Entender la Comuna de París y sus legados para la revolución de nuestro tiempo
Omar Acha - año 2016
publicado en La Haine en marzo de 2021
Sinopsis de las discusiones en las izquierdas alrededor de la significación política de la Comuna
Este artículo busca brindar una visión sintética de los sucesos característicos de la Comuna, como también presentar algunos temas del volumen* situándolos en contextos interpretativos actuales.
Este texto conforma el “Prólogo” a una nueva edición de Hipolite Lissagaray, La Comuna de París, Buenos Aires, Editorial Marat, 2016
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El libro intitulado Historia de la Comuna de París, escrito por Hippolyte-Prosper-Olivier Lissagaray (1838-1901), es una obra clásica de la historiografía sobre la Comuna de París de 1871. Tal vez sea erróneo clasificarlo como un libro de historia, si entendemos por eso una investigación imparcial. Pero veremos que es desaconsejable apelar a categorizaciones disciplinares francamente rígidas. Junto al volumen de la activista Louise Michel (Mis recuerdos de la Comuna, de 1898, a las que deben añadirse sus Memorias de 1886), integra el elenco de célebres textos producidos por protagonistas de los acontecimientos extraordinarios de 1871. No faltaron testimonios e indagaciones propuestas desde enfoques diferentes: los cercanos de proudhonianos y anarquistas, los que luego serían llamados “marxistas”, los blanquistas y jacobinos, entre otros.
Desde luego, las interpretaciones no fueron exclusivas de las izquierdas. También desde la contrarrevolución circularon reminiscencias y narraciones, tales como las de Maxime du Camp en Las convulsiones de París, y las memorias del mayor responsable de la represión conservadora, Adolphe Thiers.
No obstante que la intención originaria de Lissagaray no fuera el producto de una práctica historiadora tradicional ni académica, pues el autor concibió su obra como una contribución política a una memoria colectiva sobre la Comuna, la calidad descriptiva y explicativa del texto lo erigió como una referencia documental “imprescindible”. Quien lea este libro no dispondrá, naturalmente, de la única lectura autorizada de la Comuna; pero sí conocerá una obra que toda persona interesada en meditar sobre un hecho decisivo en la historia social debe visitar. Incluso en textos universitarios muy recientes, la Historia de Lissagaray es insoslayable en toda bibliografía sobre los hechos de 1871. Y ello sin desmedro de que se la considere como un texto políticamente sesgado. El volumen demuestra así que la toma de partido no es necesariamente incompatible con la relevancia de una obra como escrito histórico.
La Comuna como acontecimiento y como proceso
Quiero proveer al público lector de una brevísima y sin duda superficial narración de lo que se conoce como “la Comuna de París”. La Comuna de 1871 fue un acontecimiento social, cultural y político que tuvo lugar en la ciudad capital de Francia, con repercusiones en todo el hexágono francés, y cuyas noticias recorrieron el mundo. Incluso en América Latina circuló la alarma del evento revolucionario. La Comuna despertó preocupación e incluso miedo en sectores burgueses pues fue la primera vez en la historia que los trabajadores (luego veremos que la composición social de ese sector era múltiple y la clase obrera no fue el único actor de la insurrección) se organizaban y construían instituciones políticas propias. Si bien la experiencia más álgida de la Comuna se extendió por un lapso de solo setenta y dos días, el hecho mismo de que quienes se suponía debían obedecer se alzaran en armas y constituyeran sus propias instituciones, propagó un horror escandalizado en buena parte del mundo.
No solo se diseminaron explicaciones conspirativas sobre la infiltración de agentes internacionales o sobre la furia de mujeres enloquecidas. También se propusieron diagnósticos más realistas y remedios más sofisticados. Comenzó a expandirse como un reguero de pólvora el tema preexistente de la “cuestión social”. Los Estados y la Iglesia católica comenzaron a desarrollar políticas destinadas a prevenir sucesos similares. Así surgió la intervención “social” del Estado y la “doctrina social de la Iglesia”. En otras palabras, la Comuna obligó a los dominadores a diseñar mecanismos de “integración” e “inclusión” por medio de los cuales los dominados aceptaran y aún desearan las formas más benévolas de las jerarquías existentes. El nacimiento de la sociología como una ciencia fue otro resultado emparentado con el acontecimiento comunero. También la derrota de la Comuna impuso nuevos desafíos a los sectores antisistémicos. La Internacional de trabajadores fundada en 1864, la organización mundial de núcleos de izquierda (que por entonces era principalmente europea), entró en una severa crisis y tras su disolución el desenlace del evento comunero incidió en la formación de la Segunda Internacional de partidos socialistas y laboristas (1889).
En el interín de la Primera a la Segunda Internacional se produjo una mutación en la noción del “partido” de los trabajadores y trabajadoras. Mientras para la Primera Internacional el internacionalismo no era un sector aparte, doctrinario ni autoidentificado con un nombre distintivo, para la Segunda los partidos nacionales con contornos institucionales definidos y jerárquicos fueron un punto de partida de la práctica política. Lo que diré luego sobre el “partido leninista” fue una consecuencia de ese viraje cuyas estribaciones todavía están presentes en la cultura política de la izquierda. En suma, sin haber establecido un elenco exhaustivo, las secuelas de la Comuna fueron formidables en varios aspectos.
La historia de la Comuna habla más que de París. No obstante, si bien la insurrección de 1871 tuvo réplicas en algunas otras ciudades francesas de importante presencia obrera como Lyon y Burdeos, en ninguna de ellas logró, según ocurrió en París, cuestionar los poderes existentes. Me interesa subrayar lo erróneo de tratar al fenómeno comunero como un suceso delimitado en el tiempo breve que va de marzo a mayo de 1871, es decir, como un “acontecimiento” radicalmente contingente.
La Comuna evoca más que sí misma porque clausuró un ciclo abierto con la revolución de 1848. Durante ese año del mediodía secular una ola revolucionaria sacudió a Europa, y encontró en París una de sus expresiones más radicales. Se derrocó al poder realista de la llamada Monarquía de Julio que estaba en el poder desde 1830 bajo el cetro de Luis Felipe I. La corona cayó en febrero de 1848 y se instauró una república. Pero los eventos no se detuvieron en la consolidación de una república burguesa. La participación popular en las protestas contra el gobierno monárquico planteó la disputa por el poder entre diversos sectores burgueses, pero también presentó por vez primera una opción vinculada a la naciente clase trabajadora. Es cierto, a la vez, que esa clase era sumamente heterogénea y se hallaba en los inicios de la formación de sus orientaciones políticas.
Con esto no quiero decir que hasta entonces sus acciones habían sido “pre-políticas” sino, más bien, destacar que la política de los núcleos obreros y artesanos no se había diferenciado estratégicamente de las variantes progresivas de la burguesía. La meta común era en general una república democrática. La demanda de los “talleres nacionales” y la acción de los activismos de izquierda (en ese momento también muy variados y desarticulados), y la propia dinámica conflictiva, condujeron a que se dirimiera la disputa por el poder en una masacre ocurrida en junio de 1848. París fue bañada en sangre, de sangre derramada sobre todo por los trabajadores y sectores republicanos radicales. Esa derrota de una balbuceante política obrero-popular dio paso a una dominación burguesa que pronto desembocó en un golpe de Estado en el que Luis-Napoleón Bonaparte (1808-1873), el sobrino de Napoleón Bonaparte, encontró un sendero estrafalario para proclamar el Segundo Imperio.
El Segundo Imperio, que como todo poder real se imaginó eterno, comenzó a crujir a fines de la década de 1860. El desgaste de la situación económica, con la recesión que caracterizó al bienio 1867-1868, y el fracaso de la aventura que quiso anexar colonialmente a México con la corona de Maximiliano de Habsburgo, convergieron con desastres en la guerra contra Prusia (julio de 1870-mayo de 1871). Luego de una seguidilla de victorias prusianas, Luis-Napoleón asumió el mando de las tropas francesas y fue derrotado en la batalla de Sedán, en septiembre de 1870. Tomado prisionero, con él se desplomó el Imperio. Con todo, lo recién puntualizado podría llevar a concebir el proceso histórico “desde arriba”, es decir, como un desmoronamiento cupular.
Sería erróneo pues si es verdad que el Imperio se encontraba en una severa crisis, por abajo las aguas no estaban mansas. Desde tiempo atrás una inquietud atravesaba desde abajo el territorio francés ante la inepcia militar de los gobernantes y sus generales. El ánimo protestatario favoreció la emergencia pública de un dilatado descontento que alcanzó especialmente a las capas trabajadoras urbanas.
Ante la noticia de la derrota catastrófica en Sedán y el decidido avance del ejército prusiano sobre territorio francés, las movilizaciones populares se multiplicaron. El primer impulso de movilización fue inequívocamente nacionalista, atizado por el motivo de “la patria en peligro”. Pero pronto se verificó una deriva habitual en los procesos insurreccionales: la acción colectiva se pone en movimiento por un conjunto concreto de motivaciones, las que son ampliamente excedidas en la práctica movilizada, cuyos resultados son incalculables de antemano. La “modernidad” parisina brindó un marco efervescente para esa incalculabilidad en que trepidaron la insurrección, la revolución y la contrarrevolución.
El 4 de septiembre de 1870 una multitud rodeó el palacio Borbón donde sesionaban los parlamentarios, único recurso de autoridad electa vigente una vez descabezada la monarquía. Bajo la presión popular, la Asamblea Nacional instituida por la reforma jurídica de 1862 con el objetivo de fortalecer el régimen bajo la figura de una monarquía constitucional, proclamó la república. El gobierno de “Defensa Nacional” presidido por el general Jules Louis Trochu, contó en su gabinete con políticos que jugarán un rol decisivo en la naciente Tercera República: Gambetta, Favre, Ferry, Picard, entre otros.
París fue puesta bajo sitio por el ejército prusiano desde septiembre de 1870. Bombardeada la ciudad y famélica su población, principalmente las capas pobres pues amplias fracciones de las más acomodadas habían comenzado a migrar apenas conocido el desastre de Sedán, la resistencia al sitio prusiano mantuvo unida a París en circunstancias cada vez más difíciles. El gobierno republicano concertó un armisticio en la última semana de enero de 1871. En la situación de privaciones y hambre, el descontento popular recibió el acuerdo con gran desconfianza. Se produjeron incidentes frente a la sede municipal, el Hôtel de Ville, donde las tropas de Trochu abrieron fuego contra la multitud que manifestaba. Las tensiones no cesaban de aumentar. Sin embargo, París no era toda Francia. Ocurrió poco después que en las elecciones realizadas tras el armisticio, el antiguo monárquico orleanista Adolphe Thiers fue elegido jefe del poder ejecutivo republicano.
Thiers condujo las negociaciones por la paz con Prusia, en las que aceptó la cesión de Alsacia, partes de Mosela y otros territorios menores, además de una abultada indemnización monetaria y un desfile del ejército enemigo por los Campos Eliseos parisinos. Cuando se conocieron los términos del acuerdo cundió el convencimiento de una traición gubernamental. El primero de marzo la Asamblea Nacional ratificó el tratado. En ese momento la Asamblea sesionaba en Burdeos. Dada la efervescente situación reinante en París, la misma decidió trasladarse a la cercana Versalles. ¿Qué ocurría en París?
Desde el sitio prusiano de septiembre de 1870, la ciudad se encontraba en estado de movilización. Se constituyó la Guardia Nacional como cuerpo de ciudadanos armados, aprestados para la defensa de la ciudad. En términos estrictos era una milicia y no una fuerza blindada separada de la ciudadanía desarmada. La Guardia no fue un cuerpo militar ajeno a las circunstancias de la creciente politización. Por el contrario, reflejó en su composición la vigorosa presencia obrera y popular. Y de los activismos de diversas orientaciones, principalmente de izquierda, que actuaban entre sus filas. Por cierto, en otros espacios también se organizaban militancias conservadoras e incluso reaccionarias, en un principio superadas por un movimiento popular cada vez más insurrecto. Republicanos de izquierda, jacobinos, socialistas de corte blanquista, delegados de la Primera Internacional (donde es preciso aclarar que predominaban adherentes a las perspectivas de Proudhon, no de los minoritarios simpatizantes de las ideas de Marx), anarquistas, representaciones de clubes y organismos barriales, sobre todo de los distritos habitados mayoritariamente por obreros y artesanos de la ciudad, dieron a la Guardia Nacional un tono plebeyo.
No hay que olvidar la composición de la clase trabajadora parisina de entonces, donde el trabajo artesanal y manufacturero superaba largamente al industrial y maquinizado. Por tal razón, los sindicatos obreros eran débiles y jugaron un papel lateral en la insurrección. Lissagaray refiere por eso a “las clases laboriosas” y a una historia del “cuarto estado”, es decir, a un amplio conjunto de estratos populares donde, según sostiene un consenso historiográfico, los trabajadores se encontraron entre los más decididos.
Última edición por lolagallego el Mar Mar 23, 2021 7:49 pm, editado 1 vez