La Economía de Guerra
artículo de Mitchell (*)
publicado en Communisme, nº 25, abril de 1939.
Hoy la burguesía sufre la ansiedad del aprendiz de brujo: horrorizada ante los estragos que produce el armamento sobre un sistema de producción anacrónico y senil, quisiera alterar la evolución económica, que se dirige a su salida catastrófica, para encauzarla en el lecho de no se sabe qué producción “pacífica”. Sin embargo, sus repetidas exhortaciones al desarme lo único que hacen es revelar su preocupación por levantar un grueso dique frente al inevitable ciclón social que tanto teme. La fórmula del desarme bebe de la misma fuente que aquella otra que pregona “el desarrollo del poder de compra de las masas”; es decir, que realmente ninguna de las dos pretende realmente lo que dice, pues sólo tratan de apuntalar un régimen condenado a pasar por colosales mistificaciones y sangrientos expedientes. Al Capitalismo fue tan incapaz de evitar la eclosión de las economías de guerra como incapaz es hoy para suprimirlas: la producción de guerra es un fenómeno que se deriva de la propia naturaleza violenta del sistema capitalista,que surge “por efecto de una fuerza motriz propia, interna, mecánica”, retomando la explicación de Rosa Luxemburg; de una fuerza, pues, que nadie sino la revolución proletaria puede quebrar, y su acción no debe limitarse a los Estados fascistas, sino que tiene que extenderse a toda la sociedad capitalista, tal y como demuestra con elocuencia la propia realidad. Por suparte, falsean y atenúan el significado histórico de la economía de guerra aquellos que lo reducen a la fabricación armas o quienes lo conciben como un mero apoyo para el expansionismo imperialista. Se trata más bien de una forma de vida del Capitalismo decadente, así como de un nuevo instrumento de opresión del Proletariado, dos aspectos que se corresponden con las necesidades de la propia evolución del Capitalismo, al igual que las etapas precedentes vinieron acompañadas de sus correspondientes formas, de otros modos de adaptación del mecanismo económico a la revuelta histórica de las fuerzas productivas.
Primero había que adecuar el aparato económico a la capacidad de absorción del mercado; y esto se logró mediante una política generalizada de “malthusianismo” económico, que implicaba recurrir a la destrucción de los productos y de los medios de producción excedentes, a la limitación de productos industriales y agrícolas o a la eliminación de los ahorros “congelados” por la devaluación monetaria. Sin embargo, bajo la influencia de las tensiones sociales que suscitaban semejantes políticas (paro, quiebras, etc...), “se dio marcha atrás” y a la fase de contracción sucedió otra de “eufórico” aumento del poder de compra de los mercados nacionales, que se elevaba esta vez sí al nivel de las capacidades productivas; una fase que se abrió bajo el signo de los “grandes trabajos” y del “planismo” y que adquirió una apariencia de “prosperidad” con el surgimiento de la economía de guerra, que se nutría de la sangre y las vísceras del proletariado y también de la sustancia fundamental del Capitalismo*.( *No hace falta decir que esa fase “expansionista” no supuso una ruptura total con los periodos anteriores, sino que se trataba de un encadenamiento, una interpenetración y una combinación de varios métodos, de los que, no obstante, surgía una tendencia predominante).
Se puede decir que esa tendencia al “repliegue nacional” –que los espíritus más perezosos llamaban “autarquía”–no era sino el lógico resultado de una incesante reducción de los intercambios internacionales,es decir, ante todo de aquellos que anteriormente proveían a las necesidades de los nuevos compradores no-capitalistas y de la “capitalización” de los países “nuevos”. Hablando con propiedad, podría hablarse de tendencia “autárquica” en la medida en que los impulsos de cada capitalismo nacional hacia el exterior se veían cada vez más contrarrestados por la saturación y por la contracción del mercado mundial, pero no se trataba de autarquía propiamente dicha, es decir, de un fenómeno que permitiera una absoluta independencia económica de la nación capitalista respecto al mercado mundial, algo inconcebible no sólo desde el punto de vista de la división internacional del trabajo y el reparto de las riquezas, sino también atendiendo a la mínima cohesión de clase que necesita la sociedad capitalista para afrontar los antagonismos sociales. Así se comprende perfectamente que este impulso centrípeto en cuestión se haya manifestado en primer lugar, conduciendo a los métodos más radicales del Capitalismo de Estado, en el seno de aquellas economías que ofrecían menos resistencia que otras frente a los violentos contrastes de la crisis de decadencia, ya se tratara de economías altamente desarrolladas pero sin colonias (Alemania), bien fueran atrasadas y deficitarias, o incluso de carácter agrario más que industrial (Italia, España, los Balcanes, China). Pero lo que nos interesa es conocer a fondo este fenómeno de “ampliación del mercado nacional” que en Alemania, en Italia y en Rusia ha contribuido a eliminar el peso muerto del “ejército industrial de reserva”, esos millones de parados que pesaban peligrosamente sobre el armazón que sostiene el edificio social, insuflando así a una producción moribunda el oxígeno que necesitaba. No hay duda de que realmente hubo una extensión del poder adquisitivo, pues el aumento de la producción industrial fue más o menos considerable (según las particularidades de cada economía), y además, cosa curiosa, esta producción era fácilmente asimilada por el mercado. Parecía pues que estábamos en presencia de un fenómeno que eliminaba los contrastes entre la producción y la venta,que la Burguesía por fin había hallado solución a la crisis endémica de su economía.
Pero desgraciadamente su política económica no hacía sino llevarla de Caribdis a Escila; de una contradicción que desarticulaba su sistema a otra que minaba sus fundamentos. En efecto, cosa “extraña”, dicha expansión se realizaba en el interior de la esfera capitalista, es decir, en la esfera en la que las actividades de producción y distribución se rigen directamente por las leyes de producción burguesas (capitalistas-asalariados*); no se trataba por tanto de un aporte exterior de nuevos compradores, aún no integrados en la esfera capitalista. Esto significaba, además, que la plusvalía suplementaria procedente del excedente de la producción también se realizaba dentro del mercado capitalista. De ahí a suponer que el aumento del consumo de la clase capitalista y de los obreros podía colmar fácilmente la carencia de compradores no capitalistas, no había más que un paso, que los profesores “marxistas” franquearon por otra parte fácilmente: ¡necesitan hallar una salida “teórica” a los antagonismos sociales para poder asegurarse el “pan nuestro de cada día”! **** Para facilitar el examen, podemos perfectamente incluir en esta esfera a los productores que, aunque no dependen directamente del proceso de trabajo capitalista (campesinos independientes, artesanos), no escapan de las repercusiones del reparto capitalista.
Pero examinemos más de cerca este “milagro” que parece hacer añicos la explicación marxista de la producción burguesa. La génesis del movimiento que ha reanimado toda la máquina económica en la práctica se ha desarrollado como sigue: bajo el impulso de la fuerza irresistible que hemos mencionado antes, la Burguesía se ve obligada a formular y realizar un programa que, a la vez que le da esperanzas de que su sistema pueda funcionar con normalidad, le procura sobre todo los medios para crear un mecanismo capaz de ensamblar y triturar al Proletariado: la economía de guerra. Una vez más se podría objetar que la producción de armamento, ante todo, sirve a la política imperialista de “ataque” o “defensa”,y que depende, por tanto,de los antagonismos entre los distintos Estados. Pero así lo único que se hace es confundir el aspecto de los acontecimientos con su significado histórico, y entonces es imposible entender que la guerra no es más que una solución capitalista extrema a los contrastes sociales, un conflicto que en ciertas condiciones históricas, al generalizarse, adquiere la apariencia de un conflicto entre naciones capitalistas, cuando se trata fundamentalmente de una expresión más –la última–de la dictadura del Capitalismo, al mismo nivel que otras manifestaciones de su dominio. Además, la actitud de la Burguesía internacional ante la perspectiva de un conflicto mundial demuestra que el entramado imperialista no es más que un elemento accesorio. Ciertamente, lo repetimos, más que una supuesta “consciencia” burguesa, que fundamentalmente sigue siendo de carácter empírico, los móviles que presiden el desarrollo de las economías de guerra nos revelan cuáles son las necesidades de la evolución capitalista. Es en la realidad económica y política en la que se elaboran progresivamente los “planes” que pretenden refundar el aparato estatal, la reorganización industrial, la gestión hegemónica del Estado, los fundamentos de la economía de guerra. Fue en el propio curso de este vasto proceso de adaptación cuando el Estado –expresión suprema del interés de clase de la Burguesía, que somete a los intereses particulares de los capitalistas privados–apareció como el comprador de una importante fracción de la producción. Es el Estado el que, aplicando unos programas previamente elaborados, “crea” el mercado de guerra(ya se produzca finalmente la guerra o no), equivalente a ese “consumo” capitalista suplementario del que hablábamos; un mercado y un consumo que, por su propia naturaleza, se salen en realidad de las normas económicas, al igual que la producción de guerra a la cual se vincula.
El “milagro” consiste únicamente, pues, en asegurar la “venta” de los productos excedentes procedentes de la reintegración en el ciclo productivo de las máquinas, mano de obra y capitales que estaban inmovilizados por la crisis. Y el “secreto” para financiarla economía de guerra consiste en recurrir a todos los expedientes monetarios y presupuestarios de los que dispone el Capitalismo, primero echando mano del excedente realmente disponible, que extrae de los ahorros, de la fiscalidad, de los préstamos, las confiscaciones de capital, y luego empleando los recursos ficticios que saca de la nada: “letras” al futuro y deducciones anticipadas de todo tipo, entre las cuales los “bonos contributivos” que el Reich acaba de crear revelan toda la habilidad de un régimen acorralado. Hay un hecho que merece la pena destacar de nuevo: el armazón financiero de los Estados fascistas ha desmentido todas las predicciones catastrofistas que la chusma social-comunista se da el gusto de eructar periódicamente desde hace años. La experiencia alemana demuestra, en efecto, que los límites financieros dependen del valor intrínseco y de la capacidad material de la economía y no de las reservas de oro o del valor de los signos monetarios.
Volviendo a la extensión del poder de compra en la esfera capitalista: esta extensión sólo es concebible, evidentemente, porque la venta del producto suplementario (armamento) es puramente ficticia. Efectivamente, no se puede comparar este pseudo-consumo capitalista con el que implicaba la aparición de nuevos compradores no capitalistas, que en el pasado contribuyeron de manera tan importante al desarrollo prodigioso de la acumulación capitalista. Decimos bien: venta ficticia, porque en ningún momento se traduce concretamente en una realización económica que asegure al productor-vendedor la reconstitución de los elementos que componen el producto. Aquí entramos en el mecanismo de la producción de guerra. Y la naturaleza y el alcance social de esta última exigen que comparemos este mecanismo con el de la producción ordinaria. Sabemos que un ciclo productivo termina con la venta del producto en el mercado. Sólo entonces se realiza la plusvalía incorporada en el producto, es decir, se intercambia por el oro o por lo que sea, y así se consuma verdaderamente la explotación del proletariado. Este es también el momento en el que se dan las condiciones para empezar un nuevo ciclo productivo. Incluso es posible llevar a cabo una reproducción ampliada, pues el Capitalismo no sólo encuentra en el mercado todos los elementos del proceso anterior, sino también los que le permiten desarrollar la producción tras convertir en capital una fracción de la plusvalía*. Quien dice reproducción ampliada dice acumulación capitalista, y esto es así porque la producción, en su conjunto, responde indirectamente (a través del mercado) a las necesidades sociales, y se solventa con unos resultados positivos superiores a los del ciclo anterior. Para que exista ampliación (o incluso mera reproducción simple), basta con que el producto responda a una función económica real, que aparezca bajo unas formas que se puedan emplear de nuevo en la producción (máquinas,materias primas, productos de consumo), unas formas que no hacen más que materializar las inversiones de capital constante y capital variable. En cambio, si hay plétora de tambores y trompetas a expensas de los objetos indispensables o simplemente útiles, entonces es que existen toda una serie de mórbidos fenómenos que están descomponiendo el organismo social.
Con la economía de guerra nos encontramos precisamente ante una de esas manifestaciones orgánicas y fisiológicas que engendran la descomposición y la consunción. Estamos ante un proceso que se encamina hacia el hundimiento bajo el impulso de la velocidad adquirida, y que por tanto no se puede detener o hacer retroceder. El Capitalismo está atrapado por un engranaje del que no puede escapar. Desde luego que si la economía de guerra puede escapara los azares del mercado es porque se vende por anticipado al Estado, por lo que podemos considerar que se “consume” incluso antes de existir. La organización que la condiciona, además, coordina en una medida enorme los factores inestables del funcionamiento capitalista: precios, salarios, beneficios, inversiones; resumiendo, engloba una producción “socialista” cuya plena expansión ya hemos constatado en Alemania y en la URSS. Por eso la contradicción específica y mortal de la economía de guerra no se encuentra en el terreno de su financiación u organización, sino en el propio centro del mecanismo productivo y en el desarrollo de las fases sucesivas de su reproducción.* Para simplificar el análisis, suponemos que toda la producción se vende a un precio que se corresponde con su valor y que existe un equilibrio entre la esfera productiva de medios de producción y la de medios de consumo.
Al principio, parecía que eran los nuevos mercados los que llamaban a desarrollar la producción. Todo el aparato se puso en movimiento, las fuerzas paradas se reintegraron en la esfera productiva y, durante un tiempo, en cifras absolutas, hubo un aumento de rentas (fondos salariales y ganancia), pues se habían movilizado más capitales, había más mano de obra trabajando, una mayor masa de plusvalía y, por tanto, más productos. La vida económica no empieza a sufrir graves modificaciones hasta que se opera la sacudida en cada renovación del ciclo, por la propia naturaleza de la producción; y este progreso también depende de la capacidad de resistencia del organismo capitalista que se ve obligado a alimentarse de las reservas acumuladas por un siglo de prosperidad; y es que si estas reservas no existiesen, el ritmo de degradación sería verdaderamente vertiginoso. En efecto, considerando solamente la producción de guerra, hay que admitir que, aunque no se “venda” íntegramente, desaparece virtual y definitivamente de la esfera económica propiamente dicha, dado que no contiene ningún elemento llamado a reaparecer en el siguiente ciclo: cañones, tanques, aviones, refugios fortificados, rutas estratégicas o máscaras de gas, no pueden evidentemente mutarse en capital constante ni capital variable. Cada ciclo de producción de guerra equivale, por tanto, a una destrucción pura y simple del trabajo pasado y del trabajo vivo que requiere. Y no se puede abrir un nuevo ciclo sin extraer sus elementos necesarios bien de la esfera de la producción positiva, bien de los stocks disponibles,que se pueden movilizar mediante cualquier expediente financiero. En el encadenamiento de los ciclos es donde se producen los fenómenos propios de la decadencia capitalista: la “des-acumulación” o la reproducción reducida adquiere entonces tal envergadura que las últimas briznas de optimismo de la Burguesía vuelan como paja y los más clarividentes de sus representantes se ven obligados a constatar, como Flandin, que “desde hace algunos años, Europa ha creado menos riqueza de la que ha consumido.
Y eso es tan cierto como que el crédito internacional prácticamente ha dejado de existir... Las riquezas acumuladas por Europa en el trascurso de los siglos son inmensas, pero están en su fase de consumo”. El Capitalismo se arranca su propia carne, pero no para alimentar a sus “crías”, como el pelícano, sino para destruirlas. Por tanto la producción de guerra no se desarrolla bajo el impulso de la acumulación (pues se traga incluso la plusvalía), sino a través de las sangrías que se efectúan en la riqueza material y en el trabajo, mediante la constricción constante de los fondos de consumo, la no-renovación del aparato productivo y la intensificación del rendimiento de la fuerza de trabajo, empujada hasta sus límites fisiológicos y sociales. Por eso el centro de gravedad de la economía de guerra gira en torno a un régimen de trabajo que al mismo tiempo que “esteriliza” el salario dentro de los límites que imponen las exigencias económicas (racionamiento), permite aumentarla tasa y la masa de plusvalía, pues, en último término, es al proletariado al que le corresponde “pagar”, con una explotación refinada y colosal, el trabajo y el plustrabajo destruido por el armamento. Lógicamente, se puede constatar que el intervencionismo estatal y el “planismo”, basados en una disciplina nacional “obligatoria para todos”, están directamente ligados a esta explotación. Esto explica por qué actualmente se manifiesta una tendencia fuertísima a la nivelación relativa de las condiciones de trabajo, una tendencia que se desarrolla tanto en los países “ricos” como en los países “pobres”: duración de la jornada, precio, incorporación obligada a la fábrica, prohibición de huelga o de cualquier gesto mínimamente reivindicativo; unas condiciones que reúnen, por tanto, todas las características propias de un verdadero clima de guerra,semejante al que ahogó toda vida proletaria durante el conflicto de 1914-1918. Y al igual que éste cesó por agotamiento material, así como por el empuje irresistible de los antagonismos sociales, la economía de guerra que predomina actualmente en el mundo capitalista, en un momento dado –haya“paz” o haya guerra–, entrará en crisis, aunque hoy por hoy es imposible fechar este suceso, que depende de un conjunto de factores complejo. No conviene, basándonos en la ralentización económica que se ha producido a finales de 1937 y que ha durado hasta mediados de 1938, deducir que ya se ha abierto dicha crisis. La conclusión que se debe sacar es, más bien, que aún existe una considerable actividad potencial, pues países como Estados Unidos, Francia, Inglaterra y Bélgica, a falta de un mecanismo adecuado, aún no han logrado poner en funcionamiento la totalidad de sus fuerzas productivas. Desde luego no sucede lo mismo en los Estados llamados “totalitarios”, en los que todos los recursos están movilizados –o poco les queda–, pero tampoco aquí podemos decir que la economía de guerra esté en crisis, a menos que supongamos que las “Democracias”, que son las que pueden suministrarle la ayuda indispensable, han abandonado al Fascismo a su suerte.
Ahora bien, hasta el momento los hechos desmienten claramente tal eventualidad. Por otra parte, todo indica que la crisis de la economía de guerra será profundamente diferente a las antiguas crisis de “crecimiento”. Ésta será el resultado de una sobreacumulación y de un excedente de producción no realizable. Aquella surge de una des-acumulación y de una sub-producción de bienes productivos y de bienes de consumo, que están en retroceso ante un mercado de productos estériles que, lejos de atestar el mercado capitalista, se producen y se realizan fuera, digámoslo así, de la esfera mercantil y de la circulación. Los límites de la producción de guerra, más allá de los cuales estallará la crisis, dependen evidentemente de las facultades físicas de cada economía, es decir, del consumo de fuerzas productivas y del margen de explotación del Proletariado, del empeoramiento último de nivel de vida de la sociedad. La contradicción entre la producción positiva y la producción negativa hallará entonces su salida, bien en el estallido del antagonismo de clases –abriendo una situación revolucionaria–, o bien en una guerra localizada o generalizada. Como decía Blum al presentar su plan, en abril de 1938, “el carácter artificial de la economía de guerra terminará saliendo a la luz... pero esta fatal eventualidad quizá aún esté lejos: la experiencia nos demuestra más bien que una economía cuya actividad está esencialmente orientada al rearme es viable durante un periodo de tiempo bastante largo. La liquidación a la que está finalmente destinada ciertamente plantea algunos problemas terribles... pero la lucha por la vida prevalece frente a la lucha contra el tiempo.” Esta “lucha contra el tiempo” a la que se enfrenta la Burguesía internacional se traduce en una lucha feroz contra los trabajadores. Sólo el proletariado puede quebrar esta espiral infernal de armamento. A la violencia capitalista debe suceder, sin más tardanza, la violencia proletaria, una guerra de clases que rompa definitivamente el curso de la guerra imperialista. Sólo después podremos hablar de desarme.
artículo de Mitchell (*)
publicado en Communisme, nº 25, abril de 1939.
Hoy la burguesía sufre la ansiedad del aprendiz de brujo: horrorizada ante los estragos que produce el armamento sobre un sistema de producción anacrónico y senil, quisiera alterar la evolución económica, que se dirige a su salida catastrófica, para encauzarla en el lecho de no se sabe qué producción “pacífica”. Sin embargo, sus repetidas exhortaciones al desarme lo único que hacen es revelar su preocupación por levantar un grueso dique frente al inevitable ciclón social que tanto teme. La fórmula del desarme bebe de la misma fuente que aquella otra que pregona “el desarrollo del poder de compra de las masas”; es decir, que realmente ninguna de las dos pretende realmente lo que dice, pues sólo tratan de apuntalar un régimen condenado a pasar por colosales mistificaciones y sangrientos expedientes. Al Capitalismo fue tan incapaz de evitar la eclosión de las economías de guerra como incapaz es hoy para suprimirlas: la producción de guerra es un fenómeno que se deriva de la propia naturaleza violenta del sistema capitalista,que surge “por efecto de una fuerza motriz propia, interna, mecánica”, retomando la explicación de Rosa Luxemburg; de una fuerza, pues, que nadie sino la revolución proletaria puede quebrar, y su acción no debe limitarse a los Estados fascistas, sino que tiene que extenderse a toda la sociedad capitalista, tal y como demuestra con elocuencia la propia realidad. Por suparte, falsean y atenúan el significado histórico de la economía de guerra aquellos que lo reducen a la fabricación armas o quienes lo conciben como un mero apoyo para el expansionismo imperialista. Se trata más bien de una forma de vida del Capitalismo decadente, así como de un nuevo instrumento de opresión del Proletariado, dos aspectos que se corresponden con las necesidades de la propia evolución del Capitalismo, al igual que las etapas precedentes vinieron acompañadas de sus correspondientes formas, de otros modos de adaptación del mecanismo económico a la revuelta histórica de las fuerzas productivas.
Primero había que adecuar el aparato económico a la capacidad de absorción del mercado; y esto se logró mediante una política generalizada de “malthusianismo” económico, que implicaba recurrir a la destrucción de los productos y de los medios de producción excedentes, a la limitación de productos industriales y agrícolas o a la eliminación de los ahorros “congelados” por la devaluación monetaria. Sin embargo, bajo la influencia de las tensiones sociales que suscitaban semejantes políticas (paro, quiebras, etc...), “se dio marcha atrás” y a la fase de contracción sucedió otra de “eufórico” aumento del poder de compra de los mercados nacionales, que se elevaba esta vez sí al nivel de las capacidades productivas; una fase que se abrió bajo el signo de los “grandes trabajos” y del “planismo” y que adquirió una apariencia de “prosperidad” con el surgimiento de la economía de guerra, que se nutría de la sangre y las vísceras del proletariado y también de la sustancia fundamental del Capitalismo*.( *No hace falta decir que esa fase “expansionista” no supuso una ruptura total con los periodos anteriores, sino que se trataba de un encadenamiento, una interpenetración y una combinación de varios métodos, de los que, no obstante, surgía una tendencia predominante).
Se puede decir que esa tendencia al “repliegue nacional” –que los espíritus más perezosos llamaban “autarquía”–no era sino el lógico resultado de una incesante reducción de los intercambios internacionales,es decir, ante todo de aquellos que anteriormente proveían a las necesidades de los nuevos compradores no-capitalistas y de la “capitalización” de los países “nuevos”. Hablando con propiedad, podría hablarse de tendencia “autárquica” en la medida en que los impulsos de cada capitalismo nacional hacia el exterior se veían cada vez más contrarrestados por la saturación y por la contracción del mercado mundial, pero no se trataba de autarquía propiamente dicha, es decir, de un fenómeno que permitiera una absoluta independencia económica de la nación capitalista respecto al mercado mundial, algo inconcebible no sólo desde el punto de vista de la división internacional del trabajo y el reparto de las riquezas, sino también atendiendo a la mínima cohesión de clase que necesita la sociedad capitalista para afrontar los antagonismos sociales. Así se comprende perfectamente que este impulso centrípeto en cuestión se haya manifestado en primer lugar, conduciendo a los métodos más radicales del Capitalismo de Estado, en el seno de aquellas economías que ofrecían menos resistencia que otras frente a los violentos contrastes de la crisis de decadencia, ya se tratara de economías altamente desarrolladas pero sin colonias (Alemania), bien fueran atrasadas y deficitarias, o incluso de carácter agrario más que industrial (Italia, España, los Balcanes, China). Pero lo que nos interesa es conocer a fondo este fenómeno de “ampliación del mercado nacional” que en Alemania, en Italia y en Rusia ha contribuido a eliminar el peso muerto del “ejército industrial de reserva”, esos millones de parados que pesaban peligrosamente sobre el armazón que sostiene el edificio social, insuflando así a una producción moribunda el oxígeno que necesitaba. No hay duda de que realmente hubo una extensión del poder adquisitivo, pues el aumento de la producción industrial fue más o menos considerable (según las particularidades de cada economía), y además, cosa curiosa, esta producción era fácilmente asimilada por el mercado. Parecía pues que estábamos en presencia de un fenómeno que eliminaba los contrastes entre la producción y la venta,que la Burguesía por fin había hallado solución a la crisis endémica de su economía.
Pero desgraciadamente su política económica no hacía sino llevarla de Caribdis a Escila; de una contradicción que desarticulaba su sistema a otra que minaba sus fundamentos. En efecto, cosa “extraña”, dicha expansión se realizaba en el interior de la esfera capitalista, es decir, en la esfera en la que las actividades de producción y distribución se rigen directamente por las leyes de producción burguesas (capitalistas-asalariados*); no se trataba por tanto de un aporte exterior de nuevos compradores, aún no integrados en la esfera capitalista. Esto significaba, además, que la plusvalía suplementaria procedente del excedente de la producción también se realizaba dentro del mercado capitalista. De ahí a suponer que el aumento del consumo de la clase capitalista y de los obreros podía colmar fácilmente la carencia de compradores no capitalistas, no había más que un paso, que los profesores “marxistas” franquearon por otra parte fácilmente: ¡necesitan hallar una salida “teórica” a los antagonismos sociales para poder asegurarse el “pan nuestro de cada día”! **** Para facilitar el examen, podemos perfectamente incluir en esta esfera a los productores que, aunque no dependen directamente del proceso de trabajo capitalista (campesinos independientes, artesanos), no escapan de las repercusiones del reparto capitalista.
Pero examinemos más de cerca este “milagro” que parece hacer añicos la explicación marxista de la producción burguesa. La génesis del movimiento que ha reanimado toda la máquina económica en la práctica se ha desarrollado como sigue: bajo el impulso de la fuerza irresistible que hemos mencionado antes, la Burguesía se ve obligada a formular y realizar un programa que, a la vez que le da esperanzas de que su sistema pueda funcionar con normalidad, le procura sobre todo los medios para crear un mecanismo capaz de ensamblar y triturar al Proletariado: la economía de guerra. Una vez más se podría objetar que la producción de armamento, ante todo, sirve a la política imperialista de “ataque” o “defensa”,y que depende, por tanto,de los antagonismos entre los distintos Estados. Pero así lo único que se hace es confundir el aspecto de los acontecimientos con su significado histórico, y entonces es imposible entender que la guerra no es más que una solución capitalista extrema a los contrastes sociales, un conflicto que en ciertas condiciones históricas, al generalizarse, adquiere la apariencia de un conflicto entre naciones capitalistas, cuando se trata fundamentalmente de una expresión más –la última–de la dictadura del Capitalismo, al mismo nivel que otras manifestaciones de su dominio. Además, la actitud de la Burguesía internacional ante la perspectiva de un conflicto mundial demuestra que el entramado imperialista no es más que un elemento accesorio. Ciertamente, lo repetimos, más que una supuesta “consciencia” burguesa, que fundamentalmente sigue siendo de carácter empírico, los móviles que presiden el desarrollo de las economías de guerra nos revelan cuáles son las necesidades de la evolución capitalista. Es en la realidad económica y política en la que se elaboran progresivamente los “planes” que pretenden refundar el aparato estatal, la reorganización industrial, la gestión hegemónica del Estado, los fundamentos de la economía de guerra. Fue en el propio curso de este vasto proceso de adaptación cuando el Estado –expresión suprema del interés de clase de la Burguesía, que somete a los intereses particulares de los capitalistas privados–apareció como el comprador de una importante fracción de la producción. Es el Estado el que, aplicando unos programas previamente elaborados, “crea” el mercado de guerra(ya se produzca finalmente la guerra o no), equivalente a ese “consumo” capitalista suplementario del que hablábamos; un mercado y un consumo que, por su propia naturaleza, se salen en realidad de las normas económicas, al igual que la producción de guerra a la cual se vincula.
El “milagro” consiste únicamente, pues, en asegurar la “venta” de los productos excedentes procedentes de la reintegración en el ciclo productivo de las máquinas, mano de obra y capitales que estaban inmovilizados por la crisis. Y el “secreto” para financiarla economía de guerra consiste en recurrir a todos los expedientes monetarios y presupuestarios de los que dispone el Capitalismo, primero echando mano del excedente realmente disponible, que extrae de los ahorros, de la fiscalidad, de los préstamos, las confiscaciones de capital, y luego empleando los recursos ficticios que saca de la nada: “letras” al futuro y deducciones anticipadas de todo tipo, entre las cuales los “bonos contributivos” que el Reich acaba de crear revelan toda la habilidad de un régimen acorralado. Hay un hecho que merece la pena destacar de nuevo: el armazón financiero de los Estados fascistas ha desmentido todas las predicciones catastrofistas que la chusma social-comunista se da el gusto de eructar periódicamente desde hace años. La experiencia alemana demuestra, en efecto, que los límites financieros dependen del valor intrínseco y de la capacidad material de la economía y no de las reservas de oro o del valor de los signos monetarios.
Volviendo a la extensión del poder de compra en la esfera capitalista: esta extensión sólo es concebible, evidentemente, porque la venta del producto suplementario (armamento) es puramente ficticia. Efectivamente, no se puede comparar este pseudo-consumo capitalista con el que implicaba la aparición de nuevos compradores no capitalistas, que en el pasado contribuyeron de manera tan importante al desarrollo prodigioso de la acumulación capitalista. Decimos bien: venta ficticia, porque en ningún momento se traduce concretamente en una realización económica que asegure al productor-vendedor la reconstitución de los elementos que componen el producto. Aquí entramos en el mecanismo de la producción de guerra. Y la naturaleza y el alcance social de esta última exigen que comparemos este mecanismo con el de la producción ordinaria. Sabemos que un ciclo productivo termina con la venta del producto en el mercado. Sólo entonces se realiza la plusvalía incorporada en el producto, es decir, se intercambia por el oro o por lo que sea, y así se consuma verdaderamente la explotación del proletariado. Este es también el momento en el que se dan las condiciones para empezar un nuevo ciclo productivo. Incluso es posible llevar a cabo una reproducción ampliada, pues el Capitalismo no sólo encuentra en el mercado todos los elementos del proceso anterior, sino también los que le permiten desarrollar la producción tras convertir en capital una fracción de la plusvalía*. Quien dice reproducción ampliada dice acumulación capitalista, y esto es así porque la producción, en su conjunto, responde indirectamente (a través del mercado) a las necesidades sociales, y se solventa con unos resultados positivos superiores a los del ciclo anterior. Para que exista ampliación (o incluso mera reproducción simple), basta con que el producto responda a una función económica real, que aparezca bajo unas formas que se puedan emplear de nuevo en la producción (máquinas,materias primas, productos de consumo), unas formas que no hacen más que materializar las inversiones de capital constante y capital variable. En cambio, si hay plétora de tambores y trompetas a expensas de los objetos indispensables o simplemente útiles, entonces es que existen toda una serie de mórbidos fenómenos que están descomponiendo el organismo social.
Con la economía de guerra nos encontramos precisamente ante una de esas manifestaciones orgánicas y fisiológicas que engendran la descomposición y la consunción. Estamos ante un proceso que se encamina hacia el hundimiento bajo el impulso de la velocidad adquirida, y que por tanto no se puede detener o hacer retroceder. El Capitalismo está atrapado por un engranaje del que no puede escapar. Desde luego que si la economía de guerra puede escapara los azares del mercado es porque se vende por anticipado al Estado, por lo que podemos considerar que se “consume” incluso antes de existir. La organización que la condiciona, además, coordina en una medida enorme los factores inestables del funcionamiento capitalista: precios, salarios, beneficios, inversiones; resumiendo, engloba una producción “socialista” cuya plena expansión ya hemos constatado en Alemania y en la URSS. Por eso la contradicción específica y mortal de la economía de guerra no se encuentra en el terreno de su financiación u organización, sino en el propio centro del mecanismo productivo y en el desarrollo de las fases sucesivas de su reproducción.* Para simplificar el análisis, suponemos que toda la producción se vende a un precio que se corresponde con su valor y que existe un equilibrio entre la esfera productiva de medios de producción y la de medios de consumo.
Al principio, parecía que eran los nuevos mercados los que llamaban a desarrollar la producción. Todo el aparato se puso en movimiento, las fuerzas paradas se reintegraron en la esfera productiva y, durante un tiempo, en cifras absolutas, hubo un aumento de rentas (fondos salariales y ganancia), pues se habían movilizado más capitales, había más mano de obra trabajando, una mayor masa de plusvalía y, por tanto, más productos. La vida económica no empieza a sufrir graves modificaciones hasta que se opera la sacudida en cada renovación del ciclo, por la propia naturaleza de la producción; y este progreso también depende de la capacidad de resistencia del organismo capitalista que se ve obligado a alimentarse de las reservas acumuladas por un siglo de prosperidad; y es que si estas reservas no existiesen, el ritmo de degradación sería verdaderamente vertiginoso. En efecto, considerando solamente la producción de guerra, hay que admitir que, aunque no se “venda” íntegramente, desaparece virtual y definitivamente de la esfera económica propiamente dicha, dado que no contiene ningún elemento llamado a reaparecer en el siguiente ciclo: cañones, tanques, aviones, refugios fortificados, rutas estratégicas o máscaras de gas, no pueden evidentemente mutarse en capital constante ni capital variable. Cada ciclo de producción de guerra equivale, por tanto, a una destrucción pura y simple del trabajo pasado y del trabajo vivo que requiere. Y no se puede abrir un nuevo ciclo sin extraer sus elementos necesarios bien de la esfera de la producción positiva, bien de los stocks disponibles,que se pueden movilizar mediante cualquier expediente financiero. En el encadenamiento de los ciclos es donde se producen los fenómenos propios de la decadencia capitalista: la “des-acumulación” o la reproducción reducida adquiere entonces tal envergadura que las últimas briznas de optimismo de la Burguesía vuelan como paja y los más clarividentes de sus representantes se ven obligados a constatar, como Flandin, que “desde hace algunos años, Europa ha creado menos riqueza de la que ha consumido.
Y eso es tan cierto como que el crédito internacional prácticamente ha dejado de existir... Las riquezas acumuladas por Europa en el trascurso de los siglos son inmensas, pero están en su fase de consumo”. El Capitalismo se arranca su propia carne, pero no para alimentar a sus “crías”, como el pelícano, sino para destruirlas. Por tanto la producción de guerra no se desarrolla bajo el impulso de la acumulación (pues se traga incluso la plusvalía), sino a través de las sangrías que se efectúan en la riqueza material y en el trabajo, mediante la constricción constante de los fondos de consumo, la no-renovación del aparato productivo y la intensificación del rendimiento de la fuerza de trabajo, empujada hasta sus límites fisiológicos y sociales. Por eso el centro de gravedad de la economía de guerra gira en torno a un régimen de trabajo que al mismo tiempo que “esteriliza” el salario dentro de los límites que imponen las exigencias económicas (racionamiento), permite aumentarla tasa y la masa de plusvalía, pues, en último término, es al proletariado al que le corresponde “pagar”, con una explotación refinada y colosal, el trabajo y el plustrabajo destruido por el armamento. Lógicamente, se puede constatar que el intervencionismo estatal y el “planismo”, basados en una disciplina nacional “obligatoria para todos”, están directamente ligados a esta explotación. Esto explica por qué actualmente se manifiesta una tendencia fuertísima a la nivelación relativa de las condiciones de trabajo, una tendencia que se desarrolla tanto en los países “ricos” como en los países “pobres”: duración de la jornada, precio, incorporación obligada a la fábrica, prohibición de huelga o de cualquier gesto mínimamente reivindicativo; unas condiciones que reúnen, por tanto, todas las características propias de un verdadero clima de guerra,semejante al que ahogó toda vida proletaria durante el conflicto de 1914-1918. Y al igual que éste cesó por agotamiento material, así como por el empuje irresistible de los antagonismos sociales, la economía de guerra que predomina actualmente en el mundo capitalista, en un momento dado –haya“paz” o haya guerra–, entrará en crisis, aunque hoy por hoy es imposible fechar este suceso, que depende de un conjunto de factores complejo. No conviene, basándonos en la ralentización económica que se ha producido a finales de 1937 y que ha durado hasta mediados de 1938, deducir que ya se ha abierto dicha crisis. La conclusión que se debe sacar es, más bien, que aún existe una considerable actividad potencial, pues países como Estados Unidos, Francia, Inglaterra y Bélgica, a falta de un mecanismo adecuado, aún no han logrado poner en funcionamiento la totalidad de sus fuerzas productivas. Desde luego no sucede lo mismo en los Estados llamados “totalitarios”, en los que todos los recursos están movilizados –o poco les queda–, pero tampoco aquí podemos decir que la economía de guerra esté en crisis, a menos que supongamos que las “Democracias”, que son las que pueden suministrarle la ayuda indispensable, han abandonado al Fascismo a su suerte.
Ahora bien, hasta el momento los hechos desmienten claramente tal eventualidad. Por otra parte, todo indica que la crisis de la economía de guerra será profundamente diferente a las antiguas crisis de “crecimiento”. Ésta será el resultado de una sobreacumulación y de un excedente de producción no realizable. Aquella surge de una des-acumulación y de una sub-producción de bienes productivos y de bienes de consumo, que están en retroceso ante un mercado de productos estériles que, lejos de atestar el mercado capitalista, se producen y se realizan fuera, digámoslo así, de la esfera mercantil y de la circulación. Los límites de la producción de guerra, más allá de los cuales estallará la crisis, dependen evidentemente de las facultades físicas de cada economía, es decir, del consumo de fuerzas productivas y del margen de explotación del Proletariado, del empeoramiento último de nivel de vida de la sociedad. La contradicción entre la producción positiva y la producción negativa hallará entonces su salida, bien en el estallido del antagonismo de clases –abriendo una situación revolucionaria–, o bien en una guerra localizada o generalizada. Como decía Blum al presentar su plan, en abril de 1938, “el carácter artificial de la economía de guerra terminará saliendo a la luz... pero esta fatal eventualidad quizá aún esté lejos: la experiencia nos demuestra más bien que una economía cuya actividad está esencialmente orientada al rearme es viable durante un periodo de tiempo bastante largo. La liquidación a la que está finalmente destinada ciertamente plantea algunos problemas terribles... pero la lucha por la vida prevalece frente a la lucha contra el tiempo.” Esta “lucha contra el tiempo” a la que se enfrenta la Burguesía internacional se traduce en una lucha feroz contra los trabajadores. Sólo el proletariado puede quebrar esta espiral infernal de armamento. A la violencia capitalista debe suceder, sin más tardanza, la violencia proletaria, una guerra de clases que rompa definitivamente el curso de la guerra imperialista. Sólo después podremos hablar de desarme.