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Cuento basado en ''Rebelión en la granja'' (1945), de George Orwell. Disponible aquí.
Eráse una vez una granja en la que vivían cuatro tipos de animales: los cerdos, las cabras, los caballos y las ratas. Los cerdos vivían muy bien, y se ocupaban de administrar las tierras y el dinero que producía la granja. Las cabras se ocupaban, supuestamente, de garantizar la libertad y la igualdad de todos los animales de la granja. Los caballos ocupaban su tiempo en trabajar arduamente a cambio de la subsistencia otorgada por los cerdos. Las ratas vivían miserablemente, pues nadie pensaba nunca en ellas si no era para insultarlas o humillarlas.
La granja funcionaba muy bien. Los cerdos, no se recuerda ya en qué momento, habían ordenado a las cabras que grabasen en lo alto del granero una consigna en mayusculas y con pintura roja:
''¡TODOS LOS ANIMALES SON IGUALES!''
Supuestamente solo los cerdos y las cabras sabían leer. Algunos caballos habían aprendido cuando eran pequeños, pero preferían no entrar a debatir lo que los cerdos escribían, era más cómodo. La habilidad de Prisa, un cerdo muy astuto que era el encargado de convencer al resto de la granja sobre las decisiones de los cerdos más ricos, usando su habilidad retórica y facilidad de palabra, les habían convencido de lo justo que era el mandamiento único. Este cerdo solía manipular al resto de animales con argumentos sospechosos que ni los caballos ni la mayoría de las cabras entendían. Las ratas ni siquiera se dignaban a escucharle.
Un día, nadie sabe muy bien por qué, llegó lo que Prisa llamó ''crisis de la agricultura''. Su orígen, al parecer, era que los cerdos habían permitido una desregularización de la economía agricola, y que habían prestado dinero a los caballos y a las ratas a sabiendas de que estos no podrían devolverselo. Esto vino acompañado de un aumento brutal del precio de los alimentos básicos y de la desconfianza de los cerdos de otras granjas en la inversión agricola, algo muy malo según Prisa.
Mientras tanto, la vida seguía siendo dura. El invierno era tan frío como el anterior, y la comida aún más escasa. Fueron reducidas todas las raciones, exceptuando las de los cerdos y las de las cabras. «Una igualdad demasiado rígida en las raciones —explicó Prisa—, sería contraria a los principios de la libre agricultura, y vivimos en una granja libre así que...». De cualquier manera no tuvo dificultad en demostrar a los demás que, en realidad, no estaban faltos de comida, cualesquiera que fueran las apariencias. Ciertamente, fue necesario hacer un reajuste de las raciones (Prisa siempre mencionaba esto como «reajuste», nunca como «reducción»), pero comparado con otros tiempos peores, la mejoría era enorme. Leyéndoles las cifras con voz chillona y rápida, les demostró detalladamente que contaban con más avena, más heno, y más nabos de los que tenían hace 40 años; que trabajaban menos horas, que el agua que bebían era de mejor calidad, que vivían más años, que una mayor proporción de criaturas sobrevivía a la infancia y que tenían más paja en sus pesebres y menos pulgas. Los animales creyeron todo lo que dijo. Ellos sabían que la vida era dura y áspera, que muchas veces tenían hambre y frío, y generalmente estaban trabajando cuando no dormían. Pero, sin duda alguna, peor había sido en los viejos tiempos. Sentíanse contentos de creerlo así. Además, en aquellos días fueron esclavos y ahora eran libres, y eso representaba mucha diferencia, como Prisa nunca se olvidaba de señalarles.
Había muchas bocas que alimentar. En el otoño las cuatro cerdas tuvieron crías simultáneamente, amamantando, entre todas, treinta y un cochinillos. Se anunció que más adelante, cuando se compraran ladrillos y maderas, se construiría una escuela exclusiva para los cerditos en el jardín. Mientras tanto, los lechones fueron educados por Emilio (el líder de los cerdos) mismo en la cocina de la casa. Hacían su gimnasia en el jardín, y se les disuadía de jugar con caballos o ratas. En esa época, también se implantó la regla de que cuando un cerdo y cualquier otro animal se encontraran en el camino, el segundo debía hacerse a un lado; y asimismo que los cerdos, de cualquier categoría, iban a tener el privilegio de adornarse con cintas verdes en la cola, los domingos. Nadie entendía muy bien la utilidad de esta regla, pero la acataron sin más. En tiempos de crisis hay otras cosas de las que preocuparse.
Las raciones, rebajadas en diciembre, fueron disminuidas nuevamente en febrero, y se prohibieron las linternas en los pesebres para economizar petróleo.
Pero si bien no faltaban penurias que aguantar, en parte estaban compensadas por el hecho de que la vida tenía mayor dignidad que en tiempos anteriores. Había más canciones, más fútbol, más entretenimientos. Resultaba satisfactorio el recuerdo de que, después de todo, ellos eran realmente sus propios amos y que todo el trabajo que efectuaban era en beneficio común. Y así, con las canciones, los desfiles, las listas de cifras de Squealer, los deportes, y el flamear de las banderas, podían olvidar por algún tiempo que sus barrigas estaban poco menos ya que vacías.
En abril llegaron las elecciones a la presidencia. Había dos candidatos: la cabra Adolfa y la cabra Naniana. Esta última resultó elegida por unanimidad, debido en parte a la crisis agrícola que según algunos Adolfa había provocado. El mismo día se reveló que se habían descubierto nuevos documentos dando más detalles referentes a la crisis de la agricultura. Según ellos, parecía ser que los culpables de esta eran los caballos y las ratas, que en tanto que animales irresponsables y egoístas, habían comido más de la cuenta sin pensar en el futuro.
Una semana después, una tarde, cierto número de carros llegó a la granja. Una delegación de cerdos y cabras vecinos había sido invitada para realizar una visita. Recorrieron la granja y expresaron gran admiración por todo lo que vieron. Los animales estaban escardando el campo de nabos. Trabajaban casi sin despegar las caras del suelo. Esa noche se escucharon fuertes carcajadas y canciones desde la casa. El sonido de las voces entremezcladas despertó repentinamente la curiosidad de las ratas y de los caballos. De común acuerdo se arrastraron en el mayor silencio hasta el jardín de la casa.
Al llegar a la entrada se detuvieron, medio asustados, pero Clover, una yegua muy valiente, avanzó resueltamente y los demás la siguieron. Fueron de puntillas hasta la casa, y los animales de mayor estatura espiaron por la ventana del comedor. Allí, alrededor de una larga mesa, estaban sentados media docena de cabras y media docena de los cerdos más eminentes, ocupando Emilio el puesto de honor en la cabecera. El grupo estaba jugando una partida de naipes, pero la habían suspendido un momento, sin duda para brindar. Una jarra grande estaba pasando de mano en mano y los vasos se llenaban de cerveza una y otra vez. El cerdo Schwein, de la granja Dötch, se puso en pie, con un vaso en la mano. Dentro de un instante, explicó, iba a solicitar un brindis a los presentes. Pero, previamente, se consideraba obligado a decir unas palabras.
«Era para él motivo de gran satisfacción —dijo—, y estaba seguro que para todos los asistentes, comprobar los efectos que estaba teniendo la crisis agrícola. Hubo un tiempo, no es que él, o cualquiera de los presentes, compartieran tales sentimientos, pero hubo un tiempo en que se creyó que la existencia de una granja poseída y gobernada por cerdos era en cierto modo anormal y que podría tener un efecto perturbador en el vecindario. Demasiados caballos y algunas cabras supusieron, sin la debida información, que en dicha granja prevalecía un espíritu de injusticia y robo. Pero todas estas dudas ya estaban disipadas. Él y los cerdos de otras granjas deducían que la libre agricultura, administrada por cerdos, conseguía no solamente los métodos más modernos, sino una disciplina y un orden que debían servir de ejemplo para los granjeros de todas partes.
»Querría terminar mi discurso —dijo— recalcando nuevamente el sentimiento amistoso que subsistía, y que debía subsistir, entre esta granja y las de sus vecinos. Entre los cerdos de aquí y los cerdos de mi país no había, y no debería haber, ningún choque de intereses de cualquier clase. Sus esfuerzos y sus dificultades eran idénticos. ¿No era el problema laboral el mismo en todas partes?» Aquí pareció que el cerdo Coshon, de Grance, se disponía a contar algún chiste preparado de antemano, pero por un instante le dominó la risa, y no pudo articular palabra. Después de un rato de sofocación en cuyo transcurso sus diversas papadas enrojecieron, logró explicarse:
«¡Hay ratas tan, tan pobres, que el único momento en el que prueban la carne es cuando se muerden la lengua!».
Esta ocurrencia les hizo desternillar de risa; y el cerdo Coshon nuevamente felicitó a los cerdos por las escasas raciones, las largas horas de trabajo y la falta de blandenguerías que observó en la granja
De pronto el caballo Ernesto, el más culto de toda la granja, que andaba todo el día triste y pensativo, sintió que un hocico le rozaba la pezuña. Se volvió. Era una rata. Sus viejos ojos parecían más apagados que nunca. Sin decir nada; le tiró suavemente de la crín y lo llevó hastá el extremo del granero principal, donde estaba inscrito el mandamiento único. Un minuto o dos estuvieron mirando la pared alquitranada con sus rojas letras
—La vista me está fallando —dijo Ernesto—. Ni aun cuando era joven podía leer lo que estaba ahí escrito... pero me parece que esa pared está rara.
Por primera vez las ratas consintieron en romper la costumbre y, para sorpresa de los caballos, leyeron al unisono lo que estaba escrito en el muro.
''¡TODOS LOS ANIMALES SON IGUALES!,
(PERO ALGUNOS ANIMALES SON
MÁS IGUALES QUE OTROS)''
— Vosotros — dijo una rata — no podíais verlo. Pero nosotras sí.
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Aclaraciones de los personajes, por si alguien no lo ha entendido:
Cerdos, cabras, caballos, ratas.
El cerdo Emilio, el cerdo Schwein, el cerdo Coshon.
La cabra Adolfa, la cabra Naniana.
El caballo Ernesto
El cerdo Prisa
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Cuento basado en ''Rebelión en la granja'' (1945), de George Orwell. Disponible aquí.
Eráse una vez una granja en la que vivían cuatro tipos de animales: los cerdos, las cabras, los caballos y las ratas. Los cerdos vivían muy bien, y se ocupaban de administrar las tierras y el dinero que producía la granja. Las cabras se ocupaban, supuestamente, de garantizar la libertad y la igualdad de todos los animales de la granja. Los caballos ocupaban su tiempo en trabajar arduamente a cambio de la subsistencia otorgada por los cerdos. Las ratas vivían miserablemente, pues nadie pensaba nunca en ellas si no era para insultarlas o humillarlas.
La granja funcionaba muy bien. Los cerdos, no se recuerda ya en qué momento, habían ordenado a las cabras que grabasen en lo alto del granero una consigna en mayusculas y con pintura roja:
''¡TODOS LOS ANIMALES SON IGUALES!''
Supuestamente solo los cerdos y las cabras sabían leer. Algunos caballos habían aprendido cuando eran pequeños, pero preferían no entrar a debatir lo que los cerdos escribían, era más cómodo. La habilidad de Prisa, un cerdo muy astuto que era el encargado de convencer al resto de la granja sobre las decisiones de los cerdos más ricos, usando su habilidad retórica y facilidad de palabra, les habían convencido de lo justo que era el mandamiento único. Este cerdo solía manipular al resto de animales con argumentos sospechosos que ni los caballos ni la mayoría de las cabras entendían. Las ratas ni siquiera se dignaban a escucharle.
Un día, nadie sabe muy bien por qué, llegó lo que Prisa llamó ''crisis de la agricultura''. Su orígen, al parecer, era que los cerdos habían permitido una desregularización de la economía agricola, y que habían prestado dinero a los caballos y a las ratas a sabiendas de que estos no podrían devolverselo. Esto vino acompañado de un aumento brutal del precio de los alimentos básicos y de la desconfianza de los cerdos de otras granjas en la inversión agricola, algo muy malo según Prisa.
Mientras tanto, la vida seguía siendo dura. El invierno era tan frío como el anterior, y la comida aún más escasa. Fueron reducidas todas las raciones, exceptuando las de los cerdos y las de las cabras. «Una igualdad demasiado rígida en las raciones —explicó Prisa—, sería contraria a los principios de la libre agricultura, y vivimos en una granja libre así que...». De cualquier manera no tuvo dificultad en demostrar a los demás que, en realidad, no estaban faltos de comida, cualesquiera que fueran las apariencias. Ciertamente, fue necesario hacer un reajuste de las raciones (Prisa siempre mencionaba esto como «reajuste», nunca como «reducción»), pero comparado con otros tiempos peores, la mejoría era enorme. Leyéndoles las cifras con voz chillona y rápida, les demostró detalladamente que contaban con más avena, más heno, y más nabos de los que tenían hace 40 años; que trabajaban menos horas, que el agua que bebían era de mejor calidad, que vivían más años, que una mayor proporción de criaturas sobrevivía a la infancia y que tenían más paja en sus pesebres y menos pulgas. Los animales creyeron todo lo que dijo. Ellos sabían que la vida era dura y áspera, que muchas veces tenían hambre y frío, y generalmente estaban trabajando cuando no dormían. Pero, sin duda alguna, peor había sido en los viejos tiempos. Sentíanse contentos de creerlo así. Además, en aquellos días fueron esclavos y ahora eran libres, y eso representaba mucha diferencia, como Prisa nunca se olvidaba de señalarles.
Había muchas bocas que alimentar. En el otoño las cuatro cerdas tuvieron crías simultáneamente, amamantando, entre todas, treinta y un cochinillos. Se anunció que más adelante, cuando se compraran ladrillos y maderas, se construiría una escuela exclusiva para los cerditos en el jardín. Mientras tanto, los lechones fueron educados por Emilio (el líder de los cerdos) mismo en la cocina de la casa. Hacían su gimnasia en el jardín, y se les disuadía de jugar con caballos o ratas. En esa época, también se implantó la regla de que cuando un cerdo y cualquier otro animal se encontraran en el camino, el segundo debía hacerse a un lado; y asimismo que los cerdos, de cualquier categoría, iban a tener el privilegio de adornarse con cintas verdes en la cola, los domingos. Nadie entendía muy bien la utilidad de esta regla, pero la acataron sin más. En tiempos de crisis hay otras cosas de las que preocuparse.
Las raciones, rebajadas en diciembre, fueron disminuidas nuevamente en febrero, y se prohibieron las linternas en los pesebres para economizar petróleo.
Pero si bien no faltaban penurias que aguantar, en parte estaban compensadas por el hecho de que la vida tenía mayor dignidad que en tiempos anteriores. Había más canciones, más fútbol, más entretenimientos. Resultaba satisfactorio el recuerdo de que, después de todo, ellos eran realmente sus propios amos y que todo el trabajo que efectuaban era en beneficio común. Y así, con las canciones, los desfiles, las listas de cifras de Squealer, los deportes, y el flamear de las banderas, podían olvidar por algún tiempo que sus barrigas estaban poco menos ya que vacías.
En abril llegaron las elecciones a la presidencia. Había dos candidatos: la cabra Adolfa y la cabra Naniana. Esta última resultó elegida por unanimidad, debido en parte a la crisis agrícola que según algunos Adolfa había provocado. El mismo día se reveló que se habían descubierto nuevos documentos dando más detalles referentes a la crisis de la agricultura. Según ellos, parecía ser que los culpables de esta eran los caballos y las ratas, que en tanto que animales irresponsables y egoístas, habían comido más de la cuenta sin pensar en el futuro.
Una semana después, una tarde, cierto número de carros llegó a la granja. Una delegación de cerdos y cabras vecinos había sido invitada para realizar una visita. Recorrieron la granja y expresaron gran admiración por todo lo que vieron. Los animales estaban escardando el campo de nabos. Trabajaban casi sin despegar las caras del suelo. Esa noche se escucharon fuertes carcajadas y canciones desde la casa. El sonido de las voces entremezcladas despertó repentinamente la curiosidad de las ratas y de los caballos. De común acuerdo se arrastraron en el mayor silencio hasta el jardín de la casa.
Al llegar a la entrada se detuvieron, medio asustados, pero Clover, una yegua muy valiente, avanzó resueltamente y los demás la siguieron. Fueron de puntillas hasta la casa, y los animales de mayor estatura espiaron por la ventana del comedor. Allí, alrededor de una larga mesa, estaban sentados media docena de cabras y media docena de los cerdos más eminentes, ocupando Emilio el puesto de honor en la cabecera. El grupo estaba jugando una partida de naipes, pero la habían suspendido un momento, sin duda para brindar. Una jarra grande estaba pasando de mano en mano y los vasos se llenaban de cerveza una y otra vez. El cerdo Schwein, de la granja Dötch, se puso en pie, con un vaso en la mano. Dentro de un instante, explicó, iba a solicitar un brindis a los presentes. Pero, previamente, se consideraba obligado a decir unas palabras.
«Era para él motivo de gran satisfacción —dijo—, y estaba seguro que para todos los asistentes, comprobar los efectos que estaba teniendo la crisis agrícola. Hubo un tiempo, no es que él, o cualquiera de los presentes, compartieran tales sentimientos, pero hubo un tiempo en que se creyó que la existencia de una granja poseída y gobernada por cerdos era en cierto modo anormal y que podría tener un efecto perturbador en el vecindario. Demasiados caballos y algunas cabras supusieron, sin la debida información, que en dicha granja prevalecía un espíritu de injusticia y robo. Pero todas estas dudas ya estaban disipadas. Él y los cerdos de otras granjas deducían que la libre agricultura, administrada por cerdos, conseguía no solamente los métodos más modernos, sino una disciplina y un orden que debían servir de ejemplo para los granjeros de todas partes.
»Querría terminar mi discurso —dijo— recalcando nuevamente el sentimiento amistoso que subsistía, y que debía subsistir, entre esta granja y las de sus vecinos. Entre los cerdos de aquí y los cerdos de mi país no había, y no debería haber, ningún choque de intereses de cualquier clase. Sus esfuerzos y sus dificultades eran idénticos. ¿No era el problema laboral el mismo en todas partes?» Aquí pareció que el cerdo Coshon, de Grance, se disponía a contar algún chiste preparado de antemano, pero por un instante le dominó la risa, y no pudo articular palabra. Después de un rato de sofocación en cuyo transcurso sus diversas papadas enrojecieron, logró explicarse:
«¡Hay ratas tan, tan pobres, que el único momento en el que prueban la carne es cuando se muerden la lengua!».
Esta ocurrencia les hizo desternillar de risa; y el cerdo Coshon nuevamente felicitó a los cerdos por las escasas raciones, las largas horas de trabajo y la falta de blandenguerías que observó en la granja
De pronto el caballo Ernesto, el más culto de toda la granja, que andaba todo el día triste y pensativo, sintió que un hocico le rozaba la pezuña. Se volvió. Era una rata. Sus viejos ojos parecían más apagados que nunca. Sin decir nada; le tiró suavemente de la crín y lo llevó hastá el extremo del granero principal, donde estaba inscrito el mandamiento único. Un minuto o dos estuvieron mirando la pared alquitranada con sus rojas letras
—La vista me está fallando —dijo Ernesto—. Ni aun cuando era joven podía leer lo que estaba ahí escrito... pero me parece que esa pared está rara.
Por primera vez las ratas consintieron en romper la costumbre y, para sorpresa de los caballos, leyeron al unisono lo que estaba escrito en el muro.
''¡TODOS LOS ANIMALES SON IGUALES!,
(PERO ALGUNOS ANIMALES SON
MÁS IGUALES QUE OTROS)''
— Vosotros — dijo una rata — no podíais verlo. Pero nosotras sí.
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Aclaraciones de los personajes, por si alguien no lo ha entendido:
Cerdos, cabras, caballos, ratas.
El cerdo Emilio, el cerdo Schwein, el cerdo Coshon.
La cabra Adolfa, la cabra Naniana.
El caballo Ernesto
El cerdo Prisa
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