En los últimos años del siglo XVIII y al comienzo del XIX, las cosas cambiaron mucho en Europa occidental. A través de una serie de rupturas, una Europa moderna se fue desprendiendo de un orden antiguo, cuyos elementos databan de la Edad Media, y a veces de la Antigüedad o de la Prehistoria. Semejantes alteraciones, que sin duda merecen el calificativo de revolucionarias, resultan difíciles de fechar, porque su génesis y su desarrollo no obedecen a reglas de simultaneidad ni de uniformidad.
Al otorgar, pues, al «período de las Revoluciones» las fechas que median entre los años 1780 y 1848, los autores de este volumen han procedido con una cierta libertad, que necesitan justificar. En 1780, a los europeos les faltaba mucho para resolver, aunque fuese de una manera general, el problema vital del
aumento de la productividad agrícola, que les permitiese elevar la producción de subsistencias a tal nivel que las variaciones climáticas anuales o el aumento de la población dejasen de engendrar, a cada paso, penurias más o menos dramáticas. Ciertamente, a escala local, se registraban progresos. En Flandes,
en Inglaterra y en Emilia, los sistemas agrícolas, los aperos y los cultivos habían conocido ya tales perfeccionamientos que sus rendimientos elevados, asociados a una ganadería próspera, autorizan en semejantes casos a hablar de «revolución agrícola». Por el contrario, esta última apenas había salido de la fase experimental en Francia, y sin duda fue al final del período considerado cuando la nueva agronomía comenzó a ser usual entre los agricultores. El lento progreso agrícola origina probablemente
la pauperización del campo y la inseguridad, en cuanto a la situación material, de las poblaciones urbanas, que a lo largo de estos años no cesaron nunca de actuar como una poderosa palanca insurreccional... [...]