Acerca de la filosofía y la poesía del capitalismo
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«Nietzsche no es, tal y como nos lo quiere presentar el señor Lindan en Nord und Süd, el «filósofo social de la aristocracia», sino el filósofo social del capitalismo. Uno de los aspectos más significativos de la historia alemana es que las clases obreras han sabido mantener su relación con la época clásica de la enseñanza alemana, pero no así las clases burguesas. Si esta enseñanza alcanzó con Hegel su máxima expresión, sus elementos revolucionarios alcanzan su máximo desarrollo en Lasalle y de forma más relevante en las obras de Engels y Marx, mientras que los elementos conservadores de la misma filosofía quizás no hayan podido lograr y de hecho no han conseguido un desarrollo igual. En el año 1848 se produjo el pecado original que abrió los ojos a las clases dominantes sobre el defecto de la «religión de estado prusiana» en la que se había convertido, a causa de la mala interpretación de la fiase «todo lo real, es racional, y todo lo racional, real», la filosofía de Hegel en los años treinta y cuarenta de ese siglo. Se desechó como anticuada, sin preocuparse de que sus efectos retroactivos revolucionarios podrían golpear así aún más sensiblemente.
La burguesía se echó en los brazos de Schopenhauer, que como filósofo de la pequeña burguesía que vivía de las rentas, había sostenido una guerra de insultos contra Hegel que duró treinta años. En el ambiente mojigato y de lamentaciones que se había apoderado de las clases burguesas después de 1848, éstas encontraron por fin el entendimiento añorado de su filosofía mojigata y de lamentaciones, aunque a su manera a veces divertida. Nietzsche se formó con Schopenhauer, fiel alumno, tanto en lo que se refiere a los insultos a Hegel, como también en la conciencia de clase burguesa, con la diferencia de que él –en consonancia con los avances de los tiempos– ya no alababa a la pequeña burguesía y a sus rentas, sino al gran capital explotador**.
Es cierto que en su tratado «Más allá del bien y del mal» de 1886, Nietzsche realiza un cierto acercamiento hacia Hegel. En él no habla sólo de la «rabia poco inteligente» de Schopenhauer «contra Hegel», que «había llegado a eliminar a la última generación de alemanes de la cultura alemana», sino que tanto el título como el contenido de este tratado suenan bastante a las palabras de Hegel: «Uno cree que dice algo muy grande, cuando dice: El hombre es bueno por naturaleza, pero olvida que dice algo mucho más grande con las palabras: El hombre es malo por naturaleza». Y Nietzsche trata pormenorizadamente hasta la saciedad –sin citar a Hegel– el pensamiento de Hegel de que especialmente las pasiones negativas como la codicia y el despotismo se convierten en palancas del desarrollo histórico. Él lo presenta como si hubiese logrado con ello un descubrimiento único en «este tremendo y casi nuevo reino de conocimientos peligrosísimos», y es difícil mantener la seriedad filosófica necesaria cuando agrega a la exposición solemne de una frase –que desde Hegel se ha convertido en un tópico– el apóstrofo: «Una vez que uno ha llegado con su barco hasta aquí ¡pues bien!, ¡ahora apretemos los dientes!, ¡abramos bien los ojos!, ¡sujetemos con mano firme el timón! –pasamos directamente por encima de la moral; quizás aplastemos o destruyamos el resto de nuestra propia moralidad, atreviéndonos a dirigir nuestro camino hacia allá– ¡depende de nosotros! Es posible que no sea mucho si «nosotros» hacemos tales cabriolas filosóficas sobre asuntos y cosas que «nosotros» no podemos o no queremos entender.
Porque ese «mal» en el que Hegel vio el impulso del desarrollo histórico tiene, según su método dialéctico con su lado conservador y revolucionario, todavía un segundo sentido. Con ello también quiere decir que cada avance nuevo surge como un sacrilegio contra algo sagrado, como rebelión contra el estado viejo y moribundo, pero que a base de costumbre se ha convertido en algo sagrado.
Como Nietzsche no pudo o no quiso llegar hasta el final del pensamiento de Hegel, dice de la Revolución Francesa –de la que Hegel siempre hablaba con mucho entusiasmo– que fue «una farsa horrible y –vista desde cerca– innecesaria», e increpa a los pensadores revolucionarios que han fecundado el método dialéctico de Hegel, sacándolo de la región nebulosa de la «idea absoluta» y pasándolo al área de los estados económicos, como un «tipo de espíritus muy estrechos, presos y encadenados, que quieren aproximadamente lo contrario de lo que existe en nuestras intenciones e instintos» –¡presumiblemente!–, «que se 11aman equivocadamente «espíritus libres», esclavos elocuentes y escritores del gusto democrático», «esclavos de risa superficial, sobre todo con su manía de ver en las formas de la vieja sociedad actual aproximadamente la causa de toda la miseria y todo el fracaso humano: poniendo así la verdad al revés». Forma parte de la misma secuencia de volteretas tragicómicas de las que se compone la filosofía de Nietzsche cuando ataca al cristianismo, no por el abuso de las formas eclesiásticas y despóticas con fines de codicia –para él más bien ése es el fin único y verdadero de la religión–, sino por su «moral de animal gregario» con la que la cristiandad ha puesto el amor al prójimo como la máxima virtud humana.
El método dialéctico de Hegel destruyó todos los conceptos fijos, su carácter conservador consistía en que reconocía determinados niveles cognitivos y sociales según su tiempo y sus circunstancias, pero su carácter revolucionario comprendía el desarrollo histórico como un proceso continuo del nacer y morir, en el cual a pesar de todas las aparentes casualidades y retrocesos temporales, se efectúa un desarrollo progresivo de lo inferior hacia lo superior. Por ello, ni conocía una moral definitiva y perfecta ni tampoco un estado definitivo y perfecto.
La moral era para el método dialéctico únicamente el resultado del espíritu histórico, y los conceptos del «bien» y «mal» no eran absolutos para él. Pero Hegel sí conocía un «absoluto», el «espíritu absoluto» de su sistema, la dirección secreta e invisible de su proceso histórico mundial del nacer y morir. Con ello él mismo obstruyó las consecuencias de su modo de pensar. Marx y Engels tomaron esas consecuencias cuando mandaron a paseo al «espíritu absoluto» y descubrieron que las cosas reales no son la imagen de nuestros conceptos, sino que más bien nuestros conceptos son la imagen de las cosas reales, dicho de otro modo, que las personas primero tienen que comer, beber y vivir, antes de poder pensar y escribir poemas. Con ello desaparecen tanto las «verdades absolutas» de la filosofía, de la política, etc., como también las prescripciones de la moral válidas para todos los pueblos y tiempos. Ya no existe una teoría moral absoluta, sino únicamente sistemas morales relativos que se forman de manera muy diferente, según las condiciones de vida económicas de los distintos pueblos y de las distintas clases. Una diferencia que en las violentas luchas de clase actuales se manifiesta claramente cada día con las más extrañas pruebas de «moral de clase».
Partiendo de la relatividad de la moral, que ya existía en su germen en Hegel, Nietzsche no deduce como Engels y Marx la dependencia histórica de la moral, sino la negación incondicional de cualquier moral. Él llega a esa conclusión por el concepto unilateral del «mal», que según Hegel es el impulsor del desarrollo histórico. Para él, la envidia, el odio, la codicia y el despotismo son sólo afectos creadores de vida, el «principio y la esencia» en el presupuesto general de la historia, y si esos afectos se denominan «mal», entonces eso se debe únicamente a la «enemistad de la plebe contra todo lo privilegiado y soberano», como también es una presunción arrogante del «animal gregario» hombre denominar las cualidades que le son cómodas, la piedad, la capacidad de sacrificio, la entrega, etc. como «bien». Nietzsche también conoce una lucha de clases, una «moral de señor» y una «moral de esclavos» según sus conceptos, pero no la conoce como un proceso dialéctico de la historia del mundo, en el cual se efectúa el desarrollo de lo inferior hacia lo superior, sino como una ley natural firme e inamovible. En esta lucha, los dominadores y los opresores, los «espíritus libres», tienen siempre el poder y por lo tanto también el derecho, mientras que los dominados y subyugados, los «animales gregarios», siempre están condenados a la impotencia y por lo tanto a la injusticia. La única y verdadera moral para Nietzsche es la «doctrina de las relaciones de dominio», de las que surge la vida histórica: haber introducido en esta moral los conceptos del «bien» y del «mal» es únicamente una travesura picara, con la que el «animal gregario» intenta vengarse de los «espíritus libres» y con la que por supuesto –¡véase por ejemplo la cristiandad!– se han realizado horribles fechorías en la historia. Pero los tiempos de la locura pasan, y los «filósofos del futuro» surgen, los «espíritus libres», los «muy libres», los «finos» y los «distinguidos». Ellos están «más allá del bien y del mal».
Comprensiblemente, el contenido del pensamiento de esta elegante y solemne filosofía es muy escaso, y para convertirlo en algo así como un «concepto del mundo», necesita de una cantidad enorme de adornos ideológicos. Después de limpiar esos adornos ideológicos permanecen más o menos las siguientes frases principales que he extraído del tratado «Más allá del bien y del mal»:
«Donde el pueblo come y bebe, incluso adora, suele apestar. No se debe entrar en las iglesias si se quiere respirar aire puro» (p. 42).
«No sirve de nada: Uno debe pedir sin piedad explicaciones a los sentimientos de entrega, de sacrificio por el prójimo, a toda la moral de la autoenajenación y llevarlos ante un tribunal. (...) Hay mucha magia y azúcar en aquellos sentimientos de «para otros» y de «no para mí», como para que no fuera necesario ser doblemente desconfiado en estos casos y preguntar: «¿No serán quizás seducciones?» ¡Así que tengamos cuidado!...». (p. 45).
«El filósofo, tal y como lo conocemos nosotros, el espíritu libre, (...) utilizará la religión para su obra creadora y educativa, tal y como también utilizará el estado político y económico actual. Para los hierres, los independientes, los preparados y predestinados para dar órdenes, en los que se hace realidad la razón y el arte de una raza dominante, la religión es un medio más para superar resistencias, para poder dominar, como un vínculo que une conjuntamente a dominantes y dominados y que delata y entrega a los primeros la conciencia de los últimos, lo más profundo y oculto que siempre quiere escapar de la obediencia. (...) Para finalizar, y para mostrar la terrible deuda de estas religiones y sacar a la luz del día la enorme amenaza que representan, se paga siempre caro y esto tiene efectos terribles: las religiones no son instrumentos creadores y educativos en manos de los filósofos, sino que se manejan ellas mismas soberanamente, ellas mismas quieren ser el fin en sí y no un medio entre otros medios...». (p. 77 y ss.).
«La extraña limitación del desarrollo humano (...) se basa en que lo que mejor se transmite por herencia es el instinto gregario de la obediencia a costa del arte de mandar. Si uno medita sobre este instinto hasta sus últimas consecuencias, nos damos cuenta que finalmente faltan los dominadores y los independientes, o ellos sufren en su interior remordimientos y tienen que mentirse a sí mismos para poder ordenar: o sea que hacen como si ellos también sólo obedecieran. Este estado existe hoy en día realmente en Europa: yo lo denomino la hipocresía moral de los dominantes. Ellos no saben protegerse de sus remordimientos de otra manera que no sea presentándose como ejecutores de órdenes más antiguas o superiores (de los antepasados, de la constitución, del derecho, de las leyes o hasta de Dios) o hasta toman prestados preceptos gregarios de la forma de pensar gregaria, por ejemplo como «primer servidor de su pueblo» o como «herramientas del bien general». Por otro lado, el hombre gregario en Europa quiere presentarse como si fuera el único tipo de humano permitido y glorifica sus cualidades por las cuales es manso, soportable y útil para el rebaño; con virtudes humanas en sí, o sea, sentido común, afectividad, respeto, consideración, diligencia, moderación, humildad, indulgencia...». (p. 119 y ss.).
«La moral en Europa es hoy en día una moral de animales gregarios. (...) Sí, con la ayuda de una religión, que ha obedecido y adulado las ansias gregarias de los humanos, se ha llegado a que hasta en las instituciones políticas y sociales encontremos cada vez más la expresión de esta moral: el movimiento democrático toma el relevo al movimiento cristiano. Pero para los impacientes, los enfermos y dependientes de ese instinto, la velocidad de todo ello es todavía demasiado lenta y somnolienta, lo que demuestra el berrido cada vez más violento, el rechinar de dientes sin disimulo de los perros anarquistas que recorren ahora los callejones de la cultura europea: aparentemente contrarios a los demócratas e ideólogos revolucionarios pacíficos y trabajadores, y aún más de los filosofastros torpes y soñadores de la hermandad que se llaman socialistas y que quieren la «sociedad libre», pero en realidad son lo mismo con su enemistad instintiva y pura contra toda forma de sociedad diferente que no sea el rebaño autónomo (hasta llegar al rechazo incluso de los conceptos «señor» y «criado»), ni dieu ni maitrees una fórmula socialista...». (p. 125 y ss.)
«La corrupción, según en la forma de vida que se muestra, es algo muy distinto. Si, por ejemplo, una aristocracia como la de Francia al inicio de la revolución se deshace de sus privilegios con un asco sublime, y se sacrifica a sí misma en un libertinaje del sentimiento moral, eso es corrupción. Lo esencial de una aristocracia buena y sana es que puede aceptar, con la conciencia tranquila, el sacrificio de un sinfín de personas que se tienen que rebajar y reducir a humanos incompletos, a esclavos, a herramientas...». (p. 226)
«Aquí se tiene que profundizar en el pensamiento y resistir a todas las debilidades sensibles: La vida en sí es esencial. Apropiación, violación, avasallamiento de lo ajeno y de lo más débil, opresión, dureza, imposición de formas propias, anexión y, como mínimo, lo más suave, explotación; pero, ¿por qué se tienen que utilizar siempre esas palabras a las que ya desde siempre se les ha dado un significativo difamatorio? (...) No obstante, en ningún aspecto a la conciencia general de los europeos le repugna más tal instrucción que en este: ahora en todas partes se sueña, incluso disfrazado de científico, con estados futuros de la sociedad que deberán perder el «carácter explotador»: eso suena en mis oídos como si se prometiera inventar una vida que se abstuviera de toda función orgánica...». (p. 227 y ss.)
«Corriendo el riesgo de molestar a oídos inocentes, el egoísmo forma parte de la esencia del alma noble, me refiero a esa creencia inamovible de que un ser, como «nosotros somos», deberá tener por naturaleza súbditos que se tienen que sacrificar por él. El alma noble acepta ese hecho de egoísmo sin cuestionarlo, incluso sin tener la sensación de dureza, coacción y arbitrariedad, lo tomará más bien como algo que estará justificado en la ley primitiva de las cosas. Si buscara el alma noble un nombre para ello, diría: «es la justicia en sí».
En frases tan lapidarias escribe Nietzsche la filosofía del capitalismo. Visto solamente como producto espiritual, su concepto de la historia es una barbarie brutal y vulgar, que, por su lenguaje aparentemente ingenioso, parece todavía más repugnante y lleno de vaguedades y de contradicciones –¡sólo hace falta ver cómo Nietzsche ataca los conceptos del «bien» y del «mal» con la conciencia «limpia» y «sin remordimientos»!– e incluso las modestas pretensiones que puedan originar, ni siquiera son originales. Carlos Marx, en su «Capital», ha sacado a la luz del día a un gran número de personajes extraños, que en Inglaterra han escrito hace ya medio siglo sobre la filosofía del capitalismo de la misma manera como ahora lo hace Nietzsche en su tratado «Más allá del bien y del mal». Si Nietzsche piensa que la religión cristiana es –siempre que no se utilice como un medio con fines de dominio mundano, sino que sea «soberana»– algo «horrible», lo es porque quiere mantener en vida a los «malogrados, enfermos, degenerados, a los frágiles que sobran y a los que sufren por necesidad», pues bien, «el cura Townsend» ha dicho lo mismo –véase Capital I, 634– pero con palabras diferentes, cuando acusaba a las leyes inglesas para pobres de «destruir la armonía y la belleza, la simetría y el orden de este sistema, que han construido Dios y la naturaleza».
Que no se venga ahora con la objeción de que Nietzsche siempre estuvo alejado del quehacer capitalista y que a su manera luchaba sinceramente por la verdad, que, por decirlo así, quería subir a la cima del espíritu más espiritual, que sólo se sentía a gusto en las alturas de la alta montaña y que toda comunidad con personas para él era «vulgar». Todo eso demuestra únicamente hasta donde el capitalismo ya ha carcomido nuestra vida espiritual. Y el concepto materialista de la historia de Engels y Marx logran otro triunfo más, cuando una filosofía que sólo quiere respirar en las desenfrenadas alturas etéreas y que no quiere obedecer a las condiciones de la vida real, regresa otra vez a la materia, justamente donde ésta es más sucia y repugnante. Y justo por eso «Más allá del bien y del mal», que ni filosóficamente ni científicamente vale la tinta con la que ha sido escrito, tiene en lo socio-político una gran importancia sistemática. Esta lucha contra la moral es realmente la justificación de una nueva moral. El hilo conductor que recorre todas las contradicciones de Nietzsche, es el intento de descubrir la moral de clase del capitalismo en el nivel de su desarrollo actual y de romper los nexos todavía existentes con las morales de clase de sus desarrollos anteriores, la honorabilidad pequeño burguesa y la respetabilidad de la burguesía». (Franz Mehring; Acerca de la filosofía y la poesía del capitalismo, 1891)
Anotaciones de la edición:
** Sobre la relación interna entre la filosofía de Hegel y del movimiento obrero actual comparar con Friedrich Engeis: Ludwig Feuerbach und der Amgam der kuzssischen deutschen Philosophie, Stuttgart, 1888; sobre Schopenhauer los tratados de Karl Kautsky en el Neue Zeit, cuaderno de febrero y marzo de 1888. Un escritor de la burguesía, que como tal fue un admirador de Schopenhauer y un benefactor de Nietzsche, pero cuya primera y decisiva formación venía de antes de 1848, Karl Hiidébrand, escribió en sus Zeitm, Volkem und Menschen, p. 354, en un tratado temprano de Nietzsche y a pesar de todas las alabanzas, que el «señor Nietzsche se pasa de largo y comete una grave injusticia en contta del pensamiento alemán, en especial contra el filósofo más representativo de ese pensamiento, Hegel. Aparentemente tiene las mejores intenciones, pero para levantarse exitosamente contra el dominio de la autoridad, uno mismo no debe estar tan absolutamente debajo de la autoridad infalible del maestro, tal como le sucede a él con Schopenhauer. ¡No querer reconocer que Hegel ha colocado al pensamiento básico de la enseñanza alemana en un sistema –razón por la que a veces ha cometido disparates– puede significar todo ello dos cosas; que se ignora el desarrollo espiritual de Alemania desde Herder a Feuerbach o que se ve la aportación alemana a la civilización europea como algo insignificante!».
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«Nietzsche no es, tal y como nos lo quiere presentar el señor Lindan en Nord und Süd, el «filósofo social de la aristocracia», sino el filósofo social del capitalismo. Uno de los aspectos más significativos de la historia alemana es que las clases obreras han sabido mantener su relación con la época clásica de la enseñanza alemana, pero no así las clases burguesas. Si esta enseñanza alcanzó con Hegel su máxima expresión, sus elementos revolucionarios alcanzan su máximo desarrollo en Lasalle y de forma más relevante en las obras de Engels y Marx, mientras que los elementos conservadores de la misma filosofía quizás no hayan podido lograr y de hecho no han conseguido un desarrollo igual. En el año 1848 se produjo el pecado original que abrió los ojos a las clases dominantes sobre el defecto de la «religión de estado prusiana» en la que se había convertido, a causa de la mala interpretación de la fiase «todo lo real, es racional, y todo lo racional, real», la filosofía de Hegel en los años treinta y cuarenta de ese siglo. Se desechó como anticuada, sin preocuparse de que sus efectos retroactivos revolucionarios podrían golpear así aún más sensiblemente.
La burguesía se echó en los brazos de Schopenhauer, que como filósofo de la pequeña burguesía que vivía de las rentas, había sostenido una guerra de insultos contra Hegel que duró treinta años. En el ambiente mojigato y de lamentaciones que se había apoderado de las clases burguesas después de 1848, éstas encontraron por fin el entendimiento añorado de su filosofía mojigata y de lamentaciones, aunque a su manera a veces divertida. Nietzsche se formó con Schopenhauer, fiel alumno, tanto en lo que se refiere a los insultos a Hegel, como también en la conciencia de clase burguesa, con la diferencia de que él –en consonancia con los avances de los tiempos– ya no alababa a la pequeña burguesía y a sus rentas, sino al gran capital explotador**.
Es cierto que en su tratado «Más allá del bien y del mal» de 1886, Nietzsche realiza un cierto acercamiento hacia Hegel. En él no habla sólo de la «rabia poco inteligente» de Schopenhauer «contra Hegel», que «había llegado a eliminar a la última generación de alemanes de la cultura alemana», sino que tanto el título como el contenido de este tratado suenan bastante a las palabras de Hegel: «Uno cree que dice algo muy grande, cuando dice: El hombre es bueno por naturaleza, pero olvida que dice algo mucho más grande con las palabras: El hombre es malo por naturaleza». Y Nietzsche trata pormenorizadamente hasta la saciedad –sin citar a Hegel– el pensamiento de Hegel de que especialmente las pasiones negativas como la codicia y el despotismo se convierten en palancas del desarrollo histórico. Él lo presenta como si hubiese logrado con ello un descubrimiento único en «este tremendo y casi nuevo reino de conocimientos peligrosísimos», y es difícil mantener la seriedad filosófica necesaria cuando agrega a la exposición solemne de una frase –que desde Hegel se ha convertido en un tópico– el apóstrofo: «Una vez que uno ha llegado con su barco hasta aquí ¡pues bien!, ¡ahora apretemos los dientes!, ¡abramos bien los ojos!, ¡sujetemos con mano firme el timón! –pasamos directamente por encima de la moral; quizás aplastemos o destruyamos el resto de nuestra propia moralidad, atreviéndonos a dirigir nuestro camino hacia allá– ¡depende de nosotros! Es posible que no sea mucho si «nosotros» hacemos tales cabriolas filosóficas sobre asuntos y cosas que «nosotros» no podemos o no queremos entender.
Porque ese «mal» en el que Hegel vio el impulso del desarrollo histórico tiene, según su método dialéctico con su lado conservador y revolucionario, todavía un segundo sentido. Con ello también quiere decir que cada avance nuevo surge como un sacrilegio contra algo sagrado, como rebelión contra el estado viejo y moribundo, pero que a base de costumbre se ha convertido en algo sagrado.
Como Nietzsche no pudo o no quiso llegar hasta el final del pensamiento de Hegel, dice de la Revolución Francesa –de la que Hegel siempre hablaba con mucho entusiasmo– que fue «una farsa horrible y –vista desde cerca– innecesaria», e increpa a los pensadores revolucionarios que han fecundado el método dialéctico de Hegel, sacándolo de la región nebulosa de la «idea absoluta» y pasándolo al área de los estados económicos, como un «tipo de espíritus muy estrechos, presos y encadenados, que quieren aproximadamente lo contrario de lo que existe en nuestras intenciones e instintos» –¡presumiblemente!–, «que se 11aman equivocadamente «espíritus libres», esclavos elocuentes y escritores del gusto democrático», «esclavos de risa superficial, sobre todo con su manía de ver en las formas de la vieja sociedad actual aproximadamente la causa de toda la miseria y todo el fracaso humano: poniendo así la verdad al revés». Forma parte de la misma secuencia de volteretas tragicómicas de las que se compone la filosofía de Nietzsche cuando ataca al cristianismo, no por el abuso de las formas eclesiásticas y despóticas con fines de codicia –para él más bien ése es el fin único y verdadero de la religión–, sino por su «moral de animal gregario» con la que la cristiandad ha puesto el amor al prójimo como la máxima virtud humana.
El método dialéctico de Hegel destruyó todos los conceptos fijos, su carácter conservador consistía en que reconocía determinados niveles cognitivos y sociales según su tiempo y sus circunstancias, pero su carácter revolucionario comprendía el desarrollo histórico como un proceso continuo del nacer y morir, en el cual a pesar de todas las aparentes casualidades y retrocesos temporales, se efectúa un desarrollo progresivo de lo inferior hacia lo superior. Por ello, ni conocía una moral definitiva y perfecta ni tampoco un estado definitivo y perfecto.
La moral era para el método dialéctico únicamente el resultado del espíritu histórico, y los conceptos del «bien» y «mal» no eran absolutos para él. Pero Hegel sí conocía un «absoluto», el «espíritu absoluto» de su sistema, la dirección secreta e invisible de su proceso histórico mundial del nacer y morir. Con ello él mismo obstruyó las consecuencias de su modo de pensar. Marx y Engels tomaron esas consecuencias cuando mandaron a paseo al «espíritu absoluto» y descubrieron que las cosas reales no son la imagen de nuestros conceptos, sino que más bien nuestros conceptos son la imagen de las cosas reales, dicho de otro modo, que las personas primero tienen que comer, beber y vivir, antes de poder pensar y escribir poemas. Con ello desaparecen tanto las «verdades absolutas» de la filosofía, de la política, etc., como también las prescripciones de la moral válidas para todos los pueblos y tiempos. Ya no existe una teoría moral absoluta, sino únicamente sistemas morales relativos que se forman de manera muy diferente, según las condiciones de vida económicas de los distintos pueblos y de las distintas clases. Una diferencia que en las violentas luchas de clase actuales se manifiesta claramente cada día con las más extrañas pruebas de «moral de clase».
Partiendo de la relatividad de la moral, que ya existía en su germen en Hegel, Nietzsche no deduce como Engels y Marx la dependencia histórica de la moral, sino la negación incondicional de cualquier moral. Él llega a esa conclusión por el concepto unilateral del «mal», que según Hegel es el impulsor del desarrollo histórico. Para él, la envidia, el odio, la codicia y el despotismo son sólo afectos creadores de vida, el «principio y la esencia» en el presupuesto general de la historia, y si esos afectos se denominan «mal», entonces eso se debe únicamente a la «enemistad de la plebe contra todo lo privilegiado y soberano», como también es una presunción arrogante del «animal gregario» hombre denominar las cualidades que le son cómodas, la piedad, la capacidad de sacrificio, la entrega, etc. como «bien». Nietzsche también conoce una lucha de clases, una «moral de señor» y una «moral de esclavos» según sus conceptos, pero no la conoce como un proceso dialéctico de la historia del mundo, en el cual se efectúa el desarrollo de lo inferior hacia lo superior, sino como una ley natural firme e inamovible. En esta lucha, los dominadores y los opresores, los «espíritus libres», tienen siempre el poder y por lo tanto también el derecho, mientras que los dominados y subyugados, los «animales gregarios», siempre están condenados a la impotencia y por lo tanto a la injusticia. La única y verdadera moral para Nietzsche es la «doctrina de las relaciones de dominio», de las que surge la vida histórica: haber introducido en esta moral los conceptos del «bien» y del «mal» es únicamente una travesura picara, con la que el «animal gregario» intenta vengarse de los «espíritus libres» y con la que por supuesto –¡véase por ejemplo la cristiandad!– se han realizado horribles fechorías en la historia. Pero los tiempos de la locura pasan, y los «filósofos del futuro» surgen, los «espíritus libres», los «muy libres», los «finos» y los «distinguidos». Ellos están «más allá del bien y del mal».
Comprensiblemente, el contenido del pensamiento de esta elegante y solemne filosofía es muy escaso, y para convertirlo en algo así como un «concepto del mundo», necesita de una cantidad enorme de adornos ideológicos. Después de limpiar esos adornos ideológicos permanecen más o menos las siguientes frases principales que he extraído del tratado «Más allá del bien y del mal»:
«Donde el pueblo come y bebe, incluso adora, suele apestar. No se debe entrar en las iglesias si se quiere respirar aire puro» (p. 42).
«No sirve de nada: Uno debe pedir sin piedad explicaciones a los sentimientos de entrega, de sacrificio por el prójimo, a toda la moral de la autoenajenación y llevarlos ante un tribunal. (...) Hay mucha magia y azúcar en aquellos sentimientos de «para otros» y de «no para mí», como para que no fuera necesario ser doblemente desconfiado en estos casos y preguntar: «¿No serán quizás seducciones?» ¡Así que tengamos cuidado!...». (p. 45).
«El filósofo, tal y como lo conocemos nosotros, el espíritu libre, (...) utilizará la religión para su obra creadora y educativa, tal y como también utilizará el estado político y económico actual. Para los hierres, los independientes, los preparados y predestinados para dar órdenes, en los que se hace realidad la razón y el arte de una raza dominante, la religión es un medio más para superar resistencias, para poder dominar, como un vínculo que une conjuntamente a dominantes y dominados y que delata y entrega a los primeros la conciencia de los últimos, lo más profundo y oculto que siempre quiere escapar de la obediencia. (...) Para finalizar, y para mostrar la terrible deuda de estas religiones y sacar a la luz del día la enorme amenaza que representan, se paga siempre caro y esto tiene efectos terribles: las religiones no son instrumentos creadores y educativos en manos de los filósofos, sino que se manejan ellas mismas soberanamente, ellas mismas quieren ser el fin en sí y no un medio entre otros medios...». (p. 77 y ss.).
«La extraña limitación del desarrollo humano (...) se basa en que lo que mejor se transmite por herencia es el instinto gregario de la obediencia a costa del arte de mandar. Si uno medita sobre este instinto hasta sus últimas consecuencias, nos damos cuenta que finalmente faltan los dominadores y los independientes, o ellos sufren en su interior remordimientos y tienen que mentirse a sí mismos para poder ordenar: o sea que hacen como si ellos también sólo obedecieran. Este estado existe hoy en día realmente en Europa: yo lo denomino la hipocresía moral de los dominantes. Ellos no saben protegerse de sus remordimientos de otra manera que no sea presentándose como ejecutores de órdenes más antiguas o superiores (de los antepasados, de la constitución, del derecho, de las leyes o hasta de Dios) o hasta toman prestados preceptos gregarios de la forma de pensar gregaria, por ejemplo como «primer servidor de su pueblo» o como «herramientas del bien general». Por otro lado, el hombre gregario en Europa quiere presentarse como si fuera el único tipo de humano permitido y glorifica sus cualidades por las cuales es manso, soportable y útil para el rebaño; con virtudes humanas en sí, o sea, sentido común, afectividad, respeto, consideración, diligencia, moderación, humildad, indulgencia...». (p. 119 y ss.).
«La moral en Europa es hoy en día una moral de animales gregarios. (...) Sí, con la ayuda de una religión, que ha obedecido y adulado las ansias gregarias de los humanos, se ha llegado a que hasta en las instituciones políticas y sociales encontremos cada vez más la expresión de esta moral: el movimiento democrático toma el relevo al movimiento cristiano. Pero para los impacientes, los enfermos y dependientes de ese instinto, la velocidad de todo ello es todavía demasiado lenta y somnolienta, lo que demuestra el berrido cada vez más violento, el rechinar de dientes sin disimulo de los perros anarquistas que recorren ahora los callejones de la cultura europea: aparentemente contrarios a los demócratas e ideólogos revolucionarios pacíficos y trabajadores, y aún más de los filosofastros torpes y soñadores de la hermandad que se llaman socialistas y que quieren la «sociedad libre», pero en realidad son lo mismo con su enemistad instintiva y pura contra toda forma de sociedad diferente que no sea el rebaño autónomo (hasta llegar al rechazo incluso de los conceptos «señor» y «criado»), ni dieu ni maitrees una fórmula socialista...». (p. 125 y ss.)
«La corrupción, según en la forma de vida que se muestra, es algo muy distinto. Si, por ejemplo, una aristocracia como la de Francia al inicio de la revolución se deshace de sus privilegios con un asco sublime, y se sacrifica a sí misma en un libertinaje del sentimiento moral, eso es corrupción. Lo esencial de una aristocracia buena y sana es que puede aceptar, con la conciencia tranquila, el sacrificio de un sinfín de personas que se tienen que rebajar y reducir a humanos incompletos, a esclavos, a herramientas...». (p. 226)
«Aquí se tiene que profundizar en el pensamiento y resistir a todas las debilidades sensibles: La vida en sí es esencial. Apropiación, violación, avasallamiento de lo ajeno y de lo más débil, opresión, dureza, imposición de formas propias, anexión y, como mínimo, lo más suave, explotación; pero, ¿por qué se tienen que utilizar siempre esas palabras a las que ya desde siempre se les ha dado un significativo difamatorio? (...) No obstante, en ningún aspecto a la conciencia general de los europeos le repugna más tal instrucción que en este: ahora en todas partes se sueña, incluso disfrazado de científico, con estados futuros de la sociedad que deberán perder el «carácter explotador»: eso suena en mis oídos como si se prometiera inventar una vida que se abstuviera de toda función orgánica...». (p. 227 y ss.)
«Corriendo el riesgo de molestar a oídos inocentes, el egoísmo forma parte de la esencia del alma noble, me refiero a esa creencia inamovible de que un ser, como «nosotros somos», deberá tener por naturaleza súbditos que se tienen que sacrificar por él. El alma noble acepta ese hecho de egoísmo sin cuestionarlo, incluso sin tener la sensación de dureza, coacción y arbitrariedad, lo tomará más bien como algo que estará justificado en la ley primitiva de las cosas. Si buscara el alma noble un nombre para ello, diría: «es la justicia en sí».
En frases tan lapidarias escribe Nietzsche la filosofía del capitalismo. Visto solamente como producto espiritual, su concepto de la historia es una barbarie brutal y vulgar, que, por su lenguaje aparentemente ingenioso, parece todavía más repugnante y lleno de vaguedades y de contradicciones –¡sólo hace falta ver cómo Nietzsche ataca los conceptos del «bien» y del «mal» con la conciencia «limpia» y «sin remordimientos»!– e incluso las modestas pretensiones que puedan originar, ni siquiera son originales. Carlos Marx, en su «Capital», ha sacado a la luz del día a un gran número de personajes extraños, que en Inglaterra han escrito hace ya medio siglo sobre la filosofía del capitalismo de la misma manera como ahora lo hace Nietzsche en su tratado «Más allá del bien y del mal». Si Nietzsche piensa que la religión cristiana es –siempre que no se utilice como un medio con fines de dominio mundano, sino que sea «soberana»– algo «horrible», lo es porque quiere mantener en vida a los «malogrados, enfermos, degenerados, a los frágiles que sobran y a los que sufren por necesidad», pues bien, «el cura Townsend» ha dicho lo mismo –véase Capital I, 634– pero con palabras diferentes, cuando acusaba a las leyes inglesas para pobres de «destruir la armonía y la belleza, la simetría y el orden de este sistema, que han construido Dios y la naturaleza».
Que no se venga ahora con la objeción de que Nietzsche siempre estuvo alejado del quehacer capitalista y que a su manera luchaba sinceramente por la verdad, que, por decirlo así, quería subir a la cima del espíritu más espiritual, que sólo se sentía a gusto en las alturas de la alta montaña y que toda comunidad con personas para él era «vulgar». Todo eso demuestra únicamente hasta donde el capitalismo ya ha carcomido nuestra vida espiritual. Y el concepto materialista de la historia de Engels y Marx logran otro triunfo más, cuando una filosofía que sólo quiere respirar en las desenfrenadas alturas etéreas y que no quiere obedecer a las condiciones de la vida real, regresa otra vez a la materia, justamente donde ésta es más sucia y repugnante. Y justo por eso «Más allá del bien y del mal», que ni filosóficamente ni científicamente vale la tinta con la que ha sido escrito, tiene en lo socio-político una gran importancia sistemática. Esta lucha contra la moral es realmente la justificación de una nueva moral. El hilo conductor que recorre todas las contradicciones de Nietzsche, es el intento de descubrir la moral de clase del capitalismo en el nivel de su desarrollo actual y de romper los nexos todavía existentes con las morales de clase de sus desarrollos anteriores, la honorabilidad pequeño burguesa y la respetabilidad de la burguesía». (Franz Mehring; Acerca de la filosofía y la poesía del capitalismo, 1891)
Anotaciones de la edición:
** Sobre la relación interna entre la filosofía de Hegel y del movimiento obrero actual comparar con Friedrich Engeis: Ludwig Feuerbach und der Amgam der kuzssischen deutschen Philosophie, Stuttgart, 1888; sobre Schopenhauer los tratados de Karl Kautsky en el Neue Zeit, cuaderno de febrero y marzo de 1888. Un escritor de la burguesía, que como tal fue un admirador de Schopenhauer y un benefactor de Nietzsche, pero cuya primera y decisiva formación venía de antes de 1848, Karl Hiidébrand, escribió en sus Zeitm, Volkem und Menschen, p. 354, en un tratado temprano de Nietzsche y a pesar de todas las alabanzas, que el «señor Nietzsche se pasa de largo y comete una grave injusticia en contta del pensamiento alemán, en especial contra el filósofo más representativo de ese pensamiento, Hegel. Aparentemente tiene las mejores intenciones, pero para levantarse exitosamente contra el dominio de la autoridad, uno mismo no debe estar tan absolutamente debajo de la autoridad infalible del maestro, tal como le sucede a él con Schopenhauer. ¡No querer reconocer que Hegel ha colocado al pensamiento básico de la enseñanza alemana en un sistema –razón por la que a veces ha cometido disparates– puede significar todo ello dos cosas; que se ignora el desarrollo espiritual de Alemania desde Herder a Feuerbach o que se ve la aportación alemana a la civilización europea como algo insignificante!».
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