Revolución Industrial en Inglaterra, de Max Beer
Una de las ideas más extendidas es aquella que sostiene que la Revolución Industrial se debe a un puñado de capitalistas emprendedores que arriesgaron sus fortunas para introducir cambios profundos en los modos de producción tradicionales, justificando de este modo la acumulación de plusvalías por esta minoría de patronos rápidamente enriquecidos con el trabajo de un proletariado cada vez más numeroso y explotado. Ofrecemos aquí el análisis de Max Beer, extraído de su Historia general del socialismo y de las luchas sociales, una voluminosa obra que fue publicada por primera vez en castellano por la Editorial Zeus en 1931, y que desde entonces ha tenido muy pocas reediciones; en España sólo volvió a ser reeditada en 1979, y está agotada desde hace décadas. Sin embargo no cabe duda de su interés: se dice que Salvador Allende confesó que fue su lectura la que le orientó hacia el socialismo.
Max Beer (nacido en la región austro-húngara de Galicia en 1864, fallecido en Londres en 1943) fue un activo militante del Partido Comunista alemán. Periodista y editor de periódicos, fue un destacado investigador y escritor de la historia del socialismo. Trabajó varios años en el Instituto Marx-Engels de Moscú y tras la llegada de los nazis al poder en Alemania se exilió en Inglaterra.
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Con formas y alternativas diversas prosiguió hasta 1689 la revolución burguesa iniciada en 1642. Terminó por la derrota de la monarquía absoluta y la victoria de la burguesía. Inglaterra se convirtió en una República con fachada monárquica. Todavía era la población relativamente débil. Se elevaba a cinco millones de habitantes, de los cuales millón y medio, poco más o menos, pertenecían a la clase de artesanos o a la de comerciantes. Se practicaba la industria ora a domicilio, ora en talleres. Además, existían grandes manufacturas que agrupaban numerosos artesanos asalariados y constituían una a modo de gigantesca mecánica dominada por el capital comercial.
Durante la revolución ya empezaron los intereses del comercio y de la industria a ejercer una influencia preponderante sobre toda la vida política inglesa. Fue su portavoz Oliverio Cromwell. Se acrecentó esta influencia a lo largo del siglo XVIII. Toda la política del Gobierno inglés no tenía otra finalidad que la de abrir vastas perspectivas al comercio y a la industria. Con este propósito, la nobleza y la hacienda inglesas empeñaron la lucha contra los Países Bajos y Francia, anularon la competencia industrial de Irlanda, ahogaron en germen las tentativas de competencia de América del Norte y fundaron el imperio de las Indias. Con este propósito crearon Bancos, Compañías de navegación y manufacturas; expropiaron a masas enormes de modestos aldeanos y los transformaron en proletarios, empleándolos en la construcción de carreteras y canales y dándoles trabajo en las numerosas fábricas que surgían entonces por doquiera. El único fracaso que sufrieron fue la pérdida de los Estados Unidos de América del Norte, debida a la política de cortos alcances del Gobierno inglés.
La extensión de los mercados y el aumento general de la demanda de producción manufacturados requirieron una transformación completa de la producción y los transportes. Para satisfacer las necesidades mercantiles pusieron manos a la obra ingenieros, inventores y sabios. Rápidamente se cubrió Inglaterra de una espesa red de carreteras y vías navegables. Se perfeccionó la máquina de vapor. Cada vez se utilizó más la antracita en la industria metalúrgica. La invención de la máquina de hilar y del tejido mecánico dio origen a la industria textil moderna. El gruñido de las máquinas y las columnas de humo que se elevaban de las chimeneas de las fábricas anunciaron al mundo entero la aparición de la edad del carbón y del hierro.
Del país agrario se transformó Inglaterra con premura en país industrial. Las comunidades aldeanas cedieron el puesto a vastas fábricas y centros industriales. Se multiplicó la población con una velocidad vertiginosa. En todos los sentidos se extendieron las ciudades. De 1750 a 1821 la población de Inglaterra y el País de Gales pasó de 6’5 millones de habitantes a más de 12 millones. De 1760 a 1816 la población de Manchester pasó de 40.000 a 140.000 habitantes; la de Birmingham, de 30.000 a 90.000; la de Liverpool, de 35.000 a 120.000. De 1750 a 1816, el total de importaciones y exportaciones pasó de 20 millones de libras esterlinas a 92.
Todos estos fenómenos eran consecuencia de la revolución industrial, la cual arrastró en pos de ella poco a poco al mundo entero. Sus efectos resultaron incomparablemente más enormes y profundos que los de todas las revoluciones del pasado. Ella asentó las bases de un nuevo orden social y creó los medios de suprimir la miseria, la opresión y la diferencia de clases. En una palabra, engendró el proletariado y el socialismo modernos.
Los hombres que llevaron a cabo esta transformación y ampliaron así hasta el infinito las posibilidades de la producción de riquezas eran obreros o artesanos casi todos. Tuvieron que allanar toda clase de obstáculos; pero, impulsados por las necesidades sociales, trabajaron sin preocuparse de las consecuencias y sin ningún deseo de recompensa personal. Quienes contribuyeron al perfeccionamiento del hilado mecánico fueron el relojero Kay, el carpintero Wyatt, el peluquero Arkwright, el tejedor Heargraves y el mecánico Crompton. Los inventores del tejido fueron el relojero Kay y el teólogo Cartwright. Construyeron las nuevas carreteras y vías navegables, Brindley y Metcalf, dos obreros del montón, que apenas sabían leer y escribir. En cuanto a los que perfeccionaron la máquina de vapor y la locomotora, fueron el traficante en hierro Newcomen, el vidriero Crawley y los mecánicos Watt y Stephenson.
Ni inventores ni sabios sacaron los provechos abundantes que permitió realizar esta revolución industrial, sino comerciantes y banqueros listos que supieron utilizar los trabajos de aquéllos. Generalmente no comprendían nada de los inventos mecánicos que ponían a su disposición otros; pero poseían en sumo grado la facultad de accionar las fuerzas productivas creadas por el prójimo, así como la ausencia de escrúpulos indispensables para el éxito material. “La inmensa mayoría de los nuevos amos –dice Roberto Owen, que los conocía bien- no aportaba, a guisa de conocimientos, sino su olfato para los negocios y la los rudimentos del cálculo. La acumulación rápida de riquezas por obra de los progresos de la técnica creó una clase de capitalistas que se reclutaban entre los elementos más ignorantes y groseros de la población”.
De estos elementos salieron los capitanes de industria, los organizadores de la economía capitalista. Se consideraban artesanos de su prosperidad, atribuían sus éxitos a su propio mérito y pretendían obrar a su libre albedrío, rechazando como perjudicial cualquier intromisión del Estado en sus negocios, y en general, cualquier intervención de las autoridades en la vida económica.
Durante la revolución ya empezaron los intereses del comercio y de la industria a ejercer una influencia preponderante sobre toda la vida política inglesa. Fue su portavoz Oliverio Cromwell. Se acrecentó esta influencia a lo largo del siglo XVIII. Toda la política del Gobierno inglés no tenía otra finalidad que la de abrir vastas perspectivas al comercio y a la industria. Con este propósito, la nobleza y la hacienda inglesas empeñaron la lucha contra los Países Bajos y Francia, anularon la competencia industrial de Irlanda, ahogaron en germen las tentativas de competencia de América del Norte y fundaron el imperio de las Indias. Con este propósito crearon Bancos, Compañías de navegación y manufacturas; expropiaron a masas enormes de modestos aldeanos y los transformaron en proletarios, empleándolos en la construcción de carreteras y canales y dándoles trabajo en las numerosas fábricas que surgían entonces por doquiera. El único fracaso que sufrieron fue la pérdida de los Estados Unidos de América del Norte, debida a la política de cortos alcances del Gobierno inglés.
La extensión de los mercados y el aumento general de la demanda de producción manufacturados requirieron una transformación completa de la producción y los transportes. Para satisfacer las necesidades mercantiles pusieron manos a la obra ingenieros, inventores y sabios. Rápidamente se cubrió Inglaterra de una espesa red de carreteras y vías navegables. Se perfeccionó la máquina de vapor. Cada vez se utilizó más la antracita en la industria metalúrgica. La invención de la máquina de hilar y del tejido mecánico dio origen a la industria textil moderna. El gruñido de las máquinas y las columnas de humo que se elevaban de las chimeneas de las fábricas anunciaron al mundo entero la aparición de la edad del carbón y del hierro.
Del país agrario se transformó Inglaterra con premura en país industrial. Las comunidades aldeanas cedieron el puesto a vastas fábricas y centros industriales. Se multiplicó la población con una velocidad vertiginosa. En todos los sentidos se extendieron las ciudades. De 1750 a 1821 la población de Inglaterra y el País de Gales pasó de 6’5 millones de habitantes a más de 12 millones. De 1760 a 1816 la población de Manchester pasó de 40.000 a 140.000 habitantes; la de Birmingham, de 30.000 a 90.000; la de Liverpool, de 35.000 a 120.000. De 1750 a 1816, el total de importaciones y exportaciones pasó de 20 millones de libras esterlinas a 92.
Todos estos fenómenos eran consecuencia de la revolución industrial, la cual arrastró en pos de ella poco a poco al mundo entero. Sus efectos resultaron incomparablemente más enormes y profundos que los de todas las revoluciones del pasado. Ella asentó las bases de un nuevo orden social y creó los medios de suprimir la miseria, la opresión y la diferencia de clases. En una palabra, engendró el proletariado y el socialismo modernos.
Los hombres que llevaron a cabo esta transformación y ampliaron así hasta el infinito las posibilidades de la producción de riquezas eran obreros o artesanos casi todos. Tuvieron que allanar toda clase de obstáculos; pero, impulsados por las necesidades sociales, trabajaron sin preocuparse de las consecuencias y sin ningún deseo de recompensa personal. Quienes contribuyeron al perfeccionamiento del hilado mecánico fueron el relojero Kay, el carpintero Wyatt, el peluquero Arkwright, el tejedor Heargraves y el mecánico Crompton. Los inventores del tejido fueron el relojero Kay y el teólogo Cartwright. Construyeron las nuevas carreteras y vías navegables, Brindley y Metcalf, dos obreros del montón, que apenas sabían leer y escribir. En cuanto a los que perfeccionaron la máquina de vapor y la locomotora, fueron el traficante en hierro Newcomen, el vidriero Crawley y los mecánicos Watt y Stephenson.
Ni inventores ni sabios sacaron los provechos abundantes que permitió realizar esta revolución industrial, sino comerciantes y banqueros listos que supieron utilizar los trabajos de aquéllos. Generalmente no comprendían nada de los inventos mecánicos que ponían a su disposición otros; pero poseían en sumo grado la facultad de accionar las fuerzas productivas creadas por el prójimo, así como la ausencia de escrúpulos indispensables para el éxito material. “La inmensa mayoría de los nuevos amos –dice Roberto Owen, que los conocía bien- no aportaba, a guisa de conocimientos, sino su olfato para los negocios y la los rudimentos del cálculo. La acumulación rápida de riquezas por obra de los progresos de la técnica creó una clase de capitalistas que se reclutaban entre los elementos más ignorantes y groseros de la población”.
De estos elementos salieron los capitanes de industria, los organizadores de la economía capitalista. Se consideraban artesanos de su prosperidad, atribuían sus éxitos a su propio mérito y pretendían obrar a su libre albedrío, rechazando como perjudicial cualquier intromisión del Estado en sus negocios, y en general, cualquier intervención de las autoridades en la vida económica.