Koldo Campos Sagaseta
La cara que mece la noticia
En televisión, la credibilidad de una noticia o información depende, en buena medida, del rostro, de los gestos, de las maneras a las que apele el locutor. El tono en que exponga la noticia, las pausas que se tome, los guiños que establezca con la audiencia, van a contribuir, especialmente, a la huella que la noticia deje en la memoria del televidente.
Hasta hace no muchos años, ignoro si porque nos creían más inteligentes, podía ocurrir que el mismo locutor que el lunes reclamaba la democracia en Hungría, por ejemplo, sonriera el martes la gracia del ministro del interior local cuando aseguraba que la calle era suya. O que el presentador que alentaba el viernes el derecho a la autodeterminación en Lituania, censurase el sábado el mismo derecho en Euskalherria.
Actualmente, sin embargo, ignoro si porque nos consideran más idiotas, ya las contradicciones no tienen que esperar unas horas para manifestarse y en el mismo noticiero, una información más tarde, el mismo locutor que llorara por las víctimas del palestino ataque terrorista, indiferente reseña, a continuación, los daños colaterales ocasionados por el éxito de los objetivos israelíes.
Y todo ello mientras contraen o estiran el rostro, cambian de frecuencia las palabras, tosen o hacen muecas. Ellos acompañan con sapiencia de actores el texto al que, además de la voz, también imprimen su carácter. Y la noticia gana o pierde relevancia dependiendo de su trabajo.
Hay locutores que cuando tienen que valorar ciertos hechos u opiniones, exhiben una criticidad extraordinaria, la que les autoriza su vasta experiencia leyendo entre líneas y deduciendo carraspeos y pausas, a los que difícilmente se les escapa una vacilación, un respingo, que se las saben todas y hace años que dejaron de creer en los cuentos con que los periódicos elaboran sus primeras páginas y los informativos sus editoriales aunque se esmeren en reproducirlos porque, curiosamente, a los mismos se les nubla el sentido y la razón cuando siendo los mismos hechos son otros sus intérpretes. Su acostumbrada destreza averiguando los entresijos de las crónicas oficiales se transforma en singular torpeza hasta acabar creyendo la más rosa versión del más infantil relato.
Hay periodistas que, tras rendir al público su comprensión de la fábula sin arquear una ceja, sin fingir un asombro, aún tienen tiempo para indignarse con quienes no pueden declararse lerdos.
Son tan hábiles que, en cuestión de segundos, pueden pasar de ironizar con las brutales agresiones a que han sido sometidos por la policía marroquí 13 activistas españoles solidarios con el pueblo saharaui, a mostrar su pesar y abatimiento por la posible detención de un “disidente” en Cuba.
Son tan coherentes que en el mismo noticiero son capaces de condenar al soldado Bradley Manning, detenido por revelar las atrocidades del ejército estadounidense en Iraq, para segundos más tarde respaldar las medidas que en Estados Unidos buscan convertir a cada ciudadano en delator de su vecino.
Son tan sagaces que pueden hacer de una guerra un acto humanitario y de un proceso de paz una acción de guerra.
Es tal su congruencia que en la misma información pueden censurar en Chávez su supuesta arremetida contra los sagrados medios de comunicación y, sin inmutarse, ponderar los progresos de la democracia hondureña cuando todavía está caliente la sangre del décimo periodista asesinado por ese golpista estado en lo que va de año.
Exhiben sus mejores sarcasmos para hacer mofa del hechicero de una tribu africana pero, inmediatamente, se muestran crédulos y solemnes si han de referirse a europeas majestades o sumos pontífices.
Son verdaderos maestros en las artes de la representación, figurines de lujo para un proscenio tan cotidiano como el estudio de la televisión, esa cara que mece la noticia y que miente cuando dice y cuando calla
La cara que mece la noticia
En televisión, la credibilidad de una noticia o información depende, en buena medida, del rostro, de los gestos, de las maneras a las que apele el locutor. El tono en que exponga la noticia, las pausas que se tome, los guiños que establezca con la audiencia, van a contribuir, especialmente, a la huella que la noticia deje en la memoria del televidente.
Hasta hace no muchos años, ignoro si porque nos creían más inteligentes, podía ocurrir que el mismo locutor que el lunes reclamaba la democracia en Hungría, por ejemplo, sonriera el martes la gracia del ministro del interior local cuando aseguraba que la calle era suya. O que el presentador que alentaba el viernes el derecho a la autodeterminación en Lituania, censurase el sábado el mismo derecho en Euskalherria.
Actualmente, sin embargo, ignoro si porque nos consideran más idiotas, ya las contradicciones no tienen que esperar unas horas para manifestarse y en el mismo noticiero, una información más tarde, el mismo locutor que llorara por las víctimas del palestino ataque terrorista, indiferente reseña, a continuación, los daños colaterales ocasionados por el éxito de los objetivos israelíes.
Y todo ello mientras contraen o estiran el rostro, cambian de frecuencia las palabras, tosen o hacen muecas. Ellos acompañan con sapiencia de actores el texto al que, además de la voz, también imprimen su carácter. Y la noticia gana o pierde relevancia dependiendo de su trabajo.
Hay locutores que cuando tienen que valorar ciertos hechos u opiniones, exhiben una criticidad extraordinaria, la que les autoriza su vasta experiencia leyendo entre líneas y deduciendo carraspeos y pausas, a los que difícilmente se les escapa una vacilación, un respingo, que se las saben todas y hace años que dejaron de creer en los cuentos con que los periódicos elaboran sus primeras páginas y los informativos sus editoriales aunque se esmeren en reproducirlos porque, curiosamente, a los mismos se les nubla el sentido y la razón cuando siendo los mismos hechos son otros sus intérpretes. Su acostumbrada destreza averiguando los entresijos de las crónicas oficiales se transforma en singular torpeza hasta acabar creyendo la más rosa versión del más infantil relato.
Hay periodistas que, tras rendir al público su comprensión de la fábula sin arquear una ceja, sin fingir un asombro, aún tienen tiempo para indignarse con quienes no pueden declararse lerdos.
Son tan hábiles que, en cuestión de segundos, pueden pasar de ironizar con las brutales agresiones a que han sido sometidos por la policía marroquí 13 activistas españoles solidarios con el pueblo saharaui, a mostrar su pesar y abatimiento por la posible detención de un “disidente” en Cuba.
Son tan coherentes que en el mismo noticiero son capaces de condenar al soldado Bradley Manning, detenido por revelar las atrocidades del ejército estadounidense en Iraq, para segundos más tarde respaldar las medidas que en Estados Unidos buscan convertir a cada ciudadano en delator de su vecino.
Son tan sagaces que pueden hacer de una guerra un acto humanitario y de un proceso de paz una acción de guerra.
Es tal su congruencia que en la misma información pueden censurar en Chávez su supuesta arremetida contra los sagrados medios de comunicación y, sin inmutarse, ponderar los progresos de la democracia hondureña cuando todavía está caliente la sangre del décimo periodista asesinado por ese golpista estado en lo que va de año.
Exhiben sus mejores sarcasmos para hacer mofa del hechicero de una tribu africana pero, inmediatamente, se muestran crédulos y solemnes si han de referirse a europeas majestades o sumos pontífices.
Son verdaderos maestros en las artes de la representación, figurines de lujo para un proscenio tan cotidiano como el estudio de la televisión, esa cara que mece la noticia y que miente cuando dice y cuando calla