Materialismo Histórico y Arte Contemporáneo
Francisco Lugo - octubre de 2020
—en 3 mensajes—
Con mucho gusto exhalaría mi alma
En los profundos y melodiosos suspiros de la lira […]. - –Karl Marx, a Jenny Von Westphalen (fragmento)
Arte y marxismo
El interés del marxismo en el arte no es casual ni anecdótico. Es bien sabido, claro está, que ni Karl Marx (1818-1883) ni Friedrich Engels (1820-1895) dedicaron al arte una obra especializada, al modo de los filósofos idealistas, y que cuanto se conoce de sus opiniones propiamente estéticas –mayormente de índole literario– llegó a la posteridad a través de su mutua correspondencia epistolar y de la que sostuvieron con sus contemporáneos. Mas, sería precipitado suponer por ello que el arte tuviera un carácter marginal en el pensamiento de tales hombres, que si bien fueron eminentemente escritores políticos (¡y más aún, revolucionarios prácticos!), fueron también teóricos de talla enciclopédica que tuvieron –por añadidura– el acierto de concebir al mundo y a la cultura en una forma integral y dinámica, merced de su comprensión crítica del pensamiento dialéctico hegeliano, y no de una manera segmentada o abstracta. Puede decirse, a la par, de quienes a la larga habrían de denominarse a sí mismos como marxistas, que su claridad y actitud en torno a los fenómenos artísticos constituye un índice elocuente del grado de penetración de sus conceptos políticos en el sentido y la naturaleza del método histórico-materialista; desde la perspectiva de un genuino marxismo, el arte no puede ser tanto un instrumento propagandístico como una alta meta del desarrollo histórico de la humanidad.
No causa, por tanto, extrañeza que, de entre la producción intelectual inédita de Marx, hayan sido precisamente sus Manuscritos económico-filosóficos de 1844, que son a todas luces su obra más abundante en referencias a la singularidad del trabajo artístico, aquellos que fueran impugnados, primordialmente por la crítica filoestalinista, como un escrito estrictamente juvenil, luego de su hallazgo tardío y consecuente publicación póstuma (1932).[1] El meollo de la ardua controversia desatada por este documento entre los marxistas occidentales y los orientales, a mediados del siglo pasado, estriba en el concepto de la alienación; una herencia de la filosofía hegeliana a la que un joven Marx imprimiría, no obstante, su sello personal, al valerse de ella para caracterizar a las relaciones sociales de una realidad histórica concreta: la del capitalismo. Para el llamado marxismo crítico, el descubrimiento de esta veta teórica representaba una espléndida piedra de toque, que le permitía diferenciarse del oficialismo obtuso y –en última instancia– contrarrevolucionario de la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas); pero a la vez, también al amparo de ella se cultivaron no pocas tendencias revisionistas pequeñoburguesas, que centrándose en la crítica cultural se labraron provechosos nichos académicos, desvinculados de la lucha revolucionaria. Paralelamente, la orientación característicamente demagógica de la producción intelectual del ‘socialismo real’, tendiente a disimular las profundas carencias del régimen reaccionario que la auspiciaba (en el que la burocracia medraba sirviéndose de la economía planificada, sin intención alguna de trascender la limitante histórica de la división social del trabajo), miraba con suspicacia y temor al concepto de la alienación y desestimó a los Manuscritos como un trabajo insulsamente pueril, lastimeramente ‘filosófico’ y decididamente prescindible para la crítica de la economía política ‘bien acabada’. Sin embargo, en estos apuntes –ciertamente fragmentarios– tienen su germen los frutos que habrían de madurar por completo en trabajos posteriores como los Gründrisse (1858) y El capital (1867) mismo, y no los resabios idealistas que sus críticos señalan, subestimando –a su propia conveniencia– la trascendencia del hegelianismo en el desarrollo intelectual de un joven Marx que, antes de adentrarse en la dialéctica, todavía aspiraba a hacer carrera como poeta; “su renuncia al romanticismo significa una transición de una oposición nebulosa al orden existente hacia una crítica aún más radical de las relaciones sociales.”[2]
Su respectiva caracterización de la creación artística esclarece las diferencias entre la concepción de la alienación apuntada en los Manuscritos por Marx y la de G.W.F. Hegel (1770-1831). Para este último, el carácter sensorial del arte como expresión espiritual resulta alienante justamente en la medida en la que hace depender a la idea absoluta de la realidad material para manifestarse; agotando su desarrollo con el arte clásico, antes de verlo superado sucesivamente por la religión cristiana y la filosofía moderna. “Hegel, con una visión notable, señala el carácter contradictorio del desarrollo histórico del arte y la sociedad. Sin embargo, ese fenómeno históricamente condicionado lo considera un proceso inevitable en la liberación del espíritu respecto de los sentidos.”[3] A sus ojos, la tarea acotada del arte en la búsqueda etérea de la autoconciencia del espíritu absoluto ya había sido completada por la antigüedad clásica, la perfección de cuyas obras no tiene parangón en el arte de ninguna otra época y más allá de la cual la creación artística no puede remontarse; siendo la menos idónea de las manifestaciones del espíritu, su desarrollo ulterior entraña un anacronismo. En cambio, para Marx el arte representa una rara excepción al carácter alienante del trabajo –y de la vida, en general– en el seno de las sociedades fundadas en la explotación, en la que la creatividad humana puede expresarse sin sus trabas comunes; carácter que se desarrolla históricamente, propiciando el florecimiento de los rasgos destacados del arte clásico y hostilizando a la creación artística con el recrudecimiento de los antagonismos de clase específicos del capitalismo. “La decadencia de la creación artística es inseparable del desarrollo de la civilización burguesa. Por otra parte, los grandes logros artísticos de épocas pasadas se debían a la inmadurez de las contradicciones sociales.”[4]
El materialismo de Marx libera al arte de su subordinación al pensamiento abstracto, relevándolo de su misión como manifestación sensorial de la conciencia. Con ello pone de manifiesto que la alienación no es en absoluto la situación deficitaria del espíritu, que aún no puede captarse a sí mismo intelectivamente y que se extraña en la materia para encausar la ruta de su autoconocimiento, sino la condición histórica del ser humano real, que no puede desplegar toda su fuerza creadora hasta ver superado el dislocamiento de sus relaciones social-productivas en razón de la oposición entre explotados y explotadores, o en la de cualquier otra forma de la división social del trabajo. “Marx no aborda estos problemas movido por una mera preocupación estética, sino para poner de manifiesto la contradicción radical entre el capitalismo y el hombre como creador. Pero con ello ha puesto de relieve la peculiaridad del trabajo artístico como dominio de la cualidad, de lo originario; vale decir, de la creación humana.”[5] Si bien, en adelante, Marx concentraría sus empeños en dilucidar y sentar las bases prácticas de la solución revolucionaria de las contradicciones de la sociedad y el modo de producción capitalistas, se mantendría latente en su trabajo la razón de ser subyacente al mismo: la emancipación más completa de los seres humanos. Las relaciones político-económicas de la sociedad de mercado no sólo hacen mella en la condición del trabajador despojado del goce auténtico del fruto de su trabajo, sino también en el conjunto de una sociedad que cifra la satisfacción de sus más diversas necesidades en el valor de cambio de las mercancías; en oposición a su valor de uso: su valor humanamente constituido. “Ni el obrero produce de un modo verdaderamente humano, es decir, en forma creadora, ni el capitalista goza humanamente del producto que posee; no goza del objeto por su significación humana”;[6]
el economista convierte al obrero en un ser carente de sentido y de necesidades; y su actividad es una abstracción de toda actividad; por eso considera como algo reprochable todo lujo por parte del obrero, y reputa como lujo todo lo que rebase la más abstracta de las necesidades, ya sea un goce pasivo o una manifestación de actividad. La Economía política, la ciencia de la riqueza, es, por tanto, a la par con ello, la ciencia de la abstinencia, del ayuno, del ahorro, llegando realmente hasta ahorrar al hombre incluso la necesidad de aire puro o de movimiento físico. Esta ciencia de la maravillosa industria es, al mismo tiempo, la ciencia del ascetismo, y su verdadero ideal es el avaro ascético, entregado a la usura, y el esclavo asceta, pero que produce. Su ideal moral es el obrero que coloca en la caja de ahorros una parte de su salario, e incluso ha inventado un arte servil para esta ocurrencia predilecta suya. Envuelto en un ropaje sentimental, este tema ha sido llevado al teatro. Se trata, por tanto –pese a su apariencia mundana y voluptuosa–, de una ciencia realmente moral, de la más moral de las ciencias. Su dogma fundamental es la autorrenunciación, la renunciación a la vida y a todas las necesidades del hombre. Cuanto menos comas y bebas, cuantos menos libros leas, menos vayas al teatro, al baile y a la taberna, menos pienses, ames, teorices, cantes, pintes, hagas versos, etc., más ahorrarás, mayor será tu tesoro, que no carcomerán la polilla ni el polvo, mayor será tu capital.[7]
En medio de la vorágine de la vida sólo parcialmente humana que la sociedad capitalista ofrece a los individuos, en la que su propio valor y su capacidad de satisfacer –y aun de reconocer– sus necesidades profundas están tasados en función de su disposición para satisfacer –a costa suya– las necesidades alienadas de otros y las del sistema económico mismo, el arte brinda un remanso en el que todavía es posible reconocerse como seres humanos; “su fin es recompensar al hombre cuando falta el pleno goce procurado por la realidad.”[8] Así, el arte satisface una necesidad específicamente humana, que se revela en el seno mismo del trabajo en la medida en la que éste no se limita a satisfacer las necesidades naturales del ser humano; la necesidad humana de recrearse en el producto del trabajo se descubre cuando se obra rebasando los requerimientos estrictos del trabajo mismo. “El paso del objeto técnico al objeto técnico bello no es necesario desde un punto de vista técnico; no es exigido por las leyes de la técnica.”[9] Dicha necesidad se deslinda históricamente del trabajo con el desarrollo de los medios sociales de producción, sin embargo, no representa una antítesis de aquél, sino la realización radical de sus potencialidades, negadas por los distintos obstáculos plantados por las relaciones sociales de una época determinada; el artista produce de manera libre en comparación con el obrero, que produce bajo la coerción de sus necesidades naturales, pero sólo específicamente dentro del contexto histórico-productivo de la sociedad de clases. “La contraposición entre producción artística y material reviste, por tanto, un carácter histórico-social y, en el fondo, tiene la misma raíz que la oposición entre la producción material capitalista y el trabajo libre creador.”[10]
Arte y capitalismo
Es preciso señalar, no obstante, que la capacidad del arte para aliviar las penurias del ser humano cosificado por las relaciones sociales de producción capitalistas no es indeterminada; que el arte mismo está sometido a los rigores de la división social del trabajo, que le resultan especialmente perniciosos en el seno de la sociedad burguesa. “En ninguna de las sociedades precapitalistas la producción material era, por principio, hostil al arte. Ni siquiera en los orígenes del arte cuando éste, en la sociedad primitiva, se hallaba vinculado muy directamente a la producción material. Por principio, la hostilidad de la producción material al arte sólo se da bajo el capitalismo.”[11] La economía y el arte tienen un desarrollo desigual, es decir que el desarrollo del arte no necesariamente es un reflejo del desarrollo material de las sociedades. Así, el arte, que representaba un bálsamo para las sociedades antiguas, que podían apropiárselo en virtud de su dimensión ideológica (religiosa o política), se encuentra en la actualidad privado de su lazo con las sociedades modernas, por efecto de las relaciones económicas alienantes, que amenazan su sentido humano. “El arte ha podido sustraerse a una sociedad banal, a un universo abstracto e inhumano, en la medida en la que ha cortado amarras, y se ha convertido en una ciudad sitiada.”[12] Las leyes inflexibles de la producción y el intercambio capitalistas le son poco propicias al arte, involucrándolo en no pocas contradicciones.
Convertidas en mercancías, las obras de arte dejan de relacionarse con la sociedad en términos propiamente estéticos, para entrar en una relación comercial distinta de la compra individual celebrada directamente entre el productor y el consumidor, que se efectúa aún en interés del valor de uso de la obra: el valor impreso en ella por su creador. En cambio, en la relación impersonal operada con la mediación del mercado del arte el productor artístico se convierte en un trabajador asalariado más. “La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto.”[13] La obra artística existe, en principio, para dar satisfacción a la necesidad de expresión específicamente humana de su creador. La existencia de éste, a su vez, se desenvuelve en función de dicha necesidad, que es reconocida también como una necesidad que ejerce en beneficio de sus semejantes. “Pero el artista forma parte de una sociedad determinada, y tiene que crear y subsistir en el marco de las posibilidades que ella le ofrece. Para no desviar sus fuerzas esenciales de su verdadero cauce, el arte habrá de ser para él medio de desenvolvimiento de su personalidad, pero también medio de subsistencia.”[14] El artista procura ejercer su libertad, a la vez que asegura su existencia, pero bajo el patronazgo privado ve limitada su relación con la sociedad, pues no produce más para consumidores concretos, sino para un mercado abstracto que sólo concibe a su obra como un valor especulativo; como una apuesta financiera de la cual extraer dividendos. “El éxito del arte depende de quién lo colecciona y no de quién lo hace.”[15] Obligado a subsistir a expensas de su libertad creativa en la sociedad capitalista, el artista no goza más del cobijo social que antaño garantizara su sustento, y en consecuencia mutila su propia existencia como creador, ya sea que desligue a su subsistencia de su producción, que ejerza esta última con duplicidad, o que la someta por completo, volviéndola inauténtica.
En conflicto con una sociedad que envilece y degrada su producción, el artista no puede escoger la vía del silencio, de la renuncia a su actividad creadora, sin abrir con ello de par en par las puertas que salvaguardan, en un mundo enajenado, su condición humana. El artista puede seguir otra vía: tratar de afirmar su libertad de creación en un mundo que pugna por limitarla o anularla al convertir su arte en mercancía. El artista produce para sí y para otros a los que su mensaje no puede llegar porque se le cierran las vías de acceso al negarse él a producir por una necesidad exterior, es decir, para el mercado; su obra, por otra parte, entra en contradicción con los gustos e ideales que rigen en la producción mercantil y, por tanto, no encuentra comprador. El artista crea, entonces, heroicamente por una necesidad interior de expresión, sin hacer concesiones que limiten su libertad de creación; su obra surge a espaldas del mercado artístico o como un desafío a sus exigencias. […] Pero la rebelión contra las leyes implacables de la producción capitalista, no transcurre impunemente. La historia del arte del último tercio del siglo pasado y comienzos del presente [siglo XX], nos muestra el terrible precio que los más grandes creadores humanos hubieron de pagar por rebelarse: el hambre, la miseria, el suicidio o la locura.[16]
A la obra artística, por su parte, le son arrebatadas sus cualidades distintivas al convertirle en una mercancía más, puesto que su involucramiento en el mercado hace abstracción de su valor de uso –su valor genuinamente humano– al fijar para ella un valor de cambio; “no se puede aplicar una medida general de trabajo artístico como el tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción del objeto, pues esto sólo es posible cuando se puede crear una nueva mercancía que satisfaga la misma necesidad en las condiciones generales de la producción.”[17] A diferencia de otros productos humanos, es decir, a diferencia de las mercancías corrientes, cada obra artística es insustituible, en tanto que representa una forma particular de satisfacer la necesidad específicamente humana cifrada en el arte y su producción es, por tanto, un proceso inconmensurable. “La transformación del trabajo artístico en trabajo asalariado se halla, pues, en contradicción con la esencia misma de la creación artística, ya que, por su naturaleza cualitativa, singular, el trabajo artístico no puede ser reducido a una parte de un trabajo general abstracto.”[18] A la par, para ver realizado su verdadero valor, la obra de arte ha de poder ser apreciada por otros además de su creador. Esta posibilidad también se diluye en su apropiación mercantil, que no se conforma con abstraer dicho valor, sino que la sitúa en relación con un propietario para el cual el mismo es secundario o incluso inocuo, obstaculizando con ello su recepción por parte de los demás; “la obra de arte es un producto peculiar que exige no sólo esta apropiación verdadera, humana, o relación particular con su valor de uso que se pone de manifiesto en el acto individual de gozarla y consumirla, sino que exige, por su propia naturaleza, un lazo vital incesante que jamás puede cortarse entre ella y los hombres; es decir, reclama una serie infinita de apropiaciones individuales.”[19]
El artista, para poder acceder con su obra a los medios técnicos que la pongan en relación con el resto de la sociedad, debe plegarse al principio de la productividad material, que limita su libertad creativa, dirigiendo su producción hacia la obtención de ganancias económicas; haciéndose tanto más atractivo para el patrocinio de la clase dominante mientras mejor sepa cortejar el gusto de un público masivo. “La condición necesaria para ello es que el arte, aprovechando las posibilidades que el desarrollo técnico e industrial ofrecen, se organice como una industria y que el consumo se estructure también comercialmente a fin de que revista el carácter de un verdadero consumo de masas, pues sólo un consumo de esta naturaleza puede asegurar un cumplimiento de la ley fundamental de la producción capitalista.”[20] Así, el arte y su público traban una relación de mutuo condicionamiento, que tiende a la degradación de ambos en el marco de las relaciones productivas capitalistas. De tal suerte, este sistema social y económico produce un nuevo tipo de arte, que le es propio, y que no busca más la satisfacción de la humana necesidad del arte, sino que la suplanta con necesidades que sólo son propias de seres limitados; propias de seres alienados. En lo que respecta al arte capitalista de masas, es el producto, y no la necesidad que satisface, el que determina su forma de consumo, pero no sólo moldeando a partir del objeto su propia forma de recepción, sino produciendo incluso al sujeto adecuado para su propio perfil espurio. “El hombre abstracto, deshuesado que consume estos productos artísticos los mide con la vara de su propia existencia abstracta y deshuesada, una existencia en la que no cabe ya una relación propiamente estética, ya que ésta sólo puede darse allí donde el hombre se manifiesta con todas sus fuerzas esenciales, y es afectado en todo su ser.”[21]
Como otros tantos aspectos de la producción humana, también las vastas posibilidades que la técnica moderna –producto de la era burguesa– ofrece al arte se ven paradójicamente frustradas por el modo de producción capitalista. “En su juventud revolucionaria, la burguesía jugó un papel progresista al empujar los horizontes de la cultura humana. En su periodo de decadencia senil, la burguesía está comprometida con la destrucción de la cultura. Carece de horizontes, de filosofía o de visión de futuro. Toda su razón de ser se centra en conseguir dinero.”[22] Pese al notable desarrollo contemporáneo de la técnica, ésta ya no es utilizada por el capitalismo para ampliar los horizontes culturales del ser humano, sino para estrecharlos. Las formas de disipación que sirven al ser humano cosificado como sucedáneo del arte son, a la vez, medios idóneos de condicionamiento ideológico, que promueven el conformismo social y, en general, los intereses políticos de la clase dominante. Este arte relega al arte estrictamente artístico a una posición minoritaria, que si bien tiene la virtud de preservar el valor humano del arte, le plantea simultáneamente una relación problemática con su realidad. “En donde las artes fueron enviadas a un exilio momentáneo, volvieron con un nuevo perfil y un ámbito más amplio, incluso si su método parecía al principio inesperado y extraño. Todavía se les otorga el crédito de una autoridad y una libertad con la que los campos del entretenimiento y la publicidad sólo pueden soñar. Una libertad que existe a expensas de su importancia limitada en el sentido de su aceptación social y económica.”[23]
La hostilidad del capitalismo al arte, señalada por Marx, es, pues, una tendencia que, aun estando en la entraña misma de la producción capitalista, no logra imponerse plenamente por la imposibilidad de reducir el trabajo artístico a la condición del trabajo enajenado, mediante su transformación en una actividad puramente formal o mecánica. Incluso cuando el artista trabaja para el mercado se resiste a la uniformidad, a la nivelación que destruye la personalidad creadora; por tanto, por el sólo hecho de desplegar sus posibilidades creadoras se halla en pie de lucha contra el cerco hostil que le tiende el mercado capitalista. De esta lucha no siempre el artista sale victorioso […]. Pero, sin esta lucha que no es sino la lucha por la afirmación de la naturaleza creadora del hombre, la historia del arte del último siglo, sobre todo en algunas ramas, no sería más que un campo yermo. […] Finalmente, la producción material capitalista no logra extender sus leyes a toda creación artística porque, en la propia sociedad en la que rigen, el artista cobra conciencia de que el destino de su obra y del arte en general se halla vinculado al destino de la sociedad, a su transformación radical. Surge así un nuevo arte que se halla en contraposición a las ideas, gustos, valores y concepciones de la clase dominante y que no tiene nada que esperar del mercado en que imperan las ideas, gustos o valores que repudia; un arte que se afana por llegar a quienes pueden compartir su mensaje sin sujetarse a las leyes que rigen en el mercado capitalista.[24]
Francisco Lugo - octubre de 2020
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Con mucho gusto exhalaría mi alma
En los profundos y melodiosos suspiros de la lira […]. - –Karl Marx, a Jenny Von Westphalen (fragmento)
Arte y marxismo
El interés del marxismo en el arte no es casual ni anecdótico. Es bien sabido, claro está, que ni Karl Marx (1818-1883) ni Friedrich Engels (1820-1895) dedicaron al arte una obra especializada, al modo de los filósofos idealistas, y que cuanto se conoce de sus opiniones propiamente estéticas –mayormente de índole literario– llegó a la posteridad a través de su mutua correspondencia epistolar y de la que sostuvieron con sus contemporáneos. Mas, sería precipitado suponer por ello que el arte tuviera un carácter marginal en el pensamiento de tales hombres, que si bien fueron eminentemente escritores políticos (¡y más aún, revolucionarios prácticos!), fueron también teóricos de talla enciclopédica que tuvieron –por añadidura– el acierto de concebir al mundo y a la cultura en una forma integral y dinámica, merced de su comprensión crítica del pensamiento dialéctico hegeliano, y no de una manera segmentada o abstracta. Puede decirse, a la par, de quienes a la larga habrían de denominarse a sí mismos como marxistas, que su claridad y actitud en torno a los fenómenos artísticos constituye un índice elocuente del grado de penetración de sus conceptos políticos en el sentido y la naturaleza del método histórico-materialista; desde la perspectiva de un genuino marxismo, el arte no puede ser tanto un instrumento propagandístico como una alta meta del desarrollo histórico de la humanidad.
No causa, por tanto, extrañeza que, de entre la producción intelectual inédita de Marx, hayan sido precisamente sus Manuscritos económico-filosóficos de 1844, que son a todas luces su obra más abundante en referencias a la singularidad del trabajo artístico, aquellos que fueran impugnados, primordialmente por la crítica filoestalinista, como un escrito estrictamente juvenil, luego de su hallazgo tardío y consecuente publicación póstuma (1932).[1] El meollo de la ardua controversia desatada por este documento entre los marxistas occidentales y los orientales, a mediados del siglo pasado, estriba en el concepto de la alienación; una herencia de la filosofía hegeliana a la que un joven Marx imprimiría, no obstante, su sello personal, al valerse de ella para caracterizar a las relaciones sociales de una realidad histórica concreta: la del capitalismo. Para el llamado marxismo crítico, el descubrimiento de esta veta teórica representaba una espléndida piedra de toque, que le permitía diferenciarse del oficialismo obtuso y –en última instancia– contrarrevolucionario de la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas); pero a la vez, también al amparo de ella se cultivaron no pocas tendencias revisionistas pequeñoburguesas, que centrándose en la crítica cultural se labraron provechosos nichos académicos, desvinculados de la lucha revolucionaria. Paralelamente, la orientación característicamente demagógica de la producción intelectual del ‘socialismo real’, tendiente a disimular las profundas carencias del régimen reaccionario que la auspiciaba (en el que la burocracia medraba sirviéndose de la economía planificada, sin intención alguna de trascender la limitante histórica de la división social del trabajo), miraba con suspicacia y temor al concepto de la alienación y desestimó a los Manuscritos como un trabajo insulsamente pueril, lastimeramente ‘filosófico’ y decididamente prescindible para la crítica de la economía política ‘bien acabada’. Sin embargo, en estos apuntes –ciertamente fragmentarios– tienen su germen los frutos que habrían de madurar por completo en trabajos posteriores como los Gründrisse (1858) y El capital (1867) mismo, y no los resabios idealistas que sus críticos señalan, subestimando –a su propia conveniencia– la trascendencia del hegelianismo en el desarrollo intelectual de un joven Marx que, antes de adentrarse en la dialéctica, todavía aspiraba a hacer carrera como poeta; “su renuncia al romanticismo significa una transición de una oposición nebulosa al orden existente hacia una crítica aún más radical de las relaciones sociales.”[2]
Su respectiva caracterización de la creación artística esclarece las diferencias entre la concepción de la alienación apuntada en los Manuscritos por Marx y la de G.W.F. Hegel (1770-1831). Para este último, el carácter sensorial del arte como expresión espiritual resulta alienante justamente en la medida en la que hace depender a la idea absoluta de la realidad material para manifestarse; agotando su desarrollo con el arte clásico, antes de verlo superado sucesivamente por la religión cristiana y la filosofía moderna. “Hegel, con una visión notable, señala el carácter contradictorio del desarrollo histórico del arte y la sociedad. Sin embargo, ese fenómeno históricamente condicionado lo considera un proceso inevitable en la liberación del espíritu respecto de los sentidos.”[3] A sus ojos, la tarea acotada del arte en la búsqueda etérea de la autoconciencia del espíritu absoluto ya había sido completada por la antigüedad clásica, la perfección de cuyas obras no tiene parangón en el arte de ninguna otra época y más allá de la cual la creación artística no puede remontarse; siendo la menos idónea de las manifestaciones del espíritu, su desarrollo ulterior entraña un anacronismo. En cambio, para Marx el arte representa una rara excepción al carácter alienante del trabajo –y de la vida, en general– en el seno de las sociedades fundadas en la explotación, en la que la creatividad humana puede expresarse sin sus trabas comunes; carácter que se desarrolla históricamente, propiciando el florecimiento de los rasgos destacados del arte clásico y hostilizando a la creación artística con el recrudecimiento de los antagonismos de clase específicos del capitalismo. “La decadencia de la creación artística es inseparable del desarrollo de la civilización burguesa. Por otra parte, los grandes logros artísticos de épocas pasadas se debían a la inmadurez de las contradicciones sociales.”[4]
El materialismo de Marx libera al arte de su subordinación al pensamiento abstracto, relevándolo de su misión como manifestación sensorial de la conciencia. Con ello pone de manifiesto que la alienación no es en absoluto la situación deficitaria del espíritu, que aún no puede captarse a sí mismo intelectivamente y que se extraña en la materia para encausar la ruta de su autoconocimiento, sino la condición histórica del ser humano real, que no puede desplegar toda su fuerza creadora hasta ver superado el dislocamiento de sus relaciones social-productivas en razón de la oposición entre explotados y explotadores, o en la de cualquier otra forma de la división social del trabajo. “Marx no aborda estos problemas movido por una mera preocupación estética, sino para poner de manifiesto la contradicción radical entre el capitalismo y el hombre como creador. Pero con ello ha puesto de relieve la peculiaridad del trabajo artístico como dominio de la cualidad, de lo originario; vale decir, de la creación humana.”[5] Si bien, en adelante, Marx concentraría sus empeños en dilucidar y sentar las bases prácticas de la solución revolucionaria de las contradicciones de la sociedad y el modo de producción capitalistas, se mantendría latente en su trabajo la razón de ser subyacente al mismo: la emancipación más completa de los seres humanos. Las relaciones político-económicas de la sociedad de mercado no sólo hacen mella en la condición del trabajador despojado del goce auténtico del fruto de su trabajo, sino también en el conjunto de una sociedad que cifra la satisfacción de sus más diversas necesidades en el valor de cambio de las mercancías; en oposición a su valor de uso: su valor humanamente constituido. “Ni el obrero produce de un modo verdaderamente humano, es decir, en forma creadora, ni el capitalista goza humanamente del producto que posee; no goza del objeto por su significación humana”;[6]
el economista convierte al obrero en un ser carente de sentido y de necesidades; y su actividad es una abstracción de toda actividad; por eso considera como algo reprochable todo lujo por parte del obrero, y reputa como lujo todo lo que rebase la más abstracta de las necesidades, ya sea un goce pasivo o una manifestación de actividad. La Economía política, la ciencia de la riqueza, es, por tanto, a la par con ello, la ciencia de la abstinencia, del ayuno, del ahorro, llegando realmente hasta ahorrar al hombre incluso la necesidad de aire puro o de movimiento físico. Esta ciencia de la maravillosa industria es, al mismo tiempo, la ciencia del ascetismo, y su verdadero ideal es el avaro ascético, entregado a la usura, y el esclavo asceta, pero que produce. Su ideal moral es el obrero que coloca en la caja de ahorros una parte de su salario, e incluso ha inventado un arte servil para esta ocurrencia predilecta suya. Envuelto en un ropaje sentimental, este tema ha sido llevado al teatro. Se trata, por tanto –pese a su apariencia mundana y voluptuosa–, de una ciencia realmente moral, de la más moral de las ciencias. Su dogma fundamental es la autorrenunciación, la renunciación a la vida y a todas las necesidades del hombre. Cuanto menos comas y bebas, cuantos menos libros leas, menos vayas al teatro, al baile y a la taberna, menos pienses, ames, teorices, cantes, pintes, hagas versos, etc., más ahorrarás, mayor será tu tesoro, que no carcomerán la polilla ni el polvo, mayor será tu capital.[7]
En medio de la vorágine de la vida sólo parcialmente humana que la sociedad capitalista ofrece a los individuos, en la que su propio valor y su capacidad de satisfacer –y aun de reconocer– sus necesidades profundas están tasados en función de su disposición para satisfacer –a costa suya– las necesidades alienadas de otros y las del sistema económico mismo, el arte brinda un remanso en el que todavía es posible reconocerse como seres humanos; “su fin es recompensar al hombre cuando falta el pleno goce procurado por la realidad.”[8] Así, el arte satisface una necesidad específicamente humana, que se revela en el seno mismo del trabajo en la medida en la que éste no se limita a satisfacer las necesidades naturales del ser humano; la necesidad humana de recrearse en el producto del trabajo se descubre cuando se obra rebasando los requerimientos estrictos del trabajo mismo. “El paso del objeto técnico al objeto técnico bello no es necesario desde un punto de vista técnico; no es exigido por las leyes de la técnica.”[9] Dicha necesidad se deslinda históricamente del trabajo con el desarrollo de los medios sociales de producción, sin embargo, no representa una antítesis de aquél, sino la realización radical de sus potencialidades, negadas por los distintos obstáculos plantados por las relaciones sociales de una época determinada; el artista produce de manera libre en comparación con el obrero, que produce bajo la coerción de sus necesidades naturales, pero sólo específicamente dentro del contexto histórico-productivo de la sociedad de clases. “La contraposición entre producción artística y material reviste, por tanto, un carácter histórico-social y, en el fondo, tiene la misma raíz que la oposición entre la producción material capitalista y el trabajo libre creador.”[10]
Arte y capitalismo
Es preciso señalar, no obstante, que la capacidad del arte para aliviar las penurias del ser humano cosificado por las relaciones sociales de producción capitalistas no es indeterminada; que el arte mismo está sometido a los rigores de la división social del trabajo, que le resultan especialmente perniciosos en el seno de la sociedad burguesa. “En ninguna de las sociedades precapitalistas la producción material era, por principio, hostil al arte. Ni siquiera en los orígenes del arte cuando éste, en la sociedad primitiva, se hallaba vinculado muy directamente a la producción material. Por principio, la hostilidad de la producción material al arte sólo se da bajo el capitalismo.”[11] La economía y el arte tienen un desarrollo desigual, es decir que el desarrollo del arte no necesariamente es un reflejo del desarrollo material de las sociedades. Así, el arte, que representaba un bálsamo para las sociedades antiguas, que podían apropiárselo en virtud de su dimensión ideológica (religiosa o política), se encuentra en la actualidad privado de su lazo con las sociedades modernas, por efecto de las relaciones económicas alienantes, que amenazan su sentido humano. “El arte ha podido sustraerse a una sociedad banal, a un universo abstracto e inhumano, en la medida en la que ha cortado amarras, y se ha convertido en una ciudad sitiada.”[12] Las leyes inflexibles de la producción y el intercambio capitalistas le son poco propicias al arte, involucrándolo en no pocas contradicciones.
Convertidas en mercancías, las obras de arte dejan de relacionarse con la sociedad en términos propiamente estéticos, para entrar en una relación comercial distinta de la compra individual celebrada directamente entre el productor y el consumidor, que se efectúa aún en interés del valor de uso de la obra: el valor impreso en ella por su creador. En cambio, en la relación impersonal operada con la mediación del mercado del arte el productor artístico se convierte en un trabajador asalariado más. “La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto.”[13] La obra artística existe, en principio, para dar satisfacción a la necesidad de expresión específicamente humana de su creador. La existencia de éste, a su vez, se desenvuelve en función de dicha necesidad, que es reconocida también como una necesidad que ejerce en beneficio de sus semejantes. “Pero el artista forma parte de una sociedad determinada, y tiene que crear y subsistir en el marco de las posibilidades que ella le ofrece. Para no desviar sus fuerzas esenciales de su verdadero cauce, el arte habrá de ser para él medio de desenvolvimiento de su personalidad, pero también medio de subsistencia.”[14] El artista procura ejercer su libertad, a la vez que asegura su existencia, pero bajo el patronazgo privado ve limitada su relación con la sociedad, pues no produce más para consumidores concretos, sino para un mercado abstracto que sólo concibe a su obra como un valor especulativo; como una apuesta financiera de la cual extraer dividendos. “El éxito del arte depende de quién lo colecciona y no de quién lo hace.”[15] Obligado a subsistir a expensas de su libertad creativa en la sociedad capitalista, el artista no goza más del cobijo social que antaño garantizara su sustento, y en consecuencia mutila su propia existencia como creador, ya sea que desligue a su subsistencia de su producción, que ejerza esta última con duplicidad, o que la someta por completo, volviéndola inauténtica.
En conflicto con una sociedad que envilece y degrada su producción, el artista no puede escoger la vía del silencio, de la renuncia a su actividad creadora, sin abrir con ello de par en par las puertas que salvaguardan, en un mundo enajenado, su condición humana. El artista puede seguir otra vía: tratar de afirmar su libertad de creación en un mundo que pugna por limitarla o anularla al convertir su arte en mercancía. El artista produce para sí y para otros a los que su mensaje no puede llegar porque se le cierran las vías de acceso al negarse él a producir por una necesidad exterior, es decir, para el mercado; su obra, por otra parte, entra en contradicción con los gustos e ideales que rigen en la producción mercantil y, por tanto, no encuentra comprador. El artista crea, entonces, heroicamente por una necesidad interior de expresión, sin hacer concesiones que limiten su libertad de creación; su obra surge a espaldas del mercado artístico o como un desafío a sus exigencias. […] Pero la rebelión contra las leyes implacables de la producción capitalista, no transcurre impunemente. La historia del arte del último tercio del siglo pasado y comienzos del presente [siglo XX], nos muestra el terrible precio que los más grandes creadores humanos hubieron de pagar por rebelarse: el hambre, la miseria, el suicidio o la locura.[16]
A la obra artística, por su parte, le son arrebatadas sus cualidades distintivas al convertirle en una mercancía más, puesto que su involucramiento en el mercado hace abstracción de su valor de uso –su valor genuinamente humano– al fijar para ella un valor de cambio; “no se puede aplicar una medida general de trabajo artístico como el tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción del objeto, pues esto sólo es posible cuando se puede crear una nueva mercancía que satisfaga la misma necesidad en las condiciones generales de la producción.”[17] A diferencia de otros productos humanos, es decir, a diferencia de las mercancías corrientes, cada obra artística es insustituible, en tanto que representa una forma particular de satisfacer la necesidad específicamente humana cifrada en el arte y su producción es, por tanto, un proceso inconmensurable. “La transformación del trabajo artístico en trabajo asalariado se halla, pues, en contradicción con la esencia misma de la creación artística, ya que, por su naturaleza cualitativa, singular, el trabajo artístico no puede ser reducido a una parte de un trabajo general abstracto.”[18] A la par, para ver realizado su verdadero valor, la obra de arte ha de poder ser apreciada por otros además de su creador. Esta posibilidad también se diluye en su apropiación mercantil, que no se conforma con abstraer dicho valor, sino que la sitúa en relación con un propietario para el cual el mismo es secundario o incluso inocuo, obstaculizando con ello su recepción por parte de los demás; “la obra de arte es un producto peculiar que exige no sólo esta apropiación verdadera, humana, o relación particular con su valor de uso que se pone de manifiesto en el acto individual de gozarla y consumirla, sino que exige, por su propia naturaleza, un lazo vital incesante que jamás puede cortarse entre ella y los hombres; es decir, reclama una serie infinita de apropiaciones individuales.”[19]
El artista, para poder acceder con su obra a los medios técnicos que la pongan en relación con el resto de la sociedad, debe plegarse al principio de la productividad material, que limita su libertad creativa, dirigiendo su producción hacia la obtención de ganancias económicas; haciéndose tanto más atractivo para el patrocinio de la clase dominante mientras mejor sepa cortejar el gusto de un público masivo. “La condición necesaria para ello es que el arte, aprovechando las posibilidades que el desarrollo técnico e industrial ofrecen, se organice como una industria y que el consumo se estructure también comercialmente a fin de que revista el carácter de un verdadero consumo de masas, pues sólo un consumo de esta naturaleza puede asegurar un cumplimiento de la ley fundamental de la producción capitalista.”[20] Así, el arte y su público traban una relación de mutuo condicionamiento, que tiende a la degradación de ambos en el marco de las relaciones productivas capitalistas. De tal suerte, este sistema social y económico produce un nuevo tipo de arte, que le es propio, y que no busca más la satisfacción de la humana necesidad del arte, sino que la suplanta con necesidades que sólo son propias de seres limitados; propias de seres alienados. En lo que respecta al arte capitalista de masas, es el producto, y no la necesidad que satisface, el que determina su forma de consumo, pero no sólo moldeando a partir del objeto su propia forma de recepción, sino produciendo incluso al sujeto adecuado para su propio perfil espurio. “El hombre abstracto, deshuesado que consume estos productos artísticos los mide con la vara de su propia existencia abstracta y deshuesada, una existencia en la que no cabe ya una relación propiamente estética, ya que ésta sólo puede darse allí donde el hombre se manifiesta con todas sus fuerzas esenciales, y es afectado en todo su ser.”[21]
Como otros tantos aspectos de la producción humana, también las vastas posibilidades que la técnica moderna –producto de la era burguesa– ofrece al arte se ven paradójicamente frustradas por el modo de producción capitalista. “En su juventud revolucionaria, la burguesía jugó un papel progresista al empujar los horizontes de la cultura humana. En su periodo de decadencia senil, la burguesía está comprometida con la destrucción de la cultura. Carece de horizontes, de filosofía o de visión de futuro. Toda su razón de ser se centra en conseguir dinero.”[22] Pese al notable desarrollo contemporáneo de la técnica, ésta ya no es utilizada por el capitalismo para ampliar los horizontes culturales del ser humano, sino para estrecharlos. Las formas de disipación que sirven al ser humano cosificado como sucedáneo del arte son, a la vez, medios idóneos de condicionamiento ideológico, que promueven el conformismo social y, en general, los intereses políticos de la clase dominante. Este arte relega al arte estrictamente artístico a una posición minoritaria, que si bien tiene la virtud de preservar el valor humano del arte, le plantea simultáneamente una relación problemática con su realidad. “En donde las artes fueron enviadas a un exilio momentáneo, volvieron con un nuevo perfil y un ámbito más amplio, incluso si su método parecía al principio inesperado y extraño. Todavía se les otorga el crédito de una autoridad y una libertad con la que los campos del entretenimiento y la publicidad sólo pueden soñar. Una libertad que existe a expensas de su importancia limitada en el sentido de su aceptación social y económica.”[23]
La hostilidad del capitalismo al arte, señalada por Marx, es, pues, una tendencia que, aun estando en la entraña misma de la producción capitalista, no logra imponerse plenamente por la imposibilidad de reducir el trabajo artístico a la condición del trabajo enajenado, mediante su transformación en una actividad puramente formal o mecánica. Incluso cuando el artista trabaja para el mercado se resiste a la uniformidad, a la nivelación que destruye la personalidad creadora; por tanto, por el sólo hecho de desplegar sus posibilidades creadoras se halla en pie de lucha contra el cerco hostil que le tiende el mercado capitalista. De esta lucha no siempre el artista sale victorioso […]. Pero, sin esta lucha que no es sino la lucha por la afirmación de la naturaleza creadora del hombre, la historia del arte del último siglo, sobre todo en algunas ramas, no sería más que un campo yermo. […] Finalmente, la producción material capitalista no logra extender sus leyes a toda creación artística porque, en la propia sociedad en la que rigen, el artista cobra conciencia de que el destino de su obra y del arte en general se halla vinculado al destino de la sociedad, a su transformación radical. Surge así un nuevo arte que se halla en contraposición a las ideas, gustos, valores y concepciones de la clase dominante y que no tiene nada que esperar del mercado en que imperan las ideas, gustos o valores que repudia; un arte que se afana por llegar a quienes pueden compartir su mensaje sin sujetarse a las leyes que rigen en el mercado capitalista.[24]