Dos oficios atribuidos a la mujer que sufrieron el estigma de mala fama
artículo de Concha Mayordomo (artista visual, gestora cultural y comisaria independiente)
publicado en diciembre de 2019 en elplural.com
En el río Manzanares, durante siglos, existió una actividad que conformaría con el tiempo un importante sector laboral. Dicha actividad, por su cuantía e importancia, podría ser considerada como una subindustria. Nos referimos al trabajo de las lavanderas, unas mujeres que carecieron de agrupación gremial y que, consecuentemente, vivieron exentas de cualquier derecho. Su labor contó con la peculiaridad de poder cambiar el paisaje de las vistas externas de la ciudad desde las dos riberas del río, formando extensos campos de sábanas y ropa blanca colgada, lo que da idea de la cantidad de trabajo que allí se generaba.
Trabajadoras incansables, las lavanderas se ganaron el jornal con uno de los oficios más duros del entorno urbano. Físicamente sufrieron múltiples problemas de salud y serias secuelas, al estar en continuo contacto con el agua y en cualquier estación del año; soportaron el calor extremo del agosto madrileño e introdujeron sus brazos en las gélidas aguas procedentes del Ventisquero de la Condesa durante el invierno.
De entre todas las enfermedades que sufrieron, cabe destacar las más devastadoras: la artrosis y la pulmonía. Para atender esa precariedad, en enero de 1872 se inauguró el Asilo de Lavanderas, que funcionó como un pequeño hospital, y que contaba con una “guardería” donde poder dejar a resguardo a menores de cinco años. También ejerció una función humanitaria al escuchar las solicitudes de alimentos en momentos de hambruna.
Además, las lavanderas sufrieron el estigma de mala fama. Frecuentaron los alrededores “mirones” que allí podían encontrar fácilmente mujeres jóvenes que dejaban al descubierto parte de sus brazos y piernas, por ese afán que requería el trabajo, circunstancia que, parece ser, les concedía la licencia del acoso, las vejaciones y posiblemente otros delitos sexuales. Las lavanderas fueron especialmente vulnerables en los trayectos desde el centro de la ciudad hasta el río; no hay que olvidar que el Manzanares se encuentra en la parte más baja de Madrid y que se accede a él por calles muy empinadas, como la calle de Segovia, o la calle de Toledo, y que estos trayectos tuvieron que realizarlos cargando grandes cestos repletos de ropa que, por otra parte, estaban obligadas a custodiar.
El pintor costumbrista Eusebio Pérez Valluerca realizó la obra titulada Lavadero en el Manzanares en 1887, un lienzo que actualmente puede verse en el Museo de Bellas Artes de Asturias. En él se puede disfrutar de la imagen idílica que tanto la literatura como el arte nos contó de esas mujeres y que tan alejada está de la realidad que les tocó vivir. La figura central de la composición, que muestra unos blanquísimos brazos, nos mira sonriente, pareciendo querer encontrar un futuro mejor y, posiblemente, con un pretendiente con el que poder casarse. Un ideal romántico que ya había sido tratado por Francisco de Goya en un dibujo para tapiz que tituló Las Lavanderas de 1780.
En los bajos de la Fábrica de Tapices de Santa Isabel de Madrid, cinco mujeres se encontraban trabajando en los talleres en la época de Felipe IV. Velázquez las retrató en el cuadro Las Hilanderas, una obra impregnada de cierta penumbra respeto a Las Meninas, a pesar de que, curiosamente, ambos cuadros contienen esencialmente figuras de mujeres que trabajan. En tanto que en Las Meninas aparecen aristocráticas doncellas de la infanta Margarita, en Las Hilanderas podemos contemplar a mujeres de la más baja escala social que, descalzas y con vestimentas humildes, trabajan con sus manos, compartiendo espacio para lograr un fin común, que es el de la creación de tapices.
La grandeza del cuadro viene dada por el pintor de cámara, que consigue trasladar a esas sencillas mujeres al primer plano de la pintura universal y que conforman el protagonismo y la esencia de la obra.
La labor de las lavanderas y las hilanderas, son dos ejemplos que alejan la idea de que la mujer trabajadora es un invento de la industrialización, ya que éstos han existido desde la noche de los siglos, no solamente en el ámbito doméstico y el entorno del negocio familiar, como es el caso de las rederas y las taberneras, por citar otros dos.
Existen trabajos esencialmente feminizados dentro de las industrias actuales y son feminizados por varios motivos: la falta de formación para poder realizarlo, la supuesta sumisión de las mujeres de escasa formación, la escasa capacidad de promoción dentro de las empresas y, desde luego, la precaria retribución económica, cuyas cifras asustan. Ahondando en ello, no puede dejar de citarse el humillante trabajo de las porteadoras en la frontera con Marruecos o la vergüenza de mostrar tras un cristal enmarcado, a modo de reclamo turístico, el trabajo de las sobadoras de anchoas en Santoña.
Curiosamente, cuando estos mismos trabajos son realizados por hombres, se produce la brecha salarial cuya existencia nadie puede cuestionar actualmente. Afortunadamente, la voz de estas trabajadoras está llegando progresivamente a círculos de decisión. Ejemplos de ello vemos continuamente en los medios de comunicación, donde se hacen eco de las reivindicaciones de las Kellys y que ha servido para que en otros sectores se siga esa senda, como el de las aparadoras, las cuidadoras o las trabajadoras del sector de limpieza, sólo por citar algunas.
artículo de Concha Mayordomo (artista visual, gestora cultural y comisaria independiente)
publicado en diciembre de 2019 en elplural.com
En el río Manzanares, durante siglos, existió una actividad que conformaría con el tiempo un importante sector laboral. Dicha actividad, por su cuantía e importancia, podría ser considerada como una subindustria. Nos referimos al trabajo de las lavanderas, unas mujeres que carecieron de agrupación gremial y que, consecuentemente, vivieron exentas de cualquier derecho. Su labor contó con la peculiaridad de poder cambiar el paisaje de las vistas externas de la ciudad desde las dos riberas del río, formando extensos campos de sábanas y ropa blanca colgada, lo que da idea de la cantidad de trabajo que allí se generaba.
Trabajadoras incansables, las lavanderas se ganaron el jornal con uno de los oficios más duros del entorno urbano. Físicamente sufrieron múltiples problemas de salud y serias secuelas, al estar en continuo contacto con el agua y en cualquier estación del año; soportaron el calor extremo del agosto madrileño e introdujeron sus brazos en las gélidas aguas procedentes del Ventisquero de la Condesa durante el invierno.
De entre todas las enfermedades que sufrieron, cabe destacar las más devastadoras: la artrosis y la pulmonía. Para atender esa precariedad, en enero de 1872 se inauguró el Asilo de Lavanderas, que funcionó como un pequeño hospital, y que contaba con una “guardería” donde poder dejar a resguardo a menores de cinco años. También ejerció una función humanitaria al escuchar las solicitudes de alimentos en momentos de hambruna.
Además, las lavanderas sufrieron el estigma de mala fama. Frecuentaron los alrededores “mirones” que allí podían encontrar fácilmente mujeres jóvenes que dejaban al descubierto parte de sus brazos y piernas, por ese afán que requería el trabajo, circunstancia que, parece ser, les concedía la licencia del acoso, las vejaciones y posiblemente otros delitos sexuales. Las lavanderas fueron especialmente vulnerables en los trayectos desde el centro de la ciudad hasta el río; no hay que olvidar que el Manzanares se encuentra en la parte más baja de Madrid y que se accede a él por calles muy empinadas, como la calle de Segovia, o la calle de Toledo, y que estos trayectos tuvieron que realizarlos cargando grandes cestos repletos de ropa que, por otra parte, estaban obligadas a custodiar.
El pintor costumbrista Eusebio Pérez Valluerca realizó la obra titulada Lavadero en el Manzanares en 1887, un lienzo que actualmente puede verse en el Museo de Bellas Artes de Asturias. En él se puede disfrutar de la imagen idílica que tanto la literatura como el arte nos contó de esas mujeres y que tan alejada está de la realidad que les tocó vivir. La figura central de la composición, que muestra unos blanquísimos brazos, nos mira sonriente, pareciendo querer encontrar un futuro mejor y, posiblemente, con un pretendiente con el que poder casarse. Un ideal romántico que ya había sido tratado por Francisco de Goya en un dibujo para tapiz que tituló Las Lavanderas de 1780.
En los bajos de la Fábrica de Tapices de Santa Isabel de Madrid, cinco mujeres se encontraban trabajando en los talleres en la época de Felipe IV. Velázquez las retrató en el cuadro Las Hilanderas, una obra impregnada de cierta penumbra respeto a Las Meninas, a pesar de que, curiosamente, ambos cuadros contienen esencialmente figuras de mujeres que trabajan. En tanto que en Las Meninas aparecen aristocráticas doncellas de la infanta Margarita, en Las Hilanderas podemos contemplar a mujeres de la más baja escala social que, descalzas y con vestimentas humildes, trabajan con sus manos, compartiendo espacio para lograr un fin común, que es el de la creación de tapices.
La grandeza del cuadro viene dada por el pintor de cámara, que consigue trasladar a esas sencillas mujeres al primer plano de la pintura universal y que conforman el protagonismo y la esencia de la obra.
La labor de las lavanderas y las hilanderas, son dos ejemplos que alejan la idea de que la mujer trabajadora es un invento de la industrialización, ya que éstos han existido desde la noche de los siglos, no solamente en el ámbito doméstico y el entorno del negocio familiar, como es el caso de las rederas y las taberneras, por citar otros dos.
Existen trabajos esencialmente feminizados dentro de las industrias actuales y son feminizados por varios motivos: la falta de formación para poder realizarlo, la supuesta sumisión de las mujeres de escasa formación, la escasa capacidad de promoción dentro de las empresas y, desde luego, la precaria retribución económica, cuyas cifras asustan. Ahondando en ello, no puede dejar de citarse el humillante trabajo de las porteadoras en la frontera con Marruecos o la vergüenza de mostrar tras un cristal enmarcado, a modo de reclamo turístico, el trabajo de las sobadoras de anchoas en Santoña.
Curiosamente, cuando estos mismos trabajos son realizados por hombres, se produce la brecha salarial cuya existencia nadie puede cuestionar actualmente. Afortunadamente, la voz de estas trabajadoras está llegando progresivamente a círculos de decisión. Ejemplos de ello vemos continuamente en los medios de comunicación, donde se hacen eco de las reivindicaciones de las Kellys y que ha servido para que en otros sectores se siga esa senda, como el de las aparadoras, las cuidadoras o las trabajadoras del sector de limpieza, sólo por citar algunas.