Apuntes de feminismo revolucionario
texto de Rossana Rossanda (escritora, periodista y política italiana que tras ocupar altos cargos en el PCI, lo mabandonó y fundó la revista-movimiento Il Manifesto. En la actualidad escribe primordialmente sobre feminismo y crítica cultural)
publicado en La Haine con el título Guerra al capital – tomado de Taringa en 2009En la era de los medios masivos, y de la “sociedad de la imagen”, es cuando el cuerpo humano, y sobre todo el de la mujer, sufre un proceso de colonización y apropiación por parte de la burguesía consumista.
El capitalismo no es sino una de las últimas formas de explotación y dominación de los cuerpos. Esta explotación y dominación se remonta muy atrás en el tiempo. Abarca toda la historia de lo que, de manera muy pomposa, damos en llamar “civilización”. No hay constancia de que en las sociedades prehistóricas y pre-urbanas se diera la explotación y la dominación de los cuerpos. A lo sumo, las sociedades aldeanas practicaron hasta bien entrado el neolítico una primitiva división del trabajo en función del sexo, pero de ella no parece que se pueda deducir una dominación y explotación de los cuerpos etiquetados o marcados en función del sexo.
El inicio de la “civilización”, como ya indica el término, “cives” (como polis, ciudad y estado) es el inicio de una verdadera jerarquía social de dominación entre los seres humanos. El control de las entidades políticas a cargo de una elite aristocrática, guerrera, sacerdotal, o bien por una mezcla o simbiosis de ambas castas, es un control que incluye el etiquetado o el marcaje en función del sexo. De la mera diversidad de los cuerpos, que no atiende únicamente a la anatomía reproductora y sexual, sino también a las diferencias de edad, de raza, de capacidad guerrera, intelectual o laboral, se pasa a una rígida jerarquización en función del sexo ya “marcado” en términos de Poder.
El marcaje se hace de forma transversal, es decir, que la dicotomía socialmente creada de macho-hembra alcanza a todas las clases o castas sociales, si bien se modula según la clase o casta de la que se trata. Por ejemplo, en ciertas sociedades la mujer, aun habiendo resultado subordinada en función de un marcaje “civilizado” sufre una situación menos oprimida si ésta nace en una clase alta. En otras sociedades ocurrirá justamente lo contrario, y una mujer nacida con un estatus elevado sufre una mayor presión de marcaje precisamente por ello, en comparación con las féminas de las clases bajas. Se puede estudiar esta diferente modulación del marcaje sexual, observando la gran desenvoltura de que gozaba la hembra romana de la clase superior, en comparación con la mujer del populacho, por un lado, y el estricto código puritano y opresivo de la fémina de la época victoriana de la alta burguesía europea occidental frente a la mayor desenvoltura e independencia (relativas) de la obrera decimonónica.
El “rearme moral” que la burguesía occidental impulsó a lo largo del siglo XIX, y cuyas consecuencias llegan hasta hoy, se puede interpretar como una intensa campaña de colonización que las clases pudientes ejercieron sobre el proletariado con el fin de sujetar y controlar sus cuerpos y sus actividades corporales, no ya solo en el ámbito sexual y sus aledaños (matrimonio monogámico, crianza de niños, tamaño de los hogares...) sino en otros planos de la “vida civilizada” con el fin de que la obrera fuera un calco casi perfecto de la burguesa en el plano de la “moral”. De hecho, esta idea de la “moral” tal y como los burgueses la difundieron empleándola como consigna de colonización de cuerpos y hábitos de los (y las) proletarios, no fue otra cosa que el enmascaramiento de unas relaciones asimétricas que el régimen de producción capitalista imponía.
Que la burguesía dominara al proletariado en el ámbito de la Producción, implicaba necesariamente una subsiguiente dominación de sus cuerpos y hábitos mucho más allá de la mera explotación laboral. Un régimen de producción, como demostró Marx, acaba siendo un régimen de jerarquización social, donde los dominantes se imponen sobre los dominados y cortan todos los vínculos que antaño permitían a éstos escaparse de la “trampa social” que era y es el capitalismo. Un régimen de producción dominante siempre consiste en un sistema que llega a imposibilitar la autosuficiencia de los dominados. Esto fue lo que ocurrió con el proceso de acumulación primitiva y la expulsión de los campesinos de sus granjas, tierras de autoabastecimiento, bienes comunales, redes de solidaridad tradicional, etc.
Ese campesinado expulsado a la periferia de la urbe y dirigido hacia la fábrica es el proletariado atrapado en un sistema productivo “sin escapatoria”, en el que no hay más remedio que producir para otro bajo los resortes, condiciones y medios que proporciona el otro. Pues bien, una vez logrado eso, es decir, una vez creado el proletariado por medio de todo un sistema de poder y violencia (leyes de cierres de terrenos, leyes de pobres, leyes de persecución de “vagabundos y vagos”, orfanatos, asilos, etc.), el paso siguiente fue el de colonizar los hábitos “libertinos” de los proletarios. En realidad, a comienzos de la Revolución Industrial, Europa Occidental se encontró con dos culturas divergentes.
La cultura burguesa y la cultura proletaria. La cultura de los proletarios es muy desconocida históricamente, por aquello de que la Historia siempre la escriben los vencedores. Pero en todo caso sabemos que la burguesía reaccionó violentamente contra la proliferación de la subcultura “libertina” proletaria, pastoreando al proletariado según unas estrategias de control, dominación y sometimiento que arrancan ya de finales de la edad media. Fue así como la alianza entre la clerigalla y el capital emergente “inventó” una serie de instituciones como el matrimonio monogámico, el prostíbulo, etc. Instituciones que existían desde los albores mismos de la vida civilizada, pero que la nueva burguesía moduló para asegurar así un control total de cuerpos y de hábitos sobre el cual consolidar su dominación y sometimiento.
De una situación disociada, en la que la burguesía dominaba al proletariado que se estaba creando (y ello únicamente por medio de la explotación laboral) hubo de pasarse rápidamente a una colonización cultural: la parte burguesa de la sociedad exigía de la proletaria una emulación creciente ante el “escándalo moral” que significan los usos y costumbres espontáneas del proletariado.
El proletariado se colonizó de diversas maneras. Se dieron extensas campañas anti-alcohólicas, proyectos de re-evangelización, como los que luego formaron parte de Acción Católica y diversos sindicatos y asociaciones obreras de tipo cristiano. Se exigió el matrimonio heterosexual monogámico entre la clase obrera, persiguiendo cualquier otro tipo de uniones entre las personas (habituales desde la edad media) llegando incluso a su criminalización. Por lo demás, se extirpó cualquier forma de conducta espontánea de los obreros, tachándose de criminal, viciosa y pecaminosa.
En el origen de esta persecución de la diversidad encontramos todo un sinfín de instituciones (incluyendo las ciencias humanas) modernas, tales como el asilo, el presidio, el prostíbulo, la escuela reglada, el cuartel, el manicomio, etc. , así como una serie de “para-ciencias” que ya no pueden tildarse de humanidades, ni tampoco ser consideradas como ciencias en el sentido estricto, sino más bien como un corpus de técnicas de dominación, sometimiento o, al menos, control, que la sociedad burguesa va incorporando con el fin de lograr una colonización o domesticación del creciente contingente del proletariado.
Los espléndidos análisis de Michel Foucault, acerca de estas cuestiones, a mi juicio, hubieran ganado infinitamente si se les hubiera incorporado siempre una perspectiva de clase (es decir, marxista). Foucault subrayó que tales nuevas ciencias y técnicas de control, dominación y sometimiento no pueden ser meras superestructuras ni “instituciones”, y fue esta una consideración en la que el filósofo francés anduvo plenamente acertado. No son superestructuras sino estrategias, técnicas y procedimientos del propio capital y de sus mismos agentes en orden a consolidar su hegemonía sobre la clase obrera, así como formas aún más perfeccionadas que las tradicionales en orden a obtener plusvalía, con vistas a añadir y a potenciar a las técnicas tradicionales de la explotación de la fuerza de trabajo por cauces puramente económicos y mecánicos.
En efecto, la fuerza de trabajo puede ser crecientemente explotada por medio de una mayor inversión del capitalista en maquinaria, en tecnología que aumente la producción, que mejore el rendimiento. También puede hacerse, sin renunciar a lo primero, a través de una prolongación de la jornada laboral, etc. Pero la sociedad burguesa estaba (y está) absolutamente interesada en contar, además, con una dominación “moral” sobre la fuerza de trabajo a la que explota y a la que le chupa la sangre. La burguesía es, tendencialmente, fascista y esclavista y solo la resistencia de los oprimidos es capaz de romper o, al menos, obstaculizar sus intentos omnímodos de dominación no ya solo en el terreno económico sino también en el cultural y en el “moral”.
Es ahí donde cobra toda su importancia la historia de la explotación de los cuerpos, y su verdadera colonización a cargo de la sociedad burguesa ya en los siglos XX y XXI. Es en esta era de los medios de comunicación de masa, y de la “sociedad de la imagen” en la que el cuerpo humano, y de manera especialmente significativa, el cuerpo de la mujer, sufre un proceso de colonización y apropiación por parte de la burguesía consumista. Esta clase, esencialmente vampírica, se define por la posesión del capital y por ende, controladora de los medios de producción. Pero a su vez es la clase consumista por antonomasia.
A partir del marxismo más clásico, puede señalarse a esta clase como la responsable del desmesurado consumo de recursos energéticos para la producción, el despilfarro energético por su modo de vida, etc., pero normalmente no se ha puesto el acento, de manera suficiente, en la explotación y despilfarro de otros “bienes” que han entrado en un proceso de valorización. Y es que en esto, el capitalismo se muestra voraz, insaciable. Lo que antes parecía un recurso natural, e infinito, por tanto un don (“gratuito”) pasa a convertirse en valor de cambio, y en mercancía consumible. Y, claro, el grado y extensión en que se podrá consumir dicha mercancía estará en función no ya de restricciones morales (pues el capitalismo como tal es siempre muy cínico, no posee nunca moral y por ello se apoya en éticas prestadas, la cristiana, p. ejemplo), sino en función de restricciones del presupuesto del consumidor.
En este orden de cosas, se puede decir que hemos pasado de:
(1) una moral puritana (victoriana) a la vieja usanza, basada en la marginalidad de la industria del sexo, con una dicotomía rígida entre matrimonio monógamo con corsé, por un lado, y el prostíbulo, o establecimiento empresarial dedicado a la explotación de cuerpos de mujeres a
(2) una mayor diversidad e intensidad de la industria del sexo, en la que últimamente se van incorporando los cuerpos de varones y niñxs, pero en la que sigue siendo la mujer y la niña la clase de víctima mayoritaria, a través de una serie de “salidas” que, lejos de poder tildarse como salidas laborales, son “salidas” encaminadas directamente a la conversión de la sustancia humana en “cosa” o “mercancía”.
El sistema capitalista ha optado, en el último medio siglo especialmente, por planificar una ampliación del consumo, dejando a un lado las salidas restrictivas propias de la era del matrimonio-burdel, y bajo la fachada de una mayor permisividad, lo que ha potenciado de manera inusitada es la conversión de los cuerpos, y especialmente de los cuerpos de mujer, en un territorio a colonizar y valorizar, en un objeto consumible de mil maneras, no ya solo a través de una fornicación mercantilizada, sino también a través de todas las técnicas de voyeurismo y juegos de dramaturgia sexual que, junto al anonimato del consumidor, se pueden lograr por medio las tecnologías de la imagen, el mercado editorial y de la imagen internet, etc.
Esta explosión de la “libido” que caracteriza el capitalismo senil de nuestros tiempos, en vez de constituir un paso hacia la liberación de las personas, representa más bien una profundización de la colonización sobre los cuerpos. Cabe preguntarse, como hizo Foucault, no ya por qué hay “represión sexual”, sino al contrario, a quién le interesa este caudal de estímulos de la libido y una estimulación mercantilizada tal y como ahora se hace.
Las imágenes poseen sobre la psique del consumidor un poder real, efectivo. La teatralización de posturas humillantes, sadomasoquistas, violentas, etc. , que hoy transmite al público el inmenso negocio de la pornografía y de la prostitución en el sentido amplio (de la cual la pornografía no es sino un apartado), supone para la mujer –principalmente- un efectivo sometimiento, una verdadera dominación. Ésta dominación sobre las mujeres, esta imaginería de cuerpos sometidos, vejados, constreñidos, etc., se traslada a las relaciones humanas efectivas.
Se podría simplificar la cuestión diciendo que cuanto más se escenifique teatralmente -por medio de la pornografía o de la prostitución- una violación, ésta acabará por hacerse más “real” y más frecuente, superponiéndose a las relaciones sexuales igualitarias, y desplazando finalmente a éstas. La sociedad burguesa consigue siempre la meta de exigir al público un pago por lo que, en un mundo tradicional, era “natural” y a la mano. La “perversión” de toda la naturaleza (el agua, el aire, la tierra) que se ha operado dentro del capitalismo tenía que llegar, por fuerza, a la perversión del cuerpo humano, a la conversión de la mujer en esclava y en mercancía, y ello de una forma transversal y genérica.
Es una tendencia ésta que, si una revolución comunista no lo remedia, resulta imparable. El feminismo de verdad es el feminismo marxista y siempre es revolucionario. Este movimiento debería constituir el brazo derecho de todo movimiento comunista empeñado de veras en socavar las actuales relaciones de producción, que también son relaciones de dominación. En este brazo de lucha, las mujeres y los hombres deben trabajar juntos para sustituir el régimen de producción vigente (que propende como ya he escrito cien veces, al fascismo y al esclavismo) por un régimen comunista en el que se acabe definitivamente el proceso de conversión de los seres humanos en cosa.
Del estado insufrible de la mujer en su actual “marcaje” que la sociedad hace de ella, ninguna ventaja puede obtener el varón, pues el supuesto “macho dominante” se aliena en el momento mismo de canalizar sus relaciones con las personas alienadas del sexo opuesto. Los estereotipos del “cuerpo femenino dominado y colonizado” que tanta libido parecen movilizar en la actual sociedad de consumo global, son más que estereotipos, son tendencias finalistas reales, que el capitalismo y la burguesía dominante están insertando en nuestro subconsciente, como parte de su proyecto global de hacernos a todos y a todas esclavos, cosas.
El capitalismo no es sino una de las últimas formas de explotación y dominación de los cuerpos. Esta explotación y dominación se remonta muy atrás en el tiempo. Abarca toda la historia de lo que, de manera muy pomposa, damos en llamar “civilización”. No hay constancia de que en las sociedades prehistóricas y pre-urbanas se diera la explotación y la dominación de los cuerpos. A lo sumo, las sociedades aldeanas practicaron hasta bien entrado el neolítico una primitiva división del trabajo en función del sexo, pero de ella no parece que se pueda deducir una dominación y explotación de los cuerpos etiquetados o marcados en función del sexo.
El inicio de la “civilización”, como ya indica el término, “cives” (como polis, ciudad y estado) es el inicio de una verdadera jerarquía social de dominación entre los seres humanos. El control de las entidades políticas a cargo de una elite aristocrática, guerrera, sacerdotal, o bien por una mezcla o simbiosis de ambas castas, es un control que incluye el etiquetado o el marcaje en función del sexo. De la mera diversidad de los cuerpos, que no atiende únicamente a la anatomía reproductora y sexual, sino también a las diferencias de edad, de raza, de capacidad guerrera, intelectual o laboral, se pasa a una rígida jerarquización en función del sexo ya “marcado” en términos de Poder.
El marcaje se hace de forma transversal, es decir, que la dicotomía socialmente creada de macho-hembra alcanza a todas las clases o castas sociales, si bien se modula según la clase o casta de la que se trata. Por ejemplo, en ciertas sociedades la mujer, aun habiendo resultado subordinada en función de un marcaje “civilizado” sufre una situación menos oprimida si ésta nace en una clase alta. En otras sociedades ocurrirá justamente lo contrario, y una mujer nacida con un estatus elevado sufre una mayor presión de marcaje precisamente por ello, en comparación con las féminas de las clases bajas. Se puede estudiar esta diferente modulación del marcaje sexual, observando la gran desenvoltura de que gozaba la hembra romana de la clase superior, en comparación con la mujer del populacho, por un lado, y el estricto código puritano y opresivo de la fémina de la época victoriana de la alta burguesía europea occidental frente a la mayor desenvoltura e independencia (relativas) de la obrera decimonónica.
El “rearme moral” que la burguesía occidental impulsó a lo largo del siglo XIX, y cuyas consecuencias llegan hasta hoy, se puede interpretar como una intensa campaña de colonización que las clases pudientes ejercieron sobre el proletariado con el fin de sujetar y controlar sus cuerpos y sus actividades corporales, no ya solo en el ámbito sexual y sus aledaños (matrimonio monogámico, crianza de niños, tamaño de los hogares...) sino en otros planos de la “vida civilizada” con el fin de que la obrera fuera un calco casi perfecto de la burguesa en el plano de la “moral”. De hecho, esta idea de la “moral” tal y como los burgueses la difundieron empleándola como consigna de colonización de cuerpos y hábitos de los (y las) proletarios, no fue otra cosa que el enmascaramiento de unas relaciones asimétricas que el régimen de producción capitalista imponía.
Que la burguesía dominara al proletariado en el ámbito de la Producción, implicaba necesariamente una subsiguiente dominación de sus cuerpos y hábitos mucho más allá de la mera explotación laboral. Un régimen de producción, como demostró Marx, acaba siendo un régimen de jerarquización social, donde los dominantes se imponen sobre los dominados y cortan todos los vínculos que antaño permitían a éstos escaparse de la “trampa social” que era y es el capitalismo. Un régimen de producción dominante siempre consiste en un sistema que llega a imposibilitar la autosuficiencia de los dominados. Esto fue lo que ocurrió con el proceso de acumulación primitiva y la expulsión de los campesinos de sus granjas, tierras de autoabastecimiento, bienes comunales, redes de solidaridad tradicional, etc.
Ese campesinado expulsado a la periferia de la urbe y dirigido hacia la fábrica es el proletariado atrapado en un sistema productivo “sin escapatoria”, en el que no hay más remedio que producir para otro bajo los resortes, condiciones y medios que proporciona el otro. Pues bien, una vez logrado eso, es decir, una vez creado el proletariado por medio de todo un sistema de poder y violencia (leyes de cierres de terrenos, leyes de pobres, leyes de persecución de “vagabundos y vagos”, orfanatos, asilos, etc.), el paso siguiente fue el de colonizar los hábitos “libertinos” de los proletarios. En realidad, a comienzos de la Revolución Industrial, Europa Occidental se encontró con dos culturas divergentes.
La cultura burguesa y la cultura proletaria. La cultura de los proletarios es muy desconocida históricamente, por aquello de que la Historia siempre la escriben los vencedores. Pero en todo caso sabemos que la burguesía reaccionó violentamente contra la proliferación de la subcultura “libertina” proletaria, pastoreando al proletariado según unas estrategias de control, dominación y sometimiento que arrancan ya de finales de la edad media. Fue así como la alianza entre la clerigalla y el capital emergente “inventó” una serie de instituciones como el matrimonio monogámico, el prostíbulo, etc. Instituciones que existían desde los albores mismos de la vida civilizada, pero que la nueva burguesía moduló para asegurar así un control total de cuerpos y de hábitos sobre el cual consolidar su dominación y sometimiento.
De una situación disociada, en la que la burguesía dominaba al proletariado que se estaba creando (y ello únicamente por medio de la explotación laboral) hubo de pasarse rápidamente a una colonización cultural: la parte burguesa de la sociedad exigía de la proletaria una emulación creciente ante el “escándalo moral” que significan los usos y costumbres espontáneas del proletariado.
El proletariado se colonizó de diversas maneras. Se dieron extensas campañas anti-alcohólicas, proyectos de re-evangelización, como los que luego formaron parte de Acción Católica y diversos sindicatos y asociaciones obreras de tipo cristiano. Se exigió el matrimonio heterosexual monogámico entre la clase obrera, persiguiendo cualquier otro tipo de uniones entre las personas (habituales desde la edad media) llegando incluso a su criminalización. Por lo demás, se extirpó cualquier forma de conducta espontánea de los obreros, tachándose de criminal, viciosa y pecaminosa.
En el origen de esta persecución de la diversidad encontramos todo un sinfín de instituciones (incluyendo las ciencias humanas) modernas, tales como el asilo, el presidio, el prostíbulo, la escuela reglada, el cuartel, el manicomio, etc. , así como una serie de “para-ciencias” que ya no pueden tildarse de humanidades, ni tampoco ser consideradas como ciencias en el sentido estricto, sino más bien como un corpus de técnicas de dominación, sometimiento o, al menos, control, que la sociedad burguesa va incorporando con el fin de lograr una colonización o domesticación del creciente contingente del proletariado.
Los espléndidos análisis de Michel Foucault, acerca de estas cuestiones, a mi juicio, hubieran ganado infinitamente si se les hubiera incorporado siempre una perspectiva de clase (es decir, marxista). Foucault subrayó que tales nuevas ciencias y técnicas de control, dominación y sometimiento no pueden ser meras superestructuras ni “instituciones”, y fue esta una consideración en la que el filósofo francés anduvo plenamente acertado. No son superestructuras sino estrategias, técnicas y procedimientos del propio capital y de sus mismos agentes en orden a consolidar su hegemonía sobre la clase obrera, así como formas aún más perfeccionadas que las tradicionales en orden a obtener plusvalía, con vistas a añadir y a potenciar a las técnicas tradicionales de la explotación de la fuerza de trabajo por cauces puramente económicos y mecánicos.
En efecto, la fuerza de trabajo puede ser crecientemente explotada por medio de una mayor inversión del capitalista en maquinaria, en tecnología que aumente la producción, que mejore el rendimiento. También puede hacerse, sin renunciar a lo primero, a través de una prolongación de la jornada laboral, etc. Pero la sociedad burguesa estaba (y está) absolutamente interesada en contar, además, con una dominación “moral” sobre la fuerza de trabajo a la que explota y a la que le chupa la sangre. La burguesía es, tendencialmente, fascista y esclavista y solo la resistencia de los oprimidos es capaz de romper o, al menos, obstaculizar sus intentos omnímodos de dominación no ya solo en el terreno económico sino también en el cultural y en el “moral”.
Es ahí donde cobra toda su importancia la historia de la explotación de los cuerpos, y su verdadera colonización a cargo de la sociedad burguesa ya en los siglos XX y XXI. Es en esta era de los medios de comunicación de masa, y de la “sociedad de la imagen” en la que el cuerpo humano, y de manera especialmente significativa, el cuerpo de la mujer, sufre un proceso de colonización y apropiación por parte de la burguesía consumista. Esta clase, esencialmente vampírica, se define por la posesión del capital y por ende, controladora de los medios de producción. Pero a su vez es la clase consumista por antonomasia.
A partir del marxismo más clásico, puede señalarse a esta clase como la responsable del desmesurado consumo de recursos energéticos para la producción, el despilfarro energético por su modo de vida, etc., pero normalmente no se ha puesto el acento, de manera suficiente, en la explotación y despilfarro de otros “bienes” que han entrado en un proceso de valorización. Y es que en esto, el capitalismo se muestra voraz, insaciable. Lo que antes parecía un recurso natural, e infinito, por tanto un don (“gratuito”) pasa a convertirse en valor de cambio, y en mercancía consumible. Y, claro, el grado y extensión en que se podrá consumir dicha mercancía estará en función no ya de restricciones morales (pues el capitalismo como tal es siempre muy cínico, no posee nunca moral y por ello se apoya en éticas prestadas, la cristiana, p. ejemplo), sino en función de restricciones del presupuesto del consumidor.
En este orden de cosas, se puede decir que hemos pasado de:
(1) una moral puritana (victoriana) a la vieja usanza, basada en la marginalidad de la industria del sexo, con una dicotomía rígida entre matrimonio monógamo con corsé, por un lado, y el prostíbulo, o establecimiento empresarial dedicado a la explotación de cuerpos de mujeres a
(2) una mayor diversidad e intensidad de la industria del sexo, en la que últimamente se van incorporando los cuerpos de varones y niñxs, pero en la que sigue siendo la mujer y la niña la clase de víctima mayoritaria, a través de una serie de “salidas” que, lejos de poder tildarse como salidas laborales, son “salidas” encaminadas directamente a la conversión de la sustancia humana en “cosa” o “mercancía”.
El sistema capitalista ha optado, en el último medio siglo especialmente, por planificar una ampliación del consumo, dejando a un lado las salidas restrictivas propias de la era del matrimonio-burdel, y bajo la fachada de una mayor permisividad, lo que ha potenciado de manera inusitada es la conversión de los cuerpos, y especialmente de los cuerpos de mujer, en un territorio a colonizar y valorizar, en un objeto consumible de mil maneras, no ya solo a través de una fornicación mercantilizada, sino también a través de todas las técnicas de voyeurismo y juegos de dramaturgia sexual que, junto al anonimato del consumidor, se pueden lograr por medio las tecnologías de la imagen, el mercado editorial y de la imagen internet, etc.
Esta explosión de la “libido” que caracteriza el capitalismo senil de nuestros tiempos, en vez de constituir un paso hacia la liberación de las personas, representa más bien una profundización de la colonización sobre los cuerpos. Cabe preguntarse, como hizo Foucault, no ya por qué hay “represión sexual”, sino al contrario, a quién le interesa este caudal de estímulos de la libido y una estimulación mercantilizada tal y como ahora se hace.
Las imágenes poseen sobre la psique del consumidor un poder real, efectivo. La teatralización de posturas humillantes, sadomasoquistas, violentas, etc. , que hoy transmite al público el inmenso negocio de la pornografía y de la prostitución en el sentido amplio (de la cual la pornografía no es sino un apartado), supone para la mujer –principalmente- un efectivo sometimiento, una verdadera dominación. Ésta dominación sobre las mujeres, esta imaginería de cuerpos sometidos, vejados, constreñidos, etc., se traslada a las relaciones humanas efectivas.
Se podría simplificar la cuestión diciendo que cuanto más se escenifique teatralmente -por medio de la pornografía o de la prostitución- una violación, ésta acabará por hacerse más “real” y más frecuente, superponiéndose a las relaciones sexuales igualitarias, y desplazando finalmente a éstas. La sociedad burguesa consigue siempre la meta de exigir al público un pago por lo que, en un mundo tradicional, era “natural” y a la mano. La “perversión” de toda la naturaleza (el agua, el aire, la tierra) que se ha operado dentro del capitalismo tenía que llegar, por fuerza, a la perversión del cuerpo humano, a la conversión de la mujer en esclava y en mercancía, y ello de una forma transversal y genérica.
Es una tendencia ésta que, si una revolución comunista no lo remedia, resulta imparable. El feminismo de verdad es el feminismo marxista y siempre es revolucionario. Este movimiento debería constituir el brazo derecho de todo movimiento comunista empeñado de veras en socavar las actuales relaciones de producción, que también son relaciones de dominación. En este brazo de lucha, las mujeres y los hombres deben trabajar juntos para sustituir el régimen de producción vigente (que propende como ya he escrito cien veces, al fascismo y al esclavismo) por un régimen comunista en el que se acabe definitivamente el proceso de conversión de los seres humanos en cosa.
Del estado insufrible de la mujer en su actual “marcaje” que la sociedad hace de ella, ninguna ventaja puede obtener el varón, pues el supuesto “macho dominante” se aliena en el momento mismo de canalizar sus relaciones con las personas alienadas del sexo opuesto. Los estereotipos del “cuerpo femenino dominado y colonizado” que tanta libido parecen movilizar en la actual sociedad de consumo global, son más que estereotipos, son tendencias finalistas reales, que el capitalismo y la burguesía dominante están insertando en nuestro subconsciente, como parte de su proyecto global de hacernos a todos y a todas esclavos, cosas.