El crimen de la carretera Málaga-Almería
fragmento del libro escrito por el doctor Norman Bethune en 1937
tomado del foro Al sur de Córdoba en diciembre de 2012
La Caravana de la Muerte
La evacuación masiva de la población civil de Málaga comenzó el domingo día 7. Un contingente de 25.000 tropas alemanas, italianas y moras entraron en la ciudad el lunes día 8 por la mañana; tanques, submarinos, barcos de guerra, aviones, todos a la vez, para aplastar a las defensas de la ciudad mantenidas por un pequeño y heroico grupo de tropas españolas sin experiencia militar, tanques, ni aviones que los defendieran. Los así llamados "nacionalistas" entraron en lo que prácticamente era una ciudad desierta, del mismo modo que habían hecho en cada pueblo y ciudad asediada en España.
Así que imagínense a 150.000 hombres, mujeres y niños disponiéndose a marcharse en búsqueda de seguridad hacia una ciudad situada o más de 100 millas a pie. Hay una única carretera que pueden tomar. No hay ninguna otra manera de escapar.
Esta carretera, limítrofe por un lado, con las altas montañas de Sierra Nevada, y por el otro, con el mar está construida sobre la ladera de unos acantilados y sube y baja a más de 500 pies por encima del nivel del mar. La ciudad que deben alcanzar es Almería, y está a más de doscientos kilómetros más allá. Un joven fuerte y sano puede caminar a pie unos 40 o 50 kilómetros diarios. El viaje a que estas mujeres, ancianos y niños debían enfrentarse les llevará a 5 días y 5 noches de camino, al menos.
No encontrarán alimentos en los pueblos, ni trenes, ni autobuses para transportarlos. Ellos debían caminar y a medida que iban andando se tambaleaban y tropezaban con los pies llenos de rajas y de heridas de ir por el pedernal y el ardiente asfalto de la carretera, los fascistas los bombardeaban desde el aire y les disparaban desde los barcos de guerra.
“Lo que quiero contaros es lo que yo mismo vi en esta marcha forzada, la más grande, la más horrible evacuación de una ciudad que hayan visto nuestros tiempos. Habíamos llegado a Almería el miércoles 10, a las cinco de la mañana. Traíamos de Barcelona un camión con sangre preparada para transfusiones con destino a los heridos de Málaga. En Almería supimos la noticia de la caída de Málaga y nos aconsejaron que siguiésemos nuestro camino, porque se tenía por seguro que Motril había caído también.
Entonces resolvimos ir a ver en qué condiciones se estaba llevando a cabo la evacuación de heridos. Salimos por el camino de Málaga, a eso de las seis de la tarde, y a unos cuantos kilómetros nos encontramos con los que encabezaban la desventurada procesión. Venían primero los más fuertes, los que habrían podido transportar sus cosas en burros, mulas y caballos. Luego, el espectáculo se hacía más lastimoso. Miles de niños (contamos cinco mil menores de diez años), y por lo menos mil de entre ellos descalzos y cubiertos apenas con harapos. Las madres los llevaban echados al hombro o tiraban de ellos por la mano. Pasó un hombre con sus dos pequeños a la espalda, niños de uno y dos años, y cargando además con cacerolas y trastos, y recuerdos queridos de su hogar. Había mujeres que no podían dar un paso más: la sangre de las úlceras de sus piernas hinchadas teñían de rojo sus alpargatas blancas. Muchos viejos abandonaban toda esperanza y, tumbados en la cuneta del camino, esperaban la muerte.
Nuestro coche se abría paso a duras penas. Los refugiados pasaban al lado del camión, como si no lo vieran. Seguían caminando cansinamente, con los ojos entornados hacia el suelo como síntoma inconsciente de extenuación. Las mujeres avanzaban lentas con sus vestidos oscuros. Tenían la cara y los ojos congestionados por el polvo y el sol de cuatro días, y levantaban hacia nosotros, en sus brazos cansados, los cuerpecitos de sus hijos. Los niños llevaban solamente su pantalón y las niñas su vestido ancho, medio desnudos todos bajo el sol. Niños con los bracitos y las piernas enredados en trapos ensangrentados: niños sin zapatos, con los pies hinchados; niños que lloraban desesperados de dolor, de hambre, de cansancio cuatro días perseguidos por los aviones de los bárbaros fascistas, y cuatro noches de caminar en grupo compacto hombres, mujeres, niños, mulas, burros y cabras, tratando de mantenerse juntas las familias, llamándose por el nombre propio, buscándose en las sombras.
Al principio eran grupos dispersos. Después aparecían a intervalos más frecuentes, y por último una hilera continua, unos pisando los talones a los otros. Parecían haber nacido del suelo. Una fila interminable a lo largo del camino con el sol encima y el mar debajo. Entre el murmullo del mar y el eco de los montes el único ruido era el de las sandalias de esparto arrastradas sobre las piedras, el silbido de la respiración cansina y el lamento que salía de los labios agrietados. Eran de todas las edades, pero sus caras estaban dibujadas con los mismos rasgos de agotamiento. Una mujer sujetando su vientre, sus ojos abiertos, aterrorizados. Pasaban al lado de nuestro camión sin expresión. Sise detuvo el camión. Yo salí y me paré en medio de la carretera. No tenían fuerzas para seguir, pero temían detenerse. Decían que los fascistas venían detrás de ellos. ¿Málaga? Sí, Málaga había caído.
Volví al camión. Yo pensaba en Málaga. En algún lugar habría nuevas defensas. Al final del camino habría lucha, heridos moribundos que necesitarían la sangre que habíamos traído desde Madrid. Aceleramos la marcha. La carretera se inclinaba y la línea de refugiados se hacía más ancha. Llegamos a una curva en dirección al interior, una pequeña subida, y de repente una bajada hacia una llanura. Sise sorprendido, pisó el freno bruscamente. Una muchedumbre de personas y animales ocupaba todo el ancho de la carretera. La llanura se extendía tan lejos como la vista podía alcanzar, y por ella serpenteaba una hilera de treinta kilómetros de seres humanos, como un gusano gigantesco con innumerables pies que levantaba una nube de polvo que se extendía hasta más allá del horizonte a lo largo de la árida llanura y se elevaba hasta las montañas. La carretera ya no se veía en ningún sitio.
Estaba desbordada por los refugiados. Comenzamos a descender lentamente. Sise tocaba la bocina sin parar. Ellos no prestaban atención. Simplemente fluían a los lados del coche con la vista baja golpeándose contra los costados y después ocupando de nuevo todo el ancho de la carretera. Una rápida mirada a lo largo del camino le producía a uno un fuerte escalofrío: kilómetros de gente, y en medio miles de niños ¡Venían de Málaga, andando durante cinco días y cinco noches!
Después la masa de gente caminante cambió casi imperceptiblemente, como un manantial que de pronto se torna lodo. Juré en voz baja: ¡Militares! Al principio unos pocos, pero un kilómetro más allá venían a cientos. A miles. Sus uniformes estaban rotos; sus armas inservibles; las caras, con barbas de días; los ojos, hundidos por la derrota. Eran refugiados como el resto, en silencio, tristes, huyendo.
Teníamos que maniobrar entre los carros rotos y los camiones abandonados. Los burros moribundos habían sido arrojados a las playas, donde la gente yacía también, con la lengua inflamada en sus bocas secas. Paramos un momento y fuimos engullidos por una multitud de súplicas, de manos intentando alcanzar el camión, gente pidiendo agua y transporte.
Les dimos nuestras cantimploras y seguimos avanzando. Pronto se hizo la noche. A nuestro lado oíamos el paso apretado de los refugiados. Sin luces era imposible conducir, y al fin nos detuvimos. Un grupo de militares se acercó a nosotros. –Los fascistas avanzan deprisa hacia el este- nos dijeron. La siguiente ciudad era Motril, y ya debía estar en manos enemigas. No había frente. No había resistencia. Toda la región costera estaba cayendo en manos de las tropas extranjeras de Franco.
Resolvimos regresar para dedicarnos a transportar a los más desvalidos. Descargamos el equipo y las existencias de sangre, para hacer sitio y mandar el material con la primera ambulancia que pasase, después abrimos las puertas traseras. Se podía ver la excitación en los rostros de los refugiados. Todos esperaban, pero sin saber si tendrían posibilidades. Una multitud de padres y madres se apretó alrededor del coche. Decidimos transportar a las familias que tuviesen más niños, y a los niños sin padres, que eran incontables. Llevábamos a treinta o cuarenta personas en cada viaje durante tres días sucesivos a Almería, al Hospital del Socorro Rojo Internacional, donde recibían cuidados médicos, comida y ropa.
"Llévense a este"'; "miren este niño'; "este está herido". Los niños envueltos de brazos y piernas con harapos ensangrentados, sin zapatos, con los pies hinchados aumentados de dos veces su tamaño, lloraban desconsoladamente de dolor, hambre y agotamiento. Doscientos kilómetros de miseria. Imagínense, cuatro días y cuatro noches, escondiéndose de día entre las colinas ya que los bárbaros fascistas los perseguían con aviones, caminaban de noche agrupadas en un sólido torrente, hombres, mujeres, niños, mulos, burros, cabras gritando los nombres de sus familiares desaparecidos, perdidos entre la multitud.
¿Cómo podíamos elegir entre llevarnos a un niño muriéndose de disentería o entre una madre que nos contemplaba silenciosamente con los ojos hundidos llevando contra su pecho a un niño nacido en la carretera hacía dos días?. Ella había parado de caminar durante diez horas solamente. Aquí había una mujer de sesenta años incapaz de seguir arrastrándose para dar un paso más, sus gigantescas piernas hinchadas con úlceras y varices sangrando dentro de sus rotas sandalias de trapo. Muchas ancianas abandonaban simplemente esta lucha, se tendían a los lados de la carretera y esperaban la muerte.
Decidimos vaciar la ambulancia de todo su valioso contenido para crear espacio libre, y llevarnos primero a los niños y a las madres, pero luego la separación entre padre e hijo, marido y mujer se hizo demasiado cruel para poder soportarla. Acabamos por llevarnos a las familias con mayor número de hijos pequeños, y a los niños solitarios de los que había centenares, sin padres.
Así estuvimos cuatro días y cuatro noches yendo y viniendo, trabajando esforzadamente para evacuar a la población que quedaba de toda una ciudad. Sise estuvo al volante durante cuarenta y ocho horas mientras yo me quedaba en la carretera preparando el siguiente grupo. Nuestras caras estaban ya partidas por falta de sueño. Perdimos la noción del tiempo. Vivíamos con el dolor de los que se quedaban atrás. Trabajábamos sabiendo que cada viaje podía ser el último y con el miedo de que los últimos evacuados fueran aniquilados por los fascistas. En cada viaje a Almería Sise se detenía para pedir ayuda de camiones, carros o cualquier otro medio para acelerar la evacuación. En la ciudad no quedaba ya nada que se moviera sobre ruedas.
En el Hospital del Socorro Rojo de Almería, los refugiados recibían atención médica, alimento y ropa. Al incansable esfuerzo de Hazen Sise y Thomas Worseley se debe la salvación de muchas vidas. Iban y venían alternando, día y noche, durmiendo a campo abierto entre los turnos, sin más alimento que naranjas y pan seco. Durante el día trabajamos entre nubes de polvo, bajo el sol que quemaba la piel, con los ojos enrojecidos y con las tripas haciendo ruido. De noche, el frío era insoportable y deseábamos el calor de nuevo. Un profundo silencio reinaba entre los refugiados. Yacían hambrientos en los campos, atenazados, moviéndose solamente para mordisquear alguna hierba. Sedientos, descansando sobre las rocas o vagando temblorosos sin rumbo con la mirada vidriada y perdida por la alucinación. Los muertos estaban esparcidos entre los enfermos, con los ojos abiertos al sol.
Entonces, unos cuantos aviones pasaron sobre nuestras cabezas. Brillantes aviones plateados: bombarderos italianos y Heinkels alemanes. Se lanzaron hacia la carretera y, como una maniobra de tiro rutinaria, sus ametralladoras trazaban dibujos geométricos entre los refugiados que huían. De nuevo vi el camión que volvía. Cargamos a cuantos pudimos. Esta vez subí yo también, llevando a un niño en mis brazos, que gemía y me miraba con ojos febriles. Probablemente meningitis. Yo esperaba llegar a tiempo a Almería.
Me quedé dormido. Cuando desperté vi el camión bajando lentamente la cuesta del último kilómetro. Decenas de miles de refugiados surgían de entre las montañas y se extendían como un abanico. Parecía un enorme enjambre sobre las colinas, la carretera, las playas. Algunos caminaban en el agua para llegar antes a la ciudad. A la entrada de la ciudad el camión avanzaba al mismo paso que la multitud apretada, centímetro a centímetro. Pero al fin estábamos en Almería.
Como si no fuese bastante haber bombardeado y cañoneado a esa procesión de campesinos inermes a lo largo de su caminata interminable, el día 12 de febrero, cuando el pequeño puerto de Almería estaba atestado de gente refugiada, cuando la población se había duplicado, cuando aquellas cincuenta mil personas exangües habían llegado al sitio que creían un abrigo seguro, los aeroplanos fascistas, alemanes e italianos, desataron sobre la población nutrido bombardeo arrojaron diez bombas en el centro mismo de la ciudad, en la calle principal de Almería, donde, amontonados en el pavimento, dormían exhaustos los refugiados.
La sirena dio la alarma 30 segundos antes de que cayera la primera bomba. Estos aviones no hacían esfuerzo alguno por alcanzar los barcos de guerra del Gobierno que estaban en el puerto, ni por bombardear las barricadas. Estos lanzaron deliberadamente diez grandes bombas en el centro mismo de la ciudad, donde en la calle principal, dormían apiñados sobre la calzada, de tal forma que apenas si podía pasar algún coche, los exhaustos refugiados.
Después de que hubiesen pasado los aviones recogí en mis brazos a tres niños muertos de la calzada, justo enfrente del Comité Provincial para la Evacuación de refugiados donde habían estado esperando en una larga cola a que les dieran una taza de leche y un puñado de pan seco, era el único alimento que algunos tomaban durante días.
La calle parecía un matadero, con los muertos y los agonizantes, alumbrado por las llamas de los edificios que ardían. En la oscuridad, los quejidos de los niños heridos, los gritos de las madres agonizantes y las maldiciones de los hombres, se alzaban en un lamento de masa hasta hacerse intolerable. Aquella noche fueron ametrallados, desde los aeroplanos, cincuenta paisanos, y hubo más de cincuenta heridos. A la luz de los edificios ardiendo se veían multitudes de gente que surgían de cualquier sitio, corriendo sin saber hacia dónde, escapando de las bombas o pasando bajo paredes que se tambaleaban, cayendo en los enormes hoyos que las bombas habían hecho en el suelo, agarrándose y gritando mientras desaparecían.
Uno mismo sentía su cuerpo tan pesado como el de los muertos, pero vacío y hueco, y uno sentía su cerebro arder con una intensa luz de odio. Aquella noche fueron asesinadas cincuenta personas de entre la población civil y unas 50 personas mas fueron heridas. Hubo dos soldados muertos.
Ahora bien, ¿cuál era el crimen que esta indefensa población civil había cometido para ser asesinados de este modo tan sangriento? Su único crimen era que habían votado para elegir un Gobierno de personas encargadas de la más moderada mitigación de la abrumadora carga de siglos de codicia capitalista.
No había ruido de bombas en la dirección del puerto. ¡Los bombarderos no estaban interesados por el puerto! Iban siguiendo presas humanas. Iban tras los cien mil que habían conseguido huir de ellos en Málaga, que habían rehusado vivir bajo los fascistas, y que estaban ahora acorralados aquí y que hacían un blanco perfecto.
Durante una semana habían dejado tranquila Almería. Ahora que la dura marcha desde Málaga había terminado, ahora que los refugiados estaban recogidos entre unos cuantos bloques de ciudad, donde el asesinato en masa requería un mínimo de bombas, ahora Franco estaba saciando su sed de venganza. No importaba nada el puerto. Un puerto no puede pensar, ni desafiar al fascismo, ni sangrar. Sólo la gente tenía cerebro, corazón, valor. ¡Matadlos, mutiladlos, mostradles las garras despiadadas del fascismo!
De pronto el bombardeo cesó y el rugido de los aviones se perdió en el cielo. Las llamas iluminaban las caras de los hombres y mujeres paralizados por el horror. El ataque había pasado, pero quedaban los muertos y los moribundos. Até las heridas de la gente con tiras de tela sacadas de sus propios vestidos. En el centro de la ciudad llegué hasta un círculo de mujeres y hombres en silencio. Dentro del círculo había un enorme cráter abierto por una bomba. Dentro del cráter había tuberías retorcidas, ropas rasgadas, una masa aplastada de lo que una vez fueran seres humanos.
¿Qué crimen habían cometido estos hombres de la ciudad para ser asesinados de modo tan sangriento? Su único crimen había sido el de votar por un Gobierno del pueblo; moderado paliativo contra la carga aplastante de siglos de codicia del capitalismo. Alguien pregunta por qué no se quedaron en Málaga a esperar la entrada de los fascistas. Porque bien sabían lo que había de sucederles. Bien sabían lo que habría de ser de sus hombres y de sus mujeres, puesto que ya ha sucedido muchas veces en otras ciudades capturadas por ellos. Todos los hombres de quince a sesenta años que no pudiesen probar que se les había forzado a apoyar al Gobierno legítimo, serían fusilados sin más trámite y es el conocimiento de todos estos hechos lo que concentró a dos tercios de toda la población española en una cuarta del país y lo que aún sostuvo la República.
Almería acogió solidariamente a los refugiados.
fragmento del libro escrito por el doctor Norman Bethune en 1937
tomado del foro Al sur de Córdoba en diciembre de 2012
La Caravana de la Muerte
La evacuación masiva de la población civil de Málaga comenzó el domingo día 7. Un contingente de 25.000 tropas alemanas, italianas y moras entraron en la ciudad el lunes día 8 por la mañana; tanques, submarinos, barcos de guerra, aviones, todos a la vez, para aplastar a las defensas de la ciudad mantenidas por un pequeño y heroico grupo de tropas españolas sin experiencia militar, tanques, ni aviones que los defendieran. Los así llamados "nacionalistas" entraron en lo que prácticamente era una ciudad desierta, del mismo modo que habían hecho en cada pueblo y ciudad asediada en España.
Así que imagínense a 150.000 hombres, mujeres y niños disponiéndose a marcharse en búsqueda de seguridad hacia una ciudad situada o más de 100 millas a pie. Hay una única carretera que pueden tomar. No hay ninguna otra manera de escapar.
Esta carretera, limítrofe por un lado, con las altas montañas de Sierra Nevada, y por el otro, con el mar está construida sobre la ladera de unos acantilados y sube y baja a más de 500 pies por encima del nivel del mar. La ciudad que deben alcanzar es Almería, y está a más de doscientos kilómetros más allá. Un joven fuerte y sano puede caminar a pie unos 40 o 50 kilómetros diarios. El viaje a que estas mujeres, ancianos y niños debían enfrentarse les llevará a 5 días y 5 noches de camino, al menos.
No encontrarán alimentos en los pueblos, ni trenes, ni autobuses para transportarlos. Ellos debían caminar y a medida que iban andando se tambaleaban y tropezaban con los pies llenos de rajas y de heridas de ir por el pedernal y el ardiente asfalto de la carretera, los fascistas los bombardeaban desde el aire y les disparaban desde los barcos de guerra.
“Lo que quiero contaros es lo que yo mismo vi en esta marcha forzada, la más grande, la más horrible evacuación de una ciudad que hayan visto nuestros tiempos. Habíamos llegado a Almería el miércoles 10, a las cinco de la mañana. Traíamos de Barcelona un camión con sangre preparada para transfusiones con destino a los heridos de Málaga. En Almería supimos la noticia de la caída de Málaga y nos aconsejaron que siguiésemos nuestro camino, porque se tenía por seguro que Motril había caído también.
Entonces resolvimos ir a ver en qué condiciones se estaba llevando a cabo la evacuación de heridos. Salimos por el camino de Málaga, a eso de las seis de la tarde, y a unos cuantos kilómetros nos encontramos con los que encabezaban la desventurada procesión. Venían primero los más fuertes, los que habrían podido transportar sus cosas en burros, mulas y caballos. Luego, el espectáculo se hacía más lastimoso. Miles de niños (contamos cinco mil menores de diez años), y por lo menos mil de entre ellos descalzos y cubiertos apenas con harapos. Las madres los llevaban echados al hombro o tiraban de ellos por la mano. Pasó un hombre con sus dos pequeños a la espalda, niños de uno y dos años, y cargando además con cacerolas y trastos, y recuerdos queridos de su hogar. Había mujeres que no podían dar un paso más: la sangre de las úlceras de sus piernas hinchadas teñían de rojo sus alpargatas blancas. Muchos viejos abandonaban toda esperanza y, tumbados en la cuneta del camino, esperaban la muerte.
Nuestro coche se abría paso a duras penas. Los refugiados pasaban al lado del camión, como si no lo vieran. Seguían caminando cansinamente, con los ojos entornados hacia el suelo como síntoma inconsciente de extenuación. Las mujeres avanzaban lentas con sus vestidos oscuros. Tenían la cara y los ojos congestionados por el polvo y el sol de cuatro días, y levantaban hacia nosotros, en sus brazos cansados, los cuerpecitos de sus hijos. Los niños llevaban solamente su pantalón y las niñas su vestido ancho, medio desnudos todos bajo el sol. Niños con los bracitos y las piernas enredados en trapos ensangrentados: niños sin zapatos, con los pies hinchados; niños que lloraban desesperados de dolor, de hambre, de cansancio cuatro días perseguidos por los aviones de los bárbaros fascistas, y cuatro noches de caminar en grupo compacto hombres, mujeres, niños, mulas, burros y cabras, tratando de mantenerse juntas las familias, llamándose por el nombre propio, buscándose en las sombras.
Al principio eran grupos dispersos. Después aparecían a intervalos más frecuentes, y por último una hilera continua, unos pisando los talones a los otros. Parecían haber nacido del suelo. Una fila interminable a lo largo del camino con el sol encima y el mar debajo. Entre el murmullo del mar y el eco de los montes el único ruido era el de las sandalias de esparto arrastradas sobre las piedras, el silbido de la respiración cansina y el lamento que salía de los labios agrietados. Eran de todas las edades, pero sus caras estaban dibujadas con los mismos rasgos de agotamiento. Una mujer sujetando su vientre, sus ojos abiertos, aterrorizados. Pasaban al lado de nuestro camión sin expresión. Sise detuvo el camión. Yo salí y me paré en medio de la carretera. No tenían fuerzas para seguir, pero temían detenerse. Decían que los fascistas venían detrás de ellos. ¿Málaga? Sí, Málaga había caído.
Volví al camión. Yo pensaba en Málaga. En algún lugar habría nuevas defensas. Al final del camino habría lucha, heridos moribundos que necesitarían la sangre que habíamos traído desde Madrid. Aceleramos la marcha. La carretera se inclinaba y la línea de refugiados se hacía más ancha. Llegamos a una curva en dirección al interior, una pequeña subida, y de repente una bajada hacia una llanura. Sise sorprendido, pisó el freno bruscamente. Una muchedumbre de personas y animales ocupaba todo el ancho de la carretera. La llanura se extendía tan lejos como la vista podía alcanzar, y por ella serpenteaba una hilera de treinta kilómetros de seres humanos, como un gusano gigantesco con innumerables pies que levantaba una nube de polvo que se extendía hasta más allá del horizonte a lo largo de la árida llanura y se elevaba hasta las montañas. La carretera ya no se veía en ningún sitio.
Estaba desbordada por los refugiados. Comenzamos a descender lentamente. Sise tocaba la bocina sin parar. Ellos no prestaban atención. Simplemente fluían a los lados del coche con la vista baja golpeándose contra los costados y después ocupando de nuevo todo el ancho de la carretera. Una rápida mirada a lo largo del camino le producía a uno un fuerte escalofrío: kilómetros de gente, y en medio miles de niños ¡Venían de Málaga, andando durante cinco días y cinco noches!
Después la masa de gente caminante cambió casi imperceptiblemente, como un manantial que de pronto se torna lodo. Juré en voz baja: ¡Militares! Al principio unos pocos, pero un kilómetro más allá venían a cientos. A miles. Sus uniformes estaban rotos; sus armas inservibles; las caras, con barbas de días; los ojos, hundidos por la derrota. Eran refugiados como el resto, en silencio, tristes, huyendo.
Teníamos que maniobrar entre los carros rotos y los camiones abandonados. Los burros moribundos habían sido arrojados a las playas, donde la gente yacía también, con la lengua inflamada en sus bocas secas. Paramos un momento y fuimos engullidos por una multitud de súplicas, de manos intentando alcanzar el camión, gente pidiendo agua y transporte.
Les dimos nuestras cantimploras y seguimos avanzando. Pronto se hizo la noche. A nuestro lado oíamos el paso apretado de los refugiados. Sin luces era imposible conducir, y al fin nos detuvimos. Un grupo de militares se acercó a nosotros. –Los fascistas avanzan deprisa hacia el este- nos dijeron. La siguiente ciudad era Motril, y ya debía estar en manos enemigas. No había frente. No había resistencia. Toda la región costera estaba cayendo en manos de las tropas extranjeras de Franco.
Resolvimos regresar para dedicarnos a transportar a los más desvalidos. Descargamos el equipo y las existencias de sangre, para hacer sitio y mandar el material con la primera ambulancia que pasase, después abrimos las puertas traseras. Se podía ver la excitación en los rostros de los refugiados. Todos esperaban, pero sin saber si tendrían posibilidades. Una multitud de padres y madres se apretó alrededor del coche. Decidimos transportar a las familias que tuviesen más niños, y a los niños sin padres, que eran incontables. Llevábamos a treinta o cuarenta personas en cada viaje durante tres días sucesivos a Almería, al Hospital del Socorro Rojo Internacional, donde recibían cuidados médicos, comida y ropa.
"Llévense a este"'; "miren este niño'; "este está herido". Los niños envueltos de brazos y piernas con harapos ensangrentados, sin zapatos, con los pies hinchados aumentados de dos veces su tamaño, lloraban desconsoladamente de dolor, hambre y agotamiento. Doscientos kilómetros de miseria. Imagínense, cuatro días y cuatro noches, escondiéndose de día entre las colinas ya que los bárbaros fascistas los perseguían con aviones, caminaban de noche agrupadas en un sólido torrente, hombres, mujeres, niños, mulos, burros, cabras gritando los nombres de sus familiares desaparecidos, perdidos entre la multitud.
¿Cómo podíamos elegir entre llevarnos a un niño muriéndose de disentería o entre una madre que nos contemplaba silenciosamente con los ojos hundidos llevando contra su pecho a un niño nacido en la carretera hacía dos días?. Ella había parado de caminar durante diez horas solamente. Aquí había una mujer de sesenta años incapaz de seguir arrastrándose para dar un paso más, sus gigantescas piernas hinchadas con úlceras y varices sangrando dentro de sus rotas sandalias de trapo. Muchas ancianas abandonaban simplemente esta lucha, se tendían a los lados de la carretera y esperaban la muerte.
Decidimos vaciar la ambulancia de todo su valioso contenido para crear espacio libre, y llevarnos primero a los niños y a las madres, pero luego la separación entre padre e hijo, marido y mujer se hizo demasiado cruel para poder soportarla. Acabamos por llevarnos a las familias con mayor número de hijos pequeños, y a los niños solitarios de los que había centenares, sin padres.
Así estuvimos cuatro días y cuatro noches yendo y viniendo, trabajando esforzadamente para evacuar a la población que quedaba de toda una ciudad. Sise estuvo al volante durante cuarenta y ocho horas mientras yo me quedaba en la carretera preparando el siguiente grupo. Nuestras caras estaban ya partidas por falta de sueño. Perdimos la noción del tiempo. Vivíamos con el dolor de los que se quedaban atrás. Trabajábamos sabiendo que cada viaje podía ser el último y con el miedo de que los últimos evacuados fueran aniquilados por los fascistas. En cada viaje a Almería Sise se detenía para pedir ayuda de camiones, carros o cualquier otro medio para acelerar la evacuación. En la ciudad no quedaba ya nada que se moviera sobre ruedas.
En el Hospital del Socorro Rojo de Almería, los refugiados recibían atención médica, alimento y ropa. Al incansable esfuerzo de Hazen Sise y Thomas Worseley se debe la salvación de muchas vidas. Iban y venían alternando, día y noche, durmiendo a campo abierto entre los turnos, sin más alimento que naranjas y pan seco. Durante el día trabajamos entre nubes de polvo, bajo el sol que quemaba la piel, con los ojos enrojecidos y con las tripas haciendo ruido. De noche, el frío era insoportable y deseábamos el calor de nuevo. Un profundo silencio reinaba entre los refugiados. Yacían hambrientos en los campos, atenazados, moviéndose solamente para mordisquear alguna hierba. Sedientos, descansando sobre las rocas o vagando temblorosos sin rumbo con la mirada vidriada y perdida por la alucinación. Los muertos estaban esparcidos entre los enfermos, con los ojos abiertos al sol.
Entonces, unos cuantos aviones pasaron sobre nuestras cabezas. Brillantes aviones plateados: bombarderos italianos y Heinkels alemanes. Se lanzaron hacia la carretera y, como una maniobra de tiro rutinaria, sus ametralladoras trazaban dibujos geométricos entre los refugiados que huían. De nuevo vi el camión que volvía. Cargamos a cuantos pudimos. Esta vez subí yo también, llevando a un niño en mis brazos, que gemía y me miraba con ojos febriles. Probablemente meningitis. Yo esperaba llegar a tiempo a Almería.
Me quedé dormido. Cuando desperté vi el camión bajando lentamente la cuesta del último kilómetro. Decenas de miles de refugiados surgían de entre las montañas y se extendían como un abanico. Parecía un enorme enjambre sobre las colinas, la carretera, las playas. Algunos caminaban en el agua para llegar antes a la ciudad. A la entrada de la ciudad el camión avanzaba al mismo paso que la multitud apretada, centímetro a centímetro. Pero al fin estábamos en Almería.
Como si no fuese bastante haber bombardeado y cañoneado a esa procesión de campesinos inermes a lo largo de su caminata interminable, el día 12 de febrero, cuando el pequeño puerto de Almería estaba atestado de gente refugiada, cuando la población se había duplicado, cuando aquellas cincuenta mil personas exangües habían llegado al sitio que creían un abrigo seguro, los aeroplanos fascistas, alemanes e italianos, desataron sobre la población nutrido bombardeo arrojaron diez bombas en el centro mismo de la ciudad, en la calle principal de Almería, donde, amontonados en el pavimento, dormían exhaustos los refugiados.
La sirena dio la alarma 30 segundos antes de que cayera la primera bomba. Estos aviones no hacían esfuerzo alguno por alcanzar los barcos de guerra del Gobierno que estaban en el puerto, ni por bombardear las barricadas. Estos lanzaron deliberadamente diez grandes bombas en el centro mismo de la ciudad, donde en la calle principal, dormían apiñados sobre la calzada, de tal forma que apenas si podía pasar algún coche, los exhaustos refugiados.
Después de que hubiesen pasado los aviones recogí en mis brazos a tres niños muertos de la calzada, justo enfrente del Comité Provincial para la Evacuación de refugiados donde habían estado esperando en una larga cola a que les dieran una taza de leche y un puñado de pan seco, era el único alimento que algunos tomaban durante días.
La calle parecía un matadero, con los muertos y los agonizantes, alumbrado por las llamas de los edificios que ardían. En la oscuridad, los quejidos de los niños heridos, los gritos de las madres agonizantes y las maldiciones de los hombres, se alzaban en un lamento de masa hasta hacerse intolerable. Aquella noche fueron ametrallados, desde los aeroplanos, cincuenta paisanos, y hubo más de cincuenta heridos. A la luz de los edificios ardiendo se veían multitudes de gente que surgían de cualquier sitio, corriendo sin saber hacia dónde, escapando de las bombas o pasando bajo paredes que se tambaleaban, cayendo en los enormes hoyos que las bombas habían hecho en el suelo, agarrándose y gritando mientras desaparecían.
Uno mismo sentía su cuerpo tan pesado como el de los muertos, pero vacío y hueco, y uno sentía su cerebro arder con una intensa luz de odio. Aquella noche fueron asesinadas cincuenta personas de entre la población civil y unas 50 personas mas fueron heridas. Hubo dos soldados muertos.
Ahora bien, ¿cuál era el crimen que esta indefensa población civil había cometido para ser asesinados de este modo tan sangriento? Su único crimen era que habían votado para elegir un Gobierno de personas encargadas de la más moderada mitigación de la abrumadora carga de siglos de codicia capitalista.
No había ruido de bombas en la dirección del puerto. ¡Los bombarderos no estaban interesados por el puerto! Iban siguiendo presas humanas. Iban tras los cien mil que habían conseguido huir de ellos en Málaga, que habían rehusado vivir bajo los fascistas, y que estaban ahora acorralados aquí y que hacían un blanco perfecto.
Durante una semana habían dejado tranquila Almería. Ahora que la dura marcha desde Málaga había terminado, ahora que los refugiados estaban recogidos entre unos cuantos bloques de ciudad, donde el asesinato en masa requería un mínimo de bombas, ahora Franco estaba saciando su sed de venganza. No importaba nada el puerto. Un puerto no puede pensar, ni desafiar al fascismo, ni sangrar. Sólo la gente tenía cerebro, corazón, valor. ¡Matadlos, mutiladlos, mostradles las garras despiadadas del fascismo!
De pronto el bombardeo cesó y el rugido de los aviones se perdió en el cielo. Las llamas iluminaban las caras de los hombres y mujeres paralizados por el horror. El ataque había pasado, pero quedaban los muertos y los moribundos. Até las heridas de la gente con tiras de tela sacadas de sus propios vestidos. En el centro de la ciudad llegué hasta un círculo de mujeres y hombres en silencio. Dentro del círculo había un enorme cráter abierto por una bomba. Dentro del cráter había tuberías retorcidas, ropas rasgadas, una masa aplastada de lo que una vez fueran seres humanos.
¿Qué crimen habían cometido estos hombres de la ciudad para ser asesinados de modo tan sangriento? Su único crimen había sido el de votar por un Gobierno del pueblo; moderado paliativo contra la carga aplastante de siglos de codicia del capitalismo. Alguien pregunta por qué no se quedaron en Málaga a esperar la entrada de los fascistas. Porque bien sabían lo que había de sucederles. Bien sabían lo que habría de ser de sus hombres y de sus mujeres, puesto que ya ha sucedido muchas veces en otras ciudades capturadas por ellos. Todos los hombres de quince a sesenta años que no pudiesen probar que se les había forzado a apoyar al Gobierno legítimo, serían fusilados sin más trámite y es el conocimiento de todos estos hechos lo que concentró a dos tercios de toda la población española en una cuarta del país y lo que aún sostuvo la República.
Almería acogió solidariamente a los refugiados.
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carretera Málaga-Almería
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Última edición por pedrocasca el Sáb Dic 29, 2012 11:17 am, editado 2 veces