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    Análisis histórico del amor y el matrimonio - Federico Engels - breve extracto de «El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado»

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    Mensaje por RioLena Sáb Ene 04, 2020 8:59 pm

    Análisis histórico del amor y el matrimonio

    fragmento extraído de la obra de Federico Engels «El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado»

    publicado en el blog Universidad obrera


    […] Antes de la Edad Media no puede hablarse de que existiese amor sexual individual. Es obvio que la belleza personal, la intimidad, las inclinaciones comunes, etc., han debido despertar en los individuos de sexo diferente el deseo de relaciones sexuales; que tanto para los hombres como para las mujeres no era por completo indiferente con quién entablar las relaciones más íntimas.

    Pero de eso a nuestro amor sexual individual aún media muchísima distancia. En toda la antigüedad son los padres quienes conciertan las bodas en vez de los interesados; y éstos se conforman tranquilamente. El poco amor conyugal que la antigüedad conoce no es una inclinación subjetiva, sino más bien un deber objetivo; no es la base, sino el complemento del matrimonio.

    El amor, en el sentido moderno de la palabra, no se presenta en la antigüedad sino fuera de la sociedad oficial. Los pastores cuyas alegrías y penas de amor nos cantan Teócrito y Moscos o Longo en su Dafnis y Cloe son simples esclavos que no tienen participación en el Estado, esfera en que se mueve el ciudadano libre.

    Pero fuera de los esclavos no encontramos relaciones amorosas sino como un producto de la descomposición del mundo antiguo al declinar éste; por cierto, son relaciones mantenidas con mujeres que también viven fuera de la sociedad oficial, son heteras, es decir, extranjeras o libertas: en Atenas en vísperas de su caída y en Roma bajo los emperadores.

    Si había allí relaciones amorosas entre ciudadanos y ciudadanas libres, todas ellas eran mero adulterio. Y el amor sexual, tal como nosotros lo entendemos, era una cosa tan indiferente para el viejo Anacreonte, el cantor clásico del amor en la antigüedad, que ni siquiera le importaba el sexo mismo de la persona amada.

    Nuestro amor sexual difiere esencialmente del simple deseo sexual, del eros de los antiguos. En primer término, supone la reciprocidad en el ser amado; desde este punto de vista, la mujer es en él igual que el hombre, al paso que en el eros antiguo se está lejos de consultarla siempre. En segundo término, el amor sexual alcanza un grado de intensidad y de duración que hace considerar a las dos partes la falta de relaciones íntimas y la separación como una gran desventura, si no la mayor de todas; para poder ser el uno del otro, no se retrocede ante nada y se llega hasta jugarse la vida, lo cual no sucedía en la antigüedad sino en caso de adulterio. Y, por último, nace un nuevo criterio moral para juzgar las relaciones sexuales. Ya no se pregunta solamente: ¿Son legítimas o ilegítimas?, sino también: ¿Son hijas del amor y de un afecto recíproco? Claro es que en la práctica feudal o burguesa este criterio no se respeta más que cualquier otro criterio moral, pero tampoco menos: lo mismo que los otros criterios, está reconocido en teoría, en el papel. Y por el momento, no puede pedirse más.

    La Edad Media arranca del punto en que se detuvo la antigüedad, con su amor sexual en embrión, es decir, arranca del adulterio. Ya hemos pintado el amor caballeresco, que engendró los Tagelieder. De este amor, que tiende a destruir el matrimonio, hasta aquel que debe servirle de base, hay un largo trecho que la caballería jamás cubrió hasta el fin. Incluso cuando pasamos de los frívolos pueblos latinos a los virtuosos alemanes, vemos en el Canto de los Nibelungos que Krimhilda, aunque en silencio está tan enamorada de

    Sigfrido como éste de ella, responde sencillamente a Gunther, cuando éste le anuncia que la ha prometido a un caballero, de quien calla el nombre: «No tenéis necesidad de suplicarme; haré lo que me ordenáis; estoy dispuesta de buena voluntad, señor, a unirme con aquel que me deis por marido».

    No se le ocurre de ningún modo a Krimhilda la idea de que su amor pueda ser tenido en cuenta para nada. Gunther pide en matrimonio a Brunilda y Etzel a Krimhilda, sin haberlas visto nunca. De igual manera Sigebant de Irlanda busca en Gudrun a la noruega Ute, Hetel de Hegelingen a Hilda de Irlanda, y, en fin, Sigfrido de Morlandia, Hartmut de Ormania y Herwig de Seelandia piden los tres la mano de Gudrun; y sólo aquí sucede que ésta se pronuncia libremente a favor del último. Por lo común, la futura del joven príncipe es elegida por los padres de éste si aún viven o, en caso contrario, por él mismo, aconsejado por los grandes feudatarios, cuya opinión, en estos casos, tiene gran peso. Y no puede ser de otro modo, por supuesto. Para el caballero o el barón, como para el mismo príncipe, el matrimonio es un acto político, una cuestión de aumento de poder mediante nuevas alianzas; el interés de la casa es lo que decide, y no las inclinaciones del individuo.

    ¿Cómo podía entonces corresponder al amor la última palabra en la concertación del matrimonio? Lo mismo sucede con los burgueses de los gremios en las ciudades de la Edad Media. Precisamente sus privilegios protectores, las cláusulas de los reglamentos gremiales, las complicadas líneas fronterizas que separaban legalmente al burgués, acá de las otras corporaciones gremiales, allá de sus propios colegas de gremio o de sus fieles aprendices, hacían harto estrecho el círculo dentro del cual podía buscarse una esposa adecuada para él. Y en este complicado sistema, evidentemente no era su gusto personal, sino el interés de la familia lo que decidía cuál era la mujer que le convenía mejor.

    Así, en los más de los casos, y hasta el final de la Edad Media, el matrimonio siguió siendo lo que había sido desde su origen: un trato que no cerraban las partes interesadas. Al principio, se venía ya casado al mundo, casado con todo un grupo de seres del otro sexo. En la forma ulterior del matrimonio por grupos, verosímilmente existían análogas condiciones, pero con estrechamiento progresivo del círculo. En el matrimonio sindiásmico es regla que las madres convengan entre sí el matrimonio de sus hijos; también aquí, el factor decisivo es el deseo de que los nuevos lazos de parentesco robustezcan la posición de la joven pareja en la gens y en la tribu. Y cuando la propiedad individual se sobrepuso a la propiedad colectiva, cuando los intereses de la transmisión hereditaria hicieron nacer la preponderancia del derecho paterno y de la monogamia, el matrimonio comenzó a depender por entero de consideraciones económicas.

    Desaparece la forma de matrimonio por compra; pero en esencia continúa practicándose cada vez más y más, y de modo que no sólo la mujer tiene su precio, sino también el hombre, aunque no según sus cualidades personales, sino con arreglo a la cuantía de sus bienes. En la práctica y desde el principio, si había alguna cosa inconcebible para las clases dominantes, era que la inclinación recíproca de los interesados pudiese ser la razón por excelencia del matrimonio. Esto sólo pasaba en las novelas o en las clases oprimidas, que no contaban para nada.

    Tal era la situación con que se encontró la producción capitalista cuando, a partir de la era de los descubrimientos geográficos, se puso a conquistar el imperio del mundo mediante el comercio universal y la industria manufacturera. Es de suponer que este modo de matrimonio le convenía excepcionalmente, y así era en verdad. Y, sin embargo —la ironía de la historia del mundo es insondable—, era precisamente el capitalismo quien había de abrir en él la brecha decisiva.

    Al transformar todas las cosas en mercaderías, la producción capitalista destruyó todas las relaciones tradicionales del pasado y reemplazó las costumbres heredadas y los derechos históricos por la compraventa, por el «libre» contrato. El jurisconsulto inglés H. S. Maine ha creído haber hecho un descubrimiento extraordinario al decir que nuestro progreso respecto a las épocas anteriores consiste en que hemos pasado from status to contract, es decir, de un orden de cosas heredado a uno libremente consentido, lo que, en cuanto es así, lo dijo ya el Manifiesto Comunista. Pero para contratar se necesita gentes que puedan disponer libremente de su persona, de sus acciones y de sus bienes y que gocen de los mismos derechos.

    Crear esas personas «libres» e «iguales» fue precisamente una de las principales tareas de la producción capitalista. Aun cuando al principio esto no se hizo sino de una manera medio inconsciente y, por añadidura, bajo el disfraz de la religión, a contar desde la Reforma luterana y calvinista quedó firmemente asentado el principio de que el hombre no es completamente responsable de sus acciones sino cuando las comete en pleno albedrío y que es un deber ético oponerse a todo lo que constriñe a un acto inmoral, pero ¿cómo poder de acuerdo este principio con las prácticas usuales hasta entonces para concertar el matrimonio? Según el concepto burgués, el matrimonio era un contrato, una cuestión de Derecho, y, por cierto, la más importante de todas, pues disponía del cuerpo y del alma de dos seres humanos para toda su vida.

    Verdad es que, en aquella época, el matrimonio era concierto formal de dos voluntades; sin el «sí» de los interesados no se hacía nada. Pero harto bien se sabía cómo se obtenía el «sí» y cuáles eran los verdaderos autores del matrimonio. Sin embargo, puesto que para todos los demás contratos se exigía la libertad real para decidirse, ¿por qué no era exigida en éste? Los jóvenes que debían ser unidos, ¿no tenían también el derecho de disponer libremente de sí mismos, de su cuerpo y de sus órganos? ¿No se había puesto de moda, gracias a la caballería, el amor sexual? ¿Acaso en contra del amor adúltero de la caballería, no era el conyugal su verdadera forma burguesa? Pero si el deber de los esposos era amarse recíprocamente, ¿no era tan deber de los amantes no casarse sino entre sí y con ninguna otra persona? Y este derecho de los amantes, ¿no era superior al derecho del padre y de la madre, de los parientes y demás casamenteros y apareadores tradicionales? Desde el momento en que el derecho al libre examen personal penetraba en la Iglesia y en la religión, ¿podía acaso detenerse ante la intolerable pretensión de la generación vieja de disponer del cuerpo, del alma, de los bienes de fortuna, de la ventura y de la desventura de la generación más joven?

    Por fuerza debían de suscitarse estas cuestiones en un tiempo que relajaba todos los antiguos vínculos sociales y sacudía los cimientos de todas las concepciones heredadas.

    De pronto habíase hecho la Tierra diez veces más grande; en lugar de la cuarta parte de un hemisferio, el globo entero se extendía ante los ojos de los europeos occidentales, que se apresuraron a tomar posesión de las otras siete cuartas partes. Y, al mismo tiempo que las antiguas y estrechas barreras del país natal, caían las milenarias barreras puestas al
    pensamiento en la Edad Media.

    Un horizonte infinitamente más extenso se abría ante los ojos y el espíritu del hombre. ¿Qué importancia podían tener la reputación de honorabilidad y los respetables privilegios corporativos, transmitidos de generación en generación, para el joven a quien atraían las riquezas de las Indias, las minas de oro y plata de México y del Potosí? Aquélla fue la época de la caballería andante de la burguesía; porque también ésta tuvo su romanticismo y su delirio amoroso, pero sobre un pie burgués y con miras burguesas al fin y a la postre. Así sucedió que la burguesía naciente, sobre todo la de los países protestantes, donde se conmovió de una manera más profunda el orden de cosas existente, fue reconociendo cada vez más la libertad del contrato para el matrimonio y puso en práctica su teoría del modo que hemos descrito.

    El matrimonio continuó siendo matrimonio de clase, pero en el seno de la clase concediose a los interesados cierta libertad de elección. Y en el papel, tanto en la teoría moral como en las narraciones poéticas, nada quedó tan inquebrantablemente asentado como la inmoralidad de todo matrimonio no fundado en un amor sexual recíproco y en contrato de los esposos efectivamente libre. En resumen: quedaba proclamado como un derecho del ser humano el matrimonio por amor; y no sólo como derecho del hombre (droit de l’homme), sino que también y, por excepción, como un derecho de la mujer (droit de la femme). Pero este derecho humano difería en un punto de todos los demás derechos del hombre. Al paso que éstos en la práctica se reservaban a la clase dominante, a la burguesía, para la clase oprimida, para el proletariado, reducíanse directa o indirectamente a letra muerta, y la ironía de la historia confírmase aquí una vez más. La clase dominante prosiguió sometida a las influencias económicas conocidas y sólo por excepción presenta casos de matrimonios concertados verdaderamente con toda libertad; mientras que éstos, como ya hemos visto, son la regla en las clases oprimidas.

    Por tanto, el matrimonio no se concertará con toda libertad sino cuando, suprimiéndose la producción capitalista y las condiciones de propiedad creadas por ella, se aparten las consideraciones económicas accesorias que aún ejercen tan poderosa influencia sobre la elección de los esposos. Entonces el matrimonio ya no tendrá más causa determinante que la inclinación recíproca. […]


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