezca nueve horas seguidas sin desvestirse y no pueda descansar sino unos instantes, si llega el caso, en un colchón donde se le sirve comida cortada en pequeños bocados, a fin de que pueda tragar el alimento lo más rápidamente posible. En una palabra, esas desdichadas muchachas son mantenidas como esclavas por un látigo moral -la amenaza de despido- en un trabajo tan continuo y tan incesante que ningún hombre robusto -y con mayor razón delicadas jovencitas de 14 a 20 años- no podría soportar. Además, el aire asfixiante de los talleres y también de los dormitorios, la posición encorvada hacia adelante, la alimentación con frecuencia mala e indigesta, todo ello, pero sobre todo el trabajo prolongado y la falta de aire puro, producen los más trágicos resultados para la salud de esas muchachas. Abatimiento y agotamiento, debilidad, pérdida del apetito, dolores en la espalda, los hombros y las caderas, pero sobre todo dolores de cabeza, hacen pronto su aparición; después tenemos las desviaciones de la columna vertebral, hombros demasiado altos y deformados, enflaquecimiento, los ojos hinchados, lacrimosos y dolorosos pronto son afectados por la miopía, la tos, un desarrollo insuficiente de la caja torácica, respiración corta, así como todas las enfermedades femeninas de la formación. Con frecuencia los ojos se enferman tanto que sobreviene una ceguera incurable, un desarreglo total de las funciones oculares, y cuando la vista permanece lo bastante buena para permitir la continuación del trabajo, es generalmente la tuberculosis lo que termina la breve y triste existencia de esas costureras.
Incluso entre aquellas que dejan bastante temprano esa ocupación, la salud física está destruida para siempre, el vigor del organismo roto; continuamente, sobre todo una vez casadas, son enfermizas y débiles y traen al mundo hijos enclenques. Todos los médicos interrogados por el comisionado (de la Children's Employment Commission) han sido unánimes en declarar que no podría imaginarse un modo de vida que tienda más que ése a arruinar la salud y a causar una muerte prematura.
Con la misma crueldad, pero de una manera un poco menos directa, las costureras son en general explotadas en Londres. Las muchachas que son empleadas en la confección de corsés, realizan una labor dura, penosa, que fatiga la vista y, ¿qué salario perciben? Lo ignoro, pero sí sé que el empresario que suministra la materia prima y distribuye el trabajo entre sus costureras, percibe 11/2 peniques (o sea 15 pfennigs prusianos) por pieza. Hay que deducir su beneficio, que se eleva a 1/2 penique por lo menos. Por tanto lo que percibe la pobre muchacha es a lo sumo un penique. Las muchachas que cosen corbatas tienen que comprometerse a trabajar 16 horas diarias y perciben a la semana 41/2 chelines, o sea 11/2 táleros prusianos, suma con la cual pueden comprar poco más o menos tantas mercancías como por 20 groschen de plata en la ciudad más cara de Alemania.
Pero la peor situación es la de las jovencitas que hacen camisas. Por una camisa ordinaria, perciben 11/2 peniques; anteriormente percibían 2 ó 3 peniques, pero desde que la casa de pobres de St. Pancras, administrada por una dirección compuesta de burgueses radicales, aceptó percibir 11/2 peniques, esas desdichadas mujeres tuvieron que hacer otro tanto. Por camisas finas bordadas, que pueden hacerse en un día pero a condición de trabajar 18 horas se les paga 6 peniques, o sea 5 groschen de plata. El salario de las costureras se eleva por tanto, según diversos testimonios de empresarios y obreros, a 21/2 chelines por semana, y eso, ¡por un trabajo encarnizado, prolongado hasta tarde en la noche!
Y el colmo de esa escandalosa barbarie es que las costureras deben entregar en depósito una parte del costo de la materia prima que se les confía; no podrían hacerlo -los propietarios lo saben bien- sin empeñar una parte de la misma. Una de dos, o bien ellas la desempeñan con pérdida, o bien, si no pueden desempeñar las piezas; empeñadas, son forzadas a comparecer ante el juez de paz, como le sucedió a una costurera en noviembre de 1843. Una pobre muchacha, que se hallaba en ese caso y no sabía qué hacer, se lanzó en agosto de 1844 a un canal y se ahogó.
Las costureras viven de ordinario en pequeñas buhardillas, en la mayor miseria, apiñándose lo más posible en una sola pieza donde, en invierno, el calor del cuerpo es la mayor parte del tiempo la única calefacción. Sentadas, encorvadas sobre su trabajo, cosen desde las 4 ó 5 de la mañana hasta la medianoche, arruinando su salud en unos años, y apresurando la hora de su muerte sin siquiera poder procurarse los artículos más indispensables, mientras que ruedan a sus pies las carrozas relucientes de la burguesía y mientras que tal vez a diez pasos de allí un miserable señorito pierde en el juego de naipes más dinero que el que ellas pueden ganar en un año entero. [...]
Extracto de «La situación de la clase obrera en Inglaterra» - Federico Engels - año 1845
[...] Es verdaderamente significativo, precisamente, que la confección de artículos que sirven para el adorno de las damas de la burguesía, tenga las consecuencias más tristes para la salud de los obreros ocupados en este trabajo. Ya lo hemos visto en el caso de la confección de encajes, y ahora tenemos, como nueva prueba de ello, las tiendas de modistos de Londres. Esos establecimientos dan ocupación a un gran número de muchachas jóvenes -unas 15 mil en total- que viven y comen en la misma casa donde trabajan, la mayoría procede del campo y de este modo son completamente esclavas de sus patronos.
Durante la estación fashionable (de moda), que se extiende unos cuatro meses del año, la duración del trabajo, incluso en los mejores establecimientos, llega a 15 horas diarias, y cuando el trabajo urge, 18 horas. Sin embargo, en la mayoría de las tiendas se trabaja durante ese período sin que sea claramente fijada la duración del trabajo, de modo que las muchachas en el día sólo disponen de 6 horas a lo sumo, a menudo solamente 3 ó 4, a veces incluso 2 horas de 24 para dormir y descansar, cuando no son obligadas a trabajar toda la noche, ¡cosa que ocurre con frecuencia! El único límite a su trabajo es la incapacidad física absoluta de manejar la aguja un minuto más.
Ha ocurrido que una de esas criaturas indefensas, permanezca nueve horas seguidas sin desvestirse y no pueda descansar sino unos instantes, si llega el caso, en un colchón donde se le sirve comida cortada en pequeños bocados, a fin de que pueda tragar el alimento lo más rápidamente posible. En una palabra, esas desdichadas muchachas son mantenidas como esclavas por un látigo moral -la amenaza de despido- en un trabajo tan continuo y tan incesante que ningún hombre robusto -y con mayor razón delicadas jovencitas de 14 a 20 años- no podría soportar. Además, el aire asfixiante de los talleres y también de los dormitorios, la posición encorvada hacia adelante, la alimentación con frecuencia mala e indigesta, todo ello, pero sobre todo el trabajo prolongado y la falta de aire puro, producen los más trágicos resultados para la salud de esas muchachas. Abatimiento y agotamiento, debilidad, pérdida del apetito, dolores en la espalda, los hombros y las caderas, pero sobre todo dolores de cabeza, hacen pronto su aparición; después tenemos las desviaciones de la columna vertebral, hombros demasiado altos y deformados, enflaquecimiento, los ojos hinchados, lacrimosos y dolorosos pronto son afectados por la miopía, la tos, un desarrollo insuficiente de la caja torácica, respiración corta, así como todas las enfermedades femeninas de la formación. Con frecuencia los ojos se enferman tanto que sobreviene una ceguera incurable, un desarreglo total de las funciones oculares, y cuando la vista permanece lo bastante buena para permitir la continuación del trabajo, es generalmente la tuberculosis lo que termina la breve y triste existencia de esas costureras.
Incluso entre aquellas que dejan bastante temprano esa ocupación, la salud física está destruida para siempre, el vigor del organismo roto; continuamente, sobre todo una vez casadas, son enfermizas y débiles y traen al mundo hijos enclenques. Todos los médicos interrogados por el comisionado (de la Children's Employment Commission) han sido unánimes en declarar que no podría imaginarse un modo de vida que tienda más que ése a arruinar la salud y a causar una muerte prematura.
Con la misma crueldad, pero de una manera un poco menos directa, las costureras son en general explotadas en Londres. Las muchachas que son empleadas en la confección de corsés, realizan una labor dura, penosa, que fatiga la vista y, ¿qué salario perciben? Lo ignoro, pero sí sé que el empresario que suministra la materia prima y distribuye el trabajo entre sus costureras, percibe 11/2 peniques (o sea 15 pfennigs prusianos) por pieza. Hay que deducir su beneficio, que se eleva a 1/2 penique por lo menos. Por tanto lo que percibe la pobre muchacha es a lo sumo un penique. Las muchachas que cosen corbatas tienen que comprometerse a trabajar 16 horas diarias y perciben a la semana 41/2 chelines, o sea 11/2 táleros prusianos, suma con la cual pueden comprar poco más o menos tantas mercancías como por 20 groschen de plata en la ciudad más cara de Alemania.
Pero la peor situación es la de las jovencitas que hacen camisas. Por una camisa ordinaria, perciben 11/2 peniques; anteriormente percibían 2 ó 3 peniques, pero desde que la casa de pobres de St. Pancras, administrada por una dirección compuesta de burgueses radicales, aceptó percibir 11/2 peniques, esas desdichadas mujeres tuvieron que hacer otro tanto. Por camisas finas bordadas, que pueden hacerse en un día pero a condición de trabajar 18 horas se les paga 6 peniques, o sea 5 groschen de plata. El salario de las costureras se eleva por tanto, según diversos testimonios de empresarios y obreros, a 21/2 chelines por semana, y eso, ¡por un trabajo encarnizado, prolongado hasta tarde en la noche!
Y el colmo de esa escandalosa barbarie es que las costureras deben entregar en depósito una parte del costo de la materia prima que se les confía; no podrían hacerlo -los propietarios lo saben bien- sin empeñar una parte de la misma. Una de dos, o bien ellas la desempeñan con pérdida, o bien, si no pueden desempeñar las piezas; empeñadas, son forzadas a comparecer ante el juez de paz, como le sucedió a una costurera en noviembre de 1843. Una pobre muchacha, que se hallaba en ese caso y no sabía qué hacer, se lanzó en agosto de 1844 a un canal y se ahogó.
Las costureras viven de ordinario en pequeñas buhardillas, en la mayor miseria, apiñándose lo más posible en una sola pieza donde, en invierno, el calor del cuerpo es la mayor parte del tiempo la única calefacción. Sentadas, encorvadas sobre su trabajo, cosen desde las 4 ó 5 de la mañana hasta la medianoche, arruinando su salud en unos años, y apresurando la hora de su muerte sin siquiera poder procurarse los artículos más indispensables, mientras que ruedan a sus pies las carrozas relucientes de la burguesía y mientras que tal vez a diez pasos de allí un miserable señorito pierde en el juego de naipes más dinero que el que ellas pueden ganar en un año entero. [...]