Reseña de
Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, escrita por Amparo
Moreno Sardà (catedrática emérita de Historia de la Comunicación de la UAB). Publicada en el número 11 de la
Revista Economía Crítica:
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[Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] En 1984, Silvia Federici y Leopoldina Fortunati publicaron Il Grande Calibano. Storia del corpo social rebella nella prima fase del capitale (Milán, Franco Agneli). Veinte años después, Silvia Federici publicó Caliban and the Witch Women. The Body and Primitive Accumulation. Esta obra, traducida al castellano en 2010 como
Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, merece algo más que una reseña convencional.
En el Prefacio, Federici explica las diferencias entre las dos obras. Il Grande Calibano, fruto de un proyecto de investigación iniciado a mediados de los setenta con la feminista italiana Leopoldina Fortunati, fue un intento de repensar el análisis de la acumulación primitiva de Marx desde un punto de vista feminista, y una crítica a la teoría del cuerpo de Foucault, que ignora el proceso de reproducción, funde las historias femenina y masculina en un todo indiferenciado y se desinteresa por el “disciplinamiento” de las mujeres hasta el punto que nunca menciona la caza de brujas. La tesis que se defendía era que la historia de las mujeres requiere analizar los cambios que el capitalismo introdujo en el proceso de reproducción social y especialmente en el de reproducción de la fuerza de trabajo. Caliban y la bruja responde a un mayor conocimiento sobre la historia de las mujeres y a un contexto social diferente. En consecuencia, se propone repensar el desarrollo del capitalismo desde un punto de vista feminista evitando las limitaciones de una “historia de las mujeres” separada del sector masculino de la clase trabajadora.
Poco después de la publicación de Il Grande Calibano, Federici se desplazó de Estados Unidos a Nigeria donde trabajó como profesora entre 1984 y 1986, años que constituyeron un “punto de inflexión para la mayoría de los países africanos”. La autora explica así su experiencia. En respuesta a la crisis de la deuda, el gobierno nigeriano entró en negociaciones con el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial y adoptó “un programa de ajuste estructural, la receta universal de Banco Mundial para la recuperación económica en todo el planeta”. Conseguir que Nigeria llegase a ser competitiva en el mercado internacional suponía “una nueva ronda de acumulación primitiva y una racionalización de la reproducción social orientada a destruir los últimos vestigios de propiedad comunal y de relaciones comunales, imponiendo de este modo formas más intensas de explotación”. Presenció en directo procesos similares a los que había estudiado en Il Grande Calibano. “En Nigeria comprendí que la lucha contra el ajuste estructural formaba parte de una larga lucha contra la privatización y el “cercamiento”… de las tierras comunales… y de las relaciones sociales, que data de los orígenes del capitalismo en Europa y América en el siglo XVI”. En 1986 regresó a Estados Unidos: su participación como docente en un programa interdisciplinario le llevó a detectar otro tipo de “cercamiento”: “la creciente pérdida entre las nuevas generaciones, del sentido histórico de nuestro pasado común”. Con Calibán y la bruja, Federici se propone “revivir entre las generaciones jóvenes la memoria de una larga historia de resistencia que hoy corre el peligro de ser borrada”.
Nos hallamos ante una obra fundamental para comprender una parte decisiva de la historia de Europa occidental: los siglos anteriores y posteriores a la implantación del capitalismo y el inicio de la expansión oceánica y la conquista de América. Federici se centra en las formas de resistencia populares a estos proyectos, uno de cuyos episodios más sangrientos fue la caza de brujas, fenómeno que la mayoría de historiadores ha silenciado y al que las feministas sí han prestado atención. Pero más allá de los datos, esta obra nos ha suscitado un interés especial por las aportaciones que hace a un modelo de análisis no-androcéntrico, cuestión que debería ser objeto de un debate.
En el Capítulo I (El mundo entero necesita una sacudida. Los movimientos sociales y la crisis política en la Europa medieval), Federici plantea que, para comprender el papel que jugaron las mujeres en la crisis del feudalismo, y los motivos que llevaron a la persecución de las brujas durante tres siglos, hay que examinar las luchas que libró el proletariado medieval contra el poder feudal; por tanto, tener en cuenta además de los terrenos clásicos de la lucha de clases, la transformación de las relaciones de género.
¿Por qué las acciones del proletariado medieval para “poner el mundo patas arriba” no condujeron a una alternativa al feudalismo y al capitalismo?, se pregunta la autora.
La respuesta le lleva al desarrollo de la servidumbre en Europa en los siglos V y VI, y a las herejías y los conflictos del campesinado contra los terratenientes en la Edad Media.
Se convocó a Cruzadas contra los herejes y para liberar la Tierra Santa de los “infieles”, y el Papa creó la Santa Inquisición. El colapso demográfico de la Peste Negra puso las jerarquías sociales patas arriba. Pero a finales del siglo XV se inició una contrarrevolución que degradó a todas las mujeres, cualquiera que fuera su clase, insensibilizó a la población frente a la violencia contra las mujeres y preparó el terreno para la caza de brujas.
El Capítulo II (La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres. La construcción de la “diferencia” en la “transición al capitalismo”) nos parece fundamental, porque en él explica la autora los conceptos clave que utiliza.
El proceso revolucionario desarrollado a lo largo de la Edad Media llegó a su fin, dice, con la implantación del capitalismo como respuesta a la crisis del poder feudal, a la derrota de las revueltas campesinas que se agravaron con la caza de brujas, y a la expansión colonial. En menos de tres siglos, la clase dominante europea lanzó una ofensiva que cambió la historia del planeta, estableciendo las bases del sistema capitalista mundial, en un intento sostenido de apropiarse de nuevas fuentes de riqueza, expandir su base económica y poner bajo su mando un mayor número de trabajadores.
La violencia fue el principal medio en este proceso de acumulación primitiva. Sostiene que “éste es el contexto histórico en el que se debe ubicar la historia de las mujeres y de la reproducción en la transición del feudalismo al capitalismo, en Europa y América”.
Y para argumentarlo, rastrea dos temas clásicos: la privatización de la tierra, iniciada en Europa a fines del siglo XV, coincidiendo con la expansión colonial; y la “revolución de los precios” atribuida a la llegada del oro y la plata de América. Pero esta explicación, añade, hay que completarla tratando las políticas que la clase capitalista introdujo con el fin de disciplinar, reproducir y ampliar al proletariado europeo, comenzando con el ataque que lanzó contra las mujeres que desembocó en un “nuevo orden patriarcal”, el “patriarcado del salario”, la “esclavitud del salario”.
La crisis de población de los siglos XVI y XVII convirtió la reproducción y el crecimiento poblacional en objeto de debate intelectual y asunto de Estado. Para regular la procreación, y quebrar su control por parte de las mujeres, se intensificó la persecución de las “brujas”, se demonizó cualquier forma de control de la natalidad y de sexualidad no-procreativa, y se impusieron penas severas a la anticoncepción, el aborto y el infanticidio. El resultado fue que se esclavizó a las mujeres a la procreación: “Sus úteros se transformaron en territorio político controlado por los hombres y el Estado: la procreación fue directamente puesta al servicio de la acumulación capitalista”. La desposesión de la tierra y la devaluación del trabajo asalariado femenino condujo también a la masificación de la prostitución, tolerada en la Edad Media pero, desde el siglo XVI, sujeta a nuevas restricciones y criminalizada. Se formó, así, dice, una “nueva división sexual del trabajo”, un “nuevo contrato sexual” que definía a las mujeres –madres, esposas, hijas, viudas – en términos que ocultaban su condición de trabajadoras, y daba a los hombres libre acceso a sus cuerpos, a su trabajo y a los cuerpos y el trabajo de sus hijos. En esta “nueva organización del trabajo”, subraya, “todas las mujeres (excepto las que habían sido privatizadas por los hombres burgueses) se convirtieron en bien común”. Esta fue una derrota histórica para las mujeres. Para hacer cumplir la “apropiación primitiva” masculina del trabajo femenino, se construyó un “nuevo orden patriarcal” que redujo a las mujeres a la doble dependencia de sus empleadores y de los hombres. “Las mujeres mismas se convirtieron en bienes comunes”, ya que su trabajo fue definido como un recurso natural excluido de las relaciones de mercado. La familia, dice, comenzó a separarse de la esfera pública y se configuró en la institución más importante para la apropiación y el ocultamiento del trabajo de las mujeres: en la clase alta, la propiedad daba al marido poder sobre su esposa e hijos, mientras que la exclusión de las mujeres del salario daba a los trabajadores un poder similar sobre sus mujeres. Hubo consenso, más allá de las divisiones religiosas y culturales, y desde finales del siglo XVII surgió un “nuevo modelo de feminidad”: la mujer y esposa ideal, casta, pasiva, obediente, ahorrativa, de pocas palabras y siempre ocupada con sus tareas, valorizada por el “instinto materno”.
Federici considera que la respuesta a la crisis de población en la América colonial, donde se exterminó al 95 % de sus habitantes, fue la trata de esclavos. La inmensa cantidad de plustrabajo que permitió acumular el sistema de plantaciones fue decisivo para el desarrollo capitalista porque estableció un modelo de administración del trabajo, de producción orientada a la exportación, de integración económica y de división internacional del trabajo que se convirtió en el paradigma de las relaciones de clase capitalistas. En las metrópolis, el salario se transformó en el vehículo por medio del cual los bienes producidos por los trabajadores esclavizados iban a parar al mercado y adquirían valor. De este modo, igual que el trabajo doméstico femenino, el trabajo esclavizado se integró en la producción y en la reproducción de la fuerza de trabajo metropolitana. El salario se redefinió como instrumento de acumulación, medio para movilizar tanto el trabajo de los trabajadores que se paga, como el de una multitud de trabajadores, que queda oculto debido a sus condiciones no salariales. Las vidas de los trabajadores esclavizados en América y las de los asalariados en Europa estaban estrechamente conectadas. Pero, argumenta, sería un error deducir que el ajuste del trabajo esclavo a la producción del proletariado asalariado europeo creó una comunidad de intereses entre los trabajadores europeos y los capitalistas de las metrópolis, a partir del deseo común de artículos importados baratos. Esta situación cambió a partir de 1640, cuando la esclavización en las colonias del sur de Estados Unidos y del Caribe estuvo acompañada de la construcción de jerarquías raciales que frustraron posibles complicidades.
Federici recurre a la conspiración organizada por Calibán, el rebelde nativo hijo de una bruja, y sus aliados, los proletarios europeos Tríncalo y Stéfano, representada por Shakespeare en La Tempestad (1612), que da título a esta obra, para preguntarse si el fatal desenlace podría haber sido diferente. “¿Y si los rebeldes no hubieran sido Calibán sino Sycorax, su madre, la poderosa bruja argelina que Shakespeare oculta en el fondo de la obra, ni Tríncalo y Stéfano, sino las hermanas de las brujas que, en los mismos años de la conquista eran quemadas en la hoguera-Europa?”. Esta pregunta retórica, aclara, permite cuestionar la naturaleza de la división sexual del trabajo en las colonias y de los lazos que podían establecerse allí entre las mujeres europeas, indígenas y africanas en virtud de una experiencia común de discriminación sexual. Y explica que la institucionalización de la esclavitud, que disminuyó la carga laboral para los trabajadores blancos, hizo cambiar la situación. “Fuera cual fuera su origen social, las mujeres blancas fueron elevadas de categoría, esposadas dentro de las filas de la estructura de poder blanco. Y cuando les resultó posible, ellas también se convirtieron en dueñas de esclavos, generalmente mujeres, empleadas para realizar el trabajo doméstico”.
Igual que el sexismo, advierte Federici, el racismo, además de un bagaje cultural que los europeos llevaron a América, fue una estrategia para crear las condiciones para una economía capitalista, y ambos tuvieron que ser legislados e impuestos. Y concluye que la acumulación primitiva, la construcción de un “nuevo orden patriarcal”, que hacía que las mujeres fueran sirvientas de la fuerza de trabajo masculina, fue fundamental para el desarrollo del capitalismo. La “nueva división sexual del trabajo”, junto con la división internacional del trabajo, favoreció la acumulación capitalista. A menudo, los trabajadores varones han sido cómplices, pero al precio de la autoalienación y de la “desacumulación primitiva” de sus poderes individuales y colectivos. Este proceso de desacumulación lo trata en los capítulos siguientes a partir de tres aspectos que considera claves en la transición del feudalismo al capitalismo.
El primer aspecto, la constitución del cuerpo proletario en una máquina de trabajo, es el tema del Capítulo III (El gran Calibán. La lucha contra el cuerpo rebelde). Coincide con Foucault en que una de las condiciones para el desarrollo capitalista fue el proceso de “disciplinamiento del cuerpo”, un intento por parte del Estado y de la Iglesia para transformar las potencias del individuo en fuerza de trabajo. En el siglo XVI, explica, en las zonas de Europa occidental más afectadas por la Reforma Protestante y por el surgimiento de una burguesía mercantil, emergió un nuevo concepto de persona en cuyo interior se escenificaba una batalla entre las “fuerzas de la Razón” y los “bajos instintos del Cuerpo”. La racionalización capitalista del trabajo requería destruir el cuerpo como receptáculo de poderes mágicos, tal como era considerado en el mundo medieval, de ahí el ataque contra la brujería y contra la visión mágica del mundo. Y subraya: “La primera máquina desarrollada por el capitalismo fue el cuerpo humano y no la máquina de vapor, ni tampoco el reloj”. En esta obsesión por controlar el cuerpo, Federici ve la misma pasión con que la burguesía trató de “colonizar” al proletariado: el gran Calibán de la época que personificaba los “humores enfermos” que se escondían en el cuerpo social, comenzando por los monstruos repugnantes de la vagancia y la borrachera.
El segundo aspecto es La gran caza de brujas en Europa, objeto del Capítulo IV. Sitúa el punto de partida en el siglo XV, con la publicación de tratados sobre brujería que culminó con el Malleus Maleficarum (1486), sancionado por la bula Summis Desiderantes (1484) del Papa Inocencio VIII. Y localiza el punto álgido entre 1580 y 1630, cuando las relaciones feudales daban paso a instituciones económicas y políticas típicas del capitalismo mercantil. La caza de brujas, afirma, se basó en una vasta organización oficial y usó propaganda multimedia para generar una psicosis de masas. Y no fue solo producto del fanatismo papal o de la Inquisición de Roma; en su apogeo, las cortes seculares llevaron a cabo la mayor parte de los juicios. Las naciones católicas y protestantes, en guerra entre sí, compartieron argumentos para perseguir a las brujas.
“La caza de brujas fue el primer terreno de unidad en la política de las nuevas Naciones-Estado europeas, el primer ejemplo de unificación europea después del cisma de la Reforma”.
Federici advierte que a partir de la asociación entre anticoncepción, aborto y brujería, en la Bula de Inocencio VIII, los crímenes reproductivos ocuparon un lugar prominente en los juicios. Y concluye que la caza de brujas fue un intento de criminalizar el control de la natalidad y de poner el cuerpo femenino, el útero, al servicio del incremento de la población y la acumulación de fuerza de trabajo, promovido por una clase política preocupada por el descenso de la población y motivada por la convicción de que una
población grande constituye la riqueza de una nación. En consecuencia, “del mismo modo que los cercamientos expropiaron las tierras comunales al campesinado, la caza de brujas expropió los cuerpos de las mujeres, los cuales fueron así “liberados” de cualquier obstáculo que les impidiera funcionar como máquinas para producir mano de obra”.
La caza de brujas fue, por tanto, una guerra para degradar, demonizar y destruir el poder social de las mujeres. En las cámaras de tortura y en las hogueras se forjaron los ideales burgueses de feminidad y domesticidad. Las prácticas perseguidas en la caza de brujas coinciden con las prohibidas en las leyes que regularon la vida familiar y las relaciones de género y de propiedad en Europa Occidental. También advierte una correspondencia entre la imagen degradada de la mujer forjada por los demonólogos, y la imagen de la feminidad que canonizaba a una mujer débil de cuerpo y mente que justificaba el control masculino sobre las mujeres y el nuevo orden patriarcal. Se santificó, así, la supremacía masculina que inducía a los hombres a ver a las mujeres como destructoras del sexo masculino. La producción de la “mujer pervertida” fue un paso hacia la transformación de la vis erotica femenina en vis lavorativa, primer paso para transformar la sexualidad femenina en trabajo. Concluye el capítulo abordando la relación entre la caza de brujas y el nacimiento de la ciencia moderna. La persecución de la curandera del pueblo expropió a las mujeres de un patrimonio de saber empírico que habían acumulado y transmitido de generación en generación. Pero el principal factor de la instigación de la caza de brujas, sostiene, fue la necesidad de las élites europeas de erradicar un modo de existencia que a finales de la baja Edad Media amenazó su poder político y económico. Cuando, hacia finales del siglo XVII la disciplina social fue restaurada y la clase dominante consolidó su hegemonía, los juicios a las brujas llegaron a su fin, la creencia en la brujería se despreció como superstición y pronto se borró de la memoria.
El tercer aspecto, lo trata en el Capítulo V titulado La colonización, la cristianización y la caza de brujas en el Nuevo Mundo. Parte del supuesto de la continuidad entre la dominación de las poblaciones del Nuevo Mundo, y la de las poblaciones en Europa durante la transición al capitalismo. En ambos casos tuvo lugar la expulsión forzosa de poblaciones enteras de sus tierras, el empobrecimiento a gran escala, y el lanzamiento de campañas de “cristianización” que socavaron la autonomía de la gente y las relaciones comunales. En el Nuevo Mundo, la caza de brujas constituyó “una estrategia deliberada, utilizada por las autoridades con el objetivo de infundir terror”, destruir la resistencia colectiva, silenciar a comunidades enteras y enfrentar a sus miembros entre sí. “También fue una estrategia de cercamiento” aplicada a la tierra, los cuerpos o las relaciones sociales. Al igual que en Europa, la caza de brujas fue el paradigma que justificó la esclavitud y el genocidio.
Federici explica que inicialmente, la imagen de los colonizados como adoradores del Diablo coexistió con una imagen positiva de los “indios”, pero a medida que avanzó la conquista se puso en marcha una máquina ideológica complementaria a la máquina militar que retrataba a los “indios” como seres que practicaban todo tipo de abominaciones bajo el dominio del Diablo, justificando, así, que podían ser privados de sus tierras y de sus vidas. Este cambio coincide con la decisión de la Corona Española de introducir un sistema más severo de explotación, a partir de 1550, para responder a la situación interna de España y financiar la expansión europea de la Corona. Las mujeres defendieron el antiguo modo de existencia y se opusieron a la nueva estructura de poder.
Las deidades femeninas en las religiones precolombinas indican que habían tenido una posición de poder. Los españoles, con sus creencias misóginas, reestructuraron la economía y el poder político a favor de los hombres, y convirtieron a las mujeres en sirvientas de los encomenderos, sacerdotes y corregidores, tejedoras en los obrajes, o las forzaron a seguir a sus maridos a las minas. Sin embargo, la lucha de las mujeres, el vínculo de los indios americanos con la tierra, las religiones locales y la naturaleza, sobrevivieron a la persecución y proporcionaron una fuente de resistencia anticolonial y
anticapitalista durante más de 500 años, y no se logró aislar a las brujas del resto de la comunidad ni convertirlas en parias. A finales del siglo XVII la caza de brujas en América continuó desarrollándose, pero la disminución demográfica y la creciente seguridad política y económica del poder colonial pusieron fin a la persecución. Se consideró la idolatría y las prácticas mágicas como debilidades de gente ignorante menospreciada por la “gente de razón”. La preocupación por la adoración al Diablo migró entonces hacia las plantaciones de esclavos en Brasil, el Caribe y América del Norte donde los colonos ingleses justificaron las masacres de los indios americanos nativos calificándolos de sirvientes del Diablo.
Para concluir, Federici advierte que la abolición de la esclavitud no hizo desaparecer la caza de brujas del repertorio de la burguesía. La expansión global del capitalismo implantó esta persecución en otras sociedades colonizadas. De ahí las lecciones del pasado al presente: la reaparición de la caza de brujas en tantas partes del mundo en los años ochenta y noventa del siglo XX significa que nos encontramos en un nuevo proceso de “acumulación primitiva”, y que la privatización de la tierra y de otros recursos comunales, el masivo empobrecimiento, el saqueo y el fomento de la división de comunidades antes cohesionadas, vuelven a formar parte de la agenda mundial. Y concluye con Arthur Miller en su interpretación de los juicios de Salem: si despojamos a la persecución de las brujas de su parafernalia metafísica, podemos reconocer en ella fenómenos muy próximos a nosotros.