La defensa del marxismo es la defensa del arma de la revolución proletaria
Hace 60 años, en Mayo de 1919, se fundaba en Moscú la III Internacional que desafiaba al mundo burgués retomando el patrimonio inmutable de la I Internacional (o sea, el echar «las bases de la organización internacional de los trabajadores para la preparación de su asalto revolucionario contra el capital») y de la II, restablecida contra toda deformación oportunista y socialpatriota (a saber, «la preparación del terreno para una amplia difusión de masa del movimiento en un gran número de países»). Un mes después de su congreso constitutivo, Lenin escribía en «La III Internacional y su lugar en la Historia» (15.IV.1919):
«La importancia histórica mundial de la III Internacional, de la Internacional Comunista, está en haber comenzado a poner en práctica la consigna más grande de Marx, la consigna que resume el desarrollo secular del socialismo y del movimiento obrero, la consigna que se expresa en el concepto de la dictadura del proletariado».
La obra apenas iniciada entonces ha sido primero interrumpida y luego destruida por una desgraciada serie de acontecimientos. La generación actual de comunistas revolucionarios - los únicos que pueden reivindicar el nombre de comunistas - está desgraciadamente muy lejos de «haber comenzado a poner en práctica la consigna más grande de Marx». Pero en la breve frase de Lenin están contenidos el sentido y la dirección de toda la batalla que los comunistas estamos llamados a librar, hoy como ayer (y aún más que ayer), contra el alineamiento mundial de las fuerzas de conservación del orden económico, social y político burgués.
En efecto, ¿qué significa aquella frase, si no que «la consigna que se expresa en el concepto de la dictadura del proletariado» no es un accesorio contingente, casual y discutible de la doctrina marxista, sino su esencia, así como la síntesis de un siglo y medio de luchas proletarias de clase? ¿Qué significa, si no que reivindicarla equivale, inseparablemente, a reivindicar la teoría marxista, es decir, el materialismo dialéctico, como interpretación de la historia y de la sociedad, como doctrina científica de la sucesión de los modos de producción y de las sociedades divididas en clases, y de su punto de llegada necesario, la «supresión de todas las clases» y la «sociedad sin clases», para decirlo con las palabras de Marx a Weydemeyer? ¿Qué significa, si no que reivindicaría equivale a reivindicar el programa de la conquista revolucionaria del poder y de su ejercicio dictatorial como vía obligada al comunismo; a reivindicar el método de la acción intransigente de clase como condición de aquella grandiosa conquista; a reivindicar el partido que es su depositario y, al mismo tiempo, su instrumento; el partido que es, por definición, único y mundial, porque, según las palabras de «El Manifiesto» de Marx y Engels, «en las diferentes luchas nacionales de los proletarios, destaca y defiende los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad», y, «en las diferentes fases de desarrollo por que pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía, representa siempre los intereses del movimiento en su conjunto», o sea, «en el presente, su futuro»? E inversamente, ¿qué significa todo esto, si no que la reivindicación de la dictadura del proletariado como programa, y del método revolucionario como estrategia y táctica, equivale a reivindicar la integridad monolítica de la doctrina?
Es precisamente contra esta estructura monolítica que todas las policías ideológicas del mundo burgués, tanto laicas como religiosas, son movilizadas para una ofensiva que a sume diferentes formas, pero que tiene una substancia única: el esfuerzo por arrancar del corazón, de la mente y de las manos de los proletarios la única arma que puede asegurarles la victoria en la lucha titánica contra el capital.
Mucho más que los partidos burgueses, esta ofensiva está desarrollada por los partidos «obreros», los que, habiendo renegado o no habiendo hecho suya jamás «la consigna más grande de Marx», han renegado, por esto mismo, la totalidad de la doctrina marxista, para abrazar una pálida y exangüe versión de la teoría burguesa de los «principios eternos», ora de tipo liberal - o, como suele decirse, «libertario» -, ora de tipo declaradamente democrático.
A esta ofensiva le suministran sus luces incomparables los intelectuales y los hombres de cultura que se han aproximado al «marxismo» según los caprichos de la moda y que, al quemárseles los dedos en su fuego inexorable, se han refugiado de nuevo bajo el escudo protector del idealismo, del irracionalismo, y hasta del misticismo. Le han dado una mano en esta obra infame los espontaneístas que odian la forma partido como síntesis y encarnación del principio mismo del mal, o sea, de la Autoridad. Le cubren las espaldas los trotskistas que han hecho de la dictadura del proletariado el equivalente de los «informes parlamentos del trabajo» escarnecidos inexorablemente por León Trotsky. Forman filas para ella, aplaudiendo, los innumerables grupos de los «innovadores», sea que reivindiquen a Mao o a Teng, a Fidel Castro o a Ho Chi Minh, sea que sueñen con un «contrapoder» en la fábrica y exalten la mítica «autonomía obrera» en contraposición al partido, al centralismo y al Estado proletarios.
Es contra esta ofensiva que los comunistas revolucionarios debemos oponer una barrera insuperable.
Según Marx, «las revoluciones son las locomotoras de la historia». Los grandes partidos «obreros» han elegido las reformas. Nosotros reivindicamos la locomotora de la revolución contra todos los frenos que la clase dominante coloca en su camino para detener su curso.
Los grandes partidos «obreros» han descubierto una plácida «vía democrática al socialismo». Nosotros proclamamos con Marx que «entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista está el periodo de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este periodo corresponde un periodo político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado» («Crítica del Programa de Gotha»).
Los grandes partidos «obreros» reconocen en el parlamento democrático la arena de la «vía pacífica al socialismo». Nosotros contestamos con las Tesis del II Congreso del Comintern:
«El comunismo niega el parlamentarismo como forma del orden social futuro. Lo niega como forma de la dictadura del proletariado. Niega la posibilidad de una conquista del parlamento. Se plantea como tarea la destrucción del parlamentarismo».
En cuanto copias conformes de los partidos democráticos pequeñoburgueses, los grandes partidos «obreros» «han reemplazado la lucha de clases por sus quimeras sobre la concordia entre las clases». Como consecuencia lógica, escribe Lenin en «El Estado y la Revolución»,
«también se han representado la transformación socialista como una quimera: no como el derrocamiento de la dominación política de la clase explotadora, sino como el sometimiento pacifico de la minoría a la mayoría consciente de sus tareas».
Respondamos con el mismo Lenin:
«La doctrina de la lucha de clase, aplicada por Marx al Estado y a la revolución socialista, lleva necesariamente al reconocimiento de la dominación política del proletariado, su dictadura, es decir, el poder que él no comparte con nadie y que se apoya directamente en la fuerza armada de las masas.»
A la quimera del Estado como órgano por encima de las clases, que sólo se trataría de reformar para volverlo más representativo de la etérea voluntad popular y de la mítica igualdad entre todos los ciudadanos, nosotros oponemos las orgullosas palabras pronunciadas por Lenin en nombre del victorioso proletariado ruso:
«El Estado es una máquina para mantener la dominación de una clase sobre otra [...]. La máquina que se llama Estado y que inspira a los hombres una supersticiosa veneración, porque ellos creen en las viejas fábulas según las cuales el Estado personifica a todo el pueblo, esta máquina es rechazada por el proletariado que dice: esto es una mentira burguesa. Nosotros hemos arrancado esta máquina a los capitalistas y nos hemos apoderado de ella; con esta máquina, con este palo, destruiremos toda explotación; y cuando en la tierra ya no sea posible explotar al prójimo, cuando ya no existan propietarios de tierras, ni propietarios de fábricas, cuando ya no haya ahítos ni hambrientos, cuando esto ya no sea posible, solamente entonces lo echaremos entre los trastos viejos; entonces, ya no existirá ni Estado ni explotación» («Acerca del Estado», 11.VII.1919).
Los grandes partidos «obreros» han inventado tantas «vías nacionales al socialismo» como Estados burgueses, nacionalidades y «culturas» existen. Nosotros remachamos con «El Manifiesto del Partido Comunista»:
«Los proletarios no tienen patria; no se les puede arrebatar lo que no poseen»;
y con los «Estatutos de la I Internacional»:
«La emancipación de los obreros no es un problema local ni nacional, sino un problema social que engloba a todos los países en los que existe la sociedad moderna».
En perfecta coherencia con el abandono de la consigna cardinal del movimiento comunista - la dictadura del proletariado -, y por las razones arriba indicadas, los grandes partidos «obreros» y la intelectualidad que éstos han cortejado (aunque cada vez traicionen sus expectativas), ven en el marxismo una «filosofía» entre otras filosofías, y, al igual que éstas, caduca, transitoria, subjetiva, remendable, o, según los casos, liquidable a gusto. Nosotros estamos con Lenin, para quien «sin teoría revolucionaria no hay acción revolucionaria», y la única teoría de la revolución proletaria es el marxismo.
Para los espontaneístas, la emancipación de la clase obrera sólo puede ser el fruto de la crasa inmediatez del movimiento. Nosotros respondemos con los «Estatutos de la I Internacional»:
«En su lucha contra el poder unificado de las clases poseedoras, el proletariado sólo puede actuar como clase organizándose en partido político autónomo, que se opone a todos los otros partidos constituidos por las clases poseedoras. Esta organización del proletariado en partido político es necesaria a fin de asegurar la victoria de la revolución social y el logro de su finalidad última: la supresión de las clases».
Respondemos con los puntos 3 y 4 del «Programa de Liorna» (1921):
«El proletariado no puede romper ni modificar el sistema de las relaciones capitalistas de producción de las que deriva su explotación sin la destrucción del poder burgués. El órgano indispensable de la lucha revolucionaria del proletariado es el partido político de clase», que «reuniendo en su seno la parte más avanzada y consciente del proletariado, unifica los esfuerzos de las masas trabajadoras, dirigiéndolos de las luchas por intereses de grupos y por resultados contingentes a la lucha general por la emancipación revolucionaria del proletariado».
Los trotskistas han diluido el concepto robusto de la dictadura proletaria dirigida por el partido de clase en una insulsa «democracia obrera» que, en la mejor de las hipótesis, se apoya en la concesión de la libertad para todos los partidos que tengan, en cierto modo, una composición obrera, y que, en la peor, se apoya en la colaboración de éstos en la dirección del Estado proletario. En nombre de todos - Marx, Engels, Lenin y la Izquierda Comunista -, damos la palabra a las «Tesis..» del II Congreso del Comintern «..sobre el papel del partido en la revolución proletaria»:
«El Partido Comunista es necesario a la clase obrera no sólo antes y durante la conquista del poder, sino también después de que el poder haya pasado a las manos de la clase obrera».
Damos la palabra al Trotsky de «Terrorismo y Comunismo»:
«El papel extraordinario que juega el Partido Comunista en la revolución proletaria victoriosa es muy comprensible. Se trata de la dictadura de la clase. En la clase como tal hay capas, actitudes y niveles de desarrollo diferentes. Pero la dictadura presupone unidad de voluntad, de orientación y de acción. ¿Por qué otra vía podría realizarse? La dominación revolucionaria del proletariado presupone en el seno del mismo proletariado la dominación política de un partido provisto de un programa de acción claro y de una disciplina interior inviolable. La política de los bloques contradice íntimamente al régimen de la dictadura revolucionaria. Y no aludimos al bloque con los partidos burgueses, del que ni siquiera se puede hablar, sino a un bloque de los comunistas con otras organizaciones «socialistas», las que reflejan los diferentes grados de atraso y los prejuicios de las masas trabajadoras.»
Sobre estas bases se había constituido la III Internacional. A estas bases iniciales hay que retornar. No solo en las proclamaciones de principio, sino en todo episodio, aspecto y manifestación de la actividad del partido.
Esta es la condición para que el proletariado retome finalmente su camino hacia la victoria, el camino de la clase para sí, y no para el capital.
«El Programa Comunista», Marzo - Mayo de 1979, N° 30, p.1-5
Hace 60 años, en Mayo de 1919, se fundaba en Moscú la III Internacional que desafiaba al mundo burgués retomando el patrimonio inmutable de la I Internacional (o sea, el echar «las bases de la organización internacional de los trabajadores para la preparación de su asalto revolucionario contra el capital») y de la II, restablecida contra toda deformación oportunista y socialpatriota (a saber, «la preparación del terreno para una amplia difusión de masa del movimiento en un gran número de países»). Un mes después de su congreso constitutivo, Lenin escribía en «La III Internacional y su lugar en la Historia» (15.IV.1919):
«La importancia histórica mundial de la III Internacional, de la Internacional Comunista, está en haber comenzado a poner en práctica la consigna más grande de Marx, la consigna que resume el desarrollo secular del socialismo y del movimiento obrero, la consigna que se expresa en el concepto de la dictadura del proletariado».
La obra apenas iniciada entonces ha sido primero interrumpida y luego destruida por una desgraciada serie de acontecimientos. La generación actual de comunistas revolucionarios - los únicos que pueden reivindicar el nombre de comunistas - está desgraciadamente muy lejos de «haber comenzado a poner en práctica la consigna más grande de Marx». Pero en la breve frase de Lenin están contenidos el sentido y la dirección de toda la batalla que los comunistas estamos llamados a librar, hoy como ayer (y aún más que ayer), contra el alineamiento mundial de las fuerzas de conservación del orden económico, social y político burgués.
En efecto, ¿qué significa aquella frase, si no que «la consigna que se expresa en el concepto de la dictadura del proletariado» no es un accesorio contingente, casual y discutible de la doctrina marxista, sino su esencia, así como la síntesis de un siglo y medio de luchas proletarias de clase? ¿Qué significa, si no que reivindicarla equivale, inseparablemente, a reivindicar la teoría marxista, es decir, el materialismo dialéctico, como interpretación de la historia y de la sociedad, como doctrina científica de la sucesión de los modos de producción y de las sociedades divididas en clases, y de su punto de llegada necesario, la «supresión de todas las clases» y la «sociedad sin clases», para decirlo con las palabras de Marx a Weydemeyer? ¿Qué significa, si no que reivindicaría equivale a reivindicar el programa de la conquista revolucionaria del poder y de su ejercicio dictatorial como vía obligada al comunismo; a reivindicar el método de la acción intransigente de clase como condición de aquella grandiosa conquista; a reivindicar el partido que es su depositario y, al mismo tiempo, su instrumento; el partido que es, por definición, único y mundial, porque, según las palabras de «El Manifiesto» de Marx y Engels, «en las diferentes luchas nacionales de los proletarios, destaca y defiende los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad», y, «en las diferentes fases de desarrollo por que pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía, representa siempre los intereses del movimiento en su conjunto», o sea, «en el presente, su futuro»? E inversamente, ¿qué significa todo esto, si no que la reivindicación de la dictadura del proletariado como programa, y del método revolucionario como estrategia y táctica, equivale a reivindicar la integridad monolítica de la doctrina?
Es precisamente contra esta estructura monolítica que todas las policías ideológicas del mundo burgués, tanto laicas como religiosas, son movilizadas para una ofensiva que a sume diferentes formas, pero que tiene una substancia única: el esfuerzo por arrancar del corazón, de la mente y de las manos de los proletarios la única arma que puede asegurarles la victoria en la lucha titánica contra el capital.
Mucho más que los partidos burgueses, esta ofensiva está desarrollada por los partidos «obreros», los que, habiendo renegado o no habiendo hecho suya jamás «la consigna más grande de Marx», han renegado, por esto mismo, la totalidad de la doctrina marxista, para abrazar una pálida y exangüe versión de la teoría burguesa de los «principios eternos», ora de tipo liberal - o, como suele decirse, «libertario» -, ora de tipo declaradamente democrático.
A esta ofensiva le suministran sus luces incomparables los intelectuales y los hombres de cultura que se han aproximado al «marxismo» según los caprichos de la moda y que, al quemárseles los dedos en su fuego inexorable, se han refugiado de nuevo bajo el escudo protector del idealismo, del irracionalismo, y hasta del misticismo. Le han dado una mano en esta obra infame los espontaneístas que odian la forma partido como síntesis y encarnación del principio mismo del mal, o sea, de la Autoridad. Le cubren las espaldas los trotskistas que han hecho de la dictadura del proletariado el equivalente de los «informes parlamentos del trabajo» escarnecidos inexorablemente por León Trotsky. Forman filas para ella, aplaudiendo, los innumerables grupos de los «innovadores», sea que reivindiquen a Mao o a Teng, a Fidel Castro o a Ho Chi Minh, sea que sueñen con un «contrapoder» en la fábrica y exalten la mítica «autonomía obrera» en contraposición al partido, al centralismo y al Estado proletarios.
Es contra esta ofensiva que los comunistas revolucionarios debemos oponer una barrera insuperable.
Según Marx, «las revoluciones son las locomotoras de la historia». Los grandes partidos «obreros» han elegido las reformas. Nosotros reivindicamos la locomotora de la revolución contra todos los frenos que la clase dominante coloca en su camino para detener su curso.
Los grandes partidos «obreros» han descubierto una plácida «vía democrática al socialismo». Nosotros proclamamos con Marx que «entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista está el periodo de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este periodo corresponde un periodo político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado» («Crítica del Programa de Gotha»).
Los grandes partidos «obreros» reconocen en el parlamento democrático la arena de la «vía pacífica al socialismo». Nosotros contestamos con las Tesis del II Congreso del Comintern:
«El comunismo niega el parlamentarismo como forma del orden social futuro. Lo niega como forma de la dictadura del proletariado. Niega la posibilidad de una conquista del parlamento. Se plantea como tarea la destrucción del parlamentarismo».
En cuanto copias conformes de los partidos democráticos pequeñoburgueses, los grandes partidos «obreros» «han reemplazado la lucha de clases por sus quimeras sobre la concordia entre las clases». Como consecuencia lógica, escribe Lenin en «El Estado y la Revolución»,
«también se han representado la transformación socialista como una quimera: no como el derrocamiento de la dominación política de la clase explotadora, sino como el sometimiento pacifico de la minoría a la mayoría consciente de sus tareas».
Respondamos con el mismo Lenin:
«La doctrina de la lucha de clase, aplicada por Marx al Estado y a la revolución socialista, lleva necesariamente al reconocimiento de la dominación política del proletariado, su dictadura, es decir, el poder que él no comparte con nadie y que se apoya directamente en la fuerza armada de las masas.»
A la quimera del Estado como órgano por encima de las clases, que sólo se trataría de reformar para volverlo más representativo de la etérea voluntad popular y de la mítica igualdad entre todos los ciudadanos, nosotros oponemos las orgullosas palabras pronunciadas por Lenin en nombre del victorioso proletariado ruso:
«El Estado es una máquina para mantener la dominación de una clase sobre otra [...]. La máquina que se llama Estado y que inspira a los hombres una supersticiosa veneración, porque ellos creen en las viejas fábulas según las cuales el Estado personifica a todo el pueblo, esta máquina es rechazada por el proletariado que dice: esto es una mentira burguesa. Nosotros hemos arrancado esta máquina a los capitalistas y nos hemos apoderado de ella; con esta máquina, con este palo, destruiremos toda explotación; y cuando en la tierra ya no sea posible explotar al prójimo, cuando ya no existan propietarios de tierras, ni propietarios de fábricas, cuando ya no haya ahítos ni hambrientos, cuando esto ya no sea posible, solamente entonces lo echaremos entre los trastos viejos; entonces, ya no existirá ni Estado ni explotación» («Acerca del Estado», 11.VII.1919).
Los grandes partidos «obreros» han inventado tantas «vías nacionales al socialismo» como Estados burgueses, nacionalidades y «culturas» existen. Nosotros remachamos con «El Manifiesto del Partido Comunista»:
«Los proletarios no tienen patria; no se les puede arrebatar lo que no poseen»;
y con los «Estatutos de la I Internacional»:
«La emancipación de los obreros no es un problema local ni nacional, sino un problema social que engloba a todos los países en los que existe la sociedad moderna».
En perfecta coherencia con el abandono de la consigna cardinal del movimiento comunista - la dictadura del proletariado -, y por las razones arriba indicadas, los grandes partidos «obreros» y la intelectualidad que éstos han cortejado (aunque cada vez traicionen sus expectativas), ven en el marxismo una «filosofía» entre otras filosofías, y, al igual que éstas, caduca, transitoria, subjetiva, remendable, o, según los casos, liquidable a gusto. Nosotros estamos con Lenin, para quien «sin teoría revolucionaria no hay acción revolucionaria», y la única teoría de la revolución proletaria es el marxismo.
Para los espontaneístas, la emancipación de la clase obrera sólo puede ser el fruto de la crasa inmediatez del movimiento. Nosotros respondemos con los «Estatutos de la I Internacional»:
«En su lucha contra el poder unificado de las clases poseedoras, el proletariado sólo puede actuar como clase organizándose en partido político autónomo, que se opone a todos los otros partidos constituidos por las clases poseedoras. Esta organización del proletariado en partido político es necesaria a fin de asegurar la victoria de la revolución social y el logro de su finalidad última: la supresión de las clases».
Respondemos con los puntos 3 y 4 del «Programa de Liorna» (1921):
«El proletariado no puede romper ni modificar el sistema de las relaciones capitalistas de producción de las que deriva su explotación sin la destrucción del poder burgués. El órgano indispensable de la lucha revolucionaria del proletariado es el partido político de clase», que «reuniendo en su seno la parte más avanzada y consciente del proletariado, unifica los esfuerzos de las masas trabajadoras, dirigiéndolos de las luchas por intereses de grupos y por resultados contingentes a la lucha general por la emancipación revolucionaria del proletariado».
Los trotskistas han diluido el concepto robusto de la dictadura proletaria dirigida por el partido de clase en una insulsa «democracia obrera» que, en la mejor de las hipótesis, se apoya en la concesión de la libertad para todos los partidos que tengan, en cierto modo, una composición obrera, y que, en la peor, se apoya en la colaboración de éstos en la dirección del Estado proletario. En nombre de todos - Marx, Engels, Lenin y la Izquierda Comunista -, damos la palabra a las «Tesis..» del II Congreso del Comintern «..sobre el papel del partido en la revolución proletaria»:
«El Partido Comunista es necesario a la clase obrera no sólo antes y durante la conquista del poder, sino también después de que el poder haya pasado a las manos de la clase obrera».
Damos la palabra al Trotsky de «Terrorismo y Comunismo»:
«El papel extraordinario que juega el Partido Comunista en la revolución proletaria victoriosa es muy comprensible. Se trata de la dictadura de la clase. En la clase como tal hay capas, actitudes y niveles de desarrollo diferentes. Pero la dictadura presupone unidad de voluntad, de orientación y de acción. ¿Por qué otra vía podría realizarse? La dominación revolucionaria del proletariado presupone en el seno del mismo proletariado la dominación política de un partido provisto de un programa de acción claro y de una disciplina interior inviolable. La política de los bloques contradice íntimamente al régimen de la dictadura revolucionaria. Y no aludimos al bloque con los partidos burgueses, del que ni siquiera se puede hablar, sino a un bloque de los comunistas con otras organizaciones «socialistas», las que reflejan los diferentes grados de atraso y los prejuicios de las masas trabajadoras.»
Sobre estas bases se había constituido la III Internacional. A estas bases iniciales hay que retornar. No solo en las proclamaciones de principio, sino en todo episodio, aspecto y manifestación de la actividad del partido.
Esta es la condición para que el proletariado retome finalmente su camino hacia la victoria, el camino de la clase para sí, y no para el capital.
«El Programa Comunista», Marzo - Mayo de 1979, N° 30, p.1-5