Ollanta Humala en blanco y negro
Gustavo Espinoza M.
Rebelión
A menos de sesenta días de las elecciones nacionales previstas para el 10 de abril y presentadas ya todas las listas parlamentarias para la capital, el interior del país y el Parlamento Andino, es posible mirar con más objetividad el escenario nacional y formular los deslindes correspondientes como una manera de contribuir a una razonable opción por parte de los electores.
Es bueno hacerlo ahora en el más alto momento del debate electoral también como una manera de aportar un punto de vista crítico en un proceso en el que el análisis de las ideas brilla por su ausencia, y los epítetos pululan en el marco de una verdadera “guerra sucia” alimentada por ciertos medios de comunicación empeñados en enlodar lo poco que tiene la ciudadanía para analizar y discutir.
Si apreciamos el espectro electoral en su real dimensión podremos apreciar la marcada dispersión de fuerzas que, sin embargo, representan realmente a dos grandes sectores de opinión.
La derecha política asoma representada por distintas vertientes: Luís Castañeda Lossio, Pedro Pablo Kuczynski, Alejandro Toledo, Keiko Fujimori y Rafael Belaunde. El movimiento popular, por su parte, se expresa a través de Ollanta Humala, Manuel Rodríguez Cuadros, José Antonio Ñique de la Puente y Ricardo Noriega Salaverry.
Hay que decir, sin embargo, que en el sector conservador, cada una de las candidaturas tiene mayor -o menor- aceptación. Todas, sin embargo, pueden preciarse de contar con un cierto respaldo ciudadano que les garantiza, por lo menos, la posibilidad de superar la valla electoral del 5% de votos para alcanzar representación congresal y seguir vigentes en la arena política.
En el seno del pueblo las cosas tienen otro carácter. Objetivamente, solo Ollanta Humala corre con perfil propio y posibilidades reales, en tanto que los otros candidatos viven en una penosa orfandad electoral que les augura un ruidoso descalabro.
Por eso vale la pena, decantando las fórmulas, ocuparse de Ollanta Humala mirando su imagen a trasluz. Será la única manera de deslindar una opción que luce ciertamente respetable y por la que sufragará un segmento significativo de la vida peruana.
Humala ha presentado ya su Declaración de Principios y su Programa Básico. Aunque insuficiente en diversos aspectos, contiene sin embargo, formulaciones certeras y tiene el mérito de poner el dedo en la llaga abordando aspectos particularmente sensibles de la vida nacional, como la corrupción, por ejemplo.
Se conoce también el equipo de asesores de Humala. Tecnócratas calificados en la mayoría de los casos, carecen sin embargo de la cohesión necesaria para asegurar un plan serio de trabajo desde la jefatura del Estado. Una mirada al conjunto, permite apreciar en ellos diversos puntos de vista y clara diferencia de opiniones, escondidas con la idea de proyectar una imagen de unidad, más formal que real.
La fórmula presidencial, compuesta por la actual congresista Marisol Espinoza y el ex Procurador del Estado Omar Chehade, es sin duda solvente, como lo es también, con ciertos altibajos, la lista parlamentaria en la capital, el interior del país y el Pacto Andino, donde sin embargo se registran las mayores debilidades por inclusiones sin respaldo.
Están, entonces, todos los elementos puestos sobre la mesa de modo que ahora hay abordar los temas de fondo. Veamos: El Nacionalismo no es una ideología. Es un programa de acción que puede servir de sustento para las más diversas políticas. Para no remontarnos mucho en la historia recordemos que en nuestro país nacionalista fue Luis M. Sánchez Cerro, que consideró “ideologías foráneas” a las concepciones marxistas. Y el Mariscal Oscar R. Benavides, que tomó las armas para defender las fronteras nacionales. A su manera, nacionalista fue Odría que consideró al APRA y al PC “organizaciones internacionales” y las combatió duramente. También el general César Pando, abanderado de la lucha por el petróleo en los años sesenta, fue nacionalista. Y el general Juan Velasco Alvarado, que combinó, sin embargó la concepción nacionalista con un ideario socialista ciertamente confuso. Pero cada uno de ellos se valió del nacionalismo haciéndolo rodar por un distinto carril.
El problema entonces, es más complejo. Y hay que abordarlo desde otros ángulos: la base social a la que se representa, la trayectoria de sus representantes, las propuestas que se hacen, y la acción concreta; es decir, la práctica política con las que se interviene de manera cotidiana. Todo eso, vale más que las palabras que, como bien sabemos no sólo sirven para decir cosas, sino también para ocultarlas. Humala no tiene propiamente base social. De formación castrense, carece de antecedentes definidos, salvo su discutida insurgencia de Moquegua en el ocaso del Fujimorato y su conducta poco clara en los sucesos de Andahuaylas, algunos años más tarde. Ni uno ni otro hecho, sirven propiamente para calificarlo.
Podría considerársele, sin embargo, socialmente ligado a los trabajadores a quienes ofrece “justicia social” y “respeto a sus derechos”. Pero así como en nombre de la libertad se cometieron muchos crímenes, también en nombre de los trabajadores y sus derechos han asomado no solo en nuestra historia, expresiones disolventes de variado signo. Tampoco allí asoma por cierto mayor garantía.
Los documentos de campaña arrojan más luz -pero también más sombra- en la materia. Se toma la corrupción como el problema principal que afecta a la sociedad peruana. Y esa es una manera de eludir el hecho que el problema básico, el fundamental, el que agobia a todos los peruanos, deriva de nuestra situación de dependencia que nos ata al capital financiero, en particular a la administración norteamericana y todos sus resortes de Poder. La actitud frente a ella es, sin duda, la piedra de toque que sirve para delinear los campos. Es el corte de aguas que precisa la política peruana para definir posiciones.
Y en torno al tema hay dos asuntos capitales: el Tratado de Libre Comercio suscrito con los Estados Unidos a espaldas de nuestro pueblo y de los intereses nacionales; y la actitud frente a la inversión extrajera, en particular minera, que beneficia, en primer lugar a las empresas yanquis. Sobre la materia, es relativamente muy poco lo que se dice, y menos lo que se hace.
Si a esto le sumamos una posición ambigua, indecisa y contradictoria en torno al proceso liberador de América Latina, con “acertamientos” al régimen brasileño y “toma de distancia” con relación a Venezuela; tendremos la imagen de un cierto oportunismo, una “concesión a la platea”, en las condiciones en las que arrecia la ofensiva contra pueblos hermanos y gobiernos que luchan a pie firme contra la ingerencia imperial.
Hay quienes sostienen que eso es “por táctica”. Es posible. Pero allí se suman viajes a los Estados Unidos y reuniones con la Cámara de Comercio de ese país para otorgar a la Casa Blanca “garantías” a los inversionistas, entonces no se sabe a qué atribuir esa táctica: si al afán de no despertar al lobo, o si mantener confundidas a las ovejas.
Pero hay un tema adicional: el de los Derechos Humanos. No se trata, ciertamente, se hacer cargamontón con el tema de “Madre Mía” y las actividades oscuras del no identificado “Comandante Carlos”. Tampoco, suponer que Humala fue el único de los 12 mil oficiales comprometidos en la “guerra sucia” que no tuvo una sola mancha en la tarea.
En torno al tema, hay que mirar las cosas con responsabilidad y sensatez: el nuevo gobierno debe asumir el compromiso de investigar realmente lo ocurrido, deslindar las responsabilidades del caso y sancionar como corresponde a los autores políticos y materiales -uniformados o no- comprometidos en hechos punibles; y no concitar con torturadores y asesinos en nombre de la “reconciliación nacional”. Pero además, ese gobierno debe comprometerse a respetar los Derechos Humanos para que nunca se repita en el Perú la historia de violencia y de sangre vivida en el pasado.
Y no contribuye a eso, por cierto, las declaraciones de Humala en torno a “reabrir la Colonia Penal de El Frontón”. Aunque se diga -como se hace- que allí se recluirá a “los corruptos”, formular esa expresión constituye una versión deplorable de la arbitrariedad. “El Frontón”, como “El Sepa”, “Challapalca” y otros similares, son presidios primitivos, concebidos por mentalidades salvajes y destinados no a la redención de los reclusos, sino al castigo brutal a quienes el Poder considere sus adversarios. Acusarlos de “corruptos” bien puede ser simplemente una arbitrariedad, pero el daño estará hecho.
Un país que busca ser civilizado no puede andar por las rutas por los que transitaran los regímenes oprobiosos del pasado. “Isla de Pinos”, el siniestro presidio en el que fuera confinado Fidel Castro en 1953, no es hoy un Penal. Es un Museo, que sirve para que quienes lo visiten tengan la idea del salvajismo de ayer. La “Isla de la Juventud” -como se le llama hoy- es un modelo de solidaridad, amor a la vida y de lucha por los grandes ideales revolucionarios de su pueblo. Hay que valorar esa experiencia.
Por esas razones, el voto por Ollanta Humala debe ser un voto crítico, discutido y analizado. No se trata de plegarse entusiastamente a él asegurando que su victoria constituiría la panacea popular que el Perú requiere.
Si realmente queremos vigorizar la causa de nuestro pueblo y enfrentar los retos que se avecinan, lo importante no es aplaudir, sino trabajar para construir un movimiento popular sólido, consciente, representativo y organizado, Y a eso, no se contribuye con discursos laudatorios. Es indispensable tener conciencia de las dificultades y de las limitaciones consustanciales al propio Humala y su entorno - ciertamente contradictorio y complejo-. Y procurar subsanar esas deficiencias en el debate concreto de los problemas del país a partir de un reto común a todos: asegurar que el Bicentenario no sea una fecha igual a otras, sino un punto de partida en la tarea por la verdadera liberación nacional.
En otras palabras, ver a Ollanta Humala en blanco y negro no es negarlo. Es una manera independiente y seria de afirmar mejor el sentido de la lucha de nuestro pueblo.