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    "Roma, gran potencia. Las consecuencias sociales (El origen y desarrollo de nuevas diferenciaciones sociales)", texto de León Bloch del libro "Luchas sociales en la antigua Roma" - links de lectura y descarga del libro completo

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    pedrocasca
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    Mensaje por pedrocasca Vie Mayo 31, 2013 12:57 pm

    Roma, gran potencia. Las consecuencias sociales
    El origen y desarrollo de nuevas diferenciaciones sociales


    del libro LUCHAS SOCIALES EN LA ANTIGUA ROMA, escrito por LEÓN BLOCH

    La política imperialista era en la antigüedad un fenómeno necesario y concomitante con la democracia. Esto nos lo enseña también la historia de la única gran potencia griega, Atenas. La moral política y la perspicacia política estaban entonces demasiado poco desarrolladas para que cada individuo no considerase su inmediata ventaja personal como centro de su actividad política. Como la dirección del Estado estaba en manos de una minoría de ciudadanos y éstos podían alcanzar un tenor de vida cómodo a costa de la colectividad o, mejor dicho, de una mayoría económica y políticamente impotente, no había para ellos ninguna necesidad de aspirar a las fuentes exteriores de riquezas. La política imperialista de las democracias era en todos sentidos una política de explotación. Donde rige la esclavitud, el trabajo corporal, personal no goza de ninguna consideración. Con plena conciencia de la dignidad que le confería la soberanía popular, el ciudadano antiguo no experimentaba alegría por las tribulaciones en el campo o en el oscuro taller; antes bien, quería que otras manos trabajaran por él, así como en las generaciones pasadas las familias nobles del país habían mantenido en sujeción económica a las otras clases sociales.

    Por el solo trabajo de los esclavos esa cómoda situación no era de muy fácil alcance. También los esclavos costaban dinero y sangre, y, por otra parte, la capacidad productiva del país iba de año en año acercándose a su límite. Si se quería satisfacer el empuje de la población que exigía un posible y amplio aumento del bienestar y ganancias bastantes y fáciles, era menester hacer tributario al exterior y buscar por doquier factores de producción que, encontrándose fuera del territorio urbano, llevasen a ésta cierta parte de sus utilidades. De esta necesidad surgió por todas partes en la antigüedad la política imperialista, y casi en todas partes la encontramos, en pleno desarrollo o en su iniciación, como fenómeno concomitante de la victoria democrática, que en territorio griego asume ordinariamente la forma de monarquía popular, la llamada tiranía. En Roma esta primera victoria de la democracia se alcanzó manteniendo la forma republicana del Estado. Pero, en el curso de la evolución se desprendió de ella una nueva aristocracia, que logró adueñarse de toda la dirección del Estado y, continuando vigorosamente la política democrático - imperialista, explotaría y hacerla servir para sus propios intereses especiales. La nueva aristocracia tuvo en su contra de nuevo una democracia, y nuevamente triunfó esta última, pero esta vez bajo el signo de la monarquía, bajo cuya dirección se inició una evolución social distinta, correspondiente a las mudadas bases económicas.

    Sí Roma quería reducir un territorio conquistado a permanente vasallaje y expoliación tributaria, debía ante todo acabar con un uso inveterado que había mantenido constantemente en sus primeras conquistas. La nueva política ya no permitía acoger en el seno de la comunidad romana a los habitantes del país sometido, mientras que antes se les había concedido por lo menos el derecho civil plebeyo, que, como se sabe, era de grado inferior. Las leyes licinias - sextias, con la equiparación jurídica de los plebeyos, influyeron bastante en el cambio de los procedimientos. En comparación con los tiempos pasados, el valor de los derechos civiles de los plebeyos había subido mucho. Los nuevos ciudadanos de los países conquistados hubieran, pues, ganado más que lo perdido por la destrucción de su soberanía. Como plebeyos habrían tenido el derecho de participación al "ager publicus" y por lo menos el voto activo y deliberativo en las Asambleas populares; además, sus hijos, nacidos después de la incorporación en la comunidad romana, hasta hubieran podido llegar, como magistrados o senadores, a ser dueños de Roma. Mas los viejos ciudadanos, descendientes de los constructores y ampliadores de Roma, habrían quedado perjudicados sensiblemente en el goce de sus antiguos derechos. Y justamente en eso consiste la diferencia entre la antigua y la moderna democracia: la antigua no es más que una aristocracia sobre base más amplia, que vigila, temerosa y atenta, para que nadie que no haya nacido para eso, participe con ella en el banquete del Estado . La democracia moderna, al contrario, si quiere ser consecuente consigo no puede detenerse ante las barreras nacionales, y sí ha sido genuina, jamás ha renegado de su tendencia internacional.
    El modo como Roma, en la paulatina y gradual sujeción de Italia, haya sacado provecho de las regiones del país no incorporado al territorio del Estado, no puede hoy conocerse con exactitud. Según la opinión de la mayor parte de los sabios, Roma habría renunciado en general a ventajas económicas, limitándose, más por razones militares que económicas, a establecer colonias en las respectivas regiones y concediendo, en lo que se refería a la guarnición de las mismas, amplio margen a las pretensiones de los aliados más próximos, los latinos.

    Empero, parece que también en este punto, como en otros, se tomaron como elementos de juicio las condiciones existentes en época posterior. Más tarde los Confederados itálicos estaban efectivamente obligados sólo al servicio militar durante las guerras y exentos de todas las cargas reales (impuestos, tributos, etc. ), pero esta situación jurídica hay que admitirla apenas por el tiempo en que la metrópoli podía realmente renunciar a los impuestos de los Confederados, es decir, cuando el territorio conquistado fuera de Italia, las llamadas provincias, ofrecían compensación abundante. El yugo romano no debe haber sido, en el comienzo, tan suave para los itálicos; sería, si no, difícil explicar por qué, al penetrar durante la segunda guerra púnica (219-201) los cartagineses en Italia, saludaron con júbilo a éstos como liberadores. Difícilmente el generalísimo cartaginés, Aníbal, tan débilmente sostenido por su patria, hubiera podido afirmarse por espacio de casi quince años en un país hostil contra una fuerza superior aplastante; y los romanos, después de esa gran guerra, no habrían tenido, por cierto, motivos para fundar en las regiones itálicas tan numerosas colonias, guarneciéndolas principalmente con ciudadanos romanos. No nos equivocaremos, pues, al considerar el tratamiento suave de los Confederados, es decir, de los itálicos sojuzgados, como una consecuencia de la segunda guerra púnica, como una lección que la política romana sacó de una serie de amargas experiencias. Ahora Roma disponía, como ya hemos dicho, de fuentes de recursos en las provincias (Sicilia, Cerdeña, Córcega, España), al lado de las cuales las entradas de los itálicos ya no podían tener ninguna importancia , Por otra parte, para mantener sujetos a esos extensos territorios extraitálicos, se precisaba que la madre patria —Italia— fuese militarmente fuerte e incondicionalmente fiel.

    Los tesoros extranjeros, que afluían a Roma y beneficiaban a sus ciudadanos, no se limitaban tan sólo a las entradas de las provincias. Cuanto más iba ensanchándose su política mundial, tanto más se llenaban las arcas de Roma. Las contribuciones de guerra, que cartagineses, macedonios y sirios —estos solos tenían que pagar 15. 000 talentos, suma igual a casi 70 millones de marcos oro—, debían abonar, constituían, con respecto a las condiciones itálicas de entonces, una cifra fabulosa, y asimismo las sumas que como botín de guerra los generales utilizaban parte en obras de interés público y parte remitían al erario. El antiguo ideal de Estado —no el de los filósofos, sino el de los políticos prácticos—, por el cual el exterior debía nutrir a los ciudadanos, iba realizándose cada vez más. Así pudo Roma, no a pesar, sino a raíz de su política mundial, suprimir todo impuesto directo a cargo de sus ciudadanos y cobrar tan sólo el 5 % del valor de los esclavos que eran liberados, casi como equivalente de las varias ventajas que iban a adquirir por la obtención de los derechos civiles.
    Esta transformación de un rudo campesinado en un pueblo de dominadores, que vivían del trabajo ajeno, constituye el contenido de la historia interior de Roma en los siglos que siguieron a la terminación de las luchas entre patricios y plebeyos. El proceso se desarrolló, naturalmente, muy despacio, mientras la política exterior se había fijado fines relativamente modestos, como la sumisión de Italia y las islas contiguas. La evolución interior no podía ser rápida mientras las guerras ardían casi incesantemente ante las murallas de Roma. Sólo cuando por la distribución de las cargas (impuestos y conscripción militar) sobre toda Italia las de la metrópoli pudieron aliviarse; sólo cuando la distancia del teatro de la guerra permitió a la población no combatiente dedicarse, en plena libertad, a la aplicación de sus energías creadoras y receptivas, sólo entonces la transformación de la sociedad romana tomó un curso realmente rápido, provocando en corto tiempo la completa descomposición del antiguo carácter romano.

    Hasta las leyes licinias - sextias las desigualdades entre los ciudadanos existían en el terreno del derecho, de la Constitución, aun cuando tal situación jurídica no era en realidad más que el reconocimiento de hechos materiales, económicos. Mas, después de declarada por ley la igualdad jurídica de todos los ciudadanos, fueron desarrollándose nuevas antítesis y nuevos contrastes, los que exteriormente se asemejan a los antiguos, hasta no poder distinguirse unos de los otros; pero ya no se osa ponerlos en el terreno del derecho, sino que se los afirma en la fuerza de las respectivas posiciones. Cuanto más prosperaba la situación material del Estado, cuanto más abundantes afluían las riquezas a disposición de los ciudadanos, tanto más importante se hacía el problema de su distribución, tanto más ardiente era el deseo de tomar para sí la mayor porción posible.

    En semejante competencia el ya pudiente resulta, según la vieja experiencia, superior al pobre. Las leyes licinias no habían eliminado las diferencias entre ricos y pobres, y esto por no haber procedido a una general redistribución de las tierras. La desigualdad de bienes podía, pues, marcar el punto de salida para la formación de nuevas diferenciaciones. Mas la economía fundada sobre los intereses —los cuales también en la antigüedad constituyeron siempre el acicate principal de acción— no puede sostenerse, dado el pequeño número de los privilegiados, sin la protección del Estado. Por esta tazón la unión de los ricos tenía que asegurarse el poder estadual, mientras que
    la multitud de los que poseían poco o nada representaba la natural oposición a este sistema. Parece, pues, que la situación no había mejorado mucho con respecto a la anterior. Por un caso de fortuna o debido a su inteligencia y actividad, alguno,; nacido pobre, podía ascender y ocupar un puesto en el banquete de los señores gracias a su nueva y reconocida riqueza; viceversa, patricios empobrecidos o desheredados ya no podían contar con sus condiciones de nacimiento para subir nuevamente a las alturas de la vida. Si bien la ejecución de las leyes licinias cojeó bastante, como se ha visto, con el tiempo la nueva situación de derecho obtuvo el reconocimiento general.

    La clase pudiente tenía todos los motivos para mostrarse satisfecha con la vieja constitución, facilitándole ésta la realización de todas sus pretensiones de dominio. En las Asambleas de las centurias quedó aún por mucho tiempo como factor decisivo la primera clase de propietarios, y hasta la disminución del número de sus componentes no cambió en nada su posición predominante. Las centurias no se utilizaban, de la manera más cómoda, tan sólo para legislar, sino que elegían también a los altos magistrados (cónsules, pretores y censores), que de este modo eran los electos de los pudientes. Y para poner a ese sistema la piedra final, fue transferido —no se conoce la fecha exacta, pero parece que fue una generación después de las leyes licinias— a los censores el nombramiento de los senadores, disponiéndose además que debía tomarse en consideración ante todo a los que habían ocupado cargos superiores, pudiendo ser preteridos sólo por mala conducta o infracciones (ley ovinia). Así el Senado se convertía, indirectamente, más o menos en una hechura de las centurias y en un instrumento de los pudientes. Esto era tanto más importante cuanto que el poder del Senado se había acrecentado extraordinariamente no en virtud de leyes, sino por la práctica. Desde mucho tiempo no se consideraba tan sólo un simple cuerpo consultivo de ciudadanos, sino una corporación gobernante, al lado de la cual los magistrados eran una especie de ministros responsables. En poco tiempo, las condiciones para el desarrollo de una nueva aristocracia, con los usuales intercambios de cargos y posesiones, eran inmejorables.

    Los signos de esa evolución deben haberse manifestado ya en época muy temprana, aunque no en la forma brusca que asumieron en el último siglo de la República. Antes que se cumpliera la unificación de Italia, encontramos ya en plena lucha política los dos partidos: la aristocracia y el pueblo bajo. A veces este último, pese al sistema electoral desfavorable, conseguía el consulado o la censura para algunos de sus filas, los que luego intentan, particularmente como censores, tomar represalias contra los jefes de la aristocracia por todo el mal que habían hecho soportar a la multitud. Pero no pueden haber sido muy frecuentes esas victorias electorales de la democracia por la falta de candidatos idóneos. Los cargos públicos no eran rentados y exigían durante el año de función la completa dedicación a los deberes de! oficio, obligando a los electos a abandonar por ese tiempo el cuidado de sus negocios particulares; además, entrando después en el Senado, debían, para afirmar aquí lo que habían alcanzado en el cargo, estar siempre en condición de descuidar sus negocios. En fin, la ocupación del cargo requería siempre ciertos gastos, que no eran reembolsados y que, no obstante su exigüidad, no podían ser sobrellevados por cualquiera.

    En épocas posteriores se han narrado muchas anécdotas alrededor de la nobleza y sencillez de los grandes generales y hombres de Estado durante las guerras itálicas. Empero, es menester no entender mal, como lo han hecho muchos historiadores antiguos y modernos, quienes han medido a aquellos hombres según las costumbres de una época posterior, representándolos también para sus tiempos como modelos de modestia y virtud cívica. En aquella época ellos no se distinguían mucho de la masa del pueblo. Los romanos eran todavía un pueblo de agricultores, por lo cual cierta sencillez y uniformidad de vida eran ínsitas en aquel estado económico - social. A este respecto el gran terrateniente, el pequeño propietario, el arrendatario y el siervo no eran tipos muy distintos: todavía faltaba el elemento diferenciador, la cultura. Ricos y pobres labran bravamente la tierra y la estrecha parsimonia no permite el lujo. Cada cual procura adquirir para sí lo más posible, y la consideración, el poder siguen lógicamente a la posesión. Con razón se dice que el pobre se vuelve intendente en una ciudad antes que síndico en una aldea. El respeto hacia los pudientes está en esas condiciones tan profundamente arraigado que la lucha contra las arbitrariedades de los ricos, de los grandes terratenientes es al comienzo llevada sin excesiva exasperación. La posesión es un título de poder que al hombre común, al campesino, aparecía mucho más evidente que la nobleza por nacimiento. Justamente la circunstancia de que la nobleza había ayudado antes al pobre para el logro de alguna posesión, mientras la desigualdad jurídica podía hacer perder sus bienes hasta a los plebeyos pudientes, había provocado la exasperación de la lucha entre las clases. En el nuevo orden, alcanzada la igualdad político - jurídica, la situación se presentaba mucho mejor.

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    Así ocurre que el problema agrario pierde por mucho tiempo su vieja acritud, constituyendo, en cambio, el problema del crédito el punto central del movimiento económico en el porvenir próximo. Ya hemos advertido cómo las leyes sobre las deudas llegaron a la abolición de la garantía corporal, siendo éste el éxito más apreciable logrado en la larga lucha. Por otra parte, también el capital mobiliario celebraba sus triunfos. Su principal aspiración era la equiparación con la posesión territorial, la que hasta entonces había sido el único factor determinante de la posición jurídica en el Estado. Que tal situación fuese insostenible, apareció claramente después de los primeros éxitos de las armas semanas contra los otros pueblos itálicos (latinos y samnitas). Para el camino que debía llevar a Roma a la posición de gran potencia, el paso circunspecto de un pueblo agricultor ya no era suficiente.

    El hombre que reconoció la antítesis entre la constitución existente y la misión histórica de su pueblo y buscó transformar con medidas grandiosas las bases del orden dominante, fue Apio Claudio, vástago de una antigua y muy respetable familia noble, quien se sirvió para aquel fin, ante todo, de sus funciones como censor (312 a. d. C). Mas hay que acentuar nuevamente que las aspiraciones reformadoras de Apio Claudio, así como la abolición de la esclavitud, por deudas, coinciden con la época de la llamada segunda guerra samnítica (316 -304 a. d. C), es decir, cuando las reformas sociales podían contar también con el consentimiento de los círculos dominantes. Aún conservando su orgullo nobiliario. Apio Claudio no pudo sustraerse al reconocimiento de que el porvenir de Roma no podía construirse sobre una oligarquía saciada, sino sobre la nueva burguesía que iba avanzando vigorosamente. La participación de las masas en la vida del Estado debía ser más viva, más interesada, y en tal sentido Apio Claudio continúa conscientemente la obra emprendida por los grandes tribunos de la plebe.

    Mientras el pleno goce de los derechos civiles estaba limitado a los terratenientes (adsidui), aquella finalidad no podía naturalmente alcanzarse. La extensión del territorio y el número de las haciendas rurales eran interdependientes, de manera que el ejercicio del precioso derecho civil tenía su limitación natural. El interés político de los desposeídos (proletarii), quienes no podían hacer valer sus deseos en ninguna parte, era, pues, muy escaso. Y por eso el desarrollo urbano de Roma ofrecía un aspecto muy atrasado. El propio centro político no tenía qué decir acerca de los problemas de la política . No puede, por lo tanto, sorprender el hecho de que ni el comercio ni la industria se atrevían a desenvolverse, disponiendo sólo la clase agrícola del poder de fijar los medios y los frutos de la política romana.

    Como censor, Apio Claudio debía preparar las listas de los ciudadanos y asignar a cada uno su puesto en las tribus y en las centurias. Mas como la reglamentación en vigor no descansaba sobre un derecho escrito, sino sobre el uso, se creyó autorizado a apartarse, sin previa determinación legislativa, del sistema tradicional y a concretar claramente en la elaboración de las listas su pensamiento. En lugar de la sola posesión rural, estableció como base para la inscripción en las listas cívicas toda la propiedad imponible, acogiendo así en los padrones a todo el proletariado (romanos sin bienes rurales), y precisamente no tan sólo a los artesanos y a los comerciantes urbanos de origen civil, sino también a los hijos de los libertos si hubiesen nacido después de la manumisión de sus padres, equiparándolos así a los soberbios hacendados en el goce de los derechos civiles y políticos. Hasta en la reconstrucción del Senado fueron tenidos en cuenta, y tanto es así, que bajo la protección de Apio Claudio su secretario, Gneo Flavio, hijo de un liberto, fue pocos años más tarde elegido edil curul.

    En la reforma de Apio Claudio está expresado más el concepto liberal que el democrático: en ella se reconoce el libre juego de las fuerzas, es decir, la igualdad jurídica dentro de la máxima diversidad de las condiciones económicas y sociales. Solamente sobre este terreno podía desarrollarse una alta cultura con todas sus manifestaciones. Y cómo fuese viva en Apio Claudio la aspiración a esa cultura elevada, lo vemos aún hoy en los restos soberbios de la Vía Apia, mediante la cual estableció, a pesar de las grandes dificultades naturales, una nueva comunicación entre Roma y los territorios del Sud, recién conquistados. Cuánto le apremiaba el deseo de ensalzar la ciudad, lo demostró con la construcción del primer acueducto, que —y esto también es muy significativo— suministraba agua saludable de monte preferentemente a los barrios urbanos habitados por tenderos, artesanos y pequeños industriales. Con todo esto concuerda también su actividad, doblemente notable para aquellos tiempos, en el campo literario y científico.

    Conocía la literatura griega, de la cual tradujo al latino una colección de sentencias y máximas; arregló la ortografía, estableciendo así las bases para la literatura romana; como orador fue apreciado mucho aún en épocas posteriores, especialmente por el discurso pronunciado en el Senado contra Pirro, rey de Epiro ; en fin, se recuerda una obra suya sobre el derecho de usucapión. Apio Claudio se nos presenta como el primer hombre de cultura romano, cuyo ideal consiste en llevar a su pueblo del estado primitivo a la altura de la fina cultura griega. Su tratamiento con los proletarios constituía una parte esencial de este programa.

    Es natural que tan atrevida innovación encontrase la oposición más recia. Mas, como el poder del censor no estaba subordinado a autoridad superior y su colega, intelectualmente inferior y el único que podía trabarle en sus planes, no le oponía ningún reparo, a los adversarios no les quedaba más remedio que esperar hasta el próximo censo, para confiar su ejecución a dos censores de tinte conservador y de absoluta confianza. En realidad, las ordenanzas de Apio Claudio, en su aspecto radical, duraron muy poco. Por el momento encontraron hasta el favor de los conservadores. La compensación por los derechos políticos fue el servicio militar obligatorio, y los nuevos ciudadanos habrán llenado con entusiasmo las filas muy raleadas a raíz de la larga guerra samnítica. Pero, cuando ocho años después se concluyó la paz y la supremacía de Roma en Italia pareció inconmovible, los nuevos censores se dispusieron a limitar en lo posible las reformas de Apio Claudio. Su total supresión fue, por cierto, considerada imposible, por cuanto habría provocado demasiada indignación en la población urbana. El nuevo censor patricio, Quinto Fabio Ruliano. uno de los generales más celebrados de la guerra samnítica, tuvo que conformarse con distribuir a la gente "sin tierras" en los cuatro distritos (tribus) urbanos, mientras que Apio Claudio la había distribuido en los 31 distritos. Por tal medida la propiedad territorial fue nuevamente restituida en su posición predominante en las Asambleas de las tribus (Comitia tributa), quedando, por otra parte, en las Asambleas de las centurias (Comitia centuriata) la posesión territorial y el capital (dinero) en libre competencia. También respecto de los libertos, los censores que vinieron después procedieron menos liberalmente. Por lo general, nunca se llegó a sustituir en ese campo el arbitrio de los censores por un derecho obligatorio, quedando así el tratamiento de los proletarios y libertos constantemente subordinado a los principios políticos de los censores en función. Pero nadie se atrevió más a tocar la equiparación de los bienes mobiliarios con los inmuebles, por lo cual conocemos la composición de ambas clases de bienes sólo según su valor monetario. El gran capital no era muy perjudicado por las medidas de Fabio Ruliano (asignación de los no terratenientes a los cuatro distritos urbanos). La adquisición de un pequeño lote de tierra en cualquiera de los distritos rurales era un medio tan fácil como seguro para pasar del estado jurídico de proletario al de "adsiduus" (terrateniente), por lo cual, particularmente la pequeña burguesía se sentía herida y trabada en su desarrollo a raíz de las disposiciones reaccionarias, de Fabio. Sus filas se vieron reforzadas por los habitantes de la campaña, quienes a causa de la larga y continuada guerra samnítica no habían podido mantenerse en sus predios y buscaban ocupación en la capital.

    También los pequeños propietarios rurales debían estar más del lado de la pequeña burguesía urbana que con los grandes terratenientes, tanto más cuanto que éstos, por el aumento del número de esclavos a consecuencia de las guerras victoriosas, adoptaban cada vez más la forma de la economía extensiva. La antítesis principal era ahora la de ricos y pobres, y estos últimos, como en el pasado los plebeyos, hallaron sus defensores en los tribunos del pueblo.

    Bien poco se sabe acerca de las luchas internas en los años siguientes, pero por varios éxitos del partido popular débese deducir que aquéllas no faltaron. Que la usura había llegado a proporciones considerables, lo dejan entrever las cifras de las multas. Y hay algo más: poco después de la tercera guerra samnítica (298 - 290), por la cual Roma se había conquistado el reconocimiento como potencia predominante entre todos los pueblos itálicos, ocurrió una nueva salida de la población pobre de la ciudad, la que esta vez se estableció sobre el Yanículo, la colina que se levanta allende el Tíber; el éxodo parece haberse producido por el peso insoportable de las deudas (287 a. d. C). Parece, pues, que la distribución de tierras, realizada poco antes, había resultado insuficiente. De entre las condiciones, bajo las cuales el pueblo accedió volver a la ciudad, conocemos sólo una de carácter político. Las proposiciones de los tribunos del pueblo fueron declaradas libres, es decir, no sujetas, como anteriormente, a la previa opinión del Senado (Ley del tribuno Hortensio). Con eso las iniciativas democráticas adquirieron mayor probabilidad de éxito. Aun cuando, según la concepción de los sucesores de Apio Claudio, en las Asambleas de las tribus tenían derecho de voto sólo los terratenientes, dentro de las mismas el voto era individual e igual, por lo cual los pequeños propietarios tenían la preponderancia. En algunos casos podían decidir también las cuatro tribus urbanas, - las de los no terratenientes. Empero, lo principal era la independencia de la organización democrática o popular de las altas esferas conservadoras. Si éstas querían entonces frustrar los sucesos de los adversarios, tenían como única arma la de corromper a uno o a varios tribunos, para paralizar la acción democrática mediante el derecho de veto.

    Se debe reconocer, sin embargo, que el partido dominante estuvo, en los años de las grandes guerras exteriores, a la altura de su trascendental tarea. La multitud, por otro lado, se mostró muy agradecida por la buena dirección, revelando en conjunto muy poca inclinación a una oposición enérgica. Un avance decisivo fue emprendido por ella sólo después de la terminación de la primera guerra contra Cartago (264 - 241), cuando halló en la persona de Cayo Flaminio a un jefe, quieta como tribuno, pretor, cónsul y censor, supo captarse la confianza del pueblo en tan alto grado, que después de las primeras derrotas en la segunda guerra púnica (219 -201), se le confió de nuevo, desgraciadamente, la dirección del ejército en campaña . Flaminio recuerda, por ciertos rasgos, a Apio Claudio. Como éste, también tendía a lograr para Roma la posición de gran potencia.

    Ensanchó el territorio directo romano estableciendo grandes masas en las tierras conquistadas a los celtas en la región de Bononia (Bolonia), y como censor cuidó la construcción de una gran vía militar que aún hoy lleva su nombre (Vía Flaminia: desde Roma a Rímini) y que unía la capital con los territorios arrancados a los celtas. En Roma embelleció el barrio del Tíber, habitado por la gente pobre, levantando magníficas construcciones.

    En lo que se refiere a cambios políticos, hay que atribuir a Flaminio, con toda probabilidad, la transformación del ordenamiento de las centurias, según la cual éstas quedaron constituidas no ya sobre la base del conjunto de los ciudadanos, sino sobre la de las tribus. Cada tribu (distrito) daba, desde entonces, 10 centurias, es decir, dos por cada categoría de terratenientes. Aunque, como parece, no había igualdad completa de sufragio entre las varias categorías, es cierto que la primera clase ya no tenía mayoría, aún juntándose con las 18 centurias de los caballeros . Además, 8 centurias urbanas fueron ahora agregadas a la clase primera, debilitándose así, aún más, el partido de los grandes terratenientes. En contraste con Apio Claudio, es propio de Flaminio un rasgo de ambición demagógica, el que se revela, ante todo, por algunas inconsecuencias que lo hacen demasiado sumiso a la parte menos evolucionada de la masa popular. Así se explica el hecho de haber nuevamente distribuido a los libertos sólo entre las tribus urbanas.

    Como se advierte, las medidas reaccionarias de Fabio Ruliano no duraron mucho; pero, por otro lado, Flaminio sacrificó a la pequeña burguesía, de estrechos horizontes, el elemento más importante para el desarrollo cultural de Roma. Además, apoyó la proposición insensata, pero, sin embargo, victoriosa, de un tribuno, la cual prohibía a los senadores la posesión de barcos mercantes. Aún prescindiendo del hecho de que esa ley podía eludirse fácilmente, como realmente ocurrió, ella robustecía la conciencia de casta del Senado, reduciéndolo a una representación unilateral de los intereses agrarios. La transgresión de esa ley contribuyó esencialmente a la expansión de la potencia romana en el mundo: los negocios de ultramar de los senadores romanos, si bien manipulados en la mayoría de los casos por testaferros, han sido más de una vez la palanca potente para grandes empresas políticas. No puede, pues, asombrar el hecho de que Flaminio haya merecido por su proceder el odio de las clases altas. Pocas figuras fueron deformadas por la historiografía conservadora tan rabiosamente como la de Flaminio.


    Última edición por pedrocasca el Vie Mayo 31, 2013 1:16 pm, editado 1 vez
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    Mensaje por pedrocasca Vie Mayo 31, 2013 1:02 pm

    Buscando en el Foro por León Bloch, se accede al menos a tres temas con textos del autor:

    "Roma, gran potencia. Las consecuencias sociales (El origen y desarrollo de nuevas diferenciaciones sociales)", texto de León Bloch del libro "Luchas sociales en la antigua Roma"

    "El proletariado romano" - texto de León Bloch (de su libro "Luchas sociales en la antigua Roma") - publicado en Web Historia en 2012 (incluye link de descarga del libro completo)

    "País y pueblo; las condiciones fundamentales del desarrollo social; el origen de las clases" - texto de León Bloch publicado en Web Historia (incluye link de descarga del libro completo)

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    Mensaje por pedrocasca Vie Mayo 31, 2013 1:15 pm

    El libro completo de León Bloch titulado Luchas sociales en la antigua Roma se puede leer y copiar por capítulos en el link:

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