Durante el último medio siglo, la Revolución Química que entró en fase de aceleración al final de la Segunda Guerra Mundial ha provocado una gigantesca oleada de sustancias sintéticas que penetran en todos los rincones de la Tierra. Hemos inundado el ambiente con billones de kilos de nuevas sustancias artificiales. Esto ha tenido el efecto de un gran experimento global que ha transformado el mundo de innumerables maneras. En este proceso, no sólo hemos alterado la química de la atmósfera terrestre: hemos alterado incluso la química de nuestros propios cuerpos. La cuestión apremiante es el efecto de estas ubicuas sustancias en los diversos sistemas donde se han infiltrado, alterándolos.
Ahora sabemos que el problema de la disrupción endocrina va más allá de las sustancias individuales. Nos hace enfrentarnos con un obstáculo inmediato –cómo crear una industria química sostenible que satisfaga las necesidades humanas de un modo que no perjudique a la vida– y con un problema aún mayor: invertir el carácter insensato de este continuo experimento global en el que todos servimos de conejillos de indias sin querer y, en la mayoría de los casos, sin saberlo. El futuro de muchas especies, incluida la nuestra, puede depender de ello.