La mujer, repudiada por la historia
texto de Mila de Frutos
publicado en lahaine.org – agosto de 2008
texto de Mila de Frutos
publicado en lahaine.org – agosto de 2008
Un oficial del ejército nazi transmitía con mudada sorpresa que las mujeres judías participaban de forma masiva en los levantamientos de los ghettos con granadas en la mano y que a menudo disparaban con las 2 manos a la vez. Que infundían tal terror a los miembros de las SS que decidieron no encarcelar a esas mujeres sino liquidarlas enseguida. (“Partisanas”. Ingrid Strobl).
En octubre de 1789 una manifestación de 6000 mujeres recorre las calles de París y marchan hacia Versalles para traerse al rey de vuelta y exigirle medidas políticas contra la carestía de la vida. Buscaron armas, requisaron carruajes para cargar los cañones que no podían arrastrar por el peso, y partieron bien pertrechadas en busca del parásito vil que pisoteaba el símbolo revolucionario en los banquetes de Versalles.
Otra manifestación de mujeres recorre las calles de Petrogrado en 1917 al grito de “pan y paz”. La protesta de extiende como una ráfaga por otras ciudades y a los cuatro días abdica el zar. Nadia Krupskaya recuerda que las mujeres tomaron parte muy activa en la guerra civil, que muchas de ellas sucumbieron en los combates y otras muchas se templaron en ellos. Que, por su activa participación en los soviets y en los frentes de guerra, buen número de mujeres fueron condecoradas en la Orden de la Bandera Roja. Y que no pocas ex guerrilleras ocuparon después puestos prominentes del poder revolucionario.
En 1909 miles de obreras de Nueva York se declaran en huelga y durante trece semanas sostienen la lucha en la calle exigiendo mejoras salariales y derecho a la sindicación. Murieron 149 huelguistas encerradas en su fábrica por un incendio provocado. Es la insurrección de las 20.000.
La Segunda República española fue defendida por miles de mujeres que lucharon con las armas en la mano. Se alistaban voluntarias para ir al frente y algunas dirigieron batallones y operaciones de sabotaje. Un batallón femenino hizo la defensa del puente de Segovia y en Getafe fueron las últimas en retirarse ante el avance del ejército fascista.
Cien mil partisanas lucharon en el ejército de liberación de Yugoslavia. Aprendieron a disparar y a poner bombas contra el ejército nazi. Más de 2.000 alcanzaron el rango de oficial y 91 de ellas la distinción más elevada: el título de héroe del pueblo. La mayoría de las mujeres que participó en la resistencia antifascista eran comunistas o judías, o ambas cosas.
La revolución cubana contó con un batallón de mujeres en la Sierra Maestra y algunas habían participado en el asalto al Moncada. La trinchera de Guantánamo está defendida en la actualidad por un pelotón femenino del ejército popular cubano, en el que el 30 por ciento de los efectivos son mujeres.
Sin embargo la doctrina patriarcal, cuyo núcleo irreductible es la diferencia entre hombres y mujeres por naturaleza, sostiene con Hegel que “el varón representa la fuerza y la actividad, mientras que la mujer supone la debilidad y la pasividad”. Pero es una expresión impregnada de subjetivismo ideológico tendente a legitimar un modelo social del que Hegel se muestra férreo defensor, afirmación impugnada por la fuerza de la realidad, aunque esa realidad se halle en un estadio de conocimiento marginal. La exclusión sistemática de las mujeres del relato histórico es una constante. Los centros del conocimiento y del saber interpretan la Historia desde el punto de vista del patriarcado, de la nación hegemónica y de la clase social dominante, hoy la burguesía.
Los sistemas sociales opresivos, entre los que destaca el patriarcado por su enorme capacidad de supervivencia en modos de producción contrapuestos y en sociedades tan alejadas como la Grecia clásica, la socialdemocracia sueca o la Rusia soviética, desarrollan poderosos mecanismos de legitimación y perpetuación, más sofisticados cuanto mayor es la parte robada que se arriesgan a perder y cuanto más ilegítima es la naturaleza de la estructura opresiva que defienden. El poder simbólico de la memoria colectiva induce a los poderes coercitivos a fabricar interpretaciones de la historia en sintonía con el mantenimiento del status quo.
Por ello existe una historiografía patriarcal según la cual las mujeres no participan de los acontecimientos históricos y de los cambios sociales. Y cuando lo hacen es en tareas subalternas, complementarias o en la retaguardia. Ese discurso es interesadamente acientífico, toda vez que el desarrollo de la ciencia histórica excluye todavía de sus parámetros la perspectiva de género. Al menos no ha sido sistematizada sino que apenas se abre camino en estudios marginales y desconocidos, seminarios puntuales, o departamentos de tercera categoría extraviados en el laberinto de pasillos de las universidades progres. Y así el discurso histórico mantiene de hecho una contaminación antimaterialista estructural no desenmascarada, la cual silencia el protagonismo de la mitad de la humanidad y niega la verdadera intervención de las mujeres en ámbitos tan masculinos y excluyentes como son la confrontación política y la guerra.
La revolución historiográfica del materialismo operada en el último siglo y pico desnaturaliza e impugna aquellos relatos añejos de hazañas bélicas medievales y matrimonios que emparentaban o enemistaban casas reales. En ellos aparecía un campesinado lejano, vociferante y harapiento con tendencia a la vagancia y la algazara, sin saber muy bien por qué, como si estuviera prescrito por su naturaleza de chusma ignorante. La opacidad respecto del desarrollo económico y social quiebra por fin con el hallazgo de la economía y la lucha de clases como el motor de la historia.
Paulatinamente se van incorporando nuevos aspectos de la realidad a los estudios, y las modernas corrientes historiográficas analizan problemas no investigados tradicionalmente, como la situación de la mujer, la estructura familiar, la cultura popular o la función social de las creencias religiosas. Pero los intereses específicos de las mujeres, su participación en la lucha de clases, su lucha específica de género y su derrota no han sido incorporados en toda su extensión a la nueva concepción historiográfica. El materialismo nació impregnado de ideología patriarcal no desvelada a pesar de algunos encomiables esfuerzos dedicados al análisis de la postración de la mujer, pero se concluyó que la burguesía era la única responsable de la esclavitud femenina y encendieron velas al advenimiento del paraíso socialista que nos libraría mecánicamente de la servidumbre de género.
Algunos trabajos relativamente recientes presentan una Historia de las mujeres alternativa centrada en la vida cotidiana, los trabajos que realizan, el conocimiento ancestral de la medicina natural (sepultada por el surgimiento de la universidad sólo para hombres), la evolución que experimentan esas relaciones, el rol desempeñado en el grupo familiar, etc. Y proponen una nueva división en etapas y una cronología acorde con esta nueva interpretación de lo que es relevante para el universo femenino. La elección de estos otros parámetros de mayor significación para las mujeres, en opinión de esta corriente historiográfica feminista bienintencionada, responde a la necesidad de comprender quiénes somos y qué hemos hecho las mujeres a lo largo de la historia, esa Historia que nos desconoce, silencia y repudia.
Sin embargo tales planteamientos contribuyen a perpetuar el ghetto de la subcultura femenina porque aceptan, a su pesar, la doctrina patriarcal de subordinación y marginalidad de las mujeres respecto del “genuino” sujeto histórico, que es el hombre. Es una historiografía que, aceptando la exclusión, elabora un discurso paralelo desde esos márgenes donde el patriarcado coloca los intereses femeninos. Y trata de validar esa marginalidad con la esperanza puesta en el cuantioso colectivo al que se dirige y defiende: la mitad de la población desheredada de la Historia.
Es cierto que el contenido androcéntrico y sexista, cuando no misógino, de la historiografía hegemónica constituye una invitación constante al abandono y la autoexclusión, siendo ya famosas algunas de sus expresiones más elocuentes, como aquella de los nómadas, que “se trasladaban con su ganado, mujeres y enseres”, o la de aquel político que exclamó, como si fuera un halago, “¡qué gran hombre es esa mujer!”. Pero no contribuyen a la transformación del punto de vista historiográfico patriarcal, que es lo que merece la pena combatir a fin de que la Historia sea explicada e interpretada en toda su amplitud, sin exclusiones ideológicas, a fin de que la Historia se perfeccione y expulse de sus parámetros los últimos elementos idealistas contaminantes.
Para la clase obrera-campesina fue determinante la revolución historiográfica del materialismo histórico porque le otorgó el carácter de clase social (y clase explotada), y por tanto con unos intereses, una capacidad de lucha, una aspiración revolucionaria y una Historia propias, es decir, que adquirió la categoría de sujeto político e histórico. Y en esa misma medida es importante para las mujeres ocupar su legítimo espacio en las páginas que interpretan lo que es relevante en el desarrollo social, lo que adquiere significación y lo que es insignificante para la humanidad; es importante, en definitiva, para que le sea reconocido el carácter de sujeto histórico y se abandone definitivamente el tratamiento patriarcal de animal doméstico multifuncional.
Durante las etapas de agudización de los conflictos políticos se lanzan a la conquista del propio espacio social amplios sectores femeninos amparándose en las enormes posibilidades y esperanzas que un presente impugnado y unas estructuras caducas ofrecen a los sujetos que combaten a favor de ese futuro en construcción. La convulsión social conforma el escenario óptimo para acometer el derribo de las estructuras opresivas, y las mujeres hacen su intento una y otra vez. Así ocurrió en la Francia de 1789, donde actuaron desde el principio como sujeto político, luchando en la calle y planteando sus exigencias a la Asamblea Nacional a fin de reconstruir la sociedad en general y sus lastradas vidas femeninas en particular.
Y se abrieron cien flores y compitieron cien escuelas. Los cuadernos de quejas que las mujeres de los gremios, de los salones, de los clubes políticos, de los círculos revolucionarios dirigieron a la Asamblea, exigían el reconocimiento de la ciudadanía, el derecho al sufragio, al divorcio, a la enseñanza, al trabajo, al uso de las armas. Presentaron la Declaración de los Derechos de la mujer y de la Ciudadana, constatando y denunciando que la revolución ignoraba los derechos de las mujeres. Crearon el Club de Republicanas Revolucionarias para luchar armadas contra los girondinos.
Pero una y otra vez fueron derrotadas. Perdieron cada una de las batallas y también la guerra. El 30 de octubre de 1793 fueron disueltos todos los clubes y asociaciones de mujeres de cualquier ideología o finalidad. Todos los derechos políticos por los que habían luchado fueron desestimados, excepto el derecho al cadalso, al que hubieron de subir algunas de ellas. Y triunfó un patriarcado de corte burgués, endurecido, inflexible e impermeable a toda forma de igualdad entre géneros. Las mujeres tuvieron que grabar a sangre y fuego en su memoria la sentencia de Rousseau que las condenaba, igual que hizo el dios cristiano, al sufrimiento conyugal: “una criatura frecuentemente viciosa y siempre con defectos, debe aprender a ser sumisa ante la injusticia y a sufrir, sin quejarse, los males que le inflija su marido”.
Las revoluciones socialistas manifiestan el mayor y más sincero compromiso con la liberación femenina. Potencian escenarios realmente favorables a la igualdad de género, y el patriarcado se debilita batiéndose en retirada, pero sin claudicar. La experiencia de tantos siglos de implantación en contextos disímiles otorga sabiduría y templanza. El patriarcado sabe esperar; y espera, pero no por mucho tiempo, porque la resistencia de amplios sectores masculinos reacios a perder sus privilegios de género en la nueva sociedad se suma al elevado coste económico de unos servicios públicos necesarios para aliviar el trabajo doméstico y familiar en sociedades desestructuradas por los efectos de la convulsión y con las arcas de la Hacienda pública en números rojos
Entonces la contrarrevolución patriarcal ataca, denuncia los estragos de la vida cotidiana y la liberalización de las relaciones de género; y se hace fuerte en el orden familiar, su feudo más preciado. En él establece su cuartel general y dirige el proceso de adaptación a la nueva situación, comprendiendo que su alianza con el modo de producción debe ser renegociada a la baja, pero es mejor que perecer. La división sexual del trabajo, que aparentaba agonizar, se consolida en una versión más apacible y blanda. Y entonces la mujer sale nuevamente derrotada, aunque avanza posiciones. Recoge la poderosa contradicción histórica que se resiste a sucumbir y la carga a sus espaldas otra vez, se adapta, cría hijos e hijas, trabaja en la casa, cuida de las personas dependientes o enfermas, ejerce la vigilancia revolucionaria en el barrio, estudia, trabaja en el campo, en la fábrica, defiende las conquistas del pueblo como el que más y exprime todas las promesas revolucionarias mirando de soslayo al inaccesible macropoder masculino que elabora las definiciones de la realidad desde su punto de vista androcéntrico. La mujer despliega entonces una estrategia más funcional a los tiempos de paz: aceptar la doble jornada y ejercer una presión sostenible y constante sobre la estructura social para ablandar y moldearla lentamente.
La historiografía de las revoluciones triunfantes rinde homenaje sincero a las mujeres que tuvieron un papel destacado en la lucha y las presenta como referentes y ejemplos para las nuevas generaciones; reconoce la importancia del compromiso femenino en el proceso revolucionario y educa en la escuela para que ese compromiso alcance un grado superior. Pero no se produce la quiebra definitiva del punto de vista androcéntrico. Una revolución sabe que debe afrontar la reconstrucción de la Historia desde parámetros materialistas para eliminar el sesgo ideológico burgués o colonial, pero casi siempre desconoce que existe otro sesgo también acientífico, además de injusto, que es el sesgo patriarcal. La Historia de las mujeres permanece inhabilitada, como si nunca antes de la revolución hubieran operado en calidad de sujeto histórico, como si fuese un hecho incontrovertible que las mujeres permanecieron al margen de los procesos significativos y relevantes, que es el sustento de la historiografía patriarcal, como si únicamente a la revolución en abstracto, y no a su propia lucha, debieran la liberación.
En el caso de las revoluciones derrotadas, como ocurrió con el intento español durante la II República, además de perderse tantas vidas, tanta esperanza, todo el futuro, la justicia social, la democracia popular, etc., etc., se pierde también algo menos tangible como es la memoria histórica de las mujeres, sepultada por un radiante patriarcado con olor de sacristía que barrió todo vestigio de liberación femenina. Las fuerzas revolucionarias derrotadas carecen de capacidad así como de voluntad para reconocer el papelón interpretado por ese otro sujeto histórico desheredado que es la parte femenina de la clase obrera. Incluso las más destacadas protagonistas minimizan la importancia y amplitud de su epopeya antifascista, como destaca Ingrid Strobl en las entrevistas efectuadas a múltiples combatientes europeas, sorprendidas porque alguien mostrara interés por una biografía que ni ellas mismas consideran significativa. Tardan en reconstruir los recuerdos y aún más en reconocer el verdadero alcance de la participación de miles de mujeres en la resistencia armada, olvidadas por todos y negadas incluso por sus propios compañeros de partido y de lucha.
Pero lo cierto es que miles de jóvenes españolas se vistieron el mono miliciano y partieron a la guerra. En el frente tuvieron que luchar contra el fascismo y contra las ancestrales contradicciones de género para eludir, también allí, la división sexual del trabajo que los compañeros de armas pretendían imponer como cosa natural. Y se ganaron día a día el derecho a la igualdad haciendo guardias, durmiendo en la nieve, caminando por el fango, pasando hambre y disparando contra el enemigo. Incluso después de la expulsión de las mujeres del frente muchas se quedaron, como Mika Etchebéhere, que continuó al mando de su columna una vez integrada en el ejército regular, como la Dinamitera, que recorría las trincheras esquivando balas para distribuir y recoger las cartas con la única mano que salvó de la explosión, como Julia Manzanal, a la que llamaban Chico, como Fidela Fernández, como tantas otras.
Mujeres Antifascistas debatió las dos posturas internas, una favorable a que las mujeres lucharan en el frente y otra partidaria de que se mantuvieran en la retaguardia, pero cuando el PCE tomó postura a favor de la retaguardia se cerró el debate. Durante los primeros meses de la guerra la izquierda revolucionaria hizo llamamientos vehementes a las mujeres para que se alistaran voluntarias y la propaganda ensalzaba la figura de la miliciana. Pero después de la expulsión lanzaron campañas de desprestigio y recriminación basadas en la necesidad de suplir a los varones en la producción y en la idea supersticiosa de que las únicas mujeres del frente eran prostitutas, haciéndose eco de aquel singular pensamiento de la España fascista.
Las mujeres sostuvieron la producción con sobrada eficacia y dignidad, esa labor masculina, ardua y compleja para la que no estaban capacitadas en tiempos de paz. Otras muchas se alistaron en el Batallón del talento (del Quinto Regimiento) para la defensa republicana desde la poesía y las canciones, en las guerrillas del teatro, que montaban funciones propagandísticas itinerantes en los puestos avanzados de la guerra, y también en el teatro de trinchera, como el de Alberti, de genuina vocación agitativa. Muchas mujeres tuvieron un papel destacado en los medios de comunicación, dirigiendo publicaciones como la revista del Socorro Rojo “Ayuda”, por María Teresa León; o escribiendo artículos de tanta resonancia como el de Margarita Nelken “Ni perdón, ni olvido”; y también en las milicias de la cultura, que se trasladaban a los frentes para alfabetizar a los soldados, y en la Alianza de Intelectuales Antifascistas.
¿Y a dónde fue a parar toda esa ruptura con la perfecta casada española, además de a las cárceles como la de Ventas, en la que se hacinaban doce mil reclusas y fusilaron a las Trece Rosas y a mil doscientas revolucionarias más? ¿A dónde fue a parar esa parte de la realidad si no se halla en los libros de historia ni se estudia en la escuela, a pesar de haber sucedido y constituir un capítulo relevante en el devenir de la humanidad?
Dice Engels, analizando la situación de la clase obrera en Inglaterra que “el empleo de mujeres con frecuencia rompe la familia, porque si la esposa trabaja doce o trece horas diarias en la fábrica y el marido trabaja el mismo tiempo ¿qué ocurre con los niños?”. Obviamente es un planteamiento incorrecto y sesgado de corte patriarcal. Presume que la organización interna de la familia y el cuidado de niños y niñas es responsabilidad natural exclusiva de la mujer, sin explicar por qué, naturalizando una división sexual del trabajo que no puede ser más que social.
Los prejuicios de la ideología patriarcal siembran un camino de errores metodológicos y analíticos que refuerzan el sistema de dominación y explotación femenina (cuya base material es la ingente cantidad de trabajo que se vende más barato en el mercado laboral o que se realiza gratuitamente en el ámbito familiar). Una consecuencia inmediata es la inhabilitación parcial de las mujeres para intervenir en todos los ámbitos de la sociedad y del poder. La concepción materialista de la Historia nació contaminada de ideología patriarcal y excluyó de sus parámetros la contradicción entre los géneros por considerarla inexistente, irrelevante o burguesa. Como consecuencia se mantiene una fuerte presión ideológica tendente a minimizar la intervención de las mujeres en las luchas y en la historia, reconociendo únicamente unos cuantos casos memorables de mujeres excepcionales (aquellas biografías difíciles de ocultar), pero que no alcanzan para declarar el carácter de sujeto histórico colectivo ganado en la guerra, en la producción, en la reproducción, en la familia y en la vida cotidiana.
La rehabilitación de las mujeres como sujeto histórico es la gran cuestión pendiente de resolución en el campo del materialismo histórico, contemplado por la especialidad historiográfica del conocimiento bajo el prisma idílico de las ciencias acabadas. Las dificultades con que vamos a tropezar en la reconstrucción de esa Historia incompleta son aún mayores que las superadas por las revoluciones historiográficas precedentes. Pero es una elaboración igualmente realizable, inexcusable y necesaria.
En octubre de 1789 una manifestación de 6000 mujeres recorre las calles de París y marchan hacia Versalles para traerse al rey de vuelta y exigirle medidas políticas contra la carestía de la vida. Buscaron armas, requisaron carruajes para cargar los cañones que no podían arrastrar por el peso, y partieron bien pertrechadas en busca del parásito vil que pisoteaba el símbolo revolucionario en los banquetes de Versalles.
Otra manifestación de mujeres recorre las calles de Petrogrado en 1917 al grito de “pan y paz”. La protesta de extiende como una ráfaga por otras ciudades y a los cuatro días abdica el zar. Nadia Krupskaya recuerda que las mujeres tomaron parte muy activa en la guerra civil, que muchas de ellas sucumbieron en los combates y otras muchas se templaron en ellos. Que, por su activa participación en los soviets y en los frentes de guerra, buen número de mujeres fueron condecoradas en la Orden de la Bandera Roja. Y que no pocas ex guerrilleras ocuparon después puestos prominentes del poder revolucionario.
En 1909 miles de obreras de Nueva York se declaran en huelga y durante trece semanas sostienen la lucha en la calle exigiendo mejoras salariales y derecho a la sindicación. Murieron 149 huelguistas encerradas en su fábrica por un incendio provocado. Es la insurrección de las 20.000.
La Segunda República española fue defendida por miles de mujeres que lucharon con las armas en la mano. Se alistaban voluntarias para ir al frente y algunas dirigieron batallones y operaciones de sabotaje. Un batallón femenino hizo la defensa del puente de Segovia y en Getafe fueron las últimas en retirarse ante el avance del ejército fascista.
Cien mil partisanas lucharon en el ejército de liberación de Yugoslavia. Aprendieron a disparar y a poner bombas contra el ejército nazi. Más de 2.000 alcanzaron el rango de oficial y 91 de ellas la distinción más elevada: el título de héroe del pueblo. La mayoría de las mujeres que participó en la resistencia antifascista eran comunistas o judías, o ambas cosas.
La revolución cubana contó con un batallón de mujeres en la Sierra Maestra y algunas habían participado en el asalto al Moncada. La trinchera de Guantánamo está defendida en la actualidad por un pelotón femenino del ejército popular cubano, en el que el 30 por ciento de los efectivos son mujeres.
Sin embargo la doctrina patriarcal, cuyo núcleo irreductible es la diferencia entre hombres y mujeres por naturaleza, sostiene con Hegel que “el varón representa la fuerza y la actividad, mientras que la mujer supone la debilidad y la pasividad”. Pero es una expresión impregnada de subjetivismo ideológico tendente a legitimar un modelo social del que Hegel se muestra férreo defensor, afirmación impugnada por la fuerza de la realidad, aunque esa realidad se halle en un estadio de conocimiento marginal. La exclusión sistemática de las mujeres del relato histórico es una constante. Los centros del conocimiento y del saber interpretan la Historia desde el punto de vista del patriarcado, de la nación hegemónica y de la clase social dominante, hoy la burguesía.
Los sistemas sociales opresivos, entre los que destaca el patriarcado por su enorme capacidad de supervivencia en modos de producción contrapuestos y en sociedades tan alejadas como la Grecia clásica, la socialdemocracia sueca o la Rusia soviética, desarrollan poderosos mecanismos de legitimación y perpetuación, más sofisticados cuanto mayor es la parte robada que se arriesgan a perder y cuanto más ilegítima es la naturaleza de la estructura opresiva que defienden. El poder simbólico de la memoria colectiva induce a los poderes coercitivos a fabricar interpretaciones de la historia en sintonía con el mantenimiento del status quo.
Por ello existe una historiografía patriarcal según la cual las mujeres no participan de los acontecimientos históricos y de los cambios sociales. Y cuando lo hacen es en tareas subalternas, complementarias o en la retaguardia. Ese discurso es interesadamente acientífico, toda vez que el desarrollo de la ciencia histórica excluye todavía de sus parámetros la perspectiva de género. Al menos no ha sido sistematizada sino que apenas se abre camino en estudios marginales y desconocidos, seminarios puntuales, o departamentos de tercera categoría extraviados en el laberinto de pasillos de las universidades progres. Y así el discurso histórico mantiene de hecho una contaminación antimaterialista estructural no desenmascarada, la cual silencia el protagonismo de la mitad de la humanidad y niega la verdadera intervención de las mujeres en ámbitos tan masculinos y excluyentes como son la confrontación política y la guerra.
La revolución historiográfica del materialismo operada en el último siglo y pico desnaturaliza e impugna aquellos relatos añejos de hazañas bélicas medievales y matrimonios que emparentaban o enemistaban casas reales. En ellos aparecía un campesinado lejano, vociferante y harapiento con tendencia a la vagancia y la algazara, sin saber muy bien por qué, como si estuviera prescrito por su naturaleza de chusma ignorante. La opacidad respecto del desarrollo económico y social quiebra por fin con el hallazgo de la economía y la lucha de clases como el motor de la historia.
Paulatinamente se van incorporando nuevos aspectos de la realidad a los estudios, y las modernas corrientes historiográficas analizan problemas no investigados tradicionalmente, como la situación de la mujer, la estructura familiar, la cultura popular o la función social de las creencias religiosas. Pero los intereses específicos de las mujeres, su participación en la lucha de clases, su lucha específica de género y su derrota no han sido incorporados en toda su extensión a la nueva concepción historiográfica. El materialismo nació impregnado de ideología patriarcal no desvelada a pesar de algunos encomiables esfuerzos dedicados al análisis de la postración de la mujer, pero se concluyó que la burguesía era la única responsable de la esclavitud femenina y encendieron velas al advenimiento del paraíso socialista que nos libraría mecánicamente de la servidumbre de género.
Algunos trabajos relativamente recientes presentan una Historia de las mujeres alternativa centrada en la vida cotidiana, los trabajos que realizan, el conocimiento ancestral de la medicina natural (sepultada por el surgimiento de la universidad sólo para hombres), la evolución que experimentan esas relaciones, el rol desempeñado en el grupo familiar, etc. Y proponen una nueva división en etapas y una cronología acorde con esta nueva interpretación de lo que es relevante para el universo femenino. La elección de estos otros parámetros de mayor significación para las mujeres, en opinión de esta corriente historiográfica feminista bienintencionada, responde a la necesidad de comprender quiénes somos y qué hemos hecho las mujeres a lo largo de la historia, esa Historia que nos desconoce, silencia y repudia.
Sin embargo tales planteamientos contribuyen a perpetuar el ghetto de la subcultura femenina porque aceptan, a su pesar, la doctrina patriarcal de subordinación y marginalidad de las mujeres respecto del “genuino” sujeto histórico, que es el hombre. Es una historiografía que, aceptando la exclusión, elabora un discurso paralelo desde esos márgenes donde el patriarcado coloca los intereses femeninos. Y trata de validar esa marginalidad con la esperanza puesta en el cuantioso colectivo al que se dirige y defiende: la mitad de la población desheredada de la Historia.
Es cierto que el contenido androcéntrico y sexista, cuando no misógino, de la historiografía hegemónica constituye una invitación constante al abandono y la autoexclusión, siendo ya famosas algunas de sus expresiones más elocuentes, como aquella de los nómadas, que “se trasladaban con su ganado, mujeres y enseres”, o la de aquel político que exclamó, como si fuera un halago, “¡qué gran hombre es esa mujer!”. Pero no contribuyen a la transformación del punto de vista historiográfico patriarcal, que es lo que merece la pena combatir a fin de que la Historia sea explicada e interpretada en toda su amplitud, sin exclusiones ideológicas, a fin de que la Historia se perfeccione y expulse de sus parámetros los últimos elementos idealistas contaminantes.
Para la clase obrera-campesina fue determinante la revolución historiográfica del materialismo histórico porque le otorgó el carácter de clase social (y clase explotada), y por tanto con unos intereses, una capacidad de lucha, una aspiración revolucionaria y una Historia propias, es decir, que adquirió la categoría de sujeto político e histórico. Y en esa misma medida es importante para las mujeres ocupar su legítimo espacio en las páginas que interpretan lo que es relevante en el desarrollo social, lo que adquiere significación y lo que es insignificante para la humanidad; es importante, en definitiva, para que le sea reconocido el carácter de sujeto histórico y se abandone definitivamente el tratamiento patriarcal de animal doméstico multifuncional.
Durante las etapas de agudización de los conflictos políticos se lanzan a la conquista del propio espacio social amplios sectores femeninos amparándose en las enormes posibilidades y esperanzas que un presente impugnado y unas estructuras caducas ofrecen a los sujetos que combaten a favor de ese futuro en construcción. La convulsión social conforma el escenario óptimo para acometer el derribo de las estructuras opresivas, y las mujeres hacen su intento una y otra vez. Así ocurrió en la Francia de 1789, donde actuaron desde el principio como sujeto político, luchando en la calle y planteando sus exigencias a la Asamblea Nacional a fin de reconstruir la sociedad en general y sus lastradas vidas femeninas en particular.
Y se abrieron cien flores y compitieron cien escuelas. Los cuadernos de quejas que las mujeres de los gremios, de los salones, de los clubes políticos, de los círculos revolucionarios dirigieron a la Asamblea, exigían el reconocimiento de la ciudadanía, el derecho al sufragio, al divorcio, a la enseñanza, al trabajo, al uso de las armas. Presentaron la Declaración de los Derechos de la mujer y de la Ciudadana, constatando y denunciando que la revolución ignoraba los derechos de las mujeres. Crearon el Club de Republicanas Revolucionarias para luchar armadas contra los girondinos.
Pero una y otra vez fueron derrotadas. Perdieron cada una de las batallas y también la guerra. El 30 de octubre de 1793 fueron disueltos todos los clubes y asociaciones de mujeres de cualquier ideología o finalidad. Todos los derechos políticos por los que habían luchado fueron desestimados, excepto el derecho al cadalso, al que hubieron de subir algunas de ellas. Y triunfó un patriarcado de corte burgués, endurecido, inflexible e impermeable a toda forma de igualdad entre géneros. Las mujeres tuvieron que grabar a sangre y fuego en su memoria la sentencia de Rousseau que las condenaba, igual que hizo el dios cristiano, al sufrimiento conyugal: “una criatura frecuentemente viciosa y siempre con defectos, debe aprender a ser sumisa ante la injusticia y a sufrir, sin quejarse, los males que le inflija su marido”.
Las revoluciones socialistas manifiestan el mayor y más sincero compromiso con la liberación femenina. Potencian escenarios realmente favorables a la igualdad de género, y el patriarcado se debilita batiéndose en retirada, pero sin claudicar. La experiencia de tantos siglos de implantación en contextos disímiles otorga sabiduría y templanza. El patriarcado sabe esperar; y espera, pero no por mucho tiempo, porque la resistencia de amplios sectores masculinos reacios a perder sus privilegios de género en la nueva sociedad se suma al elevado coste económico de unos servicios públicos necesarios para aliviar el trabajo doméstico y familiar en sociedades desestructuradas por los efectos de la convulsión y con las arcas de la Hacienda pública en números rojos
Entonces la contrarrevolución patriarcal ataca, denuncia los estragos de la vida cotidiana y la liberalización de las relaciones de género; y se hace fuerte en el orden familiar, su feudo más preciado. En él establece su cuartel general y dirige el proceso de adaptación a la nueva situación, comprendiendo que su alianza con el modo de producción debe ser renegociada a la baja, pero es mejor que perecer. La división sexual del trabajo, que aparentaba agonizar, se consolida en una versión más apacible y blanda. Y entonces la mujer sale nuevamente derrotada, aunque avanza posiciones. Recoge la poderosa contradicción histórica que se resiste a sucumbir y la carga a sus espaldas otra vez, se adapta, cría hijos e hijas, trabaja en la casa, cuida de las personas dependientes o enfermas, ejerce la vigilancia revolucionaria en el barrio, estudia, trabaja en el campo, en la fábrica, defiende las conquistas del pueblo como el que más y exprime todas las promesas revolucionarias mirando de soslayo al inaccesible macropoder masculino que elabora las definiciones de la realidad desde su punto de vista androcéntrico. La mujer despliega entonces una estrategia más funcional a los tiempos de paz: aceptar la doble jornada y ejercer una presión sostenible y constante sobre la estructura social para ablandar y moldearla lentamente.
La historiografía de las revoluciones triunfantes rinde homenaje sincero a las mujeres que tuvieron un papel destacado en la lucha y las presenta como referentes y ejemplos para las nuevas generaciones; reconoce la importancia del compromiso femenino en el proceso revolucionario y educa en la escuela para que ese compromiso alcance un grado superior. Pero no se produce la quiebra definitiva del punto de vista androcéntrico. Una revolución sabe que debe afrontar la reconstrucción de la Historia desde parámetros materialistas para eliminar el sesgo ideológico burgués o colonial, pero casi siempre desconoce que existe otro sesgo también acientífico, además de injusto, que es el sesgo patriarcal. La Historia de las mujeres permanece inhabilitada, como si nunca antes de la revolución hubieran operado en calidad de sujeto histórico, como si fuese un hecho incontrovertible que las mujeres permanecieron al margen de los procesos significativos y relevantes, que es el sustento de la historiografía patriarcal, como si únicamente a la revolución en abstracto, y no a su propia lucha, debieran la liberación.
En el caso de las revoluciones derrotadas, como ocurrió con el intento español durante la II República, además de perderse tantas vidas, tanta esperanza, todo el futuro, la justicia social, la democracia popular, etc., etc., se pierde también algo menos tangible como es la memoria histórica de las mujeres, sepultada por un radiante patriarcado con olor de sacristía que barrió todo vestigio de liberación femenina. Las fuerzas revolucionarias derrotadas carecen de capacidad así como de voluntad para reconocer el papelón interpretado por ese otro sujeto histórico desheredado que es la parte femenina de la clase obrera. Incluso las más destacadas protagonistas minimizan la importancia y amplitud de su epopeya antifascista, como destaca Ingrid Strobl en las entrevistas efectuadas a múltiples combatientes europeas, sorprendidas porque alguien mostrara interés por una biografía que ni ellas mismas consideran significativa. Tardan en reconstruir los recuerdos y aún más en reconocer el verdadero alcance de la participación de miles de mujeres en la resistencia armada, olvidadas por todos y negadas incluso por sus propios compañeros de partido y de lucha.
Pero lo cierto es que miles de jóvenes españolas se vistieron el mono miliciano y partieron a la guerra. En el frente tuvieron que luchar contra el fascismo y contra las ancestrales contradicciones de género para eludir, también allí, la división sexual del trabajo que los compañeros de armas pretendían imponer como cosa natural. Y se ganaron día a día el derecho a la igualdad haciendo guardias, durmiendo en la nieve, caminando por el fango, pasando hambre y disparando contra el enemigo. Incluso después de la expulsión de las mujeres del frente muchas se quedaron, como Mika Etchebéhere, que continuó al mando de su columna una vez integrada en el ejército regular, como la Dinamitera, que recorría las trincheras esquivando balas para distribuir y recoger las cartas con la única mano que salvó de la explosión, como Julia Manzanal, a la que llamaban Chico, como Fidela Fernández, como tantas otras.
Mujeres Antifascistas debatió las dos posturas internas, una favorable a que las mujeres lucharan en el frente y otra partidaria de que se mantuvieran en la retaguardia, pero cuando el PCE tomó postura a favor de la retaguardia se cerró el debate. Durante los primeros meses de la guerra la izquierda revolucionaria hizo llamamientos vehementes a las mujeres para que se alistaran voluntarias y la propaganda ensalzaba la figura de la miliciana. Pero después de la expulsión lanzaron campañas de desprestigio y recriminación basadas en la necesidad de suplir a los varones en la producción y en la idea supersticiosa de que las únicas mujeres del frente eran prostitutas, haciéndose eco de aquel singular pensamiento de la España fascista.
Las mujeres sostuvieron la producción con sobrada eficacia y dignidad, esa labor masculina, ardua y compleja para la que no estaban capacitadas en tiempos de paz. Otras muchas se alistaron en el Batallón del talento (del Quinto Regimiento) para la defensa republicana desde la poesía y las canciones, en las guerrillas del teatro, que montaban funciones propagandísticas itinerantes en los puestos avanzados de la guerra, y también en el teatro de trinchera, como el de Alberti, de genuina vocación agitativa. Muchas mujeres tuvieron un papel destacado en los medios de comunicación, dirigiendo publicaciones como la revista del Socorro Rojo “Ayuda”, por María Teresa León; o escribiendo artículos de tanta resonancia como el de Margarita Nelken “Ni perdón, ni olvido”; y también en las milicias de la cultura, que se trasladaban a los frentes para alfabetizar a los soldados, y en la Alianza de Intelectuales Antifascistas.
¿Y a dónde fue a parar toda esa ruptura con la perfecta casada española, además de a las cárceles como la de Ventas, en la que se hacinaban doce mil reclusas y fusilaron a las Trece Rosas y a mil doscientas revolucionarias más? ¿A dónde fue a parar esa parte de la realidad si no se halla en los libros de historia ni se estudia en la escuela, a pesar de haber sucedido y constituir un capítulo relevante en el devenir de la humanidad?
Dice Engels, analizando la situación de la clase obrera en Inglaterra que “el empleo de mujeres con frecuencia rompe la familia, porque si la esposa trabaja doce o trece horas diarias en la fábrica y el marido trabaja el mismo tiempo ¿qué ocurre con los niños?”. Obviamente es un planteamiento incorrecto y sesgado de corte patriarcal. Presume que la organización interna de la familia y el cuidado de niños y niñas es responsabilidad natural exclusiva de la mujer, sin explicar por qué, naturalizando una división sexual del trabajo que no puede ser más que social.
Los prejuicios de la ideología patriarcal siembran un camino de errores metodológicos y analíticos que refuerzan el sistema de dominación y explotación femenina (cuya base material es la ingente cantidad de trabajo que se vende más barato en el mercado laboral o que se realiza gratuitamente en el ámbito familiar). Una consecuencia inmediata es la inhabilitación parcial de las mujeres para intervenir en todos los ámbitos de la sociedad y del poder. La concepción materialista de la Historia nació contaminada de ideología patriarcal y excluyó de sus parámetros la contradicción entre los géneros por considerarla inexistente, irrelevante o burguesa. Como consecuencia se mantiene una fuerte presión ideológica tendente a minimizar la intervención de las mujeres en las luchas y en la historia, reconociendo únicamente unos cuantos casos memorables de mujeres excepcionales (aquellas biografías difíciles de ocultar), pero que no alcanzan para declarar el carácter de sujeto histórico colectivo ganado en la guerra, en la producción, en la reproducción, en la familia y en la vida cotidiana.
La rehabilitación de las mujeres como sujeto histórico es la gran cuestión pendiente de resolución en el campo del materialismo histórico, contemplado por la especialidad historiográfica del conocimiento bajo el prisma idílico de las ciencias acabadas. Las dificultades con que vamos a tropezar en la reconstrucción de esa Historia incompleta son aún mayores que las superadas por las revoluciones historiográficas precedentes. Pero es una elaboración igualmente realizable, inexcusable y necesaria.