Traductores y editores de la “Biblia del proletariado”
Horacio Tarcus
publicado en revista Memoria en octubre de 2017 en dos entregas
La suerte de El capital en el mundo hispanoamericano
Relata Francis Wheen en su libro La historia de El capital que en febrero de 1867, poco antes de enviar su opera magna a la imprenta, “Karl Marx insistió a Friedrich Engels para que leyera La obra maestra desconocida, de Honoré de Balzac. Según le dijo, la historia era en sí una pequeña obra maestra, ‘repleta de la más deliciosa ironía’”.1
“La obra maestra desconocida narra la historia de Frenhofer, un gran pintor que dedica diez años de su vida a trabajar sin descanso en un retrato que revolucionará el arte al proporcionar ‘la más completa representación de la realidad’.
“Cuando Frenhofer permite finalmente que otros artistas, Poussin y Porbus, inspeccionen el lienzo una vez concluido, éstos quedan horrorizados al ver un revoltijo de formas y colores, amontonados unos encima de los otros, sin orden ni concierto”. Frenhofer contempló su cuadro y admitió: ‘¡Nada! ¡Nada! ¡Y pensar que he trabajado diez años!’ Y luego de expulsar a los colegas de su estudio, quema sus obras y se suicida.”2
Por sorprendente que nos parezca hoy, 150 años después de la publicación del primer tomo de El capital, la identificación de Marx con Frenhofer y su “obra maestra desconocida” no es en absoluto descaminada. Según el testimonio de su yerno Paul Lafargue, “[n]unca estaba Marx contento de lo que hacía: siempre cambiaba alguna impresión, creyendo que de todas maneras era inferior la expresión a la concepción. Hay un estudio psicológico de Balzac –que Zola plagió vergonzosamente–, Le chef d’oeuvre inconnu; el estudio le causó impresión profunda porque describía sentimientos que Marx había experimentado. Se trata de un pintor genial atormentado por la necesidad de reproducir las cosas tal como se reflejan en el cerebro, que retoca sin cesar el cuadro hasta el punto de convertirlo en masa informe de colores que, sin embargo, [a sus ojos] representan fielmente la realidad”.3
El testimonio de Lafargue reviste especial interés para nosotros porque nos muestra dos caras opuestas de El capital: por una parte, es la obra que consagra mundialmente a Marx, que conoce reediciones y traducciones ya en vida de su autor y cuya lectura a propuesta de su amigo Jean-Philippe Backer será recomendada en el Congreso de Bruselas de la Internacional (septiembre de 1868) como la “Biblia del Proletariado”.4 Pero esta consagración de Marx y temprana sacralización de El capital contrastan con la otra imagen que nos ofrece Lafargue y que refrenda su correspondencia: la de un autor-artesano, siempre inconforme con los resultados de más de dos décadas de labor, que hace y rehace sucesivos borradores que luego desecha para volver a comenzar una nueva redacción, que pospone una y otra vez la entrega de los originales prometidos a los editores. Como Frenhofer, Marx oscilaba entre la seguridad y la duda, temía que los constantes “retoques” modificaran la armonía de la obra, que la introducción de sucesivas mediaciones que se concatenaban unas con otras terminaran haciendo tan complejo su sistema al punto que finalmente oscurecieran su “representación de la realidad”.
Y si esto cuenta para el primer tomo de El capital, publicado por Marx mismo, vale tanto más para los borradores inéditos. Lafargue testimonia que habría “sido para él un martirio si le hubieran obligado a enseñar sus manuscritos antes de haberles dado el último toque. Este sentimiento era tan fuerte en él que me dijo un día que prefería quemar sus manuscritos antes de dejarlos incompletos”.5 No obstante este sentimiento, sabemos que Marx no los quemó, que Engels fue su primer albacea literario, que tras diversas vicisitudes pasaron al Partido Socialdemócrata Alemán y finalmente, con el advenimiento del nazismo en Alemania, fueron albergados en el Instituto de Historia Social de Ámsterdam.6
Nuestra comprensión de la obra cumbre de Marx está mediada por la sucesiva publicación de estos manuscritos: el tomo 2 de El capital fue publicado por Engels en 1885 y el 3 en 1894, las Teorías de la plusvalía fueron editadas por Karl Kautsky entre 1905 y 1910, los Manuscritos de 1844 y la Ideología alemana se dieron a conocer en 1932, el capítulo VI inédito de El capital en 1933 y los llamados Grundrisse entre 1939 y 1941.7 No cabe la menor duda de que sin la publicación póstuma de estos manuscritos, nuestro conocimiento de Marx sería pobre y parcial. Sin embargo, el trabajo de sus editores –por calificados que estuviesen figuras de la talla de Engels, Kautsky o Riazanov– nunca se limitó a una cuestión de competencias técnicas o intelectuales, sino que respondió sobre todo a un asunto de autoridad. A la hora de poner en circulación una nueva obra, la pregunta de fondo giraba en torno a qué persona (Engels, Kautsky…) o institución (Partido Socialdemócrata Alemán, Instituto Marx-Engels-Lenin de Moscú…) poseía suficiente autoridad para dar a luz lo que Marx tanto se resistió a mostrar e hilvanar los fragmentos que el propio autor no había logrado integrar en un todo para completar sus puntos suspensivos o sus frases inacabadas.
La historia de las traducciones y ediciones de El capital puede inscribirse plenamente en lo que Pierre Bourdieu denominó “circulación internacional de las ideas,” donde los procesos globales de edición están sometidos a operaciones de selección (¿qué se traduce?, ¿qué se publica?, ¿quién traduce?, ¿quién publica?), de marcado (dégriffé) a través del sello editorial, la colección, el traductor y el prologuista (quien presenta la obra apropiándosela, anexándola al campo de recepción); y de lectura, por las cuales los lectores aplican a la obra categorías de percepción y problemáticas fruto de un campo de producción diferente.8
Pero el caso de la historia de las ediciones de El capital ofrece un plus de sentido respecto a la publicación de cualquier otro libro, pues de las obras profanas que los reformadores sociales del siglo XIX destinaron a la redención del proletariado, sólo El capital alcanzó semejante grado de consagración. Se trata de un libro al mismo tiempo complejo, cuyo alto nivel de abstracción teórica hizo que fuera más reconocido (e incluso venerado) que leído. Esto hizo que su edición, su presentación, su lectura misma excedieran con creces la relación simple, directa y profana entre el lector y un libro cualquiera. El acceso del lector a una obra como El capital debía ser mediado por toda una serie de personas e instituciones “autorizadas”, que ofrecieran garantías de canonicidad y fidelidad a un original celosamente resguardado. Y así como la Biblia judeo-cristiana estuvo sometida durante siglos a las querellas por su canonicidad, enseguida veremos que el siglo XX dio lugar a una querella no menos intensa respecto a la “edición autorizada” de la “Biblia del Proletariado”. [...]
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Horacio Tarcus
publicado en revista Memoria en octubre de 2017 en dos entregas
La suerte de El capital en el mundo hispanoamericano
Relata Francis Wheen en su libro La historia de El capital que en febrero de 1867, poco antes de enviar su opera magna a la imprenta, “Karl Marx insistió a Friedrich Engels para que leyera La obra maestra desconocida, de Honoré de Balzac. Según le dijo, la historia era en sí una pequeña obra maestra, ‘repleta de la más deliciosa ironía’”.1
“La obra maestra desconocida narra la historia de Frenhofer, un gran pintor que dedica diez años de su vida a trabajar sin descanso en un retrato que revolucionará el arte al proporcionar ‘la más completa representación de la realidad’.
“Cuando Frenhofer permite finalmente que otros artistas, Poussin y Porbus, inspeccionen el lienzo una vez concluido, éstos quedan horrorizados al ver un revoltijo de formas y colores, amontonados unos encima de los otros, sin orden ni concierto”. Frenhofer contempló su cuadro y admitió: ‘¡Nada! ¡Nada! ¡Y pensar que he trabajado diez años!’ Y luego de expulsar a los colegas de su estudio, quema sus obras y se suicida.”2
Por sorprendente que nos parezca hoy, 150 años después de la publicación del primer tomo de El capital, la identificación de Marx con Frenhofer y su “obra maestra desconocida” no es en absoluto descaminada. Según el testimonio de su yerno Paul Lafargue, “[n]unca estaba Marx contento de lo que hacía: siempre cambiaba alguna impresión, creyendo que de todas maneras era inferior la expresión a la concepción. Hay un estudio psicológico de Balzac –que Zola plagió vergonzosamente–, Le chef d’oeuvre inconnu; el estudio le causó impresión profunda porque describía sentimientos que Marx había experimentado. Se trata de un pintor genial atormentado por la necesidad de reproducir las cosas tal como se reflejan en el cerebro, que retoca sin cesar el cuadro hasta el punto de convertirlo en masa informe de colores que, sin embargo, [a sus ojos] representan fielmente la realidad”.3
El testimonio de Lafargue reviste especial interés para nosotros porque nos muestra dos caras opuestas de El capital: por una parte, es la obra que consagra mundialmente a Marx, que conoce reediciones y traducciones ya en vida de su autor y cuya lectura a propuesta de su amigo Jean-Philippe Backer será recomendada en el Congreso de Bruselas de la Internacional (septiembre de 1868) como la “Biblia del Proletariado”.4 Pero esta consagración de Marx y temprana sacralización de El capital contrastan con la otra imagen que nos ofrece Lafargue y que refrenda su correspondencia: la de un autor-artesano, siempre inconforme con los resultados de más de dos décadas de labor, que hace y rehace sucesivos borradores que luego desecha para volver a comenzar una nueva redacción, que pospone una y otra vez la entrega de los originales prometidos a los editores. Como Frenhofer, Marx oscilaba entre la seguridad y la duda, temía que los constantes “retoques” modificaran la armonía de la obra, que la introducción de sucesivas mediaciones que se concatenaban unas con otras terminaran haciendo tan complejo su sistema al punto que finalmente oscurecieran su “representación de la realidad”.
Y si esto cuenta para el primer tomo de El capital, publicado por Marx mismo, vale tanto más para los borradores inéditos. Lafargue testimonia que habría “sido para él un martirio si le hubieran obligado a enseñar sus manuscritos antes de haberles dado el último toque. Este sentimiento era tan fuerte en él que me dijo un día que prefería quemar sus manuscritos antes de dejarlos incompletos”.5 No obstante este sentimiento, sabemos que Marx no los quemó, que Engels fue su primer albacea literario, que tras diversas vicisitudes pasaron al Partido Socialdemócrata Alemán y finalmente, con el advenimiento del nazismo en Alemania, fueron albergados en el Instituto de Historia Social de Ámsterdam.6
Nuestra comprensión de la obra cumbre de Marx está mediada por la sucesiva publicación de estos manuscritos: el tomo 2 de El capital fue publicado por Engels en 1885 y el 3 en 1894, las Teorías de la plusvalía fueron editadas por Karl Kautsky entre 1905 y 1910, los Manuscritos de 1844 y la Ideología alemana se dieron a conocer en 1932, el capítulo VI inédito de El capital en 1933 y los llamados Grundrisse entre 1939 y 1941.7 No cabe la menor duda de que sin la publicación póstuma de estos manuscritos, nuestro conocimiento de Marx sería pobre y parcial. Sin embargo, el trabajo de sus editores –por calificados que estuviesen figuras de la talla de Engels, Kautsky o Riazanov– nunca se limitó a una cuestión de competencias técnicas o intelectuales, sino que respondió sobre todo a un asunto de autoridad. A la hora de poner en circulación una nueva obra, la pregunta de fondo giraba en torno a qué persona (Engels, Kautsky…) o institución (Partido Socialdemócrata Alemán, Instituto Marx-Engels-Lenin de Moscú…) poseía suficiente autoridad para dar a luz lo que Marx tanto se resistió a mostrar e hilvanar los fragmentos que el propio autor no había logrado integrar en un todo para completar sus puntos suspensivos o sus frases inacabadas.
La historia de las traducciones y ediciones de El capital puede inscribirse plenamente en lo que Pierre Bourdieu denominó “circulación internacional de las ideas,” donde los procesos globales de edición están sometidos a operaciones de selección (¿qué se traduce?, ¿qué se publica?, ¿quién traduce?, ¿quién publica?), de marcado (dégriffé) a través del sello editorial, la colección, el traductor y el prologuista (quien presenta la obra apropiándosela, anexándola al campo de recepción); y de lectura, por las cuales los lectores aplican a la obra categorías de percepción y problemáticas fruto de un campo de producción diferente.8
Pero el caso de la historia de las ediciones de El capital ofrece un plus de sentido respecto a la publicación de cualquier otro libro, pues de las obras profanas que los reformadores sociales del siglo XIX destinaron a la redención del proletariado, sólo El capital alcanzó semejante grado de consagración. Se trata de un libro al mismo tiempo complejo, cuyo alto nivel de abstracción teórica hizo que fuera más reconocido (e incluso venerado) que leído. Esto hizo que su edición, su presentación, su lectura misma excedieran con creces la relación simple, directa y profana entre el lector y un libro cualquiera. El acceso del lector a una obra como El capital debía ser mediado por toda una serie de personas e instituciones “autorizadas”, que ofrecieran garantías de canonicidad y fidelidad a un original celosamente resguardado. Y así como la Biblia judeo-cristiana estuvo sometida durante siglos a las querellas por su canonicidad, enseguida veremos que el siglo XX dio lugar a una querella no menos intensa respecto a la “edición autorizada” de la “Biblia del Proletariado”. [...]
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