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    Las causas del atraso de América Latina

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    Las causas del atraso de América Latina Empty Las causas del atraso de América Latina

    Mensaje por proleinternacionalista Lun Mayo 23, 2011 8:41 pm

    Introducción

    Presentamos a continuación un texto sobre América Latina, publicado en «Il Programma Comunista» núms. 14-15 de 1959, que aplicando como nos es propio el análisis materialista de la historia nos lleva a comprender las causas del atraso en el subcontinente.

    La primera y principal razón hay que buscarla en la existencia, desde hace varios siglos, de la gran propiedad territorial que se desarrolló sin obstáculos gracias a la política de los imperios coloniales español y portugués que evitaron desde el principio la creación de una nobleza hereditaria que les plantease los problemas que se vivían en la metrópolis.

    La Encomienda primero y la Hacienda más tarde consolidaron la formación de estas grandes propiedades territoriales. Los dueños de la Haciendas jugaron un papel fundamental en las luchas de independencia; he aquí otra causa para que la gran propiedad subsistiese. Estas luchas no condujeron a ningún revolucionamiento en lo que al modo de producción se refiere. Tampoco las potencias extranjeras, que tras la independencia se fueron adueñando de las riquezas de América Latina, estaban interesadas en subvertir el orden social existente.

    Llegamos así al siglo XX con una América Latina prácticamente fuera de la revolución industrial y en condiciones de colonia financiera del imperialismo.

    Hasta la segunda guerra mundial, durante la cual se rompen las relaciones comerciales con estos países, no se dan las verdaderas condiciones para la creación de una industria nacional.

    En algunos países la burguesía se arropa con ideologías democráticas frente a los militarismos que venían representando a la aristocracia terrateniente.

    El artículo termina valorando el papel del justicialismo de Perón entre la clase trabajadora, y merece la pena profundizar en algunos aspectos del mismo, tanto por la influencia que en aquel momento ejerció entre los obreros, como por la herencia ideológica de confusión e interclasismo que se extendió a otros países y que sigue viva en nuestros días. Nada como el justicialismo, con el apoyo del imperialismo inglés, produjo tanto «quietismo» y conservadurismo en la clase obrera argentina. Nada mejor que el peronismo para mostrar las grandes similitudes de las dos caras del capitalismo, democracia y dictadura.

    El lema del justicialismo era: luchemos por la justicia social para que los obreros no acudan al comunismo.

    Para conseguir esa «justicia social», era necesario concienciar a todas las clases para la Defensa Nacional a ultranza, argumento facilón de independencia mientras recibía instrucciones de Inglaterra. Pero el principal enemigo para el justicialismo era el comunismo. Para la defensa del país, del orden establecido, se aumentó el presupuesto militar en cinco veces respecto a 1942. El control social se incrementó fuertemente y los sindicatos, que en muchos casos fueron las bases del justicialismo se estatalizaron y burocratizaron plenamente.

    El periodo de gobierno peronista coincide con un periodo de prosperidad económica que permite conceder ciertas migajas a los trabajadores. Se empieza a hablar de justicialismo socialista porque estas migajas están acompañadas de algunas nacionalizaciones, tales como teléfonos, gas, ferrocarriles, etc. La confusión no deja de crecer. Por un lado declara la Independencia económica de Argentina, por otro se intensifica la colaboración con el capital foráneo, alineándose en el bloque angloamericano e identificando al comunismo con el bloque imperialista sometido al capitalismo ruso.

    Durante todo el gobierno peronista el proselitismo llega a todas las horas y a todos los rincones del país con las ideas principales extraídas por Perón de las Encíclicas Rerum Novarum y Quadragésimo Anno en sus discursos sobre capital y trabajo. Un ejemplo:
    «Esta debe ser ante todo la mira y éste debe ser el esfuerzo del Estado y de todos los ciudadanos: que superada la lucha de clases se promueva y aliente una aspiración concorde de todos los órdenes» (Quadragesimo anno, 1931).
    Se buscaba ante todo la conciliación entre obreros y patronos que alejase a éstos de los peligros del comunismo.

    Otro aspecto del justicialismo es su carácter cristiano y su defensa intransigente de la familia:
    «a diferencia de los otros, el movimiento justicialista era ideológicamente cristiano, y tanto lo era, que por diez años consecutivos el clero argentino, desde su más alta jerarquía, hasta el más humilde cura de campaña, apoyó al Peronismo, tanto en sus campañas electorales como durante su gestión partidista en el gobierno» (Perón y el justicialismo).
    Perón mismo decía:
    «el justicialismo no es sino un socialismo nacional cristiano. Los que se oponen a él trabajan consciente o inconscientemente por el comunismo».
    Y si bien en algunos discursos decía que la lucha de clases se encontraba en trámites de superación, su temor le llevaba una y otra vez a hablar de ellas:
    «las luchas entre el capital y el trabajo son siempre destructivas y no hay ganancias en ellas, ni para una parte ni para la otra. Se trataba de conseguir la superación de la lucha de clases por la colaboración social y la dignificación social».
    Ejerció un fuerte control ideológico, pero cuando algo se les escapaba, se prohibía, como ocurrió cuando la oposición intentaba realizar actos públicos.

    Necesidades económicas y políticas (el temido auge de las «ideas comunistas» en América Latina) le llevaron a relacionarse con otros países y a celebrar Conferencias Interamericanas, colaborando al mismo tiempo con EE.UU. Sólo después de septiembre de 1955, cuando el movimiento civil-militar de la «Revolución libertadora» derrocó el régimen, con todas las facilidades por parte de Perón y su gobierno, éste parte para el exilio y comienza sus discursos antiimperialistas, respondiendo a la pregunta de porqué no armó a los trabajadores cuando estos lo pidieron, que no pensaba que los acontecimientos tomaran ese curso.

    El gobierno de Perón, como el de Vargas en Brasil y como los gobiernos actuales, sabía perfectamente dónde estaba su enemigo, en el comunismo. La crisis, cada vez más profunda en que se encuentra América Latina, empeorará las condiciones de los trabajadores hasta empujarles nuevamente al comunismo, única alternativa emancipadora del proletariado.




    Las causas del atraso en América latina

    Desde el final de la segunda guerra mundial se viene dando una profunda transformación económica, social y política en América Latina. Las convulsiones sociales determinadas por el conflicto en todo el área sometida al régimen colonial, no podían excluir al subcontinente latino-americano, que, aunque hacía más de un siglo había quebrado los antiguos vínculos coloniales, permanecía y permanece aún en un estado de para-colonia del capital financiero imperialista.

    Se escribe mucho sobre el despertar de América Latina y muy a menudo se habla de revolución, cuando no se discute directamente sobre las «estructuras feudales» que estarían todavía presentes en el ámbito social. Para determinar el peso efectivo de los acontecimientos latinoamericanos, su naturaleza y finalidad social, es necesario saber definir las grandes líneas de la evolución histórica del subcontinente. Fieles al determinismo sabemos que no sucede nada en el presente que no esté condicionado por acontecimientos de un pasado, a veces remoto. La generación espontánea, demostrada como falsa en biología, está totalmente ausente también en la evolución histórica. Tal verdad salta a la vista especialmente en el estudio de los países que han quedado atrasados en el camino del progreso. En ellos, las estructuras de la sociedad permanecen cristalizadas, y cambian con lentitud exasperante, ya que las influencias de las mutaciones del pasado perduran obstinadamente y el «nuevo» no puede generarse por puro acto de voluntad colectiva.

    En la sociedad latino-americana reina un obstáculo que parece inamovible y eterno como las gigantescas ruinas de los antiguos monumentos pre-colombinos: la gran propiedad de la tierra. El último siglo de la historia de América Latina que coincide con la historia de la independencia de las veinte repúblicas del subcontinente puede resumirse, sin temor a caer en el simplismo, en una frase: la lucha obstinada contra las oligarquías terratenientes, detentadoras del monopolio de la riqueza y del poder político. La lucha ha asumido, en el curso de decenios, aspectos distintos, al mismo tiempo que en el campo enemigo de la aristocracia terrateniente afluían los diversos estratos sociales generados por la evolución histórica: la pequeña burguesía urbana e intelectual (las famosas «Clases Medias»), los empresarios industriales y comerciales, y desde finales del siglo pasado, los primeros núcleos de proletariado asalariado socialista. La lucha pro y contra la aristocracia terrateniente ha representado en la atormentada historia de las repúblicas latino-americanas, densa en ásperas competiciones políticas, en revueltas, en golpes de estado, en sangrientas guerras civiles, el choque entre el conservadurismo o el progreso, entre la reacción y la renovación (atribuyendo naturalmente el sentido exacto a estos términos que están todos en el análisis de una estructura tendiente al capitalismo).

    Tal fenómeno no es único en la historia del capitalismo. Por el contrario, todas las revoluciones antifeudales en Europa, incluidas la inglesa y la francesa, han pasado por un período que ha visto incrementarse la rivalidad entre las dos grandes ramas de las secciones de la clase dominante burguesa: los propietarios de la tierra y los empresarios industriales. En todos los casos, la resistencia de los propietarios terratenientes era doblegada y la agricultura se convertía en el dócil vasallo de los capitales financiero e industrial. Como eco doctrinario del conflicto quedan las obras de los economistas clásicos burgueses, especialmente en la escuela ricardiana, que reconocen a la clase de los empresarios industriales el derecho a la primacía social.

    Es necesario, por tanto, explicar las causas de la excepcional capacidad de resistencia de la propiedad terrateniente latino-americana. En primer lugar hay que liberarse de la fácil tentación de ver en ella un residuo feudal. Un verdadero feudalismo no ha existido jamás en el imperio colonial que crearon portugueses y españoles en América a principios del siglo XVI, aunque no fuese más que por el hecho de que el feudalismo, en el momento de los grandes descubrimientos geográficos y de la introducción del régimen colonial, estaba en declive por todas partes. Pero la razón específica de que no se trasplantasen a las colonias las estructuras feudales todavía en auge en las metrópolis hay que buscarla en la política de las monarquías absolutas que, convertidas en poseedores de vastísimos imperios coloniales, se cuidaron mucho de crear en los países de ultramar un duplicado de la nobleza terrateniente hereditaria, que tenazmente combatían en la metrópoli. Por el contrario, España y Portugal impusieron a las colonias una burocracia estatal pletórica que, desde el centro a la periferia, controlaba minuciosamente toda la actividad de los colonos instalados en las tierras de ultramar.

    La «encomienda», es decir, la concesión de amplias extensiones de terreno que el soberano concedía a los colonos «criollos» no repetía mas que en apariencia el sistema del feudo. El «encomendero» era el señor absoluto, no solo de la tierra sino de la población india y de los esclavos negros que trabajaban como bestias en las plantaciones. Sin embargo, el derecho de la transmisión hereditaria de la posesión, que en el feudalismo europeo, tuvo por efecto la formación de una nobleza hereditaria, no era reconocido al «fazendeiro» o al «estanciero». De hecho, la Corona se reservaba el derecho de revocar la concesión de la «encomienda» cuando hubiese transcurrido un periodo preestablecido, que se daba hasta un máximo de dos generaciones.

    Tal reducción del derecho de propiedad y la insoportable fiscalidad practicada por la multitud de funcionarios coloniales de la Corona que, a pesar de los vínculos de raza y de lengua, trataban con altivez a la aristocracia terrateniente criolla, la prohibición de comerciar con otros puertos que no fuesen los de la metrópoli, debían a largo plazo, echar las semillas de la revuelta incluso en los despiadados explotadores y opresores de los trabajadores indígenas y de los esclavos negros. Sucedió así que una clase que era ultra-reaccionaria en los choques contra los trabajadores locales, a quienes se les hacia pagar con fuertes represiones todo intento de revuelta, se convierte en revolucionaria frente a la potencia colonialista metropolitana. Y cuando llegó el momento no dudó en lanzarse a una verdadera guerra civil, tomando las armas contra los ejércitos imperiales que incluso hablaban su misma lengua. Tal es, a nuestro parecer, la característica esencial de la revolución nacional de América Latina. En Europa, especialmente la revolución contra el absolutismo monárquico significó la liberación de los siervos de la gleba, si bien la antigua servidumbre se sustituiría más tarde por la nueva esclavitud moderna del trabajo asalariado. En América Latina, en cambio, la clase de los plantadores, propietarios de inmensas haciendas agrícolas y de ejércitos de esclavos de color, se levantó contra el absolutismo español y portugués ante todo para liberarse del control burocrático de la Corona y para poder poseer de manera total e indiscutible sus propios bienes, para poder perpetuar a su interés exclusivo el trabajo esclavo y la dominación de raza.

    El haber participado directa y activamente en la revolución anticolonial, explica la inmovilidad de las posiciones que la aristocracia terrateniente criolla mantuvo en la estructura social que vino a formarse en el cuadro de la nueva república latino-americana. La revolución nacional latino-americana, que siguió poco tiempo después a la revuelta de las trece colonias norteamericanas contra Inglaterra, fue contemporánea de la Revolución francesa y de las guerras napoleónicas, desarrollándose en el período que va, con vicisitudes alternas, del 1808 al 1823. Los rebeldes antiespañoles se entusiasmaron con los ideales libertarios y democráticos y quisieron ser paladines de los principios de Rousseau, de Voltaire y de Montesquieu. Pero, al final, fueron impotentes para remover el obstáculo de la gran propiedad territorial y esclavista. Por el contrario fue la aristocracia terrateniente criolla quien recogió todos los frutos del grandioso acontecimiento. Y esto sucedió, repetimos, porque el campo democrático y progresista, que aun teniendo jefes legendarios como Miranda, Simón Bolívar y José de San Martín, no pudo combatir eficazmente contra una clase que participaba en el movimiento de insurrección contra España y Portugal. Y esto representó una verdadera tragedia para América Latina. Si la revolución no pudo asegurar la continuación de la unidad política de los subcontinentales, esto sucedió precisamente por la tenaz y áspera oposición de la clase de los propietarios terratenientes que hicieron frustrarse los generosos proyectos de federación continental, sostenidos por Simón Bolívar, y por tanto, condenaron al despedazamiento y a la impotencia económica al inmenso territorio del decadente imperio hispano-portugués.

    América Latina posee grandes recursos mineros y agrícolas, pero la explotación de los recursos naturales se ve obstaculizada fuertemente por las dificultades para las comunicaciones. Al extenderse una gran parte del territorio en el interior de la zona tórrida, el subcontinente presenta características físicas que condenan al aislamiento a inmensas regiones: el exterminado manto de bosque virgen que cubría territorios surcados por el Ecuador, los áridos desiertos tropicales, las sabanas, las estepas, el régimen hídrico de gigantescas arterias fluviales, que con frecuencia inundan vastas regiones. Y, desde un cabo al otro, la formidable barrera de los Andes y de las Montañas Rocosas, que encierran entre sus sierras amplios altiplanos elevados hasta los 3.000-4.000 metros. Es comprensible como en una región que la naturaleza ha formado de modo que las comunicaciones resulten difíciles, cuando no imposibles, el desmembramiento político puede surtir el único efecto seguro de agravar las condiciones en las cuales se desarrolla el trabajo del hombre y se hace difícil el progreso económico.

    El gran proyecto de los «Estados Unidos del Sur» generosamente sostenido por Simón Bolívar, si se hubiese aceptado, ciertamente habría, sobra decirlo, encaminado a América Latina hacia un grandioso futuro. Pero el proyecto no gustó a la aristocracia terrateniente del Brasil, no gustó a los colonos norteamericanos de Virginia y encontró sobretodo la desaprobación de Inglaterra, que era la gran amiga de los insurgentes sudamericanos. Se sabe que la tradicional rivalidad con España, que la necesidad de luchar contra Napoleón desplazó momentáneamente, empujó a Inglaterra a apoyar la revuelta de las colonias españolas. Armas, voluntarios, naves y dinero, suministrados con abundancia a los insurgentes, concretaron las simpatías políticas británicas. Pero no se trataba evidentemente de una ayuda desinteresada. El capitalismo británico tendía a favorecer la destrucción del imperio español, por la misma razón que empujó a todos los Estados a ayudar a los enemigos de los propios rivales imperialistas: el deseo de crearse nuevos mercados externos. Ahora está claro que la unificación de la América ex-española en una gran confederación, como era soñada por Bolívar, habría puesto un obstáculo difícil de superar en el camino de la penetración económica inglesa.

    Los mismos intereses de clase, si bien se referían a objetivos distintos, empujaban a la aristocracia terrateniente criolla a oponerse a los planes de unidad continental sostenidos por Bolívar y por las fuerzas políticas que él personificaba. A los ojos de los propietarios de esclavos, los jefes a lo Bolívar, a lo San Martín, a lo Morales, que cumplían sus épicas empresas revolucionarias guiando ejércitos mixtos que abarcaban conjuntamente a criollos, indios y mestizos, representaban un peligro. La liberación de los esclavos, la mejora de las condiciones de vida de la población india y mestiza, ¿no habrían subvertido las bases sociales sobre las cuales reposaba el régimen económico de la gran propiedad territorial y de las plantaciones? Y esto no podía ser tolerado por la oligarquía terrateniente que se había rebelado contra la burocracia colonial española, precisamente porque el régimen de monopolio y la fiscalidad imperial atacaban sus privilegios. Los propietarios de esclavos tuvieron motivos para temer que la unificación política del subcontinente llevase consigo el reforzamiento del movimiento democrático e interracial.

    De este modo, los intereses esclavistas de los propietarios de la tierra de Brasil y las miras imperialistas de Gran Bretaña, se coligaron contra Bolívar. No solo los «Estados Unidos del Sur» se quedaron en un sueño inalcanzable, sino que la misma formación estatal que Bolívar había llegado a planear, se dividió en 1821 en los tres Estados independientes de Colombia, Venezuela y Ecuador. Los propietarios negreros de Brasil aprendían. En poco tiempo las actuales repúblicas centro-americanas (Honduras, Guatemala, Costa Rica, Salvador y Nicaragua) disolvieron una unión estatal que habían formado en 1823, completando el proceso de desmembramiento y de fraccionamiento del ex-imperio colonial.

    Es decir, que la revolución anticolonial de América Latina se concluía con el pleno triunfo de las oligarquías terratenientes. No solamente de estas. Del desmembramiento debían aprovecharse en un primer momento, y por poco tiempo, Estados Unidos, que lograron conquistar algunas posiciones comerciales en el subcontinente; pero enseguida debieron ceder el puesto a Inglaterra. Se explica así como en la segunda mitad del siglo pasado la dirección de los negocios económicos de América Latina cayó completamente en manos de los capitalistas ingleses, seguidos a poca distancia por los franceses, belgas y alemanes. Los bancos, las minas, los ferrocarriles, los teléfonos, las centrales eléctricas, el café, el cacao, etc. escapaban prácticamente al control de los gobiernos locales. Naturalmente, los inversores de capitales extranjeros hacían todo lo posible para impedir cualquier reforma democrática con vistas a liberar al país del monopolio industrial extranjero. Para los capitalistas europeos, sobretodo ingleses, toda fábrica que surgiese en las áreas sometidas a su influencia significaba un atentado a su primacía industrial; en el mejor de los casos, seria una copia inútil. Naturalmente, los intereses de los imperialistas convergían con los de la aristocracia terrateniente que en la política de reformas, sostenida por las corrientes democráticas y radicales, percibían un peligro mortal para sus privilegios. La industrialización ¿no significaba un retroceso de la economía agraria?.

    De ese modo, la clase de los propietarios de la tierra, que tenía a su servicio a la Iglesia y al ejército, aceptaba que el imperialismo extranjero, a cambio del apoyo político y militar, cobrase un pesado tributo, que en el fondo no mellaba sus beneficios, siendo extraído del sudor y de la sangre de las clases trabajadoras, oprimidas por una pobreza espantosa que todavía no ha terminado hoy.

    Se entiende como la estructura social de América Latina, fundada sobre la supremacía y sobre el privilegio ilimitado de las oligarquías terratenientes y de sus instrumentos políticos, y sobre la total ausencia de derechos por parte de las clases inferiores, haya durado tanto tiempo. Una larga serie de batallas políticas, de revueltas, de golpes de Estado, a menudo de sangrientas guerras civiles, no podían, como de hecho no han podido, extirpar el odiado privilegio de los terratenientes, porque él, además de ser apoyado por sus propias fuerzas, lo era por las potencias imperialistas extranjeras. A éstas no les ha servido la intervención armada en los asuntos internos de América Latina, salvo en algunos casos. Bastaba apretar el lazo del chantaje económico en torno al cuello de los gobiernos progresistas y antiimperialistas que osaban poner en discusión el orden establecido, para provocar su caída o, como sucedía en la mayoría de los casos, para inducirlos a cambiar de chaqueta.

    La alianza de hierro entre la aristocracia terrateniente, políticamente representada por el militarismo, y el capital financiero extranjero, la sujeción de la primera al segundo, no es un hecho original, exclusivo de América Latina. La dominación de clase del capitalismo se rige precisamente por la identificación de los intereses de la propiedad agraria y del capital empresarial, frente a las clases trabajadoras. Naturalmente, la economía agraria y la economía industrial tienen ritmos de desarrollo diferentes, y esto provoca discrepancias entre los propietarios de la tierra y los capitalistas industriales, pero tales roces desaparecen como por encanto, cuando se trata de coligar las fuerzas de la explotación contra la clases trabajadoras. Cuanto sucede, desde hace más de un siglo, en América Latina es, por tanto, la regla, no por cierto la excepción, del mecanismo de la explotación capitalista. Tenemos de particular que la fusión, por encima de las fronteras y de la fácil retórica nacionalista de los regímenes militares Sudamericanos, de la oligarquía territorial local y del capital financiero extranjero ha tenido a América Latina completamente fuera de la revolución industrial del siglo pasado, lanzándola a las condiciones de una colonia financiera del imperialismo.

    Sobre tal argumento, como sobre los aspectos sociales y políticos del atraso latinoamericano, convendrá volver; por el momento algunas cifras bastarán.

    A comienzos de la crisis de 1929, las materias primas constituían en todos los países sudamericanos al menos el 80%, generalmente más del 90%, la casi totalidad de las exportaciones, mientras los artículos manufacturados no suponían, en la venta al exterior, más que un porcentaje casi nulo.

    Todavía hoy, el valor de los géneros alimenticios y materias primas alcanza el 90% del total de las exportaciones a otras partes del mundo. Emerge de esto el carácter meramente colonial de la economía latinoamericana que, por ser proveedora de materias primas a la industria extranjera y compradora de los productos industriales, está situada en el mismo nivel que Africa.

    Para que algo nuevo madurase en la estructura social latinoamericana, sería necesario que se determinase al menos una interrupción en el mecanismo tradicional de la explotación del subcontinente. Y esto sucedió durante la segunda guerra mundial. Ya en la época de la primera guerra mundial, la tenaza imperialista se había aflojado un poco, pero con el efecto seguro de permitir al gigantesco imperialismo norteamericano ganar importantes posiciones financieras a los capitalistas rivales de Europa. La segunda guerra mundial, en cambio, venía a romper bruscamente las relaciones comerciales entre América Latina y los emporios de Europa occidental. Mientras Inglaterra debía luchar ferozmente para salvar su propia existencia y era obligada a desatender a sus propios vasallos financieros sudamericanos, Estados Unidos, empeñado también en el enorme conflicto de los continentes, podía aprovecharse sólo de una parte de la situación. En efecto, la gran ofensiva financiera de Tio Sam tuvo lugar en los años de posguerra y no se puede decir que haya desaparecido en la actualidad.

    Aprovechando las condiciones de aislamiento, provocadas por la guerra, y manejando el mismo capital norteamericano, las vanguardias de la alineación anti-oligárquica, sentaban las bases de la industria nacional en algunas repúblicas, especialmente en las más importantes como Brasil y Argentina. Nacía así la industria siderúrgica, hecho absolutamente nuevo en el reino absoluto de las «haciendas» y de las «estancias». Y, con la introducción de la gran industria, tomaban cuerpo nuevas ideologías políticas y nuevos tipos de regímenes políticos, tales como el «justicialismo» de Perón, que desplazaba las bases tradicionales de las alianzas anti-oligárquicas. Desde finales del siglo pasado, el movimiento obrero que surgía en aquellos tiempos había apoyado vigorosamente todas las batallas políticas de las clases medias contra la oligarquía terrateniente y el militarismo que, políticamente representaba sus intereses. El peronismo, expresión de los intereses de la naciente burguesía empresarial que se vio obstaculizada por el obtuso conservadurismo de la aristocracia terrateniente, intentó buscar el apoyo de la clase obrera, y no se puede negar que lo consiguió.

    Hoy América Latina está en plena fermentación. Las dictaduras militaristas han caído por todas partes, salvo en Paraguay y en Santo Domingo. Y esto significa que la secular dominación de la oligarquía agraria da signos evidentes de hundimiento. Pero a la vuelta espera un grave peligro para el movimiento obrero, precisamente el peligro justicialista que, bajo la cobertura ideológica de la lucha contra las oligarquías agrarias universalmente odiadas, tiende a contraponer el interclasismo, arma de envenenamiento reformista para la clase trabajadora.

    «La Izquierda Comunista», N° 2, Mayo 1995, pp.16-20 (Extraído de «Il Programma Comunista», núms. 14-15, 1959)

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