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    Sobre el arte - Jon Odriozola - publicado en mayo de 2021 en en blog mpr21

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    Mensaje por lolagallego Mar Mayo 04, 2021 11:52 am


    Sobre el arte

    Jon Odriozola


    publicado en mayo de 2021 en mpr21

    ▬ 2 mensajes
     
       
    Siempre que se trata de cuestiones relativas al arte, la literatura o la estética en general, no se sabe -o por lo menos no sabe uno- por dónde empezar. Las preguntas que surgen, sobre todo desde que el capitalismo se impuso como modo de producción e imponiendo el dominio de su ideología alienadora, son casi siempre las mismas y es hasta la fecha de hoy que todavía se discuten y dilucidan con distintas palabras pero con la misma gramática. Las preguntas sobre estas cuestiones tienen mucho de bizantinas y de ganas de enredar.

    No sé si fue Nietzsche quién dijo que no existen los hechos (históricos), sino las interpretaciones de los mismos, una suerte de hermenéutica (que eso es, a todo esto, el posmodernismo del que ya casi nadie se acuerda). En arte no habría “obra”, propiamente dicha, sino crítica de la misma. Pero la “crítica” es también un fenómeno del capitalismo (como las “naciones” de raíz romántica) desde que el “artesano” pasó a ser “artista”. Antes, en el Medievo, lo que había, como mucho, era eso que llamaremos “gusto” (pero también el carnaval). También en la actualidad se habla de “gusto” (artístico) pero, desde que existe el mercado capitalista, lo que privan son las “firmas”, no se compra un cuadro porque te guste, sino que se adquiere un “Picasso” o un “Van Gogh” o, en el paroxismo de la estiptiquez, un “Miquel Barceló” que ni siquiera pasó por la bohemia de cenar latas de sardinas (como los soldados de la I Guerra Mundial) como los anteriores, quienes, y es un mérito, tenían sus ideas y preocupaciones sociales aunque les faltara el mercado -y los marchantes- que luego los “descubrieron” y encumbraron.

    Dentro de los parámetros burgueses, la madre de todas las preguntas (en temas que conciernen al arte) y que encierra las demás es, a nuestro juicio, la siguiente: ¿Debe el arte o, por ser más precisos, el artista, ser autónomo o heterónomo? En otras palabras: ¿libertad absoluta para el artista (“genial”, otro vocablo romántico) o pautarlo según la ideología que impere en un momento (histórico) dado? A mi modo de ver, el resto de las preguntas que han surgido se remiten a ésta.

    No vamos ahora a analizar las cuestiones sino a exponerlas. Entre muchas que se nos ocurren está la del arte como comunicación. Para el dramaturgo y teórico -entre otras facetas artísticas- Alfonso Sastre, por ejemplo, la incomunicación estética es la más atroz de las incomunicaciones. Para él, no es que sea una pasión inútil (como el hombre para los existencialistas), pero entiende que el campo del arte no es un territorio autónomo pero tampoco una simple provincia o dominio de la (con mayúscula) Política, sino un predio relativamente autónomo.

    Para Lenin no puede ser que el Partido (Comunista) vaya por un lado y los intelectuales y artistas por otro. Lenin era consciente de que los terrenos del arte son resbaladizos y semovientes y se prestan a polémicas interminables, sobre todo cuando no se tiene en cuenta la lucha de clases. Cuando Lenin escribió que “la literatura es lo que menos se presta a una igualación mecánica, a un nivelamiento, a un dominio de la mayoría sobre la minoría”, ¿qué quiso decir? ¿Quizá que Lenin viera en ellos, en los intelectuales, una “resistencia” -de clase siempre y el última instancia- a apostar claramente por las consignas de un partido -encima comunista- en menoscabo de su “libertad creativa“? ¿O que Lenin quería “someter” a la intelligentsia a la línea política del Partido? Ni una cosa ni otra. Lenin sabía del carácter pequeñoburgués y vacilante de los intelectuales -el propio Gorki o Lunacharski tuvieron dudas cuando las cosas “no iban bien”-, pero siempre tuvo claro que jamás cambiaría ni una coma de su línea y programa político para satisfacer ningún capricho o derecho burgués intelectual, léase la libertad de expresión entendida como algo absoluto y superior y por encima, no ya de las masas, sino de su vanguardia.

    Más “simpático” y más “abierto”, o sea, menos “ortodoxo” y “monolítico”, según la jerga del revisionismo, ha pasado a la historia Trotsky, que algo y no poco escribiera sobre arte y revolución. Trotsky, en el “Manifiesto por un arte independiente” (escrito junto con el padre del surrealismo André Breton), aún admitiendo el establecimiento, en algún momento, de determinadas “medidas necesarias, temporales, de autodefensa revolucionaria”, una especie de diktat estético eventual y pasajero, afirmó que “todo está permitido en el arte”, que no se tiene que “ejercitar una dirección sobre la creación intelectual de la sociedad” en la cual, si bien las fuerzas productivas deben desarrollarse según un “régimen socialista de planificación centralizada”, para la creación intelectual, la revolución “debe, desde el principio, establecer y asegurar un régimen anárquico de libertad individual” (suponemos aquí la mano de Breton). Podría resumirse su postura de este modo: en economía, socialismo; en arte, burgués.

    Contra la corriente ultraizquierdista de Bogdanov. coincidían Lenin y Trotsky en pensar que era absurda la empresa de “inventar una cultura proletaria” ex nihilo, o sea, desde la nada o que pudiera crearse en un laboratorio. Mientras Lenin consideraba el arte como un arma del Partido, Trotsky abogaría por la pretenciosa y pretendida autonomía del arte. Aquí está el debate y la contradicción imponiéndose en los terrenos de la izquierda clásica, socialdemócrata, revisionista o posmoderna, yo creo, las tesis trotskistas de carácter liberal-burgués. Podría decirse que existe, o existió, un antiintelectualismo muy propio de los países anglosajones, en especial los Estados Unidos con su filosofía pragmática -el pragmatismo- que desprecia “lo intelectual”, y otro de izquierda más consecuente que
    “desconfía”, y no sin razón muchas veces, de los intelectuales y artistas en quienes ven mucho ego pequeñoburgués. . Del gran cartelista Josep Renau se decía que era un “pintor comunista” y él daba la vuelta a la frase alegando que no, que él era “un comunista que pinta”.

    Para una concepción liberal del arte, éste supone una categoría suprema. El artista considera, en esta concepción, como primeros y últimos problemas las cuestiones formales del arte. Esto llevaría a la pintura abstracta (o a la poesía “pura“). Se considera la belleza como causa final del arte consistiendo la tarea del artista, simplemente, en crear -o producir- objetos bellos, es decir, consiste en decorar la existencia humana (léase burguesa). Y si de “firmas” hablamos, se trata de coleccionarlas o museizarlas.

    Óscar Wilde, por ejemplo, quien propugnara una especie de “socialismo estético”, dirá que, para él, no hay obras morales o inmorales, sino obras bellas y no bellas. El escritor norteamericano, hoy olvidado, Upton Sinclair, diría a los que pensaban que el arte no tiene nada que ver con la moral, que el arte trata de cuestiones éticas, “puesto que no hay otras”. Para U. Sinclair el arte por el arte es una mentira: es la noción de que el fin del arte está en la obra de arte y de que la única tarea del artista es la perfección de la forma. Otra falacia para U. Sinclair sería el esnobismo artístico, la idea de que el arte es algo esotérico, mágico, reservado a la élite y fuera de la comprensión de las masas. En poesía hubo incluso movimientos, ciertamente minoritarios, que se jactaban de no ser entendidos por la gente y si, por algún albur, alguien les entendía, pensaban que algo habían hecho mal. Escribían para ellos mismos y sus cenáculos como diletantes, como una diversión casi deportiva. Hoy también se hace esto, sólo que sin perder de vista el mercado y las promociones de ventas, es decir, creando un “público” como algo “disponible” (available), que está ahí para ser moldeado y masajeado. Un público “líquido”.

    Volviendo al tema de la autonomía del arte y la literatura, hay quien ve la obra de arte como una “nueva realidad” altamente autónoma en relación a la, digamos, realidad a secas. La autonomía de la obra de arte sería lo específico de una relación entre el artista y el mundo a través de su obra. Según esto, podría darse el caso de que un artista sea un profundo convencido del materialismo dialéctico y, sin embargo, no adoptar una “postura realista” en el arte. Se trataría del llamado “aguijón kantiano” que cita Sastre: “estamos de acuerdo en todo menos en el arte”.

    Se llega a situar el arte como una provincia -ya lo hemos dicho- del conocimiento que es un criterio, como se decía en los años sesenta del siglo pasado, “contenidista”, ideológico, según el cual el juicio de una obra ha de establecerse en razón de la concepción del mundo “subyacente”. Desde este punto de vista -que es el de Lukács- del “contenido”, el problema del realismo en el arte y la literatura queda reducido al problema de determinar la “posición” de la obra en el debate ideológico. De modo que la legalidad propia del arte se dictaba en términos heterónomos (políticos, ideológicos). Luego estaría la posición “liberalizadora” de Roger Garaudy donde toda determinación del concepto poético de realismo desaparece para dar paso a la más cruda indeterminación. Para Garaudy, todo arte es realista porque trata de la realidad en definitiva, incluido un cuento de hadas, Kafka, lo fantástico o lo maravilloso de El Mago de Oz. Hay quien se sitúa -o eleva- fuera de estas dos posturas que se ven como “dogmáticas”, sobre todo la primera. En el fondo, a mi parecer, se trata de entender el marxismo -del que hasta puede reclamarse el artista o el crítico- como un corsé y casi una asfixiante camisa de fuerza que oprime la imaginación y la libertad creadora del artista. No se quiere ningún “ismo”.

    El artista -se pretende como algo que nos recuerda los postulados de Trotsky aunque no se le cite- no es un médium ni trae ningún recado y no hay, en el arte, un “mensaje” previo. Las cosas no serían tan sencillas como parecen, sino aleatorias e incluso valdría invocar el principio de incertidumbre de Heisenberg según el cual el acto mismo de observar afecta a la estructura del objeto observado. A la tesis del “arte como conocimiento” se opondría la antítesis dialéctica de que el arte es-y-no-es conocimiento. Es “otra cosa”. ¿Qué cosa? No lo sabemos.

    Cézanne -hacemos aquí una pequeña digresión- había rechazado la “impresión” (el impresionismo) -invadida de luz envolvente- a favor de una comprensión más profunda de la realidad. En su opinión, un cuadro debe vivir sólo por la fuerza de la pintura sin ayudarse de narraciones extraartísticas. Pero esto no quiere decir renunciar a captar por medio de la pintura el sentido de lo real. El cuadro es el resultado del conocimiento y la emoción al mismo tiempo, organizados por el artista en la imagen. Ya está aquí planteado el problema moderno de la autonomía del arte: el cuadro es un ente en sí con leyes absolutamente propias. Una metafísica.
       
     
     
     


    Última edición por lolagallego el Mar Mayo 04, 2021 11:55 am, editado 1 vez
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    Mensaje por lolagallego Mar Mayo 04, 2021 11:53 am


    II

    La historia del arte sólo puede considerarse ciencia -seguimos aquí a José Fernández Arenas- desde el momento en que se establecen unos criterios estrictos y unos métodos para estudiar el objeto artístico, lo que no se da hasta el siglo XIX.

    Es necesario prescindir de ideas abstractas y de cánones estéticos -como en la época de Wincklemann en pleno siglo XVIII, que inicia la posibilidad de una ciencia del arte, más objetiva, pero permanece prisionero del clasicismo griego- para prestar más atención al dato histórico artístico de la obra en sí misma. El historicismo del siglo XIX, el positivismo y el determinismo conducirán hacia el estudio del medio ambiente, de la técnica, de las formas que permitirían clasificar, ordenar y catalogar las obras de arte como se ordenan las especies vegetales porque, en el fondo, lo que primaba es la clasificación de las colecciones y los museos.

    Tal vez haya que afirmar, con las reservas que sean pertinentes, que la historia del arte no puede ser una verdadera ciencia objetiva, sino que lo que hay es una crítica de arte simplemente interpretativa detentada por los capillismos, siempre discutibles y pendientes de verificación o del criterio de falsabilidad (o falibilidad) del más nihilista que escéptico K. Popper.

    Aquí cabría preguntarse si el arte progresa. ¿Cuál es el “progreso” o el nexo que va de Velázquez a Mondrian, de los bisontes rupestres al “Guernica” de Picasso? Hay progresos técnicos y estilísticos (romper la perspectiva renacentista), pero ¿artísticos? Incluso se podría hablar de un “regreso” cuando se observan los garabatos de Miró. Los dibujos primitivos de bisontes, los ídolos, los murales bizantinos, se crearon para la magia o el culto. Los vitrales góticos o los murales de Giotto -que sería el primer pintor “burgués”-, tuvieron un origen extraartístico. El “Guernica” no es un cuadro “bello” ni Picasso lo quiso así. Alzaprimaba más el significado que, digamos, el valor estético o el goce de la pintura-pintura. Siempre decía que no se puede pintar lo que no hay frente a onirismos metafísicos. Picasso era un pintor realista (y francés de escuela).

    Pero la cosa se complica si nos vamos a la autorreferencialidad que supone la tendencia hacia la abstracción desmaterializada donde, como en Malévich y su “Cuadrado negro sobre fondo blanco” (1913) “no se pintaba nada”. Ante tanta arbitrariedad, sólo parece quedar el criterio del gusto -como se ve, volvemos a lo mismo en lo que parece ser un círculo cerrado e irresuelto o vicioso- como una variable personal que, además, estaría condicionado por la moda, las circunstancias históricas, los prejuicios (“¿pero esto es una mujer?”, le preguntó una dama al Mattisse más fauvista, a lo que respondió: “no, señora, esto es un cuadro“), la educación artística o la carencia de ella.

    El lábel aristocrático de Ortega y Gasset dividiría al público entre los que entienden de arte y los que no, o sea, entre la minoría elitista (incluido él, claro) y la mayoría mostrenca. Para Hegel, probablemente, el ideal del arte (que para él se había muerto con el final de la historia (burguesa)) sería la nada absoluta que se aproximaría a su entelequia quimérica (y platónica). Malévich sería hegeliano. Tampoco serviría el “consenso social”. Ni el relativismo ni el dogmatismo resistirían un examen en materia tan subjetiva y hasta arbitraria como es un juicio estético. Según Arthur C. Danto, un crítico estadounidense, “los museos, las galerías, pueden elevar un objeto cualquiera a la categoría de obra de arte”. El famoso mingitorio de Duchamp parece avalar este aserto.

    Para los griegos la belleza corporal era un don divino. Las esculturas debían ser bellas como los dioses representados. De ahí se pasa -saltándonos siglos- al feísmo de una máscara africana o un grotesco goyesco. Para Danto, todo empezó con la actitud de los dadaístas que rechazaron la idea de la belleza por no someter su trabajo al gusto de una clase dominante que había llevado a la terrible y traumática carnicería de la I Guerra Mundial. Goya, que era un afrancesado, pinta escenas contra el invasor napoleónico y la barbarie de la guerra. Y, sin embargo, la contemplación de las ruinas griegas nos siguen admirando -nos dice Marx- a pesar de pertenecer a un modo de producción superado.

    Una historia del arte como ciencia fija -volvemos a Fernández Arenas-, con unos principios, unos métodos propios y unos medios, que permitan llegar a conclusiones determinadas, no ha existido nunca. Y tal vez no llegue nunca a existir.





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