Me desperté por lo menos una hora antes que de costumbre. Esto, por sí solo, era algo extraordinario; y permanecí completamente despierto, reflexionando sobre ello.
Algo pasaba, algo no iba bien, aunque no sabía qué.
Me sentía agobiado por un presentimiento de que algo terrible había ocurrido o estaba a punto de ocurrir. Pero ¿de qué se trataba? Traté de orientarme. Recordé que después del Gran Terremoto de 1906 hubo mucha gente que aseguró que se habían despertado instantes antes de la primera sacudida, y que habían experimentado en aquellos momentos un extraño sentimiento de terror.
¿Acaso iba a sufrir San Francisco un nuevo terremoto? Permanecí un minuto largo paralizado y expectante; pero no se sentía temblar o tambalearse las paredes ni estruendo alguno de derrumbamiento de mampostería.
Todo estaba tranquilo. ¡Eso era! ¡El silencio! No era extraño mi desasosiego. El ruido del tráfago de la gran ciudad había desaparecido misteriosamente. El transporte de superficie por mi calle a esta hora del día era de un promedio de un tranvía cada tres minutos; sin embargo, en los diez minutos siguientes, no pasó ni uno solo.
Quizá se trataba de una huelga de tranvías, fue lo primero que pensé; o tal vez había ocurrido un accidente y se había interrumpido el suministro de energía. Pero no, el silencio era demasiado absoluto. No se oía ningún chirrido o traqueteo de ruedas, ni el golpear de herraduras de caballerías al ascender la adoquinada cuesta.
Apretando el botón de al lado de mi cama, traté de oír el sonido del timbre, aun a sabiendas de que era imposible que éste ascendiese los tres pisos que nos separaban, incluso en el caso de que sonase. Funcionaba, efectivamente, ya que pocos minutos después entraba Brown con la bandeja y el periódico de la mañana. Aunque su rostro mostraba la impasibilidad de costumbre, observé un brillo de alarma e inquietud en sus ojos. Me di cuenta asimismo de que no había leche en la bandeja.
-El lechero no ha venido esta mañana -explicó-, ni el panadero tampoco.
Miré de nuevo la bandeja. Faltaban los panecillos redondos recientes. En su lugar, únicamente unas rebanadas de pan moreno del día anterior, el pan más detestable para mi gusto.
-No ha habido reparto de nada esta mañana, señor... -comenzó a explicar Brown en tono de disculpa; pero le interrumpí:
-¿Y el periódico?
-Sí, señor, lo trajeron; pero es lo único, y es la última vez también. Mañana no habrá periódicos. Lo dice el periódico. ¿Quiere que mande a por leche condensada?
Moví la cabeza negativamente, acepté el café solo y abrí el periódico. Los titulares lo explicaban todo..., demasiado incluso, porque los extremos de pesimismo a que llegaba el periódico resultaban ridículos. Una huelga general, decía, había sido convocada a lo largo y ancho de los Estados Unidos, manifestando a la vez los presagios más alarmistas en cuanto al aprovisionamiento de las grandes ciudades.
Leí rápidamente y por encima mientras recordaba muchos de los problemas laborales del pasado. Durante una generación, la huelga general había sido el sueño de las organizaciones laborales, un sueño que había surgido originariamente de la mente de Debs, uno de los grandes líderes sindicales de hacía treinta años.
Recordé cómo en mis años jóvenes había escrito un artículo sobre el tema para una revista de la Universidad y que titulé «El sueño de Debs». Pero debo aclarar que traté la idea con precaución y de manera académica, como un sueño nada más. El tiempo y el mundo había seguido su curso. Gompers y la American Federation of Labor habían desaparecido, y lo mismo había ocurrido con Debs y todas sus descabelladas ideas revolucionarias; sin embargo, el sueño había persistido, y aquí estaba al fin convertido en realidad.
Pero, conforme leía, no pude menos de reírme de la visión pesimista del periódico. Mi opinión era otra. Había visto derrotadas a las organizaciones sindicales en demasiados conflictos. El asunto se solucionaría en pocos días. Esto era una huelga nacional, y el Gobierno no tardaría mucho en acabar con ella.
Algo pasaba, algo no iba bien, aunque no sabía qué.
Me sentía agobiado por un presentimiento de que algo terrible había ocurrido o estaba a punto de ocurrir. Pero ¿de qué se trataba? Traté de orientarme. Recordé que después del Gran Terremoto de 1906 hubo mucha gente que aseguró que se habían despertado instantes antes de la primera sacudida, y que habían experimentado en aquellos momentos un extraño sentimiento de terror.
¿Acaso iba a sufrir San Francisco un nuevo terremoto? Permanecí un minuto largo paralizado y expectante; pero no se sentía temblar o tambalearse las paredes ni estruendo alguno de derrumbamiento de mampostería.
Todo estaba tranquilo. ¡Eso era! ¡El silencio! No era extraño mi desasosiego. El ruido del tráfago de la gran ciudad había desaparecido misteriosamente. El transporte de superficie por mi calle a esta hora del día era de un promedio de un tranvía cada tres minutos; sin embargo, en los diez minutos siguientes, no pasó ni uno solo.
Quizá se trataba de una huelga de tranvías, fue lo primero que pensé; o tal vez había ocurrido un accidente y se había interrumpido el suministro de energía. Pero no, el silencio era demasiado absoluto. No se oía ningún chirrido o traqueteo de ruedas, ni el golpear de herraduras de caballerías al ascender la adoquinada cuesta.
Apretando el botón de al lado de mi cama, traté de oír el sonido del timbre, aun a sabiendas de que era imposible que éste ascendiese los tres pisos que nos separaban, incluso en el caso de que sonase. Funcionaba, efectivamente, ya que pocos minutos después entraba Brown con la bandeja y el periódico de la mañana. Aunque su rostro mostraba la impasibilidad de costumbre, observé un brillo de alarma e inquietud en sus ojos. Me di cuenta asimismo de que no había leche en la bandeja.
-El lechero no ha venido esta mañana -explicó-, ni el panadero tampoco.
Miré de nuevo la bandeja. Faltaban los panecillos redondos recientes. En su lugar, únicamente unas rebanadas de pan moreno del día anterior, el pan más detestable para mi gusto.
-No ha habido reparto de nada esta mañana, señor... -comenzó a explicar Brown en tono de disculpa; pero le interrumpí:
-¿Y el periódico?
-Sí, señor, lo trajeron; pero es lo único, y es la última vez también. Mañana no habrá periódicos. Lo dice el periódico. ¿Quiere que mande a por leche condensada?
Moví la cabeza negativamente, acepté el café solo y abrí el periódico. Los titulares lo explicaban todo..., demasiado incluso, porque los extremos de pesimismo a que llegaba el periódico resultaban ridículos. Una huelga general, decía, había sido convocada a lo largo y ancho de los Estados Unidos, manifestando a la vez los presagios más alarmistas en cuanto al aprovisionamiento de las grandes ciudades.
Leí rápidamente y por encima mientras recordaba muchos de los problemas laborales del pasado. Durante una generación, la huelga general había sido el sueño de las organizaciones laborales, un sueño que había surgido originariamente de la mente de Debs, uno de los grandes líderes sindicales de hacía treinta años.
Recordé cómo en mis años jóvenes había escrito un artículo sobre el tema para una revista de la Universidad y que titulé «El sueño de Debs». Pero debo aclarar que traté la idea con precaución y de manera académica, como un sueño nada más. El tiempo y el mundo había seguido su curso. Gompers y la American Federation of Labor habían desaparecido, y lo mismo había ocurrido con Debs y todas sus descabelladas ideas revolucionarias; sin embargo, el sueño había persistido, y aquí estaba al fin convertido en realidad.
Pero, conforme leía, no pude menos de reírme de la visión pesimista del periódico. Mi opinión era otra. Había visto derrotadas a las organizaciones sindicales en demasiados conflictos. El asunto se solucionaría en pocos días. Esto era una huelga nacional, y el Gobierno no tardaría mucho en acabar con ella.